Silencio. ¿Qué más debía decir? En momentos como aquél era cuando se daba cuenta de lo inútiles que resultaban todos los manuales del mundo sobre cómo ser madre. La buena maternidad te salía del corazón, era instintiva, y no por vez primera le preocupó estar defraudando a Luke.
– Estará lista dentro de veinte minutos -añadió con torpeza.
– ¿Qué? -Luke pulsó «Pausa» de nuevo y miró por la ventana.
– He dicho que estará lista dentro de vein…
– No es eso -dijo Luke zambulléndose de nuevo en el mundo de los videojuegos-. Ivan también tomaría un poco. Me ha dicho que la pizza es su plato favorito.
– Vaya.
Elizabeth tragó saliva con impotencia.
– Con aceitunas -prosiguió Luke.
– Pero, Luke, si tú odias las aceitunas.
– See, pero a Ivan le encantan. Le vuelven loco.
– Caramba…
– Gracias -dijo Luke a su tía. Miró el saco de alubias, le hizo una señal de victoria, sonrió y volvió a apartar la vista.
Elizabeth se batió en lenta retirada del cuarto de jugar. Reparó en que todavía llevaba el teléfono sujeto contra el pecho.
– ¿Sigues ahí, Marie?
Se mordió una uña y miró fijamente la puerta cerrada del cuarto de jugar preguntándose qué debía hacer.
– Empezaba a pensar que tú también te habías largado a la luna -contestó Marie riendo entre dientes. Pero, tomando por enojo el silencio de Elizabeth, se disculpó enseguida-. De todos modos llevabas razón, Saoirse iba camino de la luna, pero por suerte decidió detenerse para repostar combustible. Aunque fue más bien ella quien repostó. Tu coche ha sido localizado bloqueando la calle mayor con el motor aún en marcha y la puerta del conductor completamente abierta. Tienes suerte de que Paddy lo haya encontrado antes de que alguien se lo llevara.
– A ver si lo adivino. El coche estaba delante del pub.
– Correcto. -Marie hizo una pausa-. ¿Quieres poner una denuncia?
Elizabeth suspiró.
– No. Gracias, Marie.
– De nada. Haremos que alguien te lleve el coche a casa.
– ¿Qué pasa con Saoirse? -Elizabeth iba de un lado a otro del vestíbulo-. ¿Dónde está?
– Nos la quedaremos aquí un rato, Elizabeth.
– Voy a buscarla -dijo Elizabeth enseguida.
– No -insistió Marie-. Te llamaré más tarde y hablaremos de eso. Es preciso que tu hermana se tranquilice antes de ir a donde sea.
Elizabeth oyó a Luke reír y hablar en voz alta dentro del cuarto de jugar.
– La verdad, Marie -agregó con un amago de sonrisa-, antes de colgar me entraban ganas de pedirte que los que me lleven el coche a casa traigan un psiquiatra con ellos. Según parece a Luke ahora le ha dado por los amigos imaginarios…
Dentro del cuarto de jugar Ivan puso los ojos en blanco y se contoneó hundiéndose aún más en el saco de alubias. Había oído las palabras de Elizabeth al teléfono. Desde sus comienzos en aquel trabajo los padres le habían llamado así y eso estaba comenzando a preocuparle. No había absolutamente nada imaginario en él.
Capítulo 3
Luke fue muy amable al invitarme a cenar ese día. Cuando le dije que la pizza es mi plato favorito en realidad no tenía intención de que me invitaran a cenar. Pero ¿cómo iba a decir que no al lujazo de comer pizza en viernes? Había motivo para una celebración doble. Sin embargo, debido al incidente en el cuarto de jugar me dio la impresión de no haberle caído muy bien a la tía de Luke, cosa que no me sorprendió lo más mínimo, ya que por lo general suele ocurrir. Los padres siempre piensan que preparar comida para mí es un desperdicio, porque siempre terminan tirándola. Pero para mí es un asunto peliagudo. Vamos a ver, tienes que comerte la cena apretujado en un sitio minúsculo que te dejan en la mesa mientras los demás te miran y se preguntan si tu comida va a desaparecer o no. Al final me pongo tan paranoico que no puedo comer y tengo que dejar la comida en el plato.
No lo digo por quejarme, que te inviten a cenar está muy bien, pero los adultos nunca ponen la misma cantidad de comida en mi plato que en el de los demás. En el mío nunca llegan a poner ni siquiera la mitad de la comida que al resto de los comensales y siempre dicen cosas como «Bueno, seguro que Ivan no tiene mucho apetito hoy.» Vamos a ver, ¿cómo lo saben? Nunca preguntan. Suelo estar apretujado entre mi amigo íntimo de turno y algún hermano mayor pesado que me roba parte de la comida cuando nadie mira.
Se olvidan de darme cosas como servilletas, cubiertos y, por descontado, nunca son generosos con el vino. A veces se contentan con darme un plato vacío y decirle a mi amigo que la gente invisible come comida invisible. Vamos a ver, por favor, ¿acaso el invisible viento agita árboles invisibles? Suelen ponerme un vaso de agua y eso sólo si se lo pido educadamente a mis amigos. Los adultos ven raro que necesite un vaso de agua para acompañar la comida y hacen un montón de aspavientos cuando lo pido con hielo. Y digo yo, habida cuenta de que el hielo es gratis, ¿a quién no le apetece una bebida fresca en un día caluroso?
Por lo general son las madres quienes más charlan conmigo. Sólo que hacen preguntas y no escuchan las respuestas o fingen ante todos los demás que he dicho otra cosa para hacerles reír. Incluso me miran al pecho cuando me hablan como si esperasen que midiera un metro escaso. Y que conste, mido metro ochenta y os aseguro que no hacemos eso de la edad en el sitio de donde procedo; pasamos a existir tal como somos y crecemos espiritualmente más que físicamente. Es nuestro cerebro el que crece. Dejadme señalar que mi cerebro es bastante grande a estas alturas, aunque siempre hay sitio para que siga creciendo. Me dedico a este trabajo desde hace mucho tiempo y se me da bien. Nunca he decepcionado a un amigo.
Los papás siempre me dicen cosas entre dientes cuando creen que no hay nadie escuchando. Por ejemplo, Barry y yo fuimos a Waterford durante las vacaciones de verano y estábamos tumbados en la playa de Brittas Bay y pasó una señora en bikini. El padre de Barry dijo entre dientes «Ésa sí que está buena, Ivan.» Los papas siempre creen que estoy de acuerdo con ellos. Siempre aseguran a mi mejor amigo que les digo cosas como «Es bueno comer verdura. Ivan me ha pedido que te diga que te comas todo el brécol» y otras tonterías por el estilo. Mis amigos íntimos saben de sobra que nunca diría nada semejante.
Pero así es como son los adultos.
Diecinueve minutos y treinta y ocho segundos más tarde Elizabeth llamó a Luke a cenar. Las tripas me hacían ruido y me apetecía un montón la pizza. Seguí a Luke a través del largo vestíbulo hasta la cocina asomándome a cada habitación al pasar. En la casa reinaba un silencio sepulcral y nuestros pasos resonaban. Cada habitación era toda blanca o toda beige, tan impecable que empezó a ponerme nervioso la idea de comer pizza, pues no quería hacer un estropicio. Hasta donde llegué a ver, no sólo no había ningún indicio de que viviera un niño en la casa, sino que no había indicios de que viviera nadie. Le faltaba lo que suele llamarse una atmósfera hogareña. Aun así, la cocina me gustó. El sol la había caldeado y como estaba rodeada de cristal daba la impresión de que estuviéramos sentados en el jardín. Como en una especie de picnic. Me fijé en que la mesa estaba puesta para dos personas, de modo que aguardé a que me dijeran dónde debía sentarme. Los platos eran grandes, negros y relucientes, el sol que entraba por los ventanales arrancaba destellos a la cubertería y las dos copas de cristal reflejaban colores de arco iris encima de la mesa. Había una ensaladera y una jarra de cristal con agua con hielo y limón en medio de la mesa. Todo estaba posado sobre individuales de mármol negro. A la vista de cómo refulgía todo, hasta ensuciar la servilleta daba miedo.
Las patas de la silla de Elizabeth chirriaron contra las baldosas cuando se sentó. Se puso la servilleta en el regazo. Reparé en que se había cambiado y llevaba un chándal marrón oscuro que combinaba con su pelo y le realzaba la piel. La silla de Luke chirrió cuando se sentó. Elizabeth cogió el tenedor y la cuchara gigantes de la ensalada y comenzó a juntar hojas y tomatitos en su plato. Luke la miró y frunció el ceño. Luke tenía un trozo de pizza margarita en el plato. Sin aceitunas. Hundí las manos en los bolsillos y empecé a apoyarme en una y otra pierna con nerviosismo.
– ¿Qué pasa, Luke? -preguntó Elizabeth aliñando su ensalada.
– ¿Dónde está el sitio de Ivan?
Elizabeth se detuvo, cerró con fuerza la tapa de la vinagrera y dejó el tarro otra vez en medio de la mesa.
– Venga, Luke, basta ya de tonterías -dijo en tono desenfadado y sin mirarle. Me constaba que le daba miedo mirar.
– No digo ninguna tontería -replicó Luke frunciendo el ceño-. Has dicho que Ivan podía quedarse a cenar.
– Sí, pero ¿dónde está Ivan? -preguntó Elizabeth procurando que no se le crispara la voz mientras espolvoreaba queso rallado. Me di cuenta de que no quería que aquello se convirtiera en un problema. Lo apartaría de la mente enseguida y ya no se hablaría más de amigos invisibles.
– Está de pie justo a tu lado.
Elizabeth golpeó la mesa con el tenedor y el cuchillo y Luke pegó un bote en la silla. Su tía abrió la boca para hacerle callar, pero la interrumpió el timbre de la puerta. En cuanto salió de la cocina, Luke se levantó de la silla y sacó un plato del aparador. Grande y negro, igual que los otros dos. Sirvió un trozo de pizza en el plato, cogió cubiertos y una servilleta y lo puso todo encima de un individual al lado del suyo.
– Este es tu sitio, Ivan -dijo alegremente, y le hincó el diente a su pizza. Le quedó colgando de la barbilla un trozo de queso fundido. Parecía un cordel amarillo.
A decir verdad, no me habría sentado a la mesa si mi estómago no hubiese estado gritándome que comiera. Me constaba que Elizabeth se pondría fuera de sí, pero si engullía la comida muy deprisa antes de que regresara a la cocina quizá no llegaría a enterarse.
– ¿Quieres que le pongamos aceitunas? -preguntó Luke limpiándose el tomate de la boca con la manga.
Me reí y asentí con la cabeza. Se me hacía la boca agua.
Elizabeth regresó a toda prisa a la cocina justo cuando Luke trataba de alcanzar el estante donde estaban las aceitunas.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó rebuscando en uno de los cajones.
– Cojo las aceitunas para Ivan -explicó Luke-. Le gusta la pizza con aceitunas, ¿recuerdas?
Elizabeth miró hacia la mesa de la cocina y vio que estaba puesta para tres. Se frotó los ojos con ademán cansado.
– Oye, Luke, ¿no te parece que es desperdiciar la comida lo de poner aceitunas en la pizza? No te gustan nada y voy a tener que tirarlas.
– Bueno, no será ningún desperdicio, ya que se las comerá Ivan, ¿verdad, Ivan?
– Desde luego -dije relamiéndome los labios y apretándome la barriga.
– ¿Y bien? -Elizabeth levantó una ceja-. ¿Qué ha dicho?
Luke frunció el ceño.
– ¿Me estás diciendo que tampoco le oyes? -Me miró e hizo girar un dedo junto a la sien, dándome a entender que su tía estaba loca-. Ha dicho que se las comerá todas encantado.
– ¡Qué bien educado! -farfulló Elizabeth sin dejar de rebuscar en el cajón-. Pero más vale que te asegures de que desaparece hasta la última miga, porque de lo contrario será la última vez que Ivan coma con nosotros.
– No te preocupes, Elizabeth, pienso zampármelo todo -le dije justo antes de probar el primer bocado. No quería ni oír hablar de no volver a comer con Luke y su tía otra vez. Elizabeth tenía los ojos tristes, tristes ojos castaños, y yo estaba convencido de que la haría feliz comiéndome hasta la última miga. Comí deprisa.
– Gracias, Colm -dijo Elizabeth cansinamente cogiendo las llaves que le alcanzaba el garda. Dio la vuelta al coche lentamente inspeccionando la pintura con detenimiento.
– No ha habido daños -dijo Colm observándola.
– Al menos no en el coche -respondió Elizabeth intentando hacer un chiste y dando unas palmaditas al capó. Siempre pasaba vergüenza. Como mínimo una vez por semana ocurría alguna clase de incidente que implicaba a los garda í y, aunque la policía siempre se mostraba profesional y educada ante la situación, ella no podía evitar sentirse avergonzada. En su presencia se esforzaba más de lo acostumbrado para parecer «normal» y así demostrar que no era culpa suya y que no toda la familia estaba chiflada. Limpió las salpicaduras de barro seco con un pañuelo de papel. Colm le sonrió con tristeza.
– Ha habido que arrestarla, Elizabeth.
Elizabeth levantó la cabeza de golpe, completamente alerta.
– Colm-dijo asombrada-. ¿Por qué?
Era la primera vez que sucedía. Hasta entonces se habían limitado a amonestar a Saoirse y devolverla a donde estuviera viviendo en aquel momento. Un trato poco profesional, a Elizabeth le constaba, pero en un pueblo tan pequeño, donde todos conocían a todos, nunca habían ido más allá de vigilar a Saoirse para impedir que hiciera alguna estupidez que acarreara consecuencias. Ahora Elizabeth temía que Saoirse hubiese agotado su cupo de advertencias. Colm jugueteaba con su gorra azul marino entre las manos.
– Conducía bebida, Elizabeth, iba en un coche robado y ni siquiera tiene carné.
Al oír esas palabras, Elizabeth se estremeció. Saoirse era un peligro. ¿Por qué insistía en proteger a su hermana? ¿Cuándo se daría por enterada finalmente y aceptaría que llevaban razón al decir que su hermana nunca sería el ángel que ella deseaba que fuera?