Capítulo 5
Elizabeth supo que estaba perdiendo la cabeza justo en ese momento. Les había ocurrido a su hermana y a su madre y ahora le tocaba a ella. Durante los últimos días se había sentido increíblemente insegura, como si alguien la estuviera observando. Había cerrado todas las puertas con llave, corrido las cortinas, puesto la alarma. Eso tendría que haber bastado, pero ahora iba a dar ese paso más.
Se abalanzó directa a la chimenea a través del salón, agarró el atizador de hierro, salió presurosa de la habitación, cerró con llave y subió a su dormitorio. Miró el atizador apoyado en la mesita de noche, puso los ojos en blanco y apagó la lámpara. Desde luego, estaba perdiendo la cabeza.
Ivan se asomó desde detrás del sofá y miró en derredor. Se había escondido allí pensando que Elizabeth se abalanzaba sobre él. Pero después, al oír el cerrojo de la puerta cuando ella salió a escape del salón, se vino abajo con una decepción como no había experimentado hasta entonces.
No soy mago, ¿sabéis? No puedo cruzarme de brazos, asentir con la cabeza, parpadear y desaparecer para acto seguido reaparecer en lo alto de una librería ni nada por el estilo. No vivo en una lámpara, no tengo unas orejitas extrañas, grandes pies peludos ni alas. No sustituyo dientes caídos por monedas, no dejo regalos debajo de los árboles ni escondo huevos de chocolate. No puedo volar, trepar por las paredes de los edificios ni correr a la velocidad de la luz.
Y no puedo abrir puertas.
Eso tienen que hacerlo por mí. Los adultos encuentran que esta parte es la más divertida, pero también la más embarazosa cuando sus hijos la ponen de manifiesto en público. Yo no me río de los adultos que no pueden encaramarse a un árbol ni decir el alfabeto al revés porque no son físicamente capaces de hacerlo. Eso no los convierte en monstruos o fenómenos de la naturaleza.
De ahí que Elizabeth no tuviera por qué haber cerrado con llave la puerta del salón cuando aquella noche fue a acostarse, ya que de todos modos yo no podía girar el picaporte. Como he dicho, no soy un superhéroe; mi poder especial es la amistad. Escucho a la gente y oigo lo que dicen. Oigo su tono de voz, las palabras que emplean para expresarse y, lo que es más importante, oigo lo que no dicen.
O sea que lo único que podía hacer aquella noche era pensar en mi nuevo amigo Luke. De vez en cuando tengo que hacerlo. Tomo notas mentalmente para luego presentar un informe al departamento de administración. Les gusta guardarlo todo archivado para utilizarlo en los cursos de formación. Siempre está entrando gente nueva. De hecho, cuando tengo un hueco entre amigos doy clases.
Necesitaba pensar sobre los motivos que me habían llevado allí. ¿Qué había provocado que Luke quisiera verme? ¿Cómo podía beneficiarse de mi amistad? Este negocio se dirige con suma profesionalidad y siempre tenemos que entregar a la empresa una breve historia de nuestros amigos, así como una lista de nuestros propósitos y objetivos. Yo siempre identificaba enseguida el problema, pero aquella situación resultaba ligeramente desconcertante. Veréis, nunca me había hecho amigo de un adulto hasta entonces. Quien haya conocido alguno entenderá por qué. Carecen de sentido de la diversión. Se ciñen estrictamente a programas y horarios, se centran en las cosas menos importantes que quepa imaginar, como hipotecas y extractos de cuentas bancarias, cuando todo el mundo sabe que la mayor parte del tiempo es la gente que los rodea lo que les hace sonreír. Todo consiste en trabajo sin nada de juego, y yo también trabajo duro, en realidad, pero eso no quita que me guste mucho más jugar.
Tomemos a Elizabeth como ejemplo; está tumbada en la cama, preocupada por impuestos de circulación y facturas de teléfono, niñeras y colores de pintura. Aunque no puedas poner un tono magnolia en una pared sigues disponiendo de un millón de otros colores para pintarla; si no puedes pagar la factura del teléfono escribe una carta a la compañía contándoselo. La gente se olvida de que tiene opciones. Y también olvida que esas cosas de hecho poco importan. Deberían concentrarse en lo que tienen y no en lo que no tienen. Pero me estoy desviando del relato otra vez.
Me preocupé un poco por mi trabajo la noche que me quedé encerrado en la sala de estar. Era la primera vez que me sucedía. Lo que me preocupaba era que no entendía por qué estaba yo allí. Luke tenía una situación familiar difícil, pero eso era normal y me constaba que se sentía querido. Era feliz y le encantaba jugar, dormía bien por la noche, se comía cuanto le ponían en el plato, tenía un buen amigo que se llamaba Sam y cuando Luke hablaba yo le escuchaba con detenimiento y procuraba oír las palabras que no estaba diciendo, pero no oía nada. Le gustaba vivir con su tía, tenía miedo de su madre y le encantaba hablar de plantas con su abuelo. Pero que Luke me viera cada día y quisiera jugar conmigo cada día significaba sin ninguna duda que era preciso que yo estuviera allí con él.
Por otra parte, su tía nunca dormía, comía muy poco, estaba constantemente rodeada por un silencio tan atronador que ensordecía, no tenía a nadie próximo con quien hablar -al menos que yo hubiese visto- y no decía mucho más de lo que en realidad decía. Me había oído decir gracias una vez, había notado mi aliento unas cuantas veces, oído el crujido del sofá de piel bajo mi peso, pero aun así no podía verme ni soportaba la idea de tenerme en su casa.
Elizabeth no quería jugar.
Además era una adulta, me ponía nervioso y no reconocía algo divertido aunque le diera de pleno en la cara, y podéis creerme si os digo que intenté lanzárselo un montón de veces a lo largo del fin de semana. De modo que era imposible que yo estuviera allí para ayudarla. Aquello era inaudito.
La gente se refiere a mí llamándome amigo invisible o imaginario. Como si me rodeara un gran misterio. He leído los libros que los adultos han escrito preguntándose por qué los niños me ven, por qué creen en mí durante tanto tiempo para luego dejar súbitamente de hacerlo y volver a ser como eran antes. He visto programas de televisión que tratan de debatir por qué razón los niños se inventan personas como yo.
Así que para que os quede bien claro a todos os diré que no soy invisible ni imaginario. Siempre ando por aquí exactamente igual que vosotros. Y no es que las personas como Luke decidan verme, simplemente me ven. Sois las personas como vosotros y Elizabeth quienes decidís no verme.
Capítulo 6
El sol que entraba a raudales por la ventana del dormitorio despertó a Elizabeth a las seis y ocho minutos de la mañana. Siempre dormía con las cortinas abiertas, costumbre que había adquirido al criarse en una granja, donde tendida en la cama veía por la ventana el sendero que cruzaba el jardín hasta la verja. Al otro lado comenzaba una carretera rural que se extendía en línea recta un par de kilómetros desde la granja. Cuando su madre regresaba de sus correrías, Elizabeth la veía caminar por la carretera no menos de veinte minutos antes de que llegara a casa. Reconocía sus andares en cuanto aparecía a lo lejos. Aquellos veinte minutos siempre se le hacían eternos a Elizabeth. La larga carretera tenía un modo particular de aumentar la excitación de Elizabeth, casi como si se burlara de ella.
Hasta que finalmente oía aquel ruido que conocía tan bien, el chirrido de la verja delantera. Los goznes oxidados hacían las veces de banda de bienvenida para el espíritu libre. Elizabeth tenía una relación de amor y odio con aquella verja. Se burlaba de ella igual que el tramo recto de carretera y algunos días al oír el chirrido corría a ver quién había en la puerta y le caía el alma a los pies al encontrar sólo al cartero.
Elizabeth había fastidiado a sus compañeras de cuarto en la universidad y a sus amantes con la manía de dejar las cortinas abiertas.
No sabía por qué había puesto tanto empeño en conservar aquella costumbre; desde luego no era porque siguiera esperando. Pero ahora que era una mujer adulta las cortinas descorridas hacían las veces de despertador; dejándolas abiertas sabía que la luz le impediría volver a sumirse en un sueño profundo. Hasta durmiendo se mantenía alerta y con la guardia bien alta. Elizabeth se acostaba para descansar, no para soñar.
La luz que inundaba el dormitorio le hizo entrecerrar los ojos. La cabeza le iba a estallar. Necesitaba café, enseguida. Al otro lado de la ventana el canto de un pájaro resonaba en la quietud del campo. A lo lejos una vaca contestó a su llamada. Pero a pesar de la idílica mañana, aquella mañana de lunes no auguraba nada que Elizabeth aguardara con ilusión. Tendría que tratar de fijar una nueva cita para la reunión con los constructores del hotel, cosa que no resultaría sencilla, porque después del ardid publicitario publicado en los periódicos sobre el nuevo nido de amor en lo alto de la montaña estaban llegando diseñadores de todos los rincones del mundo deseosos de dar a conocer sus ideas. Elizabeth estaba molesta; aquél era su territorio. Pero ése no era su único problema.
Luke estaba invitado a pasar el día con su abuelo en la granja. Para Elizabeth hasta ahí todo iba bien. Lo que no la satisfacía tanto, hasta el punto de preocuparla, era que el abuelo también esperara a otro niño de seis años que se llamaba Ivan. Debería hablar seriamente con Luke acerca de ello, pues le daba miedo imaginar qué ocurriría si se mencionara la existencia de un amigo invisible a su padre.
Brendan era un hombre de sesenta y cinco años, corpulento, ancho de espaldas, silencioso y un tanto huraño. La edad no le había suavizado el carácter, sino que más bien había acrecentado su amargura y su resentimiento, incluso su confusión. Era estrecho de miras y no estaba en absoluto dispuesto a abrirse o cambiar. Elizabeth intentaba por lo menos comprender su difícil personalidad si ser así le hacía feliz, pero que ella supiera las opiniones de su padre lo frustraban y hacían más desdichada su vida. Siempre se mostraba serio, rara vez hablaba excepto con las vacas o las hortalizas, jamás reía y en las contadas ocasiones en que decidía que alguien era digno de que él le dirigiera la palabra, le soltaba una conferencia o un sermón. No era preciso contestarle. No hablaba para conversar. Hablaba para sentar cátedra. Pasaba muy poco tiempo con Luke, dado que no tenía paciencia para las poco realistas ideas de los niños, para sus tontos juegos y sus estupideces. A ojos de Elizabeth lo único que a su padre le gustaba de Luke era que el chico era como un libro en blanco listo para ser llenado de información y sin el suficiente conocimiento para poner en tela de juicio o criticar lo que en él se vertía. Los cuentos de hadas y demás fantasías no tenían cabida para su padre. Elizabeth sospechaba que en realidad aquélla era la única creencia que ambos compartían.
Bostezó, se estiró y, todavía incapaz de abrir los ojos a la brillante luz, buscó a tientas el despertador en la mesita de noche. Aunque cada mañana se despertaba a la misma hora, nunca se olvidaba de poner en hora el despertador. El brazo topó con algo frío y duro que cayó con estrépito al suelo. Su adormilado corazón le dio un vuelco asustado.
Asomando la cabeza por el borde de la cama vio el atizador de hierro encima de la moqueta blanca. Su «arma» también le recordó que tenía que llamar a Rentokil para que la libraran de los ratones. Había notado su presencia en la casa a lo largo de todo el fin de semana y el pensar que podían haber pasado las últimas noches dentro del dormitorio la había puesto tan paranoica que apenas había dormido, aunque eso no era particularmente inusual en su caso.
Lavada y vestida, después de despertar a Luke bajó a la cocina. Minutos después, provista de la consabida taza de expreso, marcó el número de Rentokil. Luke entró adormilado a la cocina con el pelo rubio revuelto y una camiseta naranja medio remetida en los pantalones cortos rojos, atuendo que completaban unos calcetines desparejados y zapatillas de deporte provistas de luces que se encendían a cada paso.
– ¿Dónde está Ivan? -preguntó medio grogui, y recorrió la cocina con la vista como si fuese la primera vez que la veía en su vida. Cada mañana hacía lo mismo; tardaba al menos una hora en despertarse incluso después de haberse levantado y vestido. Durante las oscuras mañanas de invierno aún tardaba más. Elizabeth suponía que en algún momento dado de sus clases matutinas en la escuela finalmente cobraba conciencia de lo que estaba haciendo.
– ¿Dónde está Ivan? -repitió el niño.
Elizabeth le hizo callar llevándose un dedo a los labios y lanzándole una mirada iracunda mientras escuchaba a la empleada de Rentokil. Luke sabía de sobra que no debía interrumpir a su tía cuando ésta hablaba por teléfono.
– Bueno, me he dado cuenta este fin de semana. El viernes a la hora del almuerzo, en realidad, por eso me pregunt…
– ¡Ivan! -chilló Luke, y empezó a buscar debajo de la mesa de la cocina, detrás de las cortinas, detrás de las puertas. Elizabeth alzó los ojos al techo. Ya estábamos otra vez.
– No, en realidad no he llegado a ver ninguno…
– ¿IVAAAAAAN?
– … todavía, pero noto sin lugar a dudas que están aquí-terminó Elizabeth, y trató de captar la atención de Luke para poder lanzarle la mirada iracunda otra vez.
– ¡Ivan! ¿Dónde te has metido? -gritaba Luke.
– ¿Cagarrutas? No, ninguna cagarruta -dijo Elizabeth comenzando a irritarse.
Luke dejó de gritar y aguzó el oído.
– ¿Qué? No te oigo bien-dijo.
– No, no tengo ratoneras. Oiga, estoy muy ocupada, no tengo tiempo para contestar tantas preguntas. ¿No puede enviar a alguien para que lo compruebe por sí mismo? -espetó Elizabeth.
De repente Luke salió corriendo de la cocina hacia el vestíbulo. Elizabeth le oyó golpear la puerta de la sala de estar.
– ¿Qué estás haciendo ahí dentro, Ivan? -preguntó Luke tirando del picaporte.
Finalmente Elizabeth terminó su conversación y colgó el teléfono con furia. Luke estaba gritando a pleno pulmón a través de la puerta de la sala. A Elizabeth se le alteró la sangre.
– ¡Luke! ¡Ven aquí ahora mismo!
Los golpes contra la puerta del salón cesaron de inmediato. Luke entró a la cocina arrastrando los pies.
– ¡No arrastres los pies! -chilló Elizabeth.
Luke obedeció y las luces de las suelas de sus zapatillas se encendieron a cada paso. Se plantó delante de ella y habló en voz baja y con toda la inocencia que le permitía su voz aguda.
– ¿Por qué encerraste a Ivan en el salón anoche?
Silencio.
Ella tenía que poner fin a aquello enseguida. Aprovecharía el momento para sentarse y hablar del asunto con Luke y después éste respetaría sus deseos. Le ayudaría a entrar en razón y ya no se hablaría más de ningún amigo invisible.
– Ivan me ha preguntado por qué te llevaste el atizador de la chimenea a la cama -agregó Luke sintiéndose más confiado al ver que Elizabeth había dejado de chillarle.
Elizabeth explotó.
– No quiero oír ni una palabra más acerca de ese tal Ivan, ¿entendido?
Luke se puso pálido.
– ¿Me has oído? -gritó Elizabeth. No le dio oportunidad de contestar-. Sabes tan bien como yo que no hay nadie que se llame Ivan. No juega a perseguirte, no come pizza, no está en el salón y no es tu amigo porque no existe.
Luke arrugó la frente como si fuera a echarse a llorar. Elizabeth prosiguió:
– Hoy vas a ir a casa de tu abuelo y si me dice que has mencionado a Ivan tendrás que vértelas conmigo. ¿Entendido?
Luke se puso a llorar en silencio.
– ¿Entendido? -repitió Elizabeth.
Su sobrino asintió lentamente con la cabeza mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
La sangre de Elizabeth dejó de alterarse y comenzó a dolerle la garganta de tanto gritar.
– Ahora siéntate a la mesa y te serviré los cereales -agregó en voz baja.
Sacó la caja de Coco Pops. Normalmente no le permitía tomar desayunos tan azucarados, pero tampoco podía decirse que hubiese hablado con Luke acerca de Ivan tal como había planeado. Le constaba que perdía los estribos con demasiada facilidad. Se sentó a la mesa y miró cómo Luke llenaba de Coco Pops su cuenco de cereales y cómo temblaban sus manos de niño con el peso del cartón de leche. Luke derramó un poco de leche encima de la mesa. Elizabeth se abstuvo de volver a gritarle, aunque la había limpiado la noche anterior hasta dejarla resplandeciente. Le inquietaba algo de lo que había dicho Luke, pero no conseguía recordar de qué se trataba. Apoyó el mentón en la mano y le observó comer.
Luke masticaba despacio. Con tristeza. Aparte del crujido que emitía al mascar, en la cocina reinaba un silencio sepulcral. Finalmente, transcurridos unos minutos, habló.
– ¿Dónde está la llave del salón? -preguntó evitando la mirada de Elizabeth.
– Luke, no hables con la boca llena -dijo Elizabeth en voz baja. Sacó del bolsillo la llave de la sala de estar, salió al vestíbulo e hizo girar la llave en la cerradura de la puerta de la sala-. Muy bien, ahora Ivan es libre para marcharse de casa -bromeó para acto seguido arrepentirse de lo dicho.