Neuromante - Gibson William 2 стр.


La encontró una noche lluviosa en una vídeo galería.

Bajo fantasmas brillantes que ardían tras una bruma celeste de humo de cigarrillos, hologramas del Castillo Embrujado y de Guerra de Tanques en Europa, la silueta de Nueva York… Y ahora la recordaba así, el rostro envuelto en una inquieta luz de láser, los rasgos reducidos a un código: un fulgor escarlata en los pómulos mientras el Castillo Embrujado ardía, la frente empapada de azul cuando Münich caía ante la Guerra de Tanques, la boca manchada de oro caliente mientras un cursor deslizante sacaba chispas a las paredes de un desfiladero de rascacielos. Él estaba volando alto aquella noche, con un ladrillo de Ketamina de Wage en camino a Yokohama y el dinero ya en el bolsillo. Entró desde la cálida lluvia que chisporroteaba en el pavimento de Ninsei, y por algún motivo, la distinguió en seguida: una cara entre las docenas de caras alineadas frente a las consolas, perdida en el juego. Tenía entonces la expresión que le vería, horas más tarde, en el rostro dormido en un nicho de un hotel del puerto; el labio superior como las líneas con que los niños dibujan un pájaro volando.

Cuando atravesaba la galería para ponerse junto a la joven, embriagado aún por el negocio que acababa de cerrar, vio que ella levantaba sus ojos. Ojos grises delineados con lápiz negro. Ojos de animal encandilado por las luces altas de un vehículo que se aproxima.

La noche se alargó en una mañana, en boletos en el puerto y en un primer paseo por la bahía. La lluvia siguió cayendo sobre Harajuku, goteando sobre la chaqueta de plástico de Linda, y los niños de Tokio pasaron en tropel frente a las famosas boutiques, en chinelas blancas y con capuchas adhesivas, hasta que ella se quedó con él en el bullicio de medianoche de un salón pachinko y le tomó la mano como si fuera un niño.

Pasó un mes antes de que la gestalt de drogas y tensión en la que él se movía convirtiera aquellos ojos perpetuamente asustados en pozos de reflexiva necesidad. Vio cómo ella se fragmentaba, se quebraba como un iceberg, y cómo los trozos se alejaban a la deriva, y por último vio la necesidad cruda, la hambrienta armadura de la adicción. Vio cómo inhalaba la siguiente línea con una concentración que le recordó las mantis que vendían en los quioscos de Shiga, junto a peceras de carpas mutantes y grillos en jaulas de bambú.

Miró fijamente el negro anillo de borra en la taza vacía. La taza vibraba por el estimulante que había tomado. Sobre el laminado marrón que cubría la mesa había una pátina de arañazos diminutos. La dextroanfetamina le subió por la columna, y vio los innumerables impactos aleatorios que habían creado esa superficie. El Jarre estaba decorado en un estilo anticuado y anónimo del siglo anterior, una incómoda mezcla de japonés tradicional y pálidos plásticos milaneses, pero todo parecía cubierto por una película sutil, como si el mal humor de un millón de clientes hubiese atacado de algún modo los espejos y los plásticos otrora lustrosos, dejando cada superficie empañada con algo que nunca se podría limpiar.

– Ey, Case, buen amigo…

Levantó la mirada; encontró unos ojos grises delineados con lápiz. Ella llevaba unos desteñidos pantalones militares franceses y zapatillas deportivas blancas.

– Te he estado buscando. -Se sentó frente a él. Las mangas de la camisa azul de cremallera habían sido arrancadas desde los hombros; él le examinó los brazos involuntariamente, buscando señales de dermos o de pinchazos.- ¿Quieres un cigarrillo?

Sacó un arrugado paquete de Yeheyuan de un bolsillo tobillero y le ofreció uno. Él lo tomó, dejó que ella lo encendiera con un tubo de plástico rojo. -¿Duermes bien, Case? Pareces cansado. -El acento era del sur del Ensanche, cerca de Atlanta. La piel bajo los ojos parecía pálida y enfermiza, pero la carne era aún lisa y firme. Tenía veinte años. Unas líneas nuevas de dolor comenzaban a grabársele en las comisuras de la boca. Llevaba el pelo negro estirado hacia atrás, sujeto con una cinta de seda estampada. El diseño podía representar un microcircuito, o el plano de una ciudad.

– No, si recuerdo tomar mis pastillas -dijo él, mientras lo golpeaba una tangible ola de nostalgia, deseo y soledad, cabalgando en la longitud de onda de la anfetamina. Recordó el olor de la piel de Linda en la oscuridad sobrecalentada de un nicho cercano al puerto, los dedos de ella entrelazados sobre su espalda.

Toda la carne, pensó, y todo lo que la carne quiere.

– Wage -dijo ella, entornando los ojos-. Quiere verte con un agujero en la cara. -Encendió el cigarrillo.

– ¿Quién lo dice? ¿Ratz lo dice? ¿Has estado hablando con Ratz?

– No. Mona. Su nuevo macarra es uno de los chicos de Wage.

– No le debo tanto. Él a mí sí; pero de todos modos no tiene dinero. -Se encogió de hombros.

– Ahora le debe demasiada gente, Case. Tal vez te toque ser el ejemplo. En serio, es mejor que te cuides.

– Claro. ¿Y qué me dices de ti, Linda? ¿Tienes dónde dormir?

– Dormir. -Linda sacudió la cabeza.- Claro, Case. -Tembló y se inclinó hacia adelante. Una película de sudor le cubría la cara.

– Toma -dijo él; buscó en el bolsillo de la chaqueta deportiva y sacó un arrugado billete de cincuenta. Lo alisó automáticamente bajo la mesa, lo dobló en cuatro y se lo pasó.

– Tú lo necesitas, cariño. Más vale que se lo des a Wage.

Había algo en los ojos grises de ella que no conseguía leer; algo que nunca había visto en ellos.

– A Wage le debo mucho más que eso. Tómalo. Me va a llegar más -mintió, mientras veía sus nuevos yens desaparecer en un bolsillo de cremallera.

– Junta tu dinero, Case; encuentra rápido a Wage.

– Ya nos veremos, Linda -dijo él, poniéndose de pie.

– Seguro -dijo ella. Un milímetro de blanco asomaba bajo cada una de sus pupilas. Sanpaku-. Cuídate el pellejo, hombre.

Él asintió, ansioso por marcharse.

Volvió atrás la mirada cuando la puerta plástica se cerraba detrás de él; vio los ojos de ella reflejados en una jaula de neón rojo.

Viernes por la noche en Ninsei.

Pasó frente a quioscos de yakitori y salones de masaje, una cafetería llamada Beautiful Girl, el trueno electrónico de una vídeo galería. Se hizo a un lado para dar paso a un sarariman de traje oscuro, y alcanzó a ver el logotipo de la Mitsubishi-Genentech tatuado en el dorso de la mano derecha del hombre.

¿Era auténtico? Si lo era, pensó, se está buscando problemas. Si no, se los merecía. Por encima de un cierto nivel, a los empleados de la MG se les implantaban avanzados microprocesadores que registraban los niveles de mutágenos en el torrente sanguíneo. Un equipo así te podía enredar en Night City, llevarte directamente a una clínica negra.

El sarariman era japonés, pero la muchedumbre de Ninsei era gaijin. Grupos de marineros que subían del puerto, turistas solitarios y tensos a la caza de placeres no señalados en las guías, talludos del Ensanche exhibiendo injertos e implantaciones, y una docena de distintas especies de buscavidas, todos pululando por la calle en una intrincada danza de deseo y comercio.

Había innumerables teorías que explicaban por qué Chiba City toleraba el enclave de Ninsei, pero Case se inclinaba por la idea de que los Yakuza podrían estar preservando el lugar como una especie de parque histórico; un recordatorio de orígenes humildes. Pero también le parecía sensata la idea de que las tecnologías germinales requieren zonas fuera de la ley; que Night City no estaba allí por sus habitantes, sino como campo de juegos deliberadamente no supervisado para la tecnología misma.

¿Tendría razón Linda?, se preguntó, mirando hacia las luces. ¿Lo mataría Wage para que sirviera de ejemplo? No tenía mucho sentido; pero, por otra parte, Wage negociaba especialmente con biología proscrita, y la gente decía que había que estar loco para hacer eso.

Pero Linda dijo que Wage lo quería muerto. Lo primero que Case aprendió sobre la dinámica del comercio callejero era que ni el comprador ni el vendedor lo necesitaban realmente. El negocio de un hombre medio consiste en convertirse en un mal necesario. El dudoso nicho que Case se había tallado en el ecosistema criminal de Night City estaba hecho de mentiras, forjado noche a noche a fuerza de traiciones. Ahora, viendo que las paredes comenzaban a desmoronarse, sintió el filo de una extraña euforia.

La semana anterior había postergado la transferencia de un extracto glandular sintético, y lo vendió al por menor para obtener márgenes más amplios que de costumbre. Sabía que a Wage no le había gustado. Wage era su proveedor principal; nueve años en Chiba y uno de los pocos traficantes gaijin que había logrado conectarse con la rígidamente estratificada camarilla criminal más allá de las fronteras de Night City. Materiales genéticos y hormonas entraban escurridizamente en Ninsei por una intrincada escalerilla de testaferros y subterfugios. Wage había conseguido una vez reconstruir el pasado de algo, y ahora tenía contactos firmes en una docena de ciudades.

Case se encontró mirando la vitrina de una tienda que vendía objetos pequeños y brillantes a los marineros. Relojes, navajas de muelle, encendedores, cámaras de vídeo de bolsillo, consolas de simestim, cadenas manriki cargadas con pesas, y shurikens. Los shurikens siempre lo habían fascinado: estrellas de acero con puntas de cuchillo. Algunas eran cromadas, otras negras, otras tratadas con una superficie iridiscente, como aceite en agua. Pero él prefería las estrellas de cromo. Estaban montadas en ultragamuza escarlata, con lazos casi invisibles de hilo de pescar; en el centro tenían estampas de dragones o simbolos yin-yang. Capturaban el neón de la calle y lo distorsionaban, y a Case se le antojó que ésas eran las estrellas bajo las que él iba de un lado a otro: el destino deletreado en una constelación de cromo barato.

– Julie -dijo a sus estrellas-. Es hora de ver al viejo Julie. Él sabrá.

Julius Deane tenía ciento treinta y cinco años; una fortuna semanal en sueros y hormonas le alteraba asiduamente el metabolismo. Su principal seguro contra el envejecimiento era un peregrinaje anual a Tokio, donde cirujanos genéticos reprogramaban el código de su ADN, un procedimiento inasequible en Chiba. Luego, volaba a Hong Kong y encargaba los trajes y camisas para ese año. Asexuado e inhumanamente paciente, parecía encontrar su mayor gratificación en las formas esotéricas del culto a los sastres. Case nunca lo vio llevar el mismo traje dos veces, aunque en su guardarropa no parecía haber otra cosa que meticulosas reconstrucciones de prendas del siglo pasado. Lucía lentes de receta, láminas de cuarzo rosado sintético y molido enmarcadas en una fina montura de oro y biseladas como los espejos de una casa de muñecas victoriana.

Tenía sus oficinas en un depósito detrás de Ninsei, que en parte parecía haber sido descuidadamente decorado, años atrás, con una aleatoria colección de muebles europeos, como si en algún momento Deane se hubiese planteado establecerse allí. Unas estanterías neoaztecas acumulaban polvo junto a una pared de la sala donde Case estaba esperando. Una pareja de bulbosas lámparas de mesa estilo Disney descansaban incómodamente sobre una mesa baja tipo Kandinsky, de acero con laca granate. Un reloj Dalí colgaba de la pared entre las estanterías, inclinando la cara distorsionada hacia el suelo de cemento desnudo. Las manecillas eran hologramas que cambiaban para acompañar las circunvoluciones de la cara, pero que nunca señalaban la hora correcta. La sala estaba atiborrada de cajas de fibra de vidrio que despedían un olor a jengibre.

– Pareces estar limpio, hijo -dijo la incorpórea voz de Deane-. Entra.

Unos pestillos magnéticos se desplazaron alrededor de la enorme puerta de imitación de palo de rosa, a la izquierda de las estanterías. Un rótulo que decía JULIUS DEANE IMPORT EXPORT surcaba el plástico con deterioradas mayúsculas autoadhesivas. Si los muebles dispersos en el improvisado vestíbulo de Deane sugerían los finales del siglo pasado, el despacho parecía pertenecer a sus comienzos.

El rostro rosado e inconsútil de Deane contemplaba a Case desde el área de luz de una antigua lámpara de bronce con pantalla rectangular de vidrio verde oscuro. El importador se hallaba celosamente cercado por un amplio escritorio de acero pintado, flanqueado por altos gabinetes de cajones de madera clara. El tipo de cosa, supuso Case, que en otro tiempo sirvió para almacenar registros escritos de alguna especie. La tapa del escritorio estaba atiborrada de cassettes, rollos de papel amarillentos, y varias piezas de una especie de máquina de escribir de cuerda, una máquina que Deane nunca tenía tiempo de arreglar.

– ¿Qué te trae por aquí, muchachón? -preguntó Deane, ofreciendo a Case un delgado bombón envuelto en papel cuadriculado azul y blanco-. Prueba uno. Ting Ting Djahe, lo mejor de lo mejor. -Case rechazó el jengibre, se sentó en una torcida silla giratoria y deslizó el pulgar a lo largo de la desteñida costura de sus tejanos negros.

– Julie, he oído que Wage quiere matarme.

– Ah. Bueno. ¿Y dónde oíste eso, si se puede saber?

– Gente.

– Gente -dijo Deane, mordiendo un bombón de jengibre-. ¿Qué clase de gente? ¿Amigos?

Case asintió.

– No siempre es fácil saber quiénes son los amigos, ¿verdad?

– Es cierto que le debo un poco de dinero, Deane. ¿Te ha dicho algo?

– Últimamente no hemos estado en contacto. -En seguida suspiró.- Si lo supiera, por supuesto, quizá no pudiera decírtelo. Siendo las cosas como son; tú entiendes.

– ¿Las cosas?

– Él es un contacto importante, Case.

– Ya. ¿Me quiere matar, Julie?

– No, que yo sepa. -Deane se encogió de hombros. Podrían haber estado hablando del precio del jengibre. – Si se trata de un rumor infundado, hijo, regresa en una semana y te conseguiré algo sacado de Singapur.

– ¿Sacado del Hotel Nan Hai, calle Bencoolen?

– ¡Hijo, lengua suelta! -sonrió Deane. El escritorio de acero estaba atiborrado con una fortuna en equipos que detectaban errores.

– Nos seguiremos viendo, Julie. Saludaré a Wage de tu parte.

Los dedos de Deane subieron para cepillar el perfecto nudo de su pálida corbata de seda.

Estaba a menos de una manzana del despacho de Deane cuando la sintió de pronto: la conciencia repentina y celular de que alguien le pisaba los talones, y muy de cerca.

El cultivo de una cierta y mansa paranoia era algo que Case daba por descontado. El truco era no perder el control. Pero eso podía ser todo un truco, detrás de un montón de octógonos. Luchó contra la irrupción de adrenalina y compuso sus delgadas facciones en una máscara de aburrida vacuidad, fingiendo dejarse llevar por la multitud. Vio un escaparate oscuro y se las arregló para detenerse enfrente. Era una tienda de artículos quirúrgicos cerrada por renovaciones. Con las manos en los bolsillos de la chaqueta, miró a través del cristal hacia un rombo plano de carne en probeta apoyado sobre un pedestal tallado de imitación jade. El color de la piel le recordó a las putas de Zone; estaba tatuado con un visor digital luminoso conectado a un chip subcutáneo. ¿Por qué molestarse por la operación -se encontró pensando, mientras el sudor le corría por las costillas- cuando basta con llevar el aparatito en el bolsillo?

Sin mover la cabeza, levantó la vista y estudió los reflejos de la multitud que pasaba.

Allí.

Detrás de unos marineros con camisas de color caqui de manga corta. Pelo oscuro, lentes especularas, ropa oscura, delgado…

Y desapareció.

Case echó a correr, inclinado, esquivando cuerpos.

– ¿Me alquilas una pistola, Shin?

El muchacho sonrió. -Dos horas. -Estaban rodeados de olor a pescado fresco, en la parte trasera de un quiosco de sushi en Shiga.- Tú regresar en dos horas.

– Necesito una ya. ¿No tienes nada ahora?

Shin revolvió algo entre latas vacías de dos litros que alguna vez habían contenido polvo de rábano picante. Sacó un estrecho paquete envuelto en plástico gris. -Taser. Una hora; veinte nuevos yens. Treinta depósito.

– Mierda. No necesito eso. Necesito una pistola. A lo mejor quiero matar a alguien, ¿entiendes?

El camarero se encogió de hombros y volvió a poner el taser detrás de las latas de rábano. -Dos horas.

Entró en la tienda sin molestarse en mirar la exhibición de shurikens. Nunca había arrojado uno en su vida.

Compró dos paquetes de Yeheyuans con un chip del Mitsubishi Bank que lo identificaba como Charles Derek May. Era mejor que Truman Starr, lo mejor que había logrado en cuestión de pasaportes.

La japonesa que estaba detrás de la terminal parecía tener algunos años más que el viejo Deane; ninguno de ellos con ayuda de la ciencia. Sacó del bolsillo su delgado fajo de nuevos yens y se lo mostró. -Quiero comprar un

arma.

La mujer señaló una caja llena de navajas.

– No -dijo él-, no me gustan las navajas.

Entonces ella sacó del mostrador una caja oblonga. La tapa era de cartón amarillo, estampada con una cruda imagen de una cobra enrollada, de abultada capucha. Adentro había ocho cilindros idénticos envueltos en papel. Case observaba mientras unos dedos jaspeados y morenos rasgaban el papel. Ella lo alzó para que él lo examinara: un tubo de acero opaco con una tirilla de cuero en un extremo y una pequeña pirámide de bronce en el otro. Tomó el objeto con una mano; la pirámide entre el otro dedo pulgar y el índice, y tiró. Tres aceitados segmentos de apretados resortes telescópicos se deslizaron hacia afuera y se conectaron entre sí. -Cobra -dijo ella.

Detrás del estremecimiento de neón de Ninsei, el cielo era de un mezquino tono gris. El aire había empeorado; aquella noche parecía tener dientes, y la mitad de la gente llevaba máscaras filtradoras. Case había pasado diez minutos en un urinario, tratando de descubrir un escondite adecuado para su cobra; por último resolvió enfundar el mango en la cintura de los pantalones, con el tubo en diagonal sobre el estómago. La punzante punta piramidal se movía entre la caja torácica y el forro de la cazadora. Parecía que la cosa iba a caer a la acera cuando diera el próximo paso, pero hacía que él se sintiera mejor.

El Chat no era realmente un bar de traficantes, pero por las noches atraía a una clientela afín. Los viernes y los sábados era distinto. Los clientes habituales seguían allí, la mayoría; pero se desvanecían tras la afluencia de marineros y de los especialistas que los despojaban. Case buscó a Ratz desde que empujó las puertas, pero el barman no estaba a la vista. Lonny Zone, el macarra residente del bar, observaba con vidrioso y paternal interés cómo una de sus chicas iba a trabajarse a un joven marinero. Zone era adicto a una marca de hipnótico que los japoneses llamaban Bailarines de la Nube. Case le indicó con señas que se acercara a la barra. Zone fue deslizándose en cámara lenta entre la multitud; el alargado rostro relajado y plácido.

– ¿Has visto a Wage esta noche, Lonny?

Zone lo miró con la calma de costumbre. Sacudió la cabeza.

– ¿Estás seguro?

– Tal vez en el Namban. Hace dos horas, quizás.

– ¿Lo acompañaba algún matón? ¿Uno delgado, pelo negro, quizá chaqueta negra?

– No -dijo Zone frunciendo la frente para indicar el esfuerzo que le costaba recordar tanto detalle sin sentido-. Hombres grandes. Implantados. -Los ojos de Zone revelaban muy poco blanco y menos iris; bajo los párpados entornados, tenía las pupilas dilatadas, enormes. Observó el rostro de Case detenidamente, y luego bajó los ojos. Vio el bulto de la fusta de acero.- Cobra -dijo, y arqueó una ceja-. ¿Quieres joder a alguien?

– Nos vemos, Lonny. -Case se fue del bar.

Lo seguían de nuevo. Estaba seguro. Sintió una puñalada de exaltación, los octógonos y la adrenalina se mezclaron con algo más. Estás disfrutándolo, pensó; estás loco.

Porque, de alguna extraña y muy aproximada manera, era como activar un programa en la matriz. Bastaba con que uno se quemara lo suficiente, se encontrara con algún problema desesperado pero extrañamente arbitrario, y era posible ver a Ninsei como si fuera un campo de información; del mismo modo en que la matriz le había recordado una vez las proteínas que se enlazaban distinguiendo especialidades celulares. Entonces uno podía flotar y deslizarse a alta velocidad, totalmente comprometido pero también totalmente separado, y alrededor de uno, la danza de los negocios, la información interactuando, los datos hechos carne en el laberinto del mercado negro…

Dale, se dijo Case. Jódelos. Es lo último que se esperan. Estaba a media manzana de la vídeo galería donde había conocido a Linda Lee.

Arremetió a través de Ninsei; dispersó a una partida de marineros paseantes. Uno de ellos le gritó algo en español. Luego llegó a la entrada; el sonido se desplomaba sobre él como un oleaje, los subsonidos le palpitaban en el fondo del estómago. Alguien se apuntó un tiro de diez megatones en la Guerra de Tanques en Europa; una explosión aérea simulada ahogó la galería en sonido blanco al tiempo que una espeluznante bola de fuego holográfica dibujaba un hongo más arriba. Case dobló a la derecha y subió a medio correr unas escaleras de madera gastada. Había estado allí una vez visitando a Wage para discutir un negocio de detonadores hormonales proscritos con un hombre llamado Matsuga. Recordaba el corredor, la moqueta manchada, la fila de puertas idénticas que conducían a diminutos despachos cubiculares. Una puerta estaba abierta. Una chica japonesa en camiseta negra de manga sisa alzó los ojos, sentada tras una terminal blanca; a sus espaldas un poster turístico de Grecia: azul egeo salpicado con ideogramas aerodinámicos.

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