Neuromante - Gibson William 6 стр.


El túnel terminaba en una antigua manta del ejército colgada sobre el umbral de una puerta. Cuando Molly la apartó para pasar, salió un raudal de luz blanca.

Cuatro paredes cuadradas de plástico blanco y liso que cubría también el techo; suelo de baldosas blanco hospital, con un diseño antideslizante de pequeños discos en relieve. En el centro había una mesa de madera blanca y cuadrada, y cuatro sillas blancas plegables.

El hombre que apareció en la puerta detrás de ellos, parpadeando, con la manta cubriéndole un hombro como una capa, parecía haber sido diseñado en un túnel de viento. Tenía las orejas muy pequeñas, aplastadas sobre un cráneo estrecho, y los grandes dientes, revelados por algo que no era del todo una sonrisa, estaban acentuadamente inclinados hacia atrás. Llevaba una antigua chaqueta de paño y sostenía en la mano izquierda una pistola de algún tipo. Los escrutó con la mirada, parpadeó, y dejó caer la pistola en un bolsillo de la chaqueta. Le hizo una seña a Case; señaló hacía un bloque de plástico blanco apoyado cerca de la puerta. Case caminó hacia allí y vio que era un macizo panel de circuitos de casi un centímetro de espesor. Ayudó al hombre a levantarlo y ponerlo en el umbral. Unos dedos rápidos y manchados de nicotina lo sujetaron con cinta blanca adhesiva. Un ventilador oculto comenzó a ronronear.

– Tiempo -dijo el hombre, enderezándose-, y contando. Tú conoces la tarifa, Molly.

– Necesitamos un rastreo, finlandés. Para implantes.

– Entonces colócate entre los postes. Párate en la cinta. Endereza la espalda, así. Ahora date la vuelta, un tres sesenta completo. -Case miró cómo Molly giraba entre los dos frágiles pedestales atiborrados de sensores. El hombre sacó un pequeño monitor del bolsillo y lo miró de soslayo.- Hay algo nuevo en tu cabeza, sí. Silicón; capa de carbones pirolíticos. Un reloj, ¿verdad? Los lentes me dan la lectura de siempre, carbones isotrópicos de baja temperatura. Mejor biocompatibididad con pirolíticos, pero eso es asunto tuyo, ¿verdad? Lo mismo tus garras.

– Ven aquí Case. -dijo Molly. Case vio una X rayada en negro sobre el suelo blanco.- Date la vuelta, despacio.

– Este tipo es virgen. -El hombre se encogió de hombros.- Un trabajo dental barato, nada más.

– ¿Le examinas lo biológico? -Molly bajó la cremallera de su chaqueta verde y se quitó las gafas oscuras.

– ¿Te crees que esto es la Mayo? Sube a la mesa, chiquillo, vamos a hacerte una pequeña biopsia. -Soltó una risotada que reveló aún más sus dientes amarillos.- Nada. Palabra de finlandés, no tienes micros, ni bombas en la corteza. ¿Quieres que cierre la pantalla?

– Sólo el tiempo que tardes en marcharte, finlandés. Luego vamos a querer pantalla entera por el tiempo que queramos.

– Ey, por el finlandés no hay problema, Molly. Tú sólo estás pagando por segundo.

Sellaron la puerta detrás de él y Mofly dio la vuelta a una de las sillas blancas y se sentó, apoyando el mentón en los brazos cruzados. -Ahora hablaremos. Esto es lo más privado que puedo pagar.

– ¿De qué?

– De lo que estamos haciendo.

– ¿Qué estamos haciendo?

– Trabajar para Armitage.

– ¿Y dices que no es para su beneficio?

– Sí. Vi tu perfil, Case. Y he visto el resto de nuestra lista de compras. ¿Has trabajado alguna vez con los muertos?

– No. -Case miró su reflejo en las gafas.- Supongo que podría. Soy bueno en lo que hago. -La conjugación en presente lo puso nervioso.

– ¿Sabes que el Dixie Flatline está muerto?

Él asintió. -El corazón, oí decir.

– Tú vas a trabajar con su estructura. -Sonrió.- Te enseñaron los trucos, ¿eh? Él y Quine. Por cierto, conozco a Quine. Un verdadero imbécil.

– ¿Alguien tiene un registro de McCoy Pauley? ¿Quién? -Case se sentó y apoyó los codos en la mesa.- No me lo puedo imaginar. Nunca se lo habría dejado hacer.

– Senso/Red. Le pagaron una mega, apuesta lo que quieras.

– ¿Murió Quine también?

– No tendremos esa suerte. Está en Europa. El no entra en esto.

– Bueno, si podemos conseguir al Flatline, hemos ganado. Era el mejor. ¿Sabes que tuvo tres muertes cerebrales?

Ella asintió.

– Un electroencefalograma horizontal. Me mostraron cintas. «Chico, yo estaba muerto», con su acento sureño.

– Mira, Case, desde que entré he tratado de averiguar quién está apoyando a Armitage. Y no parece que sea un zaibaitsu, un gobierno o una subsidiaria de la Yakuza. Armitage recibe órdenes. Alguien le dice que vaya a Chiba, recoja a un anfeta que está bamboleándose por última vez en el cinturón de los quemados, y que negocie un programa para la operación con que lo van a arreglar. Podríamos haber comprado veinte vaqueros de primera con lo que el mercado estaba dispuesto a pagar por ese programa quirúrgico. Eras bueno, pero no tan bueno… -Molly se rascó un lado de la nariz.

– Es obvio que para alguien tiene sentido -dijo él-. Alguien grande.

– No dejes que te ofenda. -Sonrió. – Vamos a activar un programa de los fuertes, Case; sólo para conseguir la estructura del Flatline. Senso/Red la tiene guardada en la bóveda de un archivo de las afueras. A cal y canto, Case. Y los de Senso/Red tienen todos los nuevos materiales para la temporada de otoño guardados allí también. Roba eso y seríamos más ricos que la mierda. Pero no, tenemos que conseguir el Flatline y nada más. Es raro.

– Sí, es todo muy raro. Tú eres rara, esta cueva es rara, y, ¿quién es esa rara tortuguita de tierra que está afuera en el pasillo?

– El finlandés es un antiguo contacto. Una fachada, sobre todo. Software. Lo de la privacidad es un negocio adicional. Pero hice que Armitage le dejara ser nuestro técnico aquí, así que más tarde, cuando lo veas, tú nunca lo has visto. ¿Entendido?

– ¿Y qué es lo que Armitage ha puesto a disolver dentro de ti?

– Yo soy un modelo fácil. -Sonrió.- Uno es las cosas que uno hace bien, ¿no es cierto? Tú tienes que cazar, yo tengo que pelear.

La miró fijamente. -Entonces dime qué sabes de Armitage.

– Para comenzar, nadie llamado Armitage tomó parte en Puño Estridente. Lo verifiqué. Pero eso no significa mucho. No creo que sea uno de esos tipos que llegaron a escapar. -Alzó y dejó caer los hombros.- Un asunto importante. Y lo único que tengo son comienzos. -Tamborileó con las uñas en el respaldo de la silla.- Pero tú eres un vaquero, ¿verdad? Quiero decir, a lo mejor puedes echar un vistazo por ahí. -Sonrió.

– Él me mataría.

– Tal vez sí. Tal vez no. Creo que te necesita, Case, y mucho. Además, eres un tío listo, ¿no? Tú puedes engañarlo, seguro.

– ¿Qué más hay en esa lista que mencionaste?

– Juguetes. La mayoría para ti. Y un psicópata certificado de nombre Peter Riviera. Un tipo realmente feo.

– ¿Dónde está?

– No lo sé. Pero es un jodido enfermo, de verdad. Vi su perfil. -Hizo una mueca. – Es atroz. -Se puso de pie y se estiró como un gato. – Así que tenemos un negocio en marcha, ¿muchacho? ¿Estamos juntos en esto? ¿Socios?

Case la miró. -Tengo muchas opciones, ¿eh?

Ella rió. -Has entendido, vaquero.

«La matriz tiene sus raíces en las primitivas galerías de juego», dijo la voz, «en los primeros programas gráficos y en la experimentación militar con conexiones craneales.» En el Sony, una guerra espacial bidimensional se desvaneció tras un bosque de helechos matemáticamente generados, demostrando las posibilidades espaciales de las espirales logaritmicas; una secuencia militar pasó en fríos y azules destellos, animales de laboratorio conectados a sistemas de sondeo, cascos enviando señales a circuitos de control de incendios en tanques y aviones de combate. «El ciberespacio. Una alucinación consensual experimentada diariamente por billones de legítimos operadores, en todas las naciones, por niños a quienes se enseña altos conceptos matemáticos… Una representación gráfica de la información abstraída de los bancos de todos los ordenadores del sistema humano. Una complejidad inimaginable. Líneas de luz clasificadas en el no-espacio de la mente, conglomerados y constelaciones de información. Como las luces de una ciudad que se aleja…»

– ¿Qué es eso? -preguntó Molly mientras él giraba el selector de canales.

– Un programa para niños. -Un aluvión discontinuo de imágenes mientras el selector se movía.- Off -le dijo al Hosaka.

– ¿Quieres probar ahora, Case?

Miércoles. Ocho días después de haber despertado en el Hotel Barato, con Molly junto a él. -¿Quieres que me vaya, Case? Quizás te sea más fácil a solas… -Él sacudió la cabeza.

– No. Quédate, no tiene importancia. -Se colocó la cinta de esponja negra en la frente, cuidando de no perturbar los chatos dermatrodos Sendai. Observó la consola en su regazo, sin verla realmente, viendo en cambio la ventana del negocio de Ninsei, el shuriken de cromo ardiendo bajo el neón reflejado. Alzó los ojos; en la pared, justo encima del Sony, había colgado el regalo de Molly, lo había clavado con un alfiler de cabeza amarilla por el agujero del centro.

Cerró los ojos.

Encontró la rugosa superficie del interruptor.

Y en la cruenta oscuridad de sus ojos cerrados, un hervor de fosfenos de plata que llegaban desde el filo del espacio, imágenes hipnagógicas que pasaban a gran velocidad como una película de fotogramas aleatorios. Símbolos, figuras, un borroso y fragmentado mandala de información visual.

Por favor, rogó, ahora…

Un disco gris del color del cielo de Chiba.

Ahora…

El disco empezaba a rotar, rápidamente, convirtiéndose en una esfera de gris más pálido. Expandiéndose…

Y fluyó, floreció para él, truco origami de neón fluido, el despliegue de un hogar que no conocía distancias, su país, transparente tablero de ajedrez tridimensional que se extendía al infinito. Un ojo interior que se abría a la escalonada pirámide escarlata del Centro de Fisión de la Costa Este, ardiendo detrás de los cubos verdes del Mitsubishi Bank of America, y en lo alto y muy a lo lejos, los brazos espirales de sistemas militares, inalcanzables para siempre.

Y en algún lugar se encontró riendo, en una buhardilla pintada de blanco, con dedos distantes que acariciaban el tablero, y lágrimas de alivio que le arrasaban el rostro.

Molly se había marchado cuando se quitó los trodos, y la buhardilla estaba a oscuras. Consultó la hora. Había permanecido cinco horas en el ciberespacio. Llevó los Ono-Sendai a una de las nuevas mesas de trabajo y se desplomó de través sobre la cama, tirando del saco de dormir de seda negra de Molly para cubrirse la cabeza.

El dispositivo de seguridad acoplado a la puerta de emergencia sonó dos veces. -Entrada solicitada -dijo-. Individuo verificado por mi programa.

– Entonces abre. -Case se quitó la seda de la cara y se incorporó mientras la puerta se abría, esperando ver a Molly o a Armitage.

– Cristo -dijo una voz ronca-, ya sé que esa perra puede ver en la oscuridad… -Una rechoncha silueta entró y cerró la puerta. – Enciende la luz, ¿de acuerdo? -Case bajó a gatas de la cama y encontró el anticuado interruptor.

– Soy el finlandés -dijo, y miró a Case con expresión de advertencia.

– Case.

– Mucho gusto, estoy seguro. Estoy haciendo un hardware para tu jefe, parece. -El finlandés sacó un paquete de Partagás y encendió uno. El olor a tabaco cubano llenó la habitación. Fue hacia la mesa de trabajo y miró los Ono-Sendai.- Parece común. Eso se arregla pronto. Pero aquí está tu problema, muchacho. -Extrajo un mugriento sobre manila del interior de la chaqueta, echó cenizas al suelo, y sacó del sobre un rectángulo negro sin distintivo alguno.- Malditos prototipos de fábrica -dijo, arrojando el objeto sobre la mesa-. Incrústalos en un bloque de policarbono y no puedes examinarlos con un láser sin arruinar el sistema. Defensas contra rayos X, ultrasondeos, y Dios sabe qué. Conseguiremos entrar, pero para los pecadores no hay descanso, ¿verdad? -Dobló el sobre con mucho cuidado y lo guardó en un bolsillo interior.

– ¿Qué es?

– Es básicamente un interruptor flipflop. Conéctalo a tus Sendai; puedes acceder al simestim en vivo o en registro sin tener que salir de la matriz.

– ¿Para qué?

– No tengo idea. Sé que estoy preparando a Molly para un equipo de transmisión y quizá puedas acceder a su sensorio. -El finlandés se rascó el mentón.- Así que ahora vas a descubrir cómo aprietan esos pantalones, ¿eh?

4

CASE ESTABA SENTADO en la buhardilla con los dermatrodos pegados en la frente, contemplando cómo unas motas bailaban en la diluida luz solar que se filtraba por la rejilla de arriba. Una cuenta regresiva progresaba en una esquina de la pantalla del monitor.

Los vaqueros no entraban en simestim, pensó, porque era básicamente un juguete de la carne. Sabía que los trodos que usaba y la pequeña tiara plástica que colgaba de un tablero simestim eran básicamente lo mismo, y que la matriz dé ciberespacio era en realidad una drástica simplificación del sensorio humano, al menos en términos de presentación, pero el simestim mismo le parecía una gratuita multiplicación de entrada de carne. Los equipos que se vendían al público estaban especialmente editados, por supuesto, de modo que si a Tally Isham le daba un dolor de cabeza en el curso de un segmento, uno no lo sentía.

La pantalla emitió una advertencia de dos segundos.

El nuevo interruptor fue sujetado a los Sendai con una delgada cinta de fibras ópticas.

Y uno y dos y…

El ciberespacio entró en existencia desde los puntos cardinales.

Suave, pensó él, pero no bastante suave. Tengo que trabajar en eso…

Luego movió el nuevo interruptor.

La abrupta sacudida hacia otra carne. La matriz desapareció, una onda de color y sonido… Ella se movía por una calle atestada de gente, por delante de puestos donde vendían software en rebaja, precios escritos con rotuladores de fieltro sobre láminas de plástico, fragmentos de música desde innumerables altavoces. Olores de orín, monómeros gratis, perfume, pastas de krill frito. Durante algunos despavoridos segundos luchó inútilmente por controlarla. Al fin renunció, se convirtió en pasajero detrás de los ojos de ella.

Los lentes no parecían aplacar en absoluto la luz del sol. Se preguntó si los amplificadores implantados tendrían un dispositivo de compensación automática. Unos alfanuméricos azules parpadeaban la hora en la parte baja del campo periférico izquierdo. Está fanfarroneando, pensó él.

El lenguaje corporal de ella era desorientador; el estilo, extranjero. Parecía estar siempre a punto de chocar con alguien, pero la gente desaparecía delante de ella, se hacía a un lado, le abría paso.

– ¿Cómo te va, Case? -Él oyó las palabras y sintió cómo ella las decía. Ella deslizó una mano bajo la chaqueta, la punta de un dedo que se movía en círculos sobre un pezón cubierto por seda tibia. La sensación le hizo contener el aliento. Ella se echó a reír. Pero el enlace era unidireccional. Él no tenía modo de replicar.

Dos calles después, atravesaba las afueras de Memory Lane. Case seguía tratando de que ella volviera los ojos hacia los puntos de referencia que él habría empleado para encontrar el camino. Comenzó a encontrar irritante la pasividad de la situación.

La transición al ciberespacio, cuando movió el interruptor, fue instantánea. Descendió a lo largo de un muro de hielo primitivo que pertenecía a la Biblioteca Pública de Nueva York, contando automáticamente ventanas potenciales. Conectándose de nuevo al sensorio de ella, entró en el sinuoso flujo de los músculos, en los sentidos agudos y brillantes.

Se encontró pensando en la mente con la que compartía aquellas sensaciones. ¿Qué sabía de ella? Que era otra profesional; que decía que ella era lo que hacía para ganarse la vida (como él). Sabía cómo se había movido hacia él, antes, cuando despertó, el mutuo gruñido de unidad cuando él entró en ella, y que le gustaba el café negro, después…

Ella iba hacia uno de los dudosos centros de alquiler de software que bordeaban Memory Lane. Había una quietud, un silencio. El pasillo central estaba bordeado por casetas. La clientela era joven, adolescentes casi todos. Parecía que les hubiesen implantado conexiones de carbono detrás de la oreja izquierda, pero ella no se fijaba en ellos. En los mostradores que había frente a las casetas se exhibían cientos de tiras de microsoft, fragmentos angulares de silicio coloreado montados bajo burbujas transparentes y oblongas, sobre cartulina blanca. Molly fue hacia la séptima caseta de la pared sur. Tras el mostrador, un muchacho de cabeza afeitada miraba sin expresión el vacío; una docena de puntas de microsoft le salía del enchufe de detrás de la oreja.

– Larry, ¿estás aquí? -Molly se puso frente a él. Los ojos del muchacho la enfocaron. Se incorporó en la silla y con una uña sucia quitó una astilla magenta brillante del enchufe.

– Eh, Larry.

– Molly -asintió él.

– Tengo trabajo para algunos de tus amigos, Larry.

Larry sacó una caja plana de plástico del bolsillo de su camisa deportiva roja, la abrió, y colocó el microsoft junto a otra docena. Vaciló, escogió un lustroso chip negro que era ligeramente más largo que los otros, y se lo insertó suavemente en la cabeza. Entornó los ojos.

– Molly lleva un pasajero -dijo-, y a Larry eso no le gusta.

– Ey -dijo ella-. No sabía que fueras tan… sensible. Estoy impresionada. Cuesta mucho llegar a ser tan sensible.

– ¿La conozco, señora? -La mirada perdida regresó.- ¿Está pensando en comprar software?

– Estoy buscando a los Modernos.

– Llevas un pasajero, Molly. Esto lo dice. -Dio unos golpecitos a la astilla negra.- Alguien está usando tus ojos.

– Mi socio.

– Dile a tu socio que se vaya.

– Tengo algo para los Panteras Modernos, Larry.

– ¿De qué está hablando, señora?

– Case, despega -dijo ella, y él movió el interruptor y regresó instantáneamente a la matriz. Impresiones fantasmales del centro del software colgaron durante algunos segundos en la zumbante calma del ciberespacio.

– Panteras Modernos -le dijo al Hosaka quitando los trodos-. Un resumen de cinco minutos.

– Listo -dijo el ordenador.

No era un nombre que él conociera. Algo nuevo, algo que había aparecido después de que él se marchara de Chiba. La juventud del Ensanche era barrida por las modas a la velocidad de la luz; subculturas enteras podían surgir de la noche a la mañana, florecer unos pocos meses, y luego desvanecerse por completo. -Adelante -dijo. El Hosaka había dado entrada a un conjunto de archivos, diarios y boletines de noticias.

El resumen comenzó con una sostenida imagen congelada en colores que a Case le pareció al principio una especie de collage; la cara de un muchacho, recortada de otra imagen y pegada a la fotografía de una pared cubierta de graffiti. Ojos oscuros, pliegues epicánticos, obvio resultado de la cirugía, una malhumorada salpicadura de acné sobre mejillas pálidas y estrechas. El Hosaka descongeló la imagen; el muchacho se movió, fluyendo con la siniestra gracia de un mimo que finge ser un depredador de la selva. El cuerpo era casi invisible, un diseño abstracto, una garabateada superficie de ladrillos que se le deslizaba limpiamente por el mono ceñido. Policarbono mimético.

Corte a la doctora Virginia Rambali, socióloga de la Universidad de Nueva York, su nombre, profesores, y facultad palpitando por la pantalla en caracteres alfanuméricos rosados.

– Dada su inclinación por estos actos aleatorios de surreal violencia -dijo alguien- puede que a nuestros espectadores les resulte difícil comprender por qué sigue usted insistiendo en que este fenómeno no es una forma de terrorismo.

La doctora Rambali sonrió. -Siempre hay un punto en el que el terrorista deja de manipular la gestalt de los medios. Un punto en el que es posible que la violencia aumente, pero más allá del cual el terrorista se ha transformado en un síntoma de la propia gestalt de estos medios. El terrorismo, tal como lo entendemos comúnmente, está por esencia relacionado con los medios de comunicación. Los Panteras Modernos difieren de otros llamados terroristas precisamente porque se dan cuenta de todo esto, porque son conscientes del punto en el que los medios separan el acto del terrorismo de la intención sociopolítica original…

– Déjalo -dijo Case.

Case conoció a su primer Moderno dos días después de haber visto en el monitor el resumen del Hosaka. Los Modernos, había resuelto, eran una versión contemporánea de los Grandes Científicos que él había conocido en la adolescencia. Había en el Ensanche una suerte de ADN adolescente activo y fantasmal, que contenía los preceptos codificados de diversas y efímeras subculturas y los reproducía a intervalos irregulares. Los Panteras Modernos eran una variante suavizada de los Científicos. De haber contado con la tecnología adecuada, todos los Grandes Científicos habrían tenido enchufes atiborrados de microsofts. Lo que importaba era el estilo, y el estilo era el mismo. Los Modernos eran mercenarios, payasos, tecnofetichistas nihilistas.

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