Risa en la oscuridad - Набоков Владимир Владимирович 9 стр.


Albinus sintió un alivio exquisito y una oleada de pena.

—No, no me beses. Tienes que saberlo todo. Me escapé de casa. Gané dinero haciendo de modelo. Una vieja terrible estuvo explotándome. Luego tuve una aventura amorosa. Él estaba casado, como tú, y su esposa no quería darle el divorcio; lo dejé, pues no me resignaba a ser tan sólo su querida, aunque le amase con locura. Después fui acosada por un viejo banquero. Me ofrecía toda su fortuna, pero, desde luego, lo rechacé. Murió del disgusto. Entonces tomé aquel empleo en el «Argus».

—¡Oh, mi pobre, mi pobre ángel desvalido! —murmuró Albinus, que, a la sazón, había dejado de creer que él era su primer amante.

—¿Y, de verdad, no me desprecias? —preguntó ella sonriendo tras sus lágrimas, lo cual era una cosa difícil, visto que no había lágrimas, lo que era difícil puesto que no había lágrimas a través de las cuales sonreír—. ¡Estoy tan contenta de que no me desprecies...! Pero ahora, déjame que te cuente lo más terrible de todo: mi hermano ha averiguado dónde vivo, le he encontrado hoy, y me pide dinero, tratando de hacerme un chantaje, porque cree que tú no sabes nada...; sobre mi pasado, quiero decir. ¿Sabes?, cuando le vi pensé en la vergüenza que suponía tener un hermano así, y luego, en que mi confiado niñito no sospechaba lo que era mi familia, ¿sabes?, me sentí tan avergonzada de ellos, y, también, por no haberte dicho la verdad...

Él la tomó en sus brazos y la meció de aquí para allá; le hubiera cantado una nana, de haber conocido alguna. Ella empezó a reír quedamente.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó él—. ¿Quieres que hablemos con la Policía?

—No, eso no —exclamó Margot con extraordinario énfasis.

11

Al día siguiente, por primera vez, Albinus la acompañó a la calle. Margot quería vestidos livianos, artículos de baño y cremas para broncearse. Solfi, el confín adriático que Albinus había elegido para su primer viaje juntos, era un lugar cálido y deslumbrante. Al subir a un taxi, Margot advirtió a su hermano, en pie, al otro lado de la calle, pero no le dijo nada a Albinus.

A él, exhibirse con Margot le incomodaba sobremanera; no lograba acostumbrarse a su nueva posición. Cuando regresaron, Otto había desaparecido. Margot pensó, acertadamente, que estaría muy lastimado en su orgullo, obraría irrazonablemente.

Dos días antes de su partida, Albinus se hallaba sentado ante un pupitre singularmente incómodo, escribiendo una carta de negocios, mientras que ella guardaba cosas en un nuevo y reluciente baúl, en la habitación contigua. Albinus oía el blando crujido del papel de seda y una cancioncilla que ella tarareaba para sí, por lo bajo, con la boca cerrada.

—¡Qué extraño es todo eso! —pensó él—. Si en Nochevieja me hubieran dicho que mi vida iba a cambiar tan radicalmente en unos pocos meses...

A Margot se le fue algo de las manos en la otra habitación. Interrumpió el canturreo unos segundos, para remprenderlo después quedamente.

«Hace seis meses era un marido modelo en un mundo sin Margot. ¡El destino hizo un trabajo rápido! Otros hombres pueden combinar una feliz vida familiar con pequeñas infidelidades, pero, en mi caso, todo se vino abajo inmediatamente. ¿Por qué? Y ahora estoy aquí, sentado, pensando clara e inteligentemente, según parece. Sin embargo, el terremoto está en plena actividad, y Dios sabe cómo quedarán las cosas...»

El timbre sonó de improviso. Desde tres puertas distintas, Albinus, Margot y la cocinera, todos, corrieron al recibidor simultáneamente.

—Albert —susurró Margot—, ten cuidado. Estoy segura de que es él.

—Ve a tu habitación. Yo le atenderé como merece.

Abrió la puerta. Era la aprendiza de la sombrerera. Apenas se hubo marchado, cuando sonó un segundo timbrazo. Abrió de nuevo. Ante él estaba un joven con grosera cara de luna y que, sin embargo, se parecía extraordinariamente a Margot (aquellos ojos oscuros, aquel cabello lacio, aquella nariz recta, un poco puntiaguda;. Llevaba su traje de domingo y el extremo de su corbata estaba embutido en su camisa, entre los botones.

—¿Qué quiere usted? —preguntó Albinus.

Otto tosió y dijo, con una confidencial ironía en su voz:

—Tengo que hablarle de mi hermana, soy el hermano de Margot.

—¿Y puedo preguntarle por qué a mí en particular?

—Usted es Herr... —empezó a decir Otto, con tono inquisitivo.

—Schiffermiller —dijo Albinus, bastante aliviado al descubrir que el muchacho no conocía su identidad.

—Bien, Herr Schiffermiller, ha dado la casualidad de que le viera a usted con mi hermana. De forma que pensé que tal vez le interesaría que yo..., que nosotros...

—Naturalmente, pero ¿por qué se queda en la puerta? Entre, por favor.

Él lo hizo, tosiendo de nuevo.

—Lo que quiero decirle es esto, Herr Schiffermiller: Mi hermana es joven e inexperta. Mamá no ha dormido una noche desde que nuestra pequeña Margot se fue de casa. No tiene más que dieciséis años; no la crea si le dice que es mayor. Déjeme decirle; nosotros somos gente honrada; mi padre, un soldado veterano... Es una situación muy, muy desagradable, No sé qué podría hacerse...

Otto, cobrando con confianza, empezaba casi a creer lo que estaba diciendo.

—...Realmente, no sé qué podría hacerse —continuó con renovado ímpetu—. Imagínese tan sólo, Herr Schiffermiller, que usted tuviera una querida e inocente hermana a quien alguien hubiera comprado...

—Escuche un momento, amigo —le interrumpió Albinus—. Al parecer, existe un error. Mi prometida me dijo que su familia estuvo encantada de quitársela de encima.

—¡Oh, no! —dijo Otto, parpadeando—. No irá usted a hacerme creer que se va a casar con ella. Cuando un hombre desea casarse con una chica respetable, habla de ello con su familia. ¡Un poco más de cuidado y un poco menos de orgullo, Herr Schiffermiller!

Albinus miró a Otto con curiosidad, mientras reflexionaba que aquel bruto estaba hablando con sentido, en cierto modo, pues tenía tanto derecho a preocuparse por el bien de su hermana, como Paul de afligirse por la suya. Pero flotaba un lindo aroma de parodia en torno a esta charla, tan parecida, en su aspecto, a aquella otra, tan horrorosa, de dos meses antes. Y, para Albinus, era agradable pensar que, al menos en esta ocasión, podía pisar tierra firme, con hermano o sin hermano; sacar ventaja, como era el caso, del hecho de que Otto era, simplemente, un golfo y un matón.

—Sería mejor que se callase —dijo resueltamente, muy fríamente, hecho todo un patricio, en verdad—. Yo sé, exactamente, cómo están las cosas. Y no es nada que deba importarle. Ahora haga el favor de irse.

—¿Ah, sí? —Otto se insolentó—. Muy bien.

Guardó silencio; luego estrujó su gorra en la mano y miró al suelo. Entonces probó una última estratagema.

—Puede usted tener que pagar muy caro eso antes de salirse con la suya, Herr Schiffermiller. Mi hermana no es exactamente lo que usted cree. La llamé inocente, pero eso fue compasión fraternal. Se deja usted guiar demasiado fácilmente por su nariz, Herr Schiffermiller. Es divertidísimo oír que la llama usted suprometida. Me hace reír. Vamos, yo podría decirle una o dos cositas...

—No es necesario —replicó Albinus, ruborizándose—. Ella misma me ha contado todo lo que había que contar. Una criatura desgraciada a quien su familia no supo proteger. Por favor, váyase en el acto. Le abrió la puerta.

—Se arrepentirá usted de esto.

—Salga, o le echaré yo a patadas.

Albinus ponía el último y dulce toque a la victoria, por así decirlo.

Otto se retiró muy lentamente. Dotado de ese somero sentimentalismo peculiar del estrato burgués, Albinus, consternado, imaginó, de pronto, lo muy triste y fea que tenía que ser la vida de aquel muchacho. Antes de cerrar la puerta, sacó velozmente un billete de diez marcos y se lo puso a Otto en la mano.

Solo en el rellano, Otto examinó el billete; se quedó un momento sin saber qué hacer. Luego, pulsó el timbre.

—Pero, ¿otra vez aquí? —exclamó Albinus.

Otto extendió su mano y, en ella, el billete.

—No quiero sus propinas —gruñó, colérico—. Déselas, mejor, a los obreros en panne. Hay montones por ahí.

—Pero tómelo, por favor.

Albinus se sentía terriblemente incómodo. Otto se encogió de hombros.

—Un hombre pobre tiene su orgullo. Yo...

—Bueno, yo solo quería... —empezó a decir Albinus.

Otto restregó los pies, se metió el dinero en el bolsillo adustamente, y se fue escaleras abajo. Su honor social estaba satisfecho; podía ya permitirse satisfacer necesidades más humanas.

«No es mucho —se dijo—, pero es mejor que nada, de todos modos. Y me tiene miedo, ese ojos de pulpo, ese tartamudo.»

12

Desde el momento en que Elisabeth leyó la breve esquela de Margot, su vida se convirtió en uno de esos largos y grotescos acertijos que uno intenta solucionar en el aula de sueños del torpe delirio. Y, al principio, tuvo la sensación de que su esposo estaba muerto y la gente trataba de engañarla obligándola a pensar que tan sólo la había abandonado.

Recordaba como, aquella noche que se le antojaba tan remota, le besó en la frente antes de que se fuera, y cómo le dijo él, al agacharse: «De todas formas, es mejor que veas a Lampert. No puede seguir arañándose de esa forma.»

Aquéllas habían sido sus últimas palabras antes de morir; sencillas palabras hogareñas, referentes a una pequeña erupción brotada en el cuello de Irma. Y luego se fue para siempre.

La pomada de cinc curó el sarpullido en unos pocos días, pero ninguna pomada en eI mundo podía mitigar y desvanecer el recuerdo de su amplia frente blanca y la forma en que se había palpado los bolsillos al abandonar la habitación.

Durante los primeros días lloró tanto que se quedó sorprendida de la capacidad de sus glándulas lacrimales. ¿Saben los científicos cuánta agua salada puede fluir de los ojos de una persona? Y aquello le recordó que, un verano, en la costa italiana, bañaron a la niña en una tina de agua de mar (¡oh!, se podría llenar una tina mucho más grande con sus lágrimas, y bañar en ella a un gigante).

Con todo, su abandono de Irma le pareció mucho más monstruoso. Tal vez intentara recuperar a su hija. ¿Había sido prudente mandarla al campo sin otra compañía que la institutriz? Paul dijo que sí, y la instaba a que ella se reuniese con la niña. Pero no quiso ni oír hablar de ello. Aunque creía que nunca podría perdonar a su marido —no porque la hubiera humillado a ella (era demasiado orgullosa para dolerse de esto), sino porque se había rebajado a sí mismo—, Elisabeth seguía esperando, confiando, día a día, en que la puerta se abriera, como la noche bajo el trueno, y diera paso a su marido, pálido Lázaro, húmedos y hundidos sus azules ojos, sus ropas hechas jirones, sus brazos abiertos.

La mayor parte de las horas las pasaba sentada en sus habitaciones y, algunas veces, incluso en el vestíbulo —en cualquier lugar donde las muchas nieblas de sus pensamientos dieran en apoderarse de ella—, y evocaba este o aquel detalle de su vida matrimonial. Le pareció que Albinus había sido siempre infiel. Y entonces recordó y comprendió (como el que aprende un idioma nuevo puede recordar haber visto una vez un libro escrito en aquella lengua cuando no la conocía) las manchas rojas —rojos besos viscosos— que había advertido en una ocasión en el pañuelo de su esposo.

Paul hacía cuanto estaba en su mano para alejar los temores de su hermana. Nunca mencionaba a Albinus. Alteró algunas de sus costumbres favoritas (por ejemplo, la de pasar la mañana del domingo en los baños turcos); le llevaba revistas y novelas, y hablaban sobre su niñez, sobre sus padres, muertos hacía mucho tiempo, y sobre aquel rubio hermano suyo que les mataron en el Somme: un músico, un soñador.

Un cálido día de verano en que paseaban por el parque observaron a un monito que se le había escapado a su dueño, subiéndose a un alto olmo. Su pequeña cara negra, rodeada por una corona de pelusa gris, asomaba entre las hojas verdes; luego desapareció, e hizo crujir y moverse una rama, metros más arriba. En vano trató su dueño de hacerlo bajar por medio de un suave silbato, de una gran banana amarilla, de un espejito de bolsillo, del que logró reverberaciones, una y otra vez.

—No volverá; es inútil; no volverá jamás —murmuró Elisabeth.

Y rompió a llorar.

13

Bajo un cielo profundamente azul, Margot yacía extendida sobre la arena, sus miembros bronceados en un tono color miel; un cinturón de goma alegraba la negrura de su traje de baño: era un perfecto anuncio de playa. Tendido junto a ella, Albinus alzó su mejilla para contemplar, con infinita delicia, el brillo grasiento de sus párpados entornados y su carnosa boca maquillada. El negro cabello mojado estaba echado hacia atrás, partiendo de la frente redonda, y en sus orejillas relucían pequeños granos de arena. Si se miraba muy de cerca, podía advertirse un brillo iridiscente cerca de sus axilas, bajo sus pulidos hombros tostados. La ajustada prenda que se había puesto, que pretendía evocar a una foca, era inverosímilmente breve.

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