Rey, Dama, Valet - Набоков Владимир Владимирович 7 стр.


Franz decidió actuar con sistema. En la puerta de cada tercera o cuarta casa había un pequeño tablero anunciando habitaciones de alquiler. Consultó un plano de la ciudad que acababa de comprar, comprobó una vez más la distancia que le separaba del chalet de su tío, y acabó encontrando una que estaba bastante cerca. Una bonita casa que parecía nueva, con una bonita puerta verde a la que estaba fijada una tarjeta blanca, atrajo su atención y llamó alegremente al timbre. Pero hasta después de haberlo apretado no reparó en que lo que decía la tarjeta era: «Recién Pintado», y para entonces ya era demasiado tarde. Se abrió una ventana a la derecha. Una muchacha le estaba mirando; tenía los hombros desnudos y el pelo corto, llevaba una combinación negra y apretaba contra su pecho a un gatito blanco. Los labios de Franz se resecaron contra el golpe de aire seco. La muchacha era encantadora: una simple costurerilla, sin duda, pero encantadora, y esperemos que no demasiado cara.

—¿A quién busca? —preguntó.

Franz tragó saliva, sonrió tontamente, y dijo, con un descaro inesperado por el que enseguida se sintió turbado:

—A usted, a lo mejor.

Ella le miró, curiosa.

—Hale —dijo Franz con torpeza—, déjeme entrar.

La chica desapareció y se oyó su voz diciendo a alguien que estaba en la habitación:

—No sé qué es lo que quiere, lo mejor es que se lo preguntes tú.

Por encima del hombro de ella apareció la cabeza de un hombre de edad mediana con una pipa entre los dientes. Franz se llevó la mano al sombrero, dio media vuelta y siguió su camino. Se dio cuenta de que estaba haciendo una mueca y gimiendo débilmente. «Tonterías», pensó, lleno de ira, «no es nada, olvídalo».

Tardó dos horas en inspeccionar once habitaciones en cuatro manzanas distintas. La verdad es que todas eran encantadoras; pero cada una de ellas tenía algún pequeño defecto. Una, por ejemplo, no había sido aseada todavía, y al mirar a los ojos mortecinos de la mujer enlutada que respondía a sus preguntas con una especie de desesperación indiferente, Franz llegó a la conclusión de que habría sido allí donde acababa de morir su marido, y ella, de manera un tanto fraudulenta, quería encajarle a él ahora la habitación mortuoria. Otra habitación presentaba un simple obstáculo: costaba cinco marcos más del precio estipulado por Dreyer, por lo demás era perfecta. La tercera habitación mostraba manchas en las paredes, y tenía una ratonera en un rincón. La cuarta comunicaba con un retrete maloliente al que también se podía entrar por el pasillo, a disposición de una familia vecina. La quinta... pero en un tiempo singularmente corto todas estas habitaciones, con sus virtudes y sus defectos, acabaron confundiéndose en la mente de Franz, y sólo una de ellas seguía destacándose, inmaculada y distinta: la que costaba cincuenta y cinco marcos. Tuvo una súbita sensación de que no había razón alguna para prolongar su búsqueda, y que, además, no se iba a arriesgar a hacer él solo la elección, por temor a equivocarse, privándose así de un millón de otras habitaciones; por otra parte, era difícil imaginar nada mejor que aquella habitación que le gustaba tanto. Daba a una agradable calleja con una tienda de comestibles de buen aspecto. La casa era palaciega, y el dueño le había dicho que en la esquina se estaba construyendo lo que podía ser un cine, que daría vida a la zona. Sobre la cama colgaba un cuadro de una chica desnuda inclinándose hacia un estanque para lavarse los pechos en sus aguas.

«Muy bien», reflexionó, «ya es la una menos cuarto. Hora de comer. Una idea brillante: ir a comer a casa de los Dreyer. Les preguntaré en qué debo fijarme más para elegir habitación, y si Dreyer no piensa que los cinco marcos extra....»

Utilizando inteligentemente su plano (y prometiéndose, de paso, que, en cuanto hubiese resuelto todas estas cosas, iría en metro a la que sin duda era la parte más divertida y alegre de esta ciudad interminable), Franz llegó sin dificultad al chalet. Estaba pintado de un gris granoso y su aspecto era sólido, denso, casi se diría apetecible. En el jardín, las manzanas, rojas y pesadas, colgaban en racimos de los árboles jóvenes. Al subir por la crujiente senda vio a Martha de pie en el escalón de la entrada. Llevaba sombrero y un abrigo de piel de Topo, y en aquel momento estaba estudiando la dudosa blancura del cielo, para tratar de decidir si abría o no el paraguas. No sonrió cuando vio a Franz.

—No está en casa mi marido —le dijo, mirándole fijamente con sus bellos ojos fríos—, hoy come fuera.

Franz se fijó en el bolso que le salía de debajo del brazo, en el purpúreo pensamiento artificial que llevaba prendido al cuello inmenso de su abrigo, en el paraguas grueso, de puño brillante, y se dio cuenta de que también ella estaba a punto de salir.

—Discúlpeme por haberla molestado —dijo, maldiciendo para sí su mala suerte.

—Nada, no tiene la menor importancia —dijo Martha, y los dos fueron camino de la puerta del jardín.

Franz se preguntó qué hacer ahora: ¿decirle adiós? ¿Seguir andando a su lado? Martha, con expresión de desagrado, seguía mirando hacia adelante, los labios, gruesos y cálidos, a medio abrir. De pronto los humedeció, le dijo:

—Esto es muy desagradable. Tengo que ir a pie. Anoche se nos estropeó el coche.

Habían tenido un desagradable accidente al volver a casa después de un té y un baile. Al intentar, muy inoportunamente, pasar delante de un camión, el chófer había chocado, primero, con una valla de madera, tras de la que estaban reparando las vías del tranvía, y, dando entonces una vuelta muy ceñida, la falta de espacio le forzó a chocar de rebote con un lado del camión; el Icarus giró como una peonza y se estrelló contra un poste. Mientras tenía lugar este frenesí motorizado, Martha y su marido adoptaban todas las posturas imaginables, hasta encontrarse, finalmente, en el suelo. Dreyer, solícito, le preguntó si se había hecho daño. La sacudida, la búsqueda de las cuentas del collar, la multitud de mirones que se apretujaba, el aspecto deprimente y vulgar del coche destrozado, las palabrotas del conductor del camión, el policía arrogante a quien no hicieron ninguna gracia las bromas de Dreyer, todo esto había puesto a Martha en tal estado de irritación que tuvo que tomar un par de somníferos, y, así y todo, sólo consiguió dormir dos horas.

—No me maté de milagro —le dijo, hosca—, pero el chófer ni siquiera se hizo daño, y eso sí que fue una lástima.

Alargando el brazo, ayudó a Franz a abrir el postigo, que él empujaba en vano, con ruido de carraca.

—No cabe duda, los coches son unos juguetes peligrosos —dijo Franz, evasivo. Había llegado el momento de despedirse.

Martha notó su vacilación, y le gustó.

—¿En qué dirección va? —preguntó, pasándose el paraguas de la mano derecha a la izquierda. A Franz las gafas nuevas le sentaban muy bien. Se parecía al actor Hess en una película titulada El estudiante hindú.

—La verdad es que no lo sé —dijo él, con una sonrisa afectada que no parecía terminar nunca—, vine a pedir consejo a mi tío sobre la habitación.

Su primer «tío» no resultaba convincente, y se prometió no repetirlo durante algún tiempo, a fin de dejar que la palabra madurara en su rama.

—También yo puedo aconsejarle —dijo Martha—, dígame cual es la dificultad.

Casi sin darse cuenta de ello habían empezado a andar e iban despacio por la ancha acera, sembrada, aquí y allá de castañas rotas y hojas rizadas semejantes a garras. Franz se sonó la nariz y se puso a hablarle de la habitación.

—Me parece exagerado —dijo Martha— ¡cincuenta y cinco!, estoy segura de que se puede regatear un poco.

Franz sintió un goce anticipado de triunfo, pero decidió ir despacio.

—El dueño es un tipo muy agarrado, ni el diablo podría hacerle rebajar el precio.

—¿Pues sabe lo que le digo? —dijo Martha de pronto—, que voy a verle con usted y a hablarle yo misma.

Franz se sintió gozoso. ¡Qué gran suerte! Aparte de lo maravilloso que era pasearse con esta belleza de labios rojos, envuelta en su abrigo de topo. El aire cortante del otoño, el susurrar de las llantas, ¡esto era vivir! Si, encima, tuviera un traje nuevo y una corbata llamativa, su felicidad sería completa.

—¿Dónde está hoy el señor Tom? —preguntó—, me parece que le he visto de paseo.

—No, está encerrado en el cobertizo del jardinero. Es un buen perro, pero un poco neurótico. Lo que yo digo es que los perros están muy bien, pero siempre que sean limpios.

—Los gatos son más limpios —dijo Franz.

—Aborrezco a los gatos. Los perros te entienden cuando les riñes, pero los gatos ni se enteran, no tienen ningún contacto con los seres humanos, ni sienten gratitud, ni nada.

—En mi ciudad matamos a muchos gatos perdidos, entre un amigo del colegio y yo, sobre todo por el río, en primavera.

—No sé qué me pasa en el tacón izquierdo —dijo Martha—, déjeme apoyarme en usted un momento.

Apoyó dos dedos leves en el hombro de Franz, al tiempo que miraba hacia atrás y al suelo. No era nada. Con la punta del paraguas se quitó una hoja seca que se le había hincado en el tacón.

Llegaron a la plaza. A través del actual andamiaje se distinguían, por lo menos, dos futuros pisos de la nueva casa de la esquina.

Martha la señaló con el paraguas:

—Conocemos —dijo— al que trabaja para el socio del director de la empresa cinematográfica que construye esa casa.

No estaría lista hasta el año próximo, aún no se sabía con exactitud cuándo. Los obreros trabajaban como en trance.

Franz se devanaba los sesos en frenética búsqueda de algún tema jugoso. ¡Ah, ya, la coincidencia!.

—No se me olvida nuestro encuentro en el tren. ¡Qué coincidencia!

—Sí, fue una coincidencia —dijo Martha, sumida en sus propios pensamientos.

—Una cosa —añadió subiendo ya la empinada escalera del quinto piso—, preferiría que mi marido no supiera que le he echado una mano. No es que tenga la menor importancia. Pero preferiría que no lo supiera.

Franz hizo una inclinación. Aquello no le concernía. A pesar de todo se preguntó si esta observación era halagüeña o insultante. Difícil cuestión. Ya llevaban algún tiempo ante la puerta, pero nadie respondía al timbre. Franz volvió a llamar. La puerta se abrió de golpe. Un hombrecillo con los tirantes colgando y sin cuello en la camisa asomó el rostro ajado y les contempló en silencio.

—Soy yo, que vuelvo —dijo Franz—, me gustaría volver a ver el cuarto.

El viejo hizo un saludo rápido y se puso en movimiento, arrastrando las zapatillas al andar, por un pasillo largo y bastante obscuro.

—Santo cielo, qué sitio más inhóspido —pensó Martha, remilgada. ¿Haría bien en venir a vivir aquí? Se imaginó la mirada aviesa de su marido: Me censuraste a mí y ahora vas tú y te pones también a ayudarle.

Pero la habitación resultó ser bastante luminosa y limpia. Junto a la pared de la izquierda había una inestable cama de madera, un lavabo y una estufa. A la derecha, dos sillas y un pretencioso sillón de peluche roído por la polilla. Luego, en el centro, una mesita, y una cómoda en una esquina. Sobre la cama colgaba un cuadro. Franz lo miró, desconcertado. Una joven esclava, con el pecho desnudo, inspeccionada por dos libertinos vacilantes, que sonreían lascivamente. Resultaba más artístico que la ninfa septembrina y acuática. Tuvo que haber estado en otra habitación... ¡Ah, sí, claro, en la que olía mal!

Martha palpó el colchón. Era firme y duro. Se quitó un guante, acarició la mesita de noche y se miró la punta del dedo. Una canción que le gustaba, Natacha de ojos negros, sonaba en dos radios distintas, en dos pisos distintos, mezclándose alegremente con el musical sonido metálico de los trabajos de construcción que proseguían fuera, no se sabía a punto fijo dónde.

Franz miraba esperanzado a Martha, que señaló con la punta del paraguas la pared más bien desnuda de la derecha, preguntando al dueño, con voz neutral y sin mirarle:

—¿Por qué quitó de allí el sofá? Es evidente que allí había algo.

—El sofá empezaba a ceder y hemos tenido que mandarlo a arreglar —respondió el viejo, ladeando la cabeza.

—Lo volverán a poner cuando esté listo —observó Martha, y, levantando la vista, dio la luz un momento. El hombre levantó también los ojos.

—Muy bien —dijo Martha, volviendo a alargar el paraguas—, se encargan ustedes de las sábanas, ¿no?

—¿Sábanas? —repitió el viejo, como un eco, con voz de sorpresa. Luego, ladeando la cabeza en sentido contrario, replicó después de pensarlo un momento—, bueno, sí, podemos localizar alguna que otra sábana.

—¿Y qué me dice de la limpieza y el servicio?

El viejo se tocó el pecho con la mano:

—Yo soy quien lo hace todo —dijo—, yo me encargo de todo. Yo y sólo yo.

Martha fue a la ventana, miró hacia un camión cargado de tablones que había en la calle. Luego volvió sobre sus pasos.

—¿Y cuánto dijo que quería? —preguntó, con voz indiferente.

—Cincuenta y cinco —dijo vivamente el hombre.

—¿Por supuesto se incluyen en el precio la electricidad y el café de la mañana?

—¿Tiene trabajo el caballero? —preguntó el viejo, indicando a Franz con un movimiento de cabeza.

—Sí —dijo Franz inmediatamente.

—Cincuenta y cinco por todo —dijo el viejo.

—Es caro —dijo Martha.

—No es caro —dijo el viejo.

—Es carísimo —dijo Martha.

Назад Дальше