¡Mira los arlequines! - Набоков Владимир Владимирович 12 стр.


Fue con ese nombre como resolví firmar la primera entrega de mi nueva novela, El audaz, prometida a Patria, la revista émigrée. Acababa de reescribir con tinta de color verde reptil (un tónico para animar mi tarea) unía segunda o tercera copia en limpio del capítulo inicial, cuando Annette Blagovo fue a verme para resolver las horas de trabajo y los honorarios.

Llegó el 2 de mayo de 1934, con media hora de retraso, y como las personas que no tienen sentido de la duración echó la culpa de su tardanza a su inocente reloj, objeto para medir el movimiento y no el tiempo. Era una rubia graciosa, de unos veintiséis años y rasgos muy atractivos, aunque no excepcionalmente bonitos. Usaba una chaqueta gris sobre una blusa de seda blanca que tenía aspecto de vaporosa alegría a causa de un lazo entre las dos solapas, en una de las cuales llevaba un ramo de violetas. La falda corta y muy bien hecha era muy elegante, y en general la muchacha era mucho más chic y soignéeque la típica mujer rusa.

Le expliqué (según me dijo mucho después, en el tono desagradable y burlón de un cínico que husmea una posible conquista) que me proponía dictarle todas las tardes "directamente a la maquinita de escribir" ( prya-mo v mashinku) borradores muy corregidos o fragmentos de la copia en limpio que quizá revisaría "en las horas solitarias de la noche", para citar a A. K. Tolstoy, y volvería a dictarle al día siguiente. Ella no se quitó el ceñido sombrero, pero sí los guantes; apretando los labios recién pintados de rosa brillante se puso unos grandes anteojos de carey y el efecto destacó sus encantos: deseaba ver mi máquina de escribir (su gélida solemnidad habría convertido a un santo en un bufón soez). Estaba apurada porque tenía otra cita, pero quería comprobar si podía usarla. Se quitó el anillo con el cabochon verde (que encontré después de su partida) y pareció a punto de escribir una rápida frase, pero una segunda mirada le demostró que mi máquina de escribir era similar a la de ella.

Nuestra primera sesión resultó terrible. Me había aprendido mi papel con la preocupación de un actor nervioso, pero no había previsto al compañero de actuación que confunde o no oye un pie de cada dos. Me pidió que no le dictara tan rápido. Me desanimó con observaciones petulantes: "Esa expresión no existe en ruso" o "Nadie conoce esa palabra ( vzvoderí; oleaje). "¿Por qué no emplea simplemente 'gran ola', si eso es lo que quiere decir?" Cuando la rabia alteró mi ritmo y me llevó algún tiempo encontrar el final de una frase en el laberinto —ya desconocido para mí— de sus tachaduras e intercalaciones, ella empezó a apoyarse en el respaldo de la silla y a esperar como un mártir provocador, sofocando un bostezo o estudiándose las uñas. Después de tres horas de trabajo examiné el resultado de su presumido y descarado tableteo. Abundaba en errores de ortografía y feos borrones. Tímidamente dije que parecía poco habituada a vérselas con material literario (es decir, valioso). Me contestó que me equivocaba, que le encantaba la literatura. A decir verdad, agregó, en los últimos cinco meses había leído a Galsworthy (en ruso), a Dostoyevski (en francés), la inmensa novela histórica Zar Bronshtein(en el original) del general Pudov-Usurovski y L'Atlantide(de la que yo no había odio hablar pero que un diccionario atribuye a Pierre Benoit, romancier français' né d’Albi, un hiato en el Tarn). ¿Conocía ella la poesía de Morozov? No, ninguna clase de poesía le interesaba; la poesía no tenía nada que ver con el ritmo de la vida moderna. La reprendí porque no había leído ninguno de mis relatos o novelas y ella pareció confusa y quizá un poco asustada (temiendo que la despidiera), y acabó dándome la erótica satisfacción de prometerme que buscaría todos mis libros y se aprendería de memoria El audaz.

El lector habrá advertido que sólo hablo de manera muy general sobre mis relatos rusos de los años veinte y treinta, porque supongo que los conocerá bastante o que podrá encontrarlos fácilmente en las traducciones al inglés. Sin embargo, desearía explicar algo sobre El audaz(su título original era Podarok Otchizne, que puede traducirse como "la ofrenda a la patria"). En 1934, cuando empecé a dictar su comienzo a Annette, sabía que sería mi novela más larga. Pero ignoraba que resultaría casi tan larga como el presuntuoso e infame novelón "histórico" del general Pudov sobre cómo los Sabios de Sión usurparon la Santa Rusia. Me llevó cuatro años escribir sus cuatrocientas páginas, muchas de las cuales Annette pasó a máquina por lo menos dos veces. Todo el relato ya se había publicado por entregas en revistas émigréesen mayo de 1939, cuando Annette y yo, aún sin hijos, viajamos a los Estados Unidos. Pero el original ruso sólo apareció en forma de libro en 1950 (Turgenev Publishing House, Nueva York); diez años después salió la traducción inglesa, cuyo título, The Dare, se refiere no sólo al conocido ardid empleado para desconcertar a los tontos, sino también a la índole temeraria, daredevil, de Victor, el héroe y en parte narrador de la novela.

El audazempieza con la nostálgica evocación de una niñez rusa (mucho más feliz, aunque no menos opulenta que la mía). Sigue la adolescencia en Inglaterra (no muy distinta de mis años en Cambridge). Después, la vida en el París emigré, la elaboración de una primera novela ( Memorias de un criador de loros) y la divertida maquinación de varias intrigas literarias. En la parte central se incluye una versión completa del libro que Victor escribió "por un desafío": una concisa biografía y un análisis crítico de Fyodor Dostoyevski, cuyas ideas políticas mi personaje detesta y cuyas novelas condena por absurdas, con sus asesinos de barbas negras presentados como negaciones de la imagen convencional de Jesucristo y con sus prostitutas lacrimógenas, tomadas de los novelones sensibleros de épocas anteriores. El capítulo siguiente muestra la ira y la perplejidad de los comentaristas emigres, todos ellos sacerdotes de la persecución dostoyevskiana. En las últimas páginas, mi joven héroe acepta el desafío de una relación sentimental y se lanza a una última, gratuita hazaña: atraviesa una peligrosa selva para entrar en el territorio soviético y regresar de él con la misma indiferencia.

Hago este resumen para ejemplificar lo que sin duda el menos sagaz de mis lectores es capaz de retener, a menos que la electrólisis destruya algunas células esenciales no bien cierre el libro. Ahora bien: el frágil encanto de Annette provenía en parte de esa capacidad suya para olvidar, que lo velaba todo en un constante crepúsculo, a semejanza de la bruma color pastel que borra montañas, nubes y hasta su propia vaporosidad a medida que el día estival se desvanece. Sé que vi a Annette muchas veces con un ejemplar de Patriaen su lánguido regazo, siguiendo las líneas impresas con el movimiento pendular de los ojos que sugiere la lectura, y que llegaba hasta el "Continuará" que cerraba las entregas de El audaz. También sé que escribió a máquina cada palabra de la obra y casi todas sus comas. Sin embargo, no retuvo nada de ella, quizá porque decidió que mi prosa no era tan sólo "difícil", sino hermética ("de un repelente hermetismo", para repetir el cumplido que Basilevski me hizo en el instante en que se dio cuenta —instante que llegó a su debido tiempo— de que en el tercer capítulo mi dichoso Victor ridículizaba su mentalidad y su modo de ser). Debo decir que perdoné de buen grado la actitud de Annette ante mi obra. Durante las lecturas públicas admiré su sonrisa pública, la sonrisa "arcaica" de las estatuas griegas. Cuando sus padres, bastante temibles, quisieron ver mis libros (como urvmédico receloso que pide una muestra de semen), Annette les dio por equivocación la novela de otro autor, confundida por la semejanza de los títulos. La única vez que experimenté una verdadera conmoción fue cuando la oí informar a una idiota amiga suya que mi novela El audazincluía biografías de "Chernolyubov y Dobroshevski". Y hasta empezó a discutir cuando contesté que sólo un chiflado habría elegido un par de publicistas de tercer orden para escribir sobre ellos, y para colmo mezclando sus nombres.

6

En el trascurso de mi larga vida he comprobado —o creo haber comprobado— que cuando estaba a punto de enamorarme (o cuando todavía ignoraba que me había enamorado) tenía un sueño en el cual se me presentaba una latente amada, envuelta en la penumbra del alba y en un escenario algo pueril, entre ciertas agitaciones que conocí durante mi adolescencia, mi juventud, mi locura y mis voluptuosidades de viejo agonizante. La sensación de que ese sueño se repetía ("creo haber comprobado") quizá sea engañosa: por ejemplo, tal vez haya tenido ese sueño una o dos veces ("en el trascurso de mi larga vida") y su familiaridad sea tan sólo la del cuentagotas que llega con las gotas. El lugar donde ocurre el sueño, en cambio, no es un cuarto conocido, sino uno de esos que nos recuerdan las habitaciones en que, de niños, nos despertábamos después de una fiesta de Navidad o una fiesta del día de San Juan, en una gran casa perteneciente a extraños o a primos lejanos. La impresión es que las camas, dos camitas en este caso, han sido trasladadas y puestas cada una contra las paredes opuestas de un cuarto que no es un dormitorio, en realidad. Un cuarto sin otros muebles que esas dos camas separadas: los dueños de casa son perezosos o económicos, como ocurre en mis sueños, así como en los relatos primitivos.

En una de las camas acabo de despertar de un sueño secundario o que sólo ha consistido en fórmulas trilladas; en la cama que está contra la pared de la derecha (el sueño también suministra orientación), una chica, una variante de Annette más joven, más esbelta, más alegre en esta versión de la historia (que sucede en el verano de 1934 y, según mis cálculos, durante el día) habla consigo misma en voz baja y alegremente. En realidad, según advierto con una deliciosa aceleración de las pulsaciones en mis zonas inferiores, finge hablar o sólo habla para mí, para que repare en ella.

La idea que en seguida me pasa por la mente (y que intensifica las pulsaciones) es que es muy raro que se asigne a un muchacho y una chica el mismo dormitorio improvisado: por error, sin duda, o tal vez porque la casa está llena y la distancia entre las dos camas, a través del suelo vacío, se ha considerado lo bastante grande como para respetar el decoro en el caso de dos niños (mi promedio de edad ha sido de trece años durante toda mi vida). La copa del placer ya está llena hasta el borde y antes que se derrame me apresuro a atravesar en puntas de pie el parquet desnudo hasta la cama de la niña. Su pelo rubio se interpone ante mis besos, pero mis labios encuentran al fin su mejilla y su cuello, y su camisón tiene botones, y ella dice que la criada ha entrado en el cuarto, pero es demasiado tarde, no puedo contenerme, y la criada, que es también una belleza, nos mira riendo.

El sueño que tuve al mes de conocer a Annette, la imagen de Annette que se me presentó en él, esa primera versión de su voz, su pelo suave, su piel delicada, me obsesionaban y me deslumbraban con deleite: el deleite de descubrir que amaba a la pequeña señorita Blagovo. Por la época del sueño, ella y yo teníamos relaciones formales, archiformales, a decir verdad, de modo que no podía contarle mi sueño con las ineludibles evocaciones y asociaciones (que he registrado en estas notas). Y decir tan sólo "he soñado con usted" habría sonado muy convencional. Hice algo mucho más valiente y honroso. Antes de revelarle lo que ella llamaba (hablando de otra pareja) mis "intenciones serias" y antes de resolver el enigma de por qué la amaba, decidí informarla de mi enfermedad incurable.

Era elegante, era lánguida, era más bien angelical en un sentido y tremendamente estúpida en otros. Yo me sentía solo, asustado y atenaceado por el deseo, aunque no lo bastante como para prevenirla mediante un ejemplo —a medias paradigma y a medias lección práctica— de lo que debía afrontar si consentía en casarse conmigo.

Milostivaya Gosudarynya

Anna Ivanovna! (Léase Estimada señorita Blagovo)

Antes de hablarle personalmente de un tema de importancia fundamental, le ruego que me acompañe en la realización de un experimento que describirá mejor que un docto artículo las típicas facetas del perturbado cristal de mi mente. Consiste en lo que sigue:

Con el permiso de usted, ahora es de noche y estoy en la cama (decorosamente vestido, desde luego, y con todos los órganos en decente reposo), acostado en posición supina e imaginando un momento cualquiera en un lugar cualquiera. Para proteger aún más la pureza del experimento, resolvamos que el lugar visualizado sea una pura invención. Me imagino a mí mismo saliendo de una librería y deteniéndome en el cordón de la acera antes de cruzar la calle hacia el pequeño café que está justo enfrente. El sol de la tarde ocupa una de sus sillas y la mitad de una mesa. Toda la sección del café al aire libre está vacía y es muy acogedora: del reciente chaparrón no queda más que el brillo. En este instante me detengo de golpe, porque recuerdo que tenía un paraguas.

No quiero aburrirla, glubokouvazhaemaya (querida) Anna Ivanovna, y menos aún arrugar esta tercera o cuarta hoja con el ruido crujiente que sólo hace el papel castigado. Pero la escena no es bastante esquemática ni abstracta, de manera que permítame usted rehacerla.

Yo, Vadim Vadimovich, su empleador y amigo, acostado en la cama y sumido en una oscuridad ideal (hace un minuto que me he levantado para correr una vez más la cortina sobre la lima, que atisbaba entre los pliegues de dos párrafos), imagino al Vadim Vadimovich diurno cruzando una calle desde una librería hasta un café con mesas en la acera. Estoy metido dentro de mi yo vertical: no miro hacia abafo sino hacia adelante, y por eso apenas tengo conciencia de la confusa parte central de mi figura corpulenta, de las puntas de mis zapatos que se alternan y de la forma rectangular del paquete que llevo bajo el brazo. Me imagino a mí mismo dando los veinte pasos necesarios para llegar a la acera opuesta y parándome de golpe con una kreproducible palabrota para decidirme a volver en busca del paraguas olvidado en la librería.

Existe una afección que aún carece de nombre, Anna (permítame que la llame así: soy diez años mayor que usted y estoy muy enfermo); mi sentido de la dirección o, más bien, mi capacidad para concebir el espacio está terriblemente perturbada, ya que en este momento no logro ejecutar mentalmente, en la oscuridad de mi cama, el simple movimiento de dar media vuelta (¡un acto que ejecuto sin pensar en la realidad física!), que me permitiría representarme instantáneamente el asfalto ya atravesado como si estuviera de nuevo frente a mí, y la vidriera de la librería como algo al alcance de mi vista y no como algo que permanece en alguna partera mis espaldas.

Quisiera demorarme un momento en el procedimiento que debo emplear y en mi inhabilidad para seguirlo con la mente (¡con mi mente obstinada y rebelde!). Para llegar a imaginar el proceso cardinal, debo invertir el decorado: debo conseguir que la calle entera, con las macizas fachadas de sus casas delante y detrás de mí, cambie por completo de dirección en el lento arco de un semicírculo, lo cual es como tratar de mover la colosal caña de un timón herrumbrado y recalcitrante para que en gradación consciente un Vadim Vadimovich que mira hacia el este se convierta en otro enceguecido por el sol de occidente. El solo pensar esa acción sume al hombre acostado en tal confusión que prefiere renunciar por completo a su intento de dar media vuelta y cambiando de idea emprende con su imaginación la travesía de regreso como si fuera un viaje inicial, sin haber cruzado antes la calle, y de ese modo suprime todo el horror intermedio (¡el horror de hendir el espacio, que destroza el pecho del viajero!).

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