3
Volvamos a Carnavaux, a mi equipaje, a Ivor Black, que lo acarreaba con gran despliegue de esfuerzo, murmurando frases de comedia barata.
El sol ya había readquirido todo su esplendor cuando entramos en un jardín separado del camino por un muro de piedra y una fila de cipreses. Lirios emblemáticos rodeaban un estanque verde, presidido por una rana de bronce. Al pie de una ensortijada encina nacía un sendero de grava que corría entre dos naranjos. A un extremo del jardín, un eucalipto proyectaba su estriada sombra sobre la lona de una reposera. Esta no es la arrogancia de la memoria total, sino el esfuerzo de una tierna reconstrucción a partir de unas cuantas fotos guardadas en una caja de bombones con un lirio en la tapa.
Era inútil subir los tres escalones de la entrada "arrastrando dos toneladas de piedra", dijo Ivor Black: había olvidado la llave, los sábados por la tarde no quedaban sirvientes que respondieran al timbre y, como ya me había explicado, no podía comunicarse por medios normales con su hermana que, sin embargo, estaría en algún lugar de la casa, casi sin duda en su dormitorio, llorando, como solía hacerlo cuando se esperaba la llegada de huéspedes, en especial los visitantes de fin de semana con quienes podía toparse a cualquier hora y que a veces prolongaban su estadía hasta el martes. De manera que dimos la vuelta a la casa, sorteando unos cactos que se prendían del impermeable doblado sobre mi brazo. De repente oí un horrible grito infrahumano y miré a Ivor, pero el muy canalla se limitó a sonreír.
Era un gran guacamayo de plumaje índigo, con el pecho limón y las mejillas a rayas blancas, que chillaba a intervalos desde su desolada percha, junto a la entrada trasera de la casa. Ivor le había dado el nombre de Mata Hari en parte por el acento del ave, pero sobre todo por su pasado político. Su difunta tía, Lady Wimberg, cuando ya estaba medio chocha, hacia 1914 o 1915, había dado amparo a ese trágico y viejo pajarraco, presuntamente abandonando por un borroso extranjero de monóculo y con una cicatriz en la cara. El guacamayo sabía decir "hola", "Otto" y "pa-pa", modesto vocabulario que de algún modo sugería una reducida y vehemente familia en algún país cálido y remoto. A veces, cuando trabajo hasta muy tarde y los espías del pensamiento dejan de enviarme sus mensajes, una palabra inexacta que se ha puesto en movimiento me hace pensar en el seco bizcocho que un loro sostiene en su lenta garra.
No recuerdo si vi a Iris antes de la cena (aunque tal vez la haya vislumbrado de espaldas hacia mí, a través de los vidrios de colores de una ventana que daba a la escalera, en el instante en que yo atravesaba el descanso, tras salir de la salle d'eau y sus vacilaciones, rumbo á mi ascético cuarto). Ivor se había encargado de advertirme que era sordomuda y tan tímida por añadidura que aun entonces, a los veintiún años, no se atrevía a aprender a leer palabras en labios masculinos. Eso me pareció extraño. Siempre había pensado que ese tipo de invalidez confinaba a sus pacientes en un caparazón infinitamente seguro, límpido y resistente como el cristal irrompible, dentro del cual no podían existir la vergüenza ni el disimulo. Hermano y hermana conversaban mediante un lenguaje visual cuyo alfabeto habían inventado durante su niñez y que había pasado por varias ediciones revisadas. La versión actual consistía en una serie de gestos absurdos y complicados que en el bajorrelieve de una pantomima imitaban las cosas, en vez de simbolizarlas. Yo mismo contribuí con alguna grotesca parodia, pero Ivor me pidió enérgicamente que no me hiciera el tonto porque Iris se ofendía con gran facilidad. Toda esa conversación entre los dos hermanos (con la presencia, al margen de la escena, de una hosca criada, una vieja cannifoise que arrojaba los platos en la mesa) pertenecía a otra vida, a otro libro, a un mundo de juegos vagamente incestuosos que aún yo no había inventado conscientemente.
Ambos jóvenes eran bajos, pero de proporciones perfectas, y el parecido que existía entre ellos saltaba a la vista, aunque Ivor no era demasiado atractivo, con su pelo pajizo y sus pecas, y ella era una belleza bronceada, de corta melena negra y ojos como miel clara. No recuerdo qué vestido llevaba durante nuestro primer encuentro, pero sé que tenía desnudos los delgados brazos y que aguijoneaba mis sentidos cada vez que esbozaba en el aire una isla infestada de medusas o un palmar, mientras su hermano me traducía esos diseños en imbéciles apartes. Después de cenar pude tomarme el desquite. Ivor se fue en busca de mi whisky. Iris y yo salimos a la terraza, al crepúsculo angelical. Estaba encendiendo mi pipa mientras Iris rozaba la balaustrada con su cadera y señalaba con ondulaciones de sirena —que pretendían imitar las olas— las trémulas luces de la costa, en una apertura entre las colinas como de tinta china. En ese instante sonó el teléfono en la sala, a nuestras espaldas; Iris se volvió rápidamente, pero con admirable presencia de ánimo transformó su impulso en una lánguida danza de los velos. En el ínterin, Ivor ya se había deslizado sobre el parquet rumbo al teléfono, para informarse de lo que Nina Lecerf u otra vecina deseaba. En la intimidad que después nos unió, Iris y yo nos complacíamos muchas veces en recordar la escena de aquella revelación, con Ivor llevándonos bebidas para brindar por la milagrosa recuperación de su hermana mientras ella, sin hacer caso de su presencia, apoyaba la leve mano sobre mis nudillos: yo permanecí tomado de la balaustrada, exageradamente ofendido, y no fui lo bastante rápido, necio de mí, como para admitir sus disculpas besándole la mano en el mejor estilo europeo.
4
Un síntoma habitual de mi enfermedad —no el más grave, pero sí el más difícil de superar después de cada recaída— pertenece a lo que Moody, el especialista londinense, bautizó como "el síndrome del nimbo numérico". Su informe acerca de mi caso acaba de reimprimirse en la edición de sus obras completas. Abunda en inexactitudes ridículas. Eso de "nimbo" no significa nada. "El señor N., un noble ruso", jamás manifestó "señales de degeneración". No tenía "treinta y dos años", sino veintidós cuando consultó a esa fatua celebridad. Lo más grave de todo es que Moody me pone en el mismo saco con cierto señor V. S. que no es tanto una posdata a la descripción abreviada de mi "nimbo", cuanto un intruso cuyas sensaciones se mezclan a las mías en el trascurso de ese docto informe. Debo confesar que el síntoma en cuestión no es fácil de describir, pero creo que yo puedo hacerlo mejor que el profesor Moody o que mi vulgar y voluble compañero de dolencia.
En su peor momento, se manifestaba de la siguiente manera: más o menos una hora después de dormirme (por lo general, ya bien pasada la medianoche y con la humilde ayuda de un trago de Old Mead o de Chartreuse) me despertaba (o más bien despertaba en mí) un acceso de momentánea locura. El más débil rayo de luz desataba en mi cerebro un dolor insoportable. Y por más esmero que pusiera en completar los bien intencionados esfuerzos de un sirviente uniéndome a su estrategia con persianas y cortinas, siempre quedaba alguna maldita rendija, algún átomo, algún crepúsculo de luz artificial proveniente de la calle o de luz natural proyectada por la luna, que señalaban un peligro inexpresable cada vez que, para tomar aire, yo asomaba la cabeza sobre la superficie de una pesadilla sofocante. A lo largo de la tenue rendija viajaban, a terribles intervalos preñados de amenazas, una serie de puntos brillantes. Esos puntos correspondían, quizá, a los rápidos latidos de mi corazón o estaban ópticamente relacionados con el batir de mis húmedas pestañas. Pero la causa que los producía carece de importancia. Lo terrible era que, al verlos, yo comprendía con ingobernable pánico que había sido lo bastante necio como para no prever su aparición: una aparición ineluctable, que representaba un fatídico problema de cuya solución dependía mi vida. Y en verdad, habría sido capaz de resolverlo, si le hubiese concedido la suficiente atención o hubiese estado menos dormido, menos embotado, en ese momento trascendental. El problema era de índole numérica: era preciso calcular ciertas relaciones entre esos puntos titilantes. Pero en mi caso se trataba más bien de adivinarlas, puesto que mi torpor me impedía contarlas con exactitud, sin hablar ya de la posibilidad de recordar cuál era el número salvador. El error significaba el castigo inmediato: la decapitación en manos de un gigante o algo peor aún. El acierto, por el contrario, me permitiría huir hacia una región encantada que se extendía más allá de la abertura a través de la cual yo debía deslizarme mediante esa ardua conjetura; una región que en su idílica abstracción se parecía a los minúsculos paisajes grabados como sugerentes viñetas —un arroyo, un bosquet— junto a esas mayúsculas de diseño tétrico y feroz (una S gótica, por ejemplo) que inician un capítulo en los viejos libros para niños asustadizos. Pero ¿cómo podía yo saber, en mi torpor y en mi pánico, que esa era la simple solución, que el arroyo y la fronda y la belleza de ese Más Allá empezaban con la inicial de Ser?
Había noches, desde luego, en que recuperaba de inmediato la razón y después de correr las cortinas me dormía en seguida. Pero en ocasiones más críticas, cuando mi condición distaba mucho de ser normal y experimentaba ese "nimbo" del noble ruso, debía luchar durante varias horas para suprimir el espasmo óptico que ni siquiera la luz del día era capaz de superar. La primera noche que paso en un lugar desconocido es siempre terrible para mí y el día que la sigue es angustioso. Por eso desperté en Villa Iris atormentado por la neuralgia, con los nervios destrozados y cubierto de granos. No me afeité y rehusé acompañar a los Black a una reunión a la que, según ellos, también yo estaba invitado. Lo cierto es que aquellos primeros días en Villa Iris aparecen tan distorsionados en mi diario y tan confusos en mi mente, qué no estoy seguro de si Iris e Ivor tardaron en regresar hasta mediados de la semana. Recuerdo, sin embargo, que tuvieron la amabilidad de concertar una entrevista con un médico de Cannice. Ésa se presentó como una magnífica oportunidad para cotejar la ineficacia de mi luminaria londinense con la de una local.
La entrevista era con el profesor Junker, personaje doble que consistía en marido y mujer. El matrimonio había trabajado en equipo durante treinta años y todos los domingos, en un rincón de la playa apartado, y por ende muy sucio, ambos se analizaban mutuamente. Sus pacientes consideraban que los lunes la pareja estaba especialmente lúcida; pero ese lunes yo no lo estaba, porque me había pescado una borrachera tremenda en uno o dos bares antes de llegar al mísero barrio donde vivían los Junker y, como creí deducir, otros médicos. La entrada de la casa no estaba mal, enmarcada por las flores y la fruta de un mercado. Pero había que ver la parte trasera... Me recibió el miembro femenino del equipo, una especie de gnomo con pantalones, cosa deliciosamente atrevida para 1922. Esa aparición se vinculó de inmediato con el espectáculo que vi desde la ventana del baño (donde tuve que llenar un absurdo frasco cuyo tamaño se adecuaba a las intenciones de un médico, aunque no a las mías): el juego de la brisa en una calle lo bastante estrecha como para que tres pares de calzoncillos largos la cruzaran sobre una cuerda en otros tantos saltos o pasos. Hice un comentario acerca de eso y de un vitral que había en el consultorio, en el cual se veía una dama de color malva, exactamente igual a la de la ventana en las escaleras de Villa Iris. La señora Junker me preguntó si me gustaban los muchachos o las muchachas, y yo miré a mi alrededor, diciendo en tono cauteloso que no sabía qué podía ofrecerme ella. La señora Junker no rió. La consulta no fue un éxito. Antes de diagnosticar neuralgia del maxilar, la doctora Junker me aconsejó que cuando estuviera sobrio fuera a ver a un dentista. Vivía justo enfrente, me dijo. Sé que lo llamó por teléfono para pedirle hora, pero no recuerdo si fui a consultarlo esa misma tarde o al día siguiente. El dentista se llamaba Molnar, con una n como un corpúsculo en una caries. Cuarenta años después lo utilicé para Un reino junto al mar.
Una muchacha que tomé por la ayudante del dentista (aunque su vestido parecía más apropiado para una fiesta que para un consultorio) estaba sentada en el pasillo, con las piernas cruzadas, hablando por teléfono. Sin interrumpir su ocupación, se limitó a señalarme una puerta con el cigarrillo que sostenía. Me encontré en un cuarto trivial y silencioso. Los mejores asientos ya estaban ocupados. Sobre una estantería en completo desorden pendía un óleo grande y convencional, que representaba un torrente alpino atravesado por un árbol caído. Durante alguna hora de consulta anterior, unas cuantas revistas habían ido a parar desde la estantería hasta una mesa oval que sostenía adornos harto modestos, tales como un florero vacío y un casse-têtedel tamaño de un reloj. Era un laberinto circular, con cinco bolitas plateadas en el interior que mediante hábiles movimientos de la mano debían meterse en el centro de la hélice. Para los niños que esperaban turno.
No había ninguno en ese momento. En un rincón, una silla contenía a un individuo gordo con un ramo de claveles apoyado en los muslos. Dos damas maduras estaban instaladas en un sofá marrón: eran extrañas la una para la otra, a juzgar por el urbano intervalo que las separaba. A leguas de distancia, sentado en un taburete con almohadones, un muchacho de aire culto, quizá un novelista, sostenía un cuaderno de notas en el cual escribía con lápiz frases aisladas, sin duda la descripción de varios objetos que sus ojos examinaban entre frase y frase: el cielo raso, el papel de la pared, el cuadro, la nuca peluda de un hombre de pie frente a la ventana, con las manos tomadas a sus espaldas y la mirada perdida, más allá de la ropa interior colgada, más allá de la ventana malva del haño de los Junker, más allá de los tejados y las colinas, en una distante cadena de montañas donde —pensé distraídamente— quizá aún existiría el pino caído que atravesaba el torrente.
Al fin, en el extremo del cuarto se abrió una puerta con un chirrido risueño y entró el dentista: un hombre de tez sonrosada, con corbata de moño, traje mal cortado de un gris muy alegre y un brazal negro bastante llamativo. Siguieron apretones de manos y felicitaciones. Empecé a hablar para recordarle nuestra cita, pero una dama de aire muy digno en quien reconocí a Madame Junker me interrumpió para decir que el error era de ella. Mientras tanto, Miranda, la hija del dentista a quien yo había visto hacía instantes, introdujo los largos y pálidos tallos de los claveles en un delgado florero sobre la mesa, que para entonces ya estaba milagrosamente cubierta por un mantel. Una criada de comedia depositó en ella, entre grandes aplausos, una torta de color crepúsculo con la cifra "50" dibujada con crema caligráfica.
—¡Qué detalle tan encantador! —exclamó el viudo.
Sirvieron el té; unas cuantas personas se sentaron y otras permanecieron de pie, vaso en mano. Iris me advirtió en un tibio susurro que era jugo de manzanas con canela, sin alcohol, de manera que retrocedí con las manos en alto ante la bandeja que me adelantaba el novio de Miranda, el joven a quien había sorprendido ocupando su espera para registrar ciertos detalles de la dote.
—No te esperábamos —dijo Iris, resignándose a la verdad, pues esa no podía ser la partie de plaisir a que me habían invitado ("Tienen una casa maravillosa sobre una roca"). No, creo que muchas de las confusas impresiones que registro aquí en relación con médicos y dentistas deben considerarse como una experiencia onírica durante una siesta después de una borrachera. Mi manuscrito lo corrobora. Al revisar las anotaciones más antiguas en mis agendas —donde números telefónicos y nombres se codean con la mención de acontecimientos reales o más o menos ficticios—, advierto que los sueños y otras distorsiones de la "realidad" están escritos con una letra peculiar, inclinada hacia la izquierda. Por lo menos eso ocurre en las primeras anotaciones, antes de que renunciara a respetar las distinciones admitidas. Muchos de los sucesos precantábricos corresponden a esa letra (pero es verdad que el soldado se desplomó en el sendero del rey fugitivo).
5
Sé que muchos me consideran un buho pomposo, pero detesto las bromas pesadas y me muero de aburrimiento ("Sólo las personas sin sentido del humor usan esa expresión", dice Ivor) cuando oigo una incesante retahila de insultos chistosos y juegos de palabras vulgares ("Morirse de aburrimiento es mejor que morirse de tristeza": Ivor de nuevo). Sin embargo, Ivor era un buen tipo y si me alegraban sus ausencias durante la semana, no era en verdad porque descansaba de sus chistes. Ivor trabajaba en una agencia de viajes cuyo dueño era el antiguo homme d' affaires de su tía Betty: otra excéntrica que había prometido a Ivor como aguinaldo un faetón de Icaro si se portaba bien.