Durante un instante, mientras oía distraídamente la estridente actuación de Ivor, me quedé contemplando el inmenso crepúsculo. Su tonalidad era de un clásico anaranjado claro, atravesado por un oblicuo tiburón negro azulado. Lo que exaltaba esa combinación era una serie de nubes refulgentes como brasas, deshechas en jirones, encapuchadas, en procesión sobre el sol, que había adquirido la forma de un peón de ajedrez o de un balaustre. Estaba a punto de exclamar: "¡Miren las brujas del sabat!", cuando vi que Iris se levantaba y la oí decir:
—Basta ya, Ives. Maurice no conoce a esa persona, así que tu imitación es inútil.
—Al contrario —contestó su hermano—. Lo conocerá dentro de un minuto y lo reconocerá —pronunció el verbo con un artístico gruñido—. ¡Eso será lo divertido!
Iris salió de la terraza rumbo a los escalones que daban al jardín. Ivor interrumpió su parodia, que al resonar en mi conciencia me permitió identificarla como una hábil sátira de mi voz y mis maneras. Tuve la extraña sensación de que me arrancaban una parte de mí mismo y la arrojaban a un lado, de que me separaban de mí mismo, de que me precipitaba hacia adelante y al mismo tiempo me apartaba. Prevaleció lo segundo; al fin me reuní con Iris bajo la encina.
El estridor de los grillos colmaba el aire, y la penumbra había llenado el estanque. Un rayo del farol del camino arrancaba destellos a dos autos estacionados. Besé los labios, el cuello, el collar, el cuello, los labios de Iris. Su reacción disipó mi malhumor, pero le dije qué pensaba del imbécil antes de que ella regresara a la villa alegremente iluminada.
Ivor en persona me llevó la cena y la depositó en la mesa de luz, con mal disimulada consternación por el hecho de que mi ausencia le impidiera probar su destreza, con encantadoras disculpas por haberme ofendido e interesado por saber si me había quedado sin pijamas. Le contesté que, al contrario, me sentía muy halagado y que siempre dormía desnudo en verano. Pero prefería no bajar, pues temía que un ligero dolor de cabeza me impidiera estar a la altura de su espléndida imitación.
Dormí a intervalos y sólo al amanecer me deslicé en un sueño más proiundo (ilustrado, sabe Dios por qué, con la imagen de mi primera, joven amante tendida sobre la hierba de un jardín). Me despertó bruscamente el gruñido de un motor. Me puse una camisa y me asomé por la ventana, entre el aleteo de los gorriones que espanté del jazmín, cuya exuberancia llegaba hasta el segundo piso. Con deliciosa sorpresa vi que Ivor metía una valija y una caña de pescar en su automóvil, que aguardaba al borde mismo del jardín. Era domingo y me había resignado a soportar a Ivor durante el día entero: pero ahí estaba, instalándose tras el volante y cerrando la puerta del auto. El jardinero le daba indicaciones tácticas con ambos brazos; junto a él estaba su hijo, un chico muy lindo, con un plumero amarillo y azul en la mano. Entonces oí la encantadora voz inglesa de Iris, que deseaba un buen día a su hermano. Tuve que asomarme un poco más para verla: estaba de pie sobre el fresco césped, descalza, las piernas al aire, con una bata de mangas muy amplias, repitiendo su alegre despedida, que Ivor ya no podía oír.
Me precipité hacia el baño a través del descanso de la escalera. Poco después, al salir de mi gorgoteante refugio, la vi del otro lado de la escalera. Entraba en mi cuarto. Mi remera color salmón, muy corta, no podía ocultar mi protuberante impaciencia.
—Detesto la expresión aturdida de un reloj que se ha parado —dijo, extendiendo el esbelto brazo bronceado hacia el estante donde yo había relegado un viejo relojito de arena que me habían prestado en lugar de un despertador normal. La manga cayó hacia atrás y besé el hueco sombrío y perfumado que anhelaba besar desde nuestro primer día al sol.
Sabía que la llave de la puerta no funcionaba. Pero hice la prueba, sin más recompensa que una serie de estúpidos clics que no cerraron nada. ¿De quién eran los pasos, la joven tos que subían la escalera? Sí, desde luego, eran de Jacquot, el hijo del jardinero, que frotaba cosas y limpiaba el polvo todas las mañanas. Quizá metiera la nariz en mi cuarto, dije, ya hablando con dificultad. Para lustrar ese candelera, por ejemplo. Oh, qué importa, susurró Iris; no es más que un niño concienzudo, un expósito, como todos nuestros perros y loros.
—Todavía tienes la barriga tan rosada como la camisa —me dijo—. Y por favor, querido, no olvides retirarte antes de que sea demasiado tarde.
¡Qué lejano, qué luminoso, qué inalterado por la eternidad, qué desfigurado por el tiempo! Había migajas de pan y hasta una cáscara de naranja en la cama. La joven tos había enmudecido, pero yo podía oír crujidos, cuidadosas pisadas, el zumbido en la oreja apretada contra la puerta. Debía de tener once o doce años cuando el sobrino de mi tía abuela visitó la casa de campo de Moscú donde pasé aquel tórrido y odioso verano. Había llevado consigo a su apasionada esposa: directamente desde la fiesta de bodas. Al día siguiente, a la hora de la siesta, me escabullí hacia un lugar secreto, bajo la ventana del cuarto de huéspedes, en el segundo piso, donde había una escalera del jardinero pudriéndose entre una jungla de jazmín. Subí apenas hasta los postigos cerrados del primer piso, y aunque pude apoyar los pies sobre una saliente ornamental, sólo llegué a aferrarme del alféizar de una ventana semiabierta de la que salían ruidos confusos. Reconocí el chillido de los resortes de la cama, el rítmico tintineo de un cuchillo para fruta depositado en un plato, junto a la cama, una de cuyas columnas podía distinguir si estiraba al máximo el cuello. Pero sobre todo me fascinaron los gemidos viriles que me llegaban desde la parte invisible de la cama. Un esfuerzo sobrehumano me permitió ver una camisa color salmón sobre el respaldo de una silla. Él, la bestia enardecida, condenada a morir algún día, como tantos otros, repetía ahora el nombre de ella con exacerbación que iba en aumento. En el instante en que perdí pie, sus gemidos ya se habían convertido en un grito que sofocó el ruido de mi súbita caída entre un crujir de las ramas y una lluvia de pétalos.
10
Justo antes que Ivor volviera de su excursión me mudé al Victoria, donde Iris empezó a visitarme a diario. Eso no me bastaba. Pero en el otoño, Ivor emigró a Los Ángeles para colaborar con su medio hermano en la dirección de una compañía cinematográfica (para la cual, treinta años más tarde, mucho después de la muerte de Ivor, en Dover, yo escribiría el guión de El peón se come a la rema, mi novela más popular por entonces, aunque no la mejor). Iris y yo volvimos a nuestra querida villa en el encantador ícaro azul, regalo de bodas del amable Ivor.
En algún momento de octubre mi benefactor, ya en la última etapa de su majestuosa senilidad, hizo su visita anual a Mentone. Iris y yo fuimos a verlo sin anunciarnos. Su villa era mucho más importante que la nuestra. El anciano se puso de pie con esfuerzo para tomar entre sus pálidas manos de cera las de Iris y la contempló con sus ojos legañosos por lo menos durante cinco segundos (una breve eternidad, socialmente hablando), en una especie de silencio ritual. Después me dio tres lentos besos en cruz, en la espantosa tradición rusa.
—Tu novia —dijo, usando la palabra en el sentido del francés fiancée y hablando en un inglés que, después me comentó Iris, sonaba exactamente como el mío en la inolvidable versión de Ivor— es tan hermosa como lo será tu mujer.
Le dije en seguida —en ruso— que el alcalde de Cannice nos había casado hacía un mes en una rápida ceremonia. Nikifor Nikodimovich volvió a contemplar a Iris y al fin le besó la mano, que ella, ante mi satisfacción, alzó en la forma debida (instruida por Ivor, sin duda, que aprovechaba cualquier oportunidad para manosear a su hermana).
—He entendido mal los rumores que corren —dijo el anciano—, pero me alegra conocer a esta dama tan encantadora. ¿Y dónde, me permito preguntar, santificarán la unión?
—En el templo que pensamos construir, señor —dijo Iris con un dejo de insolencia, me pareció.
El conde Starov "se mordió los labios", como suelen hacerlo los ancianos en las novelas rusas. La señorita Vrode-Vorodin, la prima entrada en años que le cuidaba la casa, entró oportunamente y condujo a Iris al cuarto vecino (iluminado por un resplandeciente cuadro de Serov, 1896: el retrato de la famosa belleza, Madame de Blagidze, en traje caucasiano) para servirle el té. El conde quería hablar de cosas serias conmigo y sólo disponía de diez minutos "antes de su inyección".
¿Cuál era el nombre de soltera de mi esposa?
Se lo dije. Reflexionó un instante y sacudió la cabeza. ¿Cómo se llamaba su madre?
También se lo dije. La misma reacción. ¿Y en cuanto al lado financiero del matrimonio?
Le dije que Iris tenía una casa, un loro, un automóvil y una renta modesta: no sabía exactamente cuánto.
Después de reflexionar otro tato, el conde Starov me preguntó si me interesaría un empleo permanente en la Cruz Blanca, No tenía nada que ver con Suiza. Era una organización que ayudaba a los rasos;.: cristianos en el mundo entero. El trabajo suponía viajas, relaciones interesantes, promoción a cargos importantes.
Rehusé con tal énfasis que el conde Starov dejó caer la cajita de plata que tenía en la mano y algunas inocentes pastillas se desparramaron sobre la mesa. Las barrió hacia la alfombra con un ademán displicente.
¿Cuáles eran mis planes, entonces?
Le dije que seguiría con mis sueños y pesadillas literarios. Iris y yo pasaríamos la mayor parte del año en París. París se estaba convirtiendo en el centro de la cultura y la indigencia émigrées.
¿Cuánto pensaba ganar?
Bueno, como N.N. lo sabía, las diferentes monedas nacionales iban perdiendo su identidad en el vértigo de la inflación, pero Boris Morozov, un distinguido escritor cuya fama había precedido a su exilio, me había suministrado algunos esclarecedores "ejemplos de existencia" hacía muy poco, en Cannes, donde había dado una conferencia sobre Baratynski en el círculo literaturnyylocal. En su caso, cuatro versos le alcanzaban para un bifsteck pommes, mientras que un par de ensayos en el Novosti emigratsüle aseguraba un mes de alquiler en una chambre garniebarata. También daba conferencias ante grandes auditorios por lo menos dos veces por año, cada una de las cuales le reportaban el equivalente de unos cien dólares.
Mi benefactor reflexionó acerca de todo eso y me dijo que mientras él viviera yo recibiría un cheque por la mitad de esa suma el primero de cada mes, y que me legaría una determinada cantidad en su testamentó. Mencionó la cifra. Su insignificancia me desconcertó. Ese fue un anticipo de los decepcionantes adelantos que los editores me ofrecerían después de una larga, promisoria, calculada pausa.
Iris y yo alquilamos un departamento de dos cuartos en el 16o arrondissement, rue Despréaux 23. El pasillo que comunicaba los cuartos llevaba, hacia el lado del frente, a un baño y una kitchenette. Como por principio e inclinación prefería dormir solo, cedí la cama matrimonial a Iris para dormir en un diván del salón. La hija del portero hacía la limpieza y nos cocinaba. Sus aptitudes culinarias eran limitadas, de manera que solíamos romper la monotonía de la sopa de verduras y la carne hervida comiendo en un restoranchikruso. Habríamos de pasar siete inviernos en ese pequeño departamento.
Gracias a la previsión de mi querido tutor y benefactor (¿1850?-1927), un anticuado cosmopolita con grandes influencias en los altos medios, por la época de mi casamiento me había convertido en subdito de un acogedor país extranjero y de ese modo evité la indignidad de un nansenskiy pasport (un certificado de asilado, en realidad), así como la vulgar obsesión por los "documentos", que provocaba tan perversa alegría entre los gobernantes bolcheviques; para quienes existía cierta semejanza entre las complicaciones burocráticas y el régimen Rojol y alguna afinidad entre la difícil situación civil de un expatriado lleno de trabas y la inmovilización política de un esclavo soviético. Por consiguiente, podía llevar a mi mujer a cualquier lugar de veraneo en el mundo sin esperar mi visa durante semanas enteras, y con el riesgo de que después me negaran la visa de retorno a nuestro ocasional país de residencia, en este caso Francia, a causa de alguna falla en nuestros preciosos y despreciables papeles. Hoy (1970), cuando en lugar de un pasaporte británico poseo el no menos poderoso de Norteamérica, todavía conservo como un tesoro aquella fotografía tomada en 1922 del joven misterioso que era entonces, con los ojos enigmáticos y sonrientes, la corbata a rayas y el pelo ondulado. Recuerdo viajes primaverales a Malta y Andalucía. Pero todos los veranos, hacia el l9 de julio, nos trasladábamos a Carnavaux y nos quedábamos allí uno o dos meses. El loro murió en 1925; el ayudante del jardinero desapareció en 1927. Ivor nos visitó dos veces en París y creo que Iris lo vio también en Londres, adonde viajaba dos veces por año para quedarse unos cuantos días con "amigos" a quienes yo no conocía, pero que parecían inofensivos (al menos hasta cierto punto).
Debí ser más feliz. Había planeado ser más feliz. Mi salud seguía inestable, con sombras amenazadoras que se insinuaban por entre los puntos más débiles. La fe en mi trabajo no me abandonaba; pero a pesar de sus conmovedores intentos por participar de ella, Iris permanecía ajena a mi obra que, a medida que se perfeccionaba, se le escapaba cada vez más. Tomaba lecciones de ruso que interrumpía durante largos períodos y acabó sintiendo una ciega y permanente aversión por el idioma. No tardé en advertir que había abandonado el esfuerzo por parecer atenta y brillante cuando en alguna reunión se hablaba ruso, y sólo ruso (después del primitivo francés que, como concesión a su incapacidad, se había mantenido durante unos pocos minutos iniciales).
En el mejor de los casos, eso era una circunstancia molesta; en el peor de los casos, podía llegar a ser angustiosa, pero no afectó mi salud mental tanto como otra amenaza que empezó a insinuarse.
Los celos, un gigante enmascarado que nunca se me había presentado durante las frívolas aventuras amorosas de mi primera juventud, ahora se erguían con los brazos cruzados, enfrentándome en cada rincón. Ciertos caprichos sexuales de mi dulce, tierna, dócil Iris; sus actitudes en el momento del amor; su abundante repertorio de caricias; la soltura y destreza con que adaptaba su flexible cuerpo a cualquier diseño de la pasión, eran testimonio de una rica experiencia. Antes de sospechar del presente, me creí obligado a sospechar del pasado. Durante los interrogatorios a que la sometía en mis peores noches, Iris descartaba sus amoríos anteriores como totalmente insignificantes, sin darse cuenta de que su reticencia daba más pábulo a mi imaginación que una verdad expuesta con los más crudos detalles.