Desesperación - Набоков Владимир Владимирович


Annotation

“Desesperación es una impagable joya literaria, una originalísima variación sobre el tema del doble en la que la inveterada astucia narrativa de su autor se combina con su diabólico sentido del humor. La historia empieza el día en que un fabricante de chocolate tropieza con un vagabundo que le parece su sosias. Cuando, más adelante, su negocio comience a hundirse, decidirá llevar a cabo un crimen perfecto que le permitirá cobrar su propio seguro de vida y vivir feliz para siempre jamás. Pero lo que importa no es tanto la historia como, en primer lugar, la voz de quien la cuenta, un narrador tan fatuo e ingenioso, tan brillante y chiflado, tan seductor y espeluznante como el Humbert de Lolita. Y, al lado de este gran hallazgo, la infinidad de juegos, parodias, acertijos, burlas y bufonadas continuas que la apabullante inteligencia de Nabokov va proponiéndole al lector a medida que progresa el relato. Un relato que le permite, no solamente exponer algunas de sus teorías literarias, lanzar diversas diatribas contra los críticos mentecatos de toda especie, y burlarse de todo lo divino y todo lo humano con una euforia de la que sólo es capaz un escritor tan en posesión como él de unas inmensas facultades”.

Vladimir Nabokov

PROLOGO

El texto ruso de Desesperación( Otchayanie, aullido de sonoridad mucho más intensa [que el Despairinglés]) fue escrito el año 1932 en Berlín. La revista de emigrados Sovremennye Zapiski, de París, publicó la novela por entregas a lo largo de 1934, y la editorial de emigrados Petropolis, de Berlín, publicó el libro en 1936. Al igual que ha ocurrido con todo el resto de mis obras, Otchayanie(pese a la conjetura de Hermann) está prohibida en el estado policía por antonomasia.

A finales de 1936, cuando vivía aún en Berlín —ciudad donde comenzaba a megafonear otra bestialidad— traduje Otchayaniepara un editor londinense. Aunque llevaba toda mi vida literaria garabateando en inglés en los márgenes, por así decirlo, de mis escritos rusos, ésta era la primera vez (sin contar cierto desdichado poema publicado, alrededor de 1920, en una revista literaria de Cambridge) que intentaba usar seriamente el inglés para fines que podríamos calificar de relativamente artísticos. El resultado me pareció torpe desde el punto de vista estilístico, de modo que le pedí a un inglés bastante malhumorado, y cuyos servicios conseguí a través de una agencia berlinesa, que lo leyera; este caballero encontró algunos solecismos en el primer capítulo, y luego se negó a continuar, alegando que el libro no le parecía bien; sospecho que lo confundió con unas confesiones auténticas.

En 1937 John Long Limited, de Londres, sacó a la luz Despairen una cómoda edición provista, al final, de un catalogue raisonnéde sus publicaciones. Pese a semejante complemento, el libro se vendió muy poco, y al cabo de unos años una bomba alemana destruyó todos los ejemplares. El único que queda es, hasta donde sé, el que yo poseo, pero es posible que haya otros dos o tres escondidos aún entre las lecturas abandonadas por antiguos huéspedes en los oscuros anaqueles de alguna pensión playera de la zona situada entre Bornemouth y Tweedmouth.

Para esta edición he hecho algo más que ponerle un remiendo a mi traducción de hace casi treinta años: he revisado el propio original ruso. Los estudiosos que tengan la suerte de poder comparar los tres textos notarán asimismo la adición de un fragmento importante que había sido neciamente omitido en épocas más tímidas. ¿Es justo, o prudente, desde un punto de vista erudito, haber actuado así? Puedo imaginar fácilmente lo que Pushkin les habría dicho a sus temblorosos parafraseadores; pero sé también lo satisfecho y emocionado que me habría sentido yo en 1935 si hubiese podido leer anticipadamente esta versión de 1965. El éxtasis amoroso que un joven escritor puede sentir por el escritor más viejo que algún día llegará a ser no es más que ambición en su forma más pura. Este amor no es sin embargo devuelto recíprocamente por ese escritor de más edad desde su más amplia biblioteca, pues incluso si llegase a recordar aquel paladar desnudo y aquel ojo sin légañas, apenas si le dedicaría un fastidiado encogimiento de hombros al chapucero aprendiz que fue de joven.

Este libro no tiene tanto acento ruso blanco como mis otras novelas de la emigración; (esto no le impidió a un crítico comunista (J. P. Sartre), que en 1939 le dedicó un artículo especialmente tonto a la traducción francesa de Despair, decir que «tanto el autor como el protagonista son víctimas de la guerra y la emigración»), por lo cual resultará menos desconcertante e irritante para los lectores educados en la propaganda izquierdista de los años treinta. Los lectores corrientes, por otro lado, agradecerán su estructura corriente y su agradable trama, que, sin embargo, no son tan trilladas como da por supuesto el autor de la carta que aparece en el capítulo 11.

A todo lo largo del libro aparecen numerosas y entretenidas conversaciones, y esa escena final en la que Félix aparece en los bosques invernales me parece, desde luego, divertidísima.

Soy incapaz de prever u obstaculizar los inevitables intentos que se harán por encontrar en los alambiques de Desesperaciónparte del veneno retórico que inyecté en el tono del narrador de una novela muy posterior. Hermann y Humbert son parecidos solamente en la medida en que puedan serlo dos dragones pintados por el mismo artista en diferentes períodos de su vida. Son un par de sinvergüenzas neuróticos, pero existe en el Paraíso una gran avenida verde por la que, una vez al año, al atardecer, se le permite pasear a Humbert; mas el Infierno no le concederá nunca la libertad condicional a Hermann.

El verso y los fragmentos de versos que Hermann murmura en el capítulo 4 proceden del breve poema que Pushkin le dirigió a su esposa en los años treinta del siglo pasado. Lo doy aquí entero, en mi propia traducción, que mantiene la medida y la rima, cosa que raras veces resulta aconsejable —ni admisible— excepto cuando se produce una conjunción muy especial de estrellas en el firmamento del poema, como ocurre aquí.

' Tis time, my dear, 'tis time The heart demands repose.

Day after day flits by, and witb each hour there goes

A Hule bit of lije ; but meanwhile you and I

Together plan to dwell... yet lo! 'tis when tve die.

There is no bliss on earth: there is peace and freedom though.

An enviable lot long have yearned to know:

Long have I, weary slave, been contemplating flight

To a remote abode of work and pure delight.

«Ya es hora amor mío, ya es hora. El corazón me pide reposo. / Día tras día pasa revoloteando la vida, y con cada hora escapa / Otro poquito; mas entretanto tú y yo / Juntos pretendemos morar... Sin embargo, ay, eso ocurre al morir. / No hay felicidad en la tierra; pero hay paz y libertad, / Un destino envidiable he ansiado conocer: / Durante mucho tiempo anhelé, cansado esclavo, volar hacia / Un lugar remoto de trabajo y puro júbilo.»

El «lugar remoto» al que el loco Hermann se precipita se encuentra económicamente localizado en el Rosellón, justo allí donde tres años antes había estado yo escribiendo mi novela de ajedrez, La defensa. Dejemos a Hermann allí, en las ridículas alturas de su confusión. No recuerdo qué acabó ocurriéndole más tarde. Al fin y al cabo, otros quince libros, y el doble de años, han transcurrido desde entonces. No me acuerdo ni siquiera de si esa película que Hermann tenía intención de dirigir llegó a ser realizada jamás.

Vladimir Nabokov 1 de marzo de 1965 Montreux

1

Si no estuviese absolutamente convencido de poseer un gran talento literario y una maravillosa capacidad para expresar ideas de manera insuperablemente viva y encantadora... Así, más o menos, había pensado comenzar mi relato. Es más, pensaba llamar la atención del lector acerca de que, en caso de haber carecido de ese talento, de esa capacidad, etcétera, no solamente me habría abstenido de describir ciertos acontecimientos recientes, sino que ni siquiera hubiese habido nada que describir, ya que, amable lector, no habría ocurrido absolutamente nada. Ridículo, quizá, pero al menos claro. Sólo el don de penetrar en los mecanismos de la vida, sólo una innata predisposición al ejercicio constante de la facultad creadora habrían podido permitirme... Al llegar aquí hubiese comparado a quien quebranta la ley, a quien organiza ese grandísimo alboroto por un poquito de sangre derramada, con el poeta o el actor. Pero, como solía decir mi pobre amigo zurdo: la especulación filosófica es un invento de los ricos. Abajo con ella.

Puede parecer que no sé cómo empezar. Carcajeante imagen la del anciano caballero que, pasos pesados, temblores de grasa bajo su quijada, corre valiente hacia el último autobús, lo alcanza en último extremo, pero, temiendo subirse en marcha, esboza una corderil sonrisa y, sin frenar todavía su trotecillo, abandona. ¿Ocurre acaso que no me atrevo a dar el salto? Brama, cobra velocidad, está a punto de desaparecer irrevocablemente a la vuelta de la esquina el bus, el autobús, el potente pontibús de mi relato. Voluminosas imágenes, a fe mía. Sigo corriendo.

Mi padre era un alemán de habla rusa, y nació en Reval, donde fue alumno de un famoso colegio agrícola. Mi madre, rusa pura, procedía de una antigua familia principesca. Los días calurosos del verano, lánguida dama envuelta en seda lila, solía tenderse en su mecedora, abanicándose, mordisqueando chocolate, corridos todos los visillos que, impulsados por el viento llegado de algún campo recién segado, se hinchaban como rojas velas.

Durante la guerra, fui internado como subdito alemán... Negra suerte, la verdad, teniendo en cuenta que acababa de ingresar en la Universidad de San Petersburgo. Desde finales de 1914 hasta mediados de 1919 leí exactamente mil dieciocho libros... llevé la cuenta. De camino hacia Alemania me quedé colgado durante tres meses en Moscú, y allí me casé. Desde 1920 he vivido en Berlín. El 9 de mayo de 1930, cumplidos ya los treinta y cinco...

Una leve digresión: ese detalle sobre mi madre ha sido una mentira deliberada. En realidad era una mujer del pueblo, sencilla y tosca, sórdidamente vestida con un blusón que le colgaba suelto por encima de las caderas. Hubiese podido, desde luego, tacharla, pero la dejo ahí aposta, como muestra de uno de los rasgos esenciales de mi carácter: mi garbosa e inspirada tendencia a mentir.

Bien, como iba diciendo, el 9 de mayo de 1930 me encontró en viaje de negocios a Praga. Mi negocio era el chocolate. El chocolate es una buena cosa. Hay damiselas a las que sólo les gusta el más amargo... gazmoñas hipocritillas. (No acabo de entender por qué me sale este tono.)

Me tiemblan las manos, tengo ganas de chillar o de romper estrepitosamente cualquier cosa... Este humor me parece sumamente inadecuado para el tenue inicio de una bonita historia. Me escuece el corazón, horrible... Calma, no pierdas la cabeza. Como sigas así, de nada te serviría continuar. Calma. El chocolate, como todo el mundo sabe... (y que el lector imagine aquí su propia descripción). En las envolturas del nuestro aparecía la marca: una lánguida dama envuelta en seda lila, abanicándose. Estábamos apremiando a una empresa extranjera que se hallaba al borde de la quiebra, tratando de lograr que adoptara nuestro proceso de producción y abastecer así a Checoslovaquia, y por este motivo me encontraba yo en Praga. La mañana del 9 de mayo salí del hotel y tomé un taxi que me dejó en... Qué soso es todo esto. Me mata de aburrimiento. Pero por grandes que sean mis ansias de llegar cuanto antes al momento crucial, parece necesario dar aquí algunas explicaciones preliminares. De modo que liquidémoslas de una vez: las oficinas de la empresa estaban casualmente situadas a las afueras de la ciudad, y no encontré al tipo que yo buscaba. Me dijeron que regresaría al cabo de una hora aproximadamente...

Creo que debería informar al lector de que se ha producido un largo intervalo. El sol ha tenido tiempo de ponerse, dándoles en su descenso unos trazos de sanguina a las nubes que coronan esa montaña de los Pirineos que tanto se parece al Fujiyama. Me he pasado todo este rato sentado, en un extrañísimo estado de agotamiento, escuchando a veces los rumores y ruidos del viento, dibujando otras sucesivas narices en el margen de la hoja, cayendo otras en un profundo sueño para luego despertar de nuevo en medio de estremecimientos. Y otra vez reaparecía esa comezón, ése insoportable nerviosismo... y mi voluntad yacía inerte en un mundo vacío... y he tenido que hacer un gran esfuerzo para encender la luz e insertar una nueva plumilla. La otra se había despuntado y doblado, y ahora recuerda el pico de un ave de presa. No, esta angustia no es la que siente el creador... sino alguien completamente distinto.

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