—Por suerte, has levantado la cabeza. De lo contrario, me habría visto obligado a gritar —murmuró alegremente Dmitri—. Salta enseguida esta valla. ¡Qué oportuno llegas! Estaba pensando en ti.
Aliocha se alegró tanto como su hermano. Pero no sabía cómo franquear la valla. Dmitri le cogió por el codo con su atlética mano y le ayudó a saltar, cosa que Aliocha hizo recogiéndose el hábito y con la agilidad de un chiquillo.
—Ahora, vamos —murmuró Dmitri, alborozado.
—¿Adónde? —preguntó Aliocha mirando en todas direcciones y viendo que estaban en un jardín donde no había más personas que ellos.
El jardín no era muy espacioso, pero la casa estaba a unos cincuenta pasos. Aliocha hizo una nueva pregunta:
—¿Por qué hablas en voz baja si aquí no hay nadie?
—¡Que el diablo me lleve si lo sé! —exclamó Dmitri, hablando de pronto en voz alta—. ¡Qué cosas tan absurdas hacemos a veces! Estoy aquí para intentar desentrañar un secreto, del que ya te hablaré, y, bajo la influencia del misterio, he empezado a hablar misteriosamente, susurrando como un tonto, sin motivo alguno. Bueno, ven y calla. Pero antes quiero abrazarte.
»Gloria al Eterno sobre la tierra.
Gloria al Eterno en mí.
»He aquí lo que me repetía hace un momento, sentado en este sitio.
El jardín sólo tenía árboles en su contorno, bordeando la cerca. Se veían manzanos, arces, tilos y abedules, zarzales, groselleros y frambuesos. El centro formaba una especie de pequeño prado, donde se recolectaba heno en verano. La propietaria alquilaba este jardín por unos cuantos rublos a partir de la primavera. El huerto, cultivado desde hacía poco, estaba cerca de la casa. Dmitri condujo a su hermano al rincón más apartado del jardín. Allí, entre tilos que crecían muy cerca unos de otros, viejos macizos de groselleros, de sauces, de bolas de nieve y de lilas, había un ruinoso pabellón verde, de muros ennegrecidos y abombados, con tragaluces, y que conservaba el tejado, por lo que ofrecía un abrigo contra la lluvia. Se contaba que este pabellón había sido construido cincuenta años atrás por Alejandro Karlovitch von Schmidt, teniente coronel retirado y antiguo propietario de aquellas tierras. Todo se deshacía en polvo; el suelo estaba podrido y la madera olía a humedad. Había una mesa de madera pintada de verde y hundida en el suelo. Estaba rodeada de bancos que todavía podían utilizarse. Aliocha había observado el ardor con que su hermano hablaba. Al entrar en el pabellón vio sobre la mesa una botella de medio litro y un vaso pequeño.
—¡Es coñac! —exclamó Mitia echándose a reír—. Tú pensarás que sigo bebiendo, pero no te fíes de las apariencias.
»No creas a la muchedumbre vana y embustera, renuncia a tus sospechas...
»Yo no me emborracho, yo “paladeo”, como dice tu amigo, ese cerdo de Rakitine. Y todavía lo dirá cuando sea consejero de Estado. Siéntate, Aliocha. Quisiera estrecharte entre mis brazos, estrujarte, pues, créeme, te lo digo de veras, ¡de veras!, para mí, sólo hay una persona querida en el mundo, y esa persona eres tú.
Estas últimas palabras las pronunció con una especie de frenesí.
—También —continuó— estoy, por desgracia, enamoriscado de una bribona. Pero enamoriscarse no es amar. Uno puede enamoriscarse y odiar: acuérdate de esto. Hasta ahora he hablado alegremente. Siéntate a la mesa, cerca de mí, para que yo pueda verte. Tú me escucharás en silencio y yo te lo contaré todo, pues el momento de hablar ha llegado. Pero óyeme: he pensado que aquí hay que hablar en voz baja, porque tal vez anda cerca alguien con el oído aguzado. Lo sabrás todo: ya te lo he dicho. Oye, Aliocha, ¿por qué desde que me instalé aquí, hace cinco días, tenía tantas ganas de verte? Porque te necesito... Sólo a ti te lo contaré todo. Mañana terminará una vida para mí y empezará otra. ¿Has tenido alguna vez en sueños la impresión de que caías por un precipicio? Pues mira, yo he caído de veras... No te asustes... Yo no tengo miedo..., es decir, sí que tengo miedo, pero es un miedo dulce que tiene algo de embriaguez... Además, ¡a mí, qué! Carácter fuerte, carácter débil, carácter de mujer, ¿qué importa? Loemos a la naturaleza. Mira qué sol tan hermoso, qué cielo tan puro. Por todas partes frondas verdes. Todavía estamos en verano, no cabe duda. Son las cuatro de la tarde. Reina la calma. ¿Adónde ibas?
—A casa de nuestro padre. Y, de paso, quería ver a Catalina Ivanovna.
—¡A ver al viejo y a ver a Catalina Ivanovna! ¡Qué coincidencia! ¿Sabes para qué te he llamado? ¿Sabes por qué deseaba verte con toda la vehemencia de mi corazón y todas las fibras de mi ser? Precisamente para mandarte a casa del viejo y a casa de Catalina Ivanovna, a fin de terminar con uno y con otra. ¡Poder enviar a un ángel! Podría haber mandado a cualquiera, pero necesitaba un ángel. Y he aquí que tú ibas a ir por tu propia voluntad.
—¿De veras querías enviarme? —preguntó Aliocha con un gesto de dolor.
—Ya veo que lo sabías, que lo has comprendido todo. Pero calla: no me compadezcas, no llores.
Dmitri se levantó con semblante pensativo.
—Seguro que ella te ha llamado, que te ha escrito. De lo contrario, tú no habrías pensado en ir.
—Aquí tienes su carta —dijo Aliocha sacándola del bolsillo, y Dmitri la leyó rápidamente.
—Y tú has seguido el camino más corto. ¡Oh dioses! Gracias por haberlo dirigido hacia aquí, por habérmelo traído, como el pescadito de oro del cuento que va hacia el viejo pescador... Escucha, Aliocha; óyeme, hermano mío. He decidido decírtelo todo. Necesito desahogarme. Después de haberme confesado con un ángel del cielo, voy a confesarme con un ángel de la tierra. Pues tú eres un ángel. Tú me escucharás y me perdonarás. Necesito que me absuelva un ser más noble que yo. Escucha. Supongamos que dos hombres se liberan de la servidumbre terrestre y se elevan a regiones superiores, o, por lo menos, que se eleva uno de ellos. Supongamos que éste, antes de emprender el vuelo, de desaparecer, se acerca al otro y le dice: «Haz por mí esto o aquello...», cosas que no es corriente pedir, que sólo se piden en el lecho de muerte. Si el que se queda es un amigo o un hermano, ¿rechazará la petición?
—Haré lo que me pides, pero dime enseguida de qué se trata.
—En seguida, enseguida... No, Aliocha, no te apresures: apresurarse es atormentarse. En este caso, las prisas no sirven para nada. El mundo entra en una era nueva. Es lástima, Aliocha, que no te entusiasmes nunca. ¿Pero qué digo? Es a mí a quien le falta entusiasmo. Soy un tonto.
»Hombre, sé noble.
»¿De quién es ese verso?
Aliocha decidió esperar. Había comprendido que este asunto absorbería toda su creatividad. Dmitri permaneció un momento pensativo, acodado en la mesa y la frente en la mano. Los dos callaban.
—Aliocha, sólo tú puedes escucharme sin reírte. Quisiera empezar mi confesión con un himno a la vida, como el « An die Freude» de Schiller. Yo no sé alemán, pero sé cómo es la poesía « An die Freude»... No creas que estoy parloteando bajo los efectos de la embriaguez. Necesito beberme dos botellas de coñac para emborracharme
»...como el bermejo Sileno
sobre su asno vacilante,
»y yo no me he bebido sino un cuarto de botella. Además, no soy Sileno. No, no soy Sileno, sino Hércules, ya que he tomado una resolución heroica. Perdóname esta comparación de mal gusto. Hoy tendrás que perdonarme muchas cosas. No te inquietes, que no parloteo: hablo seriamente y voy al grano. No seré tacaño como un judío. ¿Pero cómo es la poesía? Espera.
Levantó la cabeza, reflexionó y empezó a declamar apasionadamente:
— Tímido, salvaje y desnudo se ocultaba
el troglodita en las cavernas;
el nómada erraba por los campos
y los devastaba;
el cazador temible, con su lanza y sus flechas,
recorría los bosques.
¡Desgraciado del náufrago arrojado por las olas
a aquellas inhóspitas riberas!
Desde las alturas del Olimpo
desciende una madre, Ceres, en busca
de Proserpina, a su amor arrebatada.
El mundo se le muestra con todo su horror.
Ningún asilo, ninguna ofrenda
se ofrecen a la deidad.
Aquí se ignora el culto a los dioses
y no hay ningún templo.
Los frutos de los campos, los dulces racimos,
no embellecen ningún festín;
los restos de las víctimas humean solos
en los altares ensangrentados.
Y por todas partes donde Ceres
pasea su desconsolada vista
sólo percibe
al hombre sumido en honda humillación.
Los sollozos se escaparon del pecho de Mitia, que cogió la mano de Aliocha:
—Sí, Aliocha, en la humillación. Así ocurre también en nuestros días. El hombre sufre sobre la tierra males sin cuento. No creas que soy solamente un fantoche vestido de oficial, que lo único que sabe es beber y hacer el crápula. La humillación, herencia del hombre: tal es casi el único objeto de mi pensamiento. Dios me preserva de mentir y de envanecerme. Pienso en ese hombre humillado, porque soy yo mismo.
»Para que el hombre pueda salir de su abyección
mediante el impulso de su alma,
ha de establecer una alianza eterna
con su antigua madre: la tierra.
»¿Pero cómo establecer esta alianza eterna? Yo no fecundo a la tierra abriendo su seno, porque no soy labrador. Tampoco soy pastor. Avanzo sin saber hacia dónde: si hacia la luz radiante o hacia la más denigrante vileza. Esto es lo malo: todo es denigrante en este mundo. Cada vez que me he hundido en la más baja degradación, cosa que ha sido casi constante, he releído estos versos sobre Ceres y la miseria del hombre. ¿Pero han servido para corregirme? No. Porque soy un Karamazov; porque cuando caigo al abismo, caigo de cabeza. Y te advierto que me gusta caer así: este modo de caer tiene cierta belleza a mis ojos. Y desde el seno de la abyección entono un himno. Soy un hombre maldito, vil y degradado, pero beso el borde de la túnica de Dios. Sigo el camino diabólico, pero sin dejar de ser tu hijo, Señor, y te amo, y siento esa alegría sin la cual el mundo no podría subsistir.
»La alegría eterna anima
el alma de la creación.
Transmite la llama de la vida
mediante la fuerza misteriosa de los gérmenes;
ella es la que ha hecho brotar la hierba
y convertido el caos en soles
dispersos en los espacios
insumiso al astrónomo.
Todo lo que respira
extrae la alegría del seno de la naturaleza;
arrastra en pos de ella a los hombres y a los pueblos;
ella nos ha dado amigos en la adversidad,
el jugo de los racimos, las coronas de las Gracias;
a los insectos la sensualidad...
Y el ángel se mantiene ante Dios.
»Pero basta de versos. Déjame llorar, Que todos menos tú se rían de mi tontería. Veo brillar tus ojos. Basta de versos. Ahora quiero hablarte de los «insectos», de esos a los que Dios ha obsequiado con la sensualidad. Yo mismo soy uno de ellos. Nosotros, los Karamazov, somos todos así. Ese insecto vive en ti, levantando tempestades. Pues la sensualidad es una tormenta, y a veces más que una tormenta. La belleza es algo espantoso. Espantoso porque es indefinible, y no se puede definir porque Dios sólo ha creado enigmas. Los extremos se tocan; las contradicciones se emparejan. Mi instrucción es escasa, hermano mío, pero he pensado mucho en estas cosas. ¡Cuántos misterios abruman al hombre! Penetra en ellos y sale intacto. Penetra en la belleza, por ejemplo. No puedo soportar que un hombre de gran corazón y de elevada inteligencia empiece por el ideal de la Virgen y termine por el de Sodoma. Pero lo más horrible es que, llevando en su corazón el ideal de Sodoma, no repudie el de la Virgen y se abrase en él como en los años de su juventud inocente. El espíritu del hombre es demasiado vasto: me gustaría reducirlo. Así no hay medio de que nos conozcamos. El corazón humano, el de la mayoría de los hombres, halla la belleza incluso en actos vergonzosos como el ideal de Sodoma. Es el duelo entre Dios y el diablo: el corazón humano es el cameo de batalla. Además, se habla del sufrimiento... Pero vayamos al asunto.
CAPITULO IV