Las dos juntas
Aliocha salió de la casa de su padre más abatido que a su llegada. Sus ideas eran fragmentarias, confusas, pero temía reunirlas y sacar una conclusión general de las dolorosas contradicciones de la jornada.
Experimentaba un sentimiento muy próximo a la desesperación, y esto no le había ocurrido jamás. Una duda, fatídica e insondable, se imponía a todas las demás: ¿qué sería de su padre y de su hermano Dmitri frente a aquella temible mujer? Estaban enamorados. El único desgraciado era su hermano Dmitri: la fatalidad le acechaba. Otras personas estaban mezcladas en todo esto y tal vez más de lo que él había creído antes. Había en ello algo enigmático. Iván le había anticipado algunas cosas, sospechadas desde hacía mucho tiempo, y ahora se sentía como atado por ellas.
Otra cosa extraña: hacía un momento iba en busca de Catalina Ivanovna presa de extraordinaria turbación, y ahora la turbación había desaparecido por completo. Incluso aceleraba el paso como si esperase recibir de ella alguna revelación. Sin embargo, su misión era ahora más penosa que cuando se la había confiado Dmitri. La posibilidad de devolver los tres mil rublos se había desvanecido, y Dmitri, al ver perdido su honor definitivamente, se hundiría cada vez más en el lodo. Además, Aliocha tenía que explicar a Catalina Ivanovna la escena que se acababa de desarrollar en casa de su padre.
Eran las siete y anochecía cuando Aliocha llegó a casa de Catalina Ivanovna, que habitaba en un magnífico piso de la Gran Vía. Aliocha estaba enterado de que vivía con dos tías. Una era la tía de Ágata„ aquella mujer silenciosa que cuidaba de ella desde que había salido del pensionado. La otra era una señora de Moscú, distinguida pero sin fortuna. Las dos se sometían enteramente a la voluntad de Catalina Ivanovna y si permanecían a su lado era sólo para guardar las formas. Catalina Ivanovna dependía por entero de su protectora, la generala, retenida por falta de salud en Moscú y a quien la joven tenía la obligación de escribir dos detalladas cartas todas las semanas.
Cuando Aliocha entró en el vestíbulo y dijo a la doncella que le había abierto la puerta que le anunciara, le pareció que en el salón ya se sabía que había llegado. Tal vez le habían visto desde una ventana. El caso es que oyó pasos presurosos, acompañados de un rumor de faldas: era evidente que dos o tres mujeres huían. A Aliocha le sorprendió que su llegada produjera tanta agitación. Le condujeron al salón enseguida. Éste era amplio y estaba amueblado con una elegancia que no tenía nada de provinciana: canapés y chaises longues, mesas y veladores, cuadros en las paredes, jarrones y lámparas, abundancia de flores, y hasta un acuario al lado de la ventana. Las sombras del crepúsculo lo invadían todo. Aliocha vio una mantilla de seda abandonada en un canapé, y sobre una mesa dos tazas con restos de chocolate, bizcochos, una copa de cristal con pasas y otra de bombones. Al ver todo esto, Aliocha dedujo que había invitados y frunció las cejas. En ese momento se abrió una puerta y apareció Catalina Ivanovna, que avanzó hacia él con las manos tendidas y una alegre sonrisa en los labios. Al mismo tiempo entró una sirvienta con dos bujías encendidas y las colocó en la mesa.
—¡Alabado sea Dios! ¡Al fin ha venido usted! Todo el día he estado pidiendo a Dios que viniera. Siéntese.
La belleza de Catalina Ivanovna había impresionado a Aliocha cuando, hacía tres semanas, Dmitri lo había llevado a casa de su novia para presentarlo, al mostrar ella vivos deseos de conocerle. Aliocha y Catalina Ivanovna apenas habían hablado en aquella entrevista. Advirtiendo que Aliocha estaba cohibido, la joven no quiso turbarlo más y sólo conversó con Dmitri. Aliocha guardó silencio y observó muchas cosas. El noble continente, la arrogante desenvoltura, la firme serenidad de la altiva joven le impresionaron. Sus ojos, grandes, negros, brillantes, le parecieron en perfecta armonía con la palidez mate de su ovalado rostro. Pero aquellos ojos negros, aquellos labios palpitantes, por muy capaces que fueran de avivar el amor de su hermano, tal vez no pudiesen retenerlo mucho tiempo. Aliocha abrió su corazón a Dmitri cuando éste, después de la visita, le rogó insistentemente que le expusiera con toda sinceridad la impresión que le había producido su prometida.
—Serás feliz con ella —dijo Aliocha—; pero seguramente no habrá calma en tu felicidad.
—Hermano mío, todas las mujeres son iguales: no se resignan ante el destino. Así, ¿crees que no la amaré siempre?
—No es eso: creo que nunca dejarás de amarla, pero que acaso no seas siempre feliz con ella.
Al expresar esta opinión, Aliocha enrojeció, avergonzado de haber expuesto, cediendo a los ruegos de Dmitri, una idea tan necia: así la consideró él mismo apenas la hubo expresado. Le parecía vergonzoso haber juzgado tan categóricamente a una mujer.
Ahora, en su nueva visita, su sorpresa fue extraordinaria al advertir desde el primer momento que seguramente se había equivocado en sus juicios. Esta vez, el semblante de Catalina Ivanovna irradiaba una bondad ingenua, una sinceridad ardiente. De aquel orgullo, de aquella altivez que tanto habían impresionado a Aliocha sólo quedaba una noble energía, una serena confianza en sí misma. Ante sus primeras miradas y sus primeras palabras, Aliocha comprendió que se daba perfecta cuenta de lo dramático de su situación frente al hombre amado. Tal vez lo sabía todo. Sin embargo, su rostro radiante expresaba una gran fe en el porvenir. Aliocha se sintió culpable ante ella, vencido y cautivado a la vez. Además, advirtió desde el primer momento que la dominaba una agitación tal vez insólita, que rayaba en la exaltación.
—Le esperaba porque sé que en estos momentos sólo por usted puedo conocer la verdad.
—He venido —balbuceó Aliocha— para... porque me ha enviado él.
—¡Ah!, ¿sí? —dijo Catalina Ivanovna con ojos fulgurantes—. Lo suponía. ¡Lo sé todo, absolutamente todo! Oiga, Alexei Fiodorovitch; voy a decirle por qué tenía tantos deseos de verle. Sé seguramente más que usted: no son, pues, noticias lo que le pido. Lo que deseo es conocer sus últimas impresiones sobre Dmitri. Quiero que me exponga francamente, lo más rudamente posible, con toda sinceridad, lo que piensa de él y de su situación después de la entrevista que han tenido ustedes. Prefiero esto a tener una entrevista con él, ya que él no quiere venir a verme. ¿Ha comprendido lo que deseo de usted? Dígame ante todo por qué le ha enviado y hable con franqueza, sin medir las palabras.
—Me ha encargado que... la salude..., que le diga que no volverá y que la saluda.
—¿Que me saluda? ¿Lo ha dicho así, así exactamente?
—Sí.
—Seguramente se ha equivocado o no ha encontrado la palabra precisa.
—No se ha equivocado; ha insistido en que le transmitiera su «saludo». Tres veces me lo ha recomendado.
La sangre afluyó al rostro de Catalina Ivanovna.
—Ayúdeme, Alexei Fiodorovitch. Le necesito. Escuche lo que yo pienso y dígame si tengo razón o no. Si él le hubiera dado a la ligera el encargo de saludarme, sin insistir en que me dijera precisamente esta palabra, todo habría terminado. Pero si ha subrayado con empeño este término, si ha insistido en que me transmitiera su «saludo», esto demuestra que estaba sobreexcitado, fuera de sí. Sin duda le ha sobrecogido su propia resolución. No ha obrado con plena voluntad al romper conmigo: ha resbalado por la pendiente. La insistencia sobre la palabra «saludar» tiene todo el aspecto de una bravata.
—Eso es, eso es —dijo Aliocha—. Comparto su opinión.
—Por lo tanto, no está todo perdido. Dmitri está desesperado, y todavía le puedo salvar. ¿No le ha hablado de dinero, de tres mil rublos?
—No sólo me ha hablado, sino que he visto que es esto lo que más le mortifica —repuso Aliocha sintiendo renacer su esperanza al entrever la posibilidad de salvar a su hermano—. Me ha dicho que todo le es indiferente desde que ha perdido el honor. ¿Sabe usted qué ha hecho de ese dinero? —añadió, y se contuvo de pronto.
—Lo sé desde hace tiempo. Telegrafié a Moscú y me enteré de que no lo habían recibido. Sé que no lo ha enviado, pero no he dicho nada. La semana pasada me enteré de que no tenía un céntimo... Lo único que persigo es que sepa a quién debe dirigirse, dónde puede encontrar una amistad verdadera. Pero él se obstina en no ver que su más fiel amigo soy yo. Toda la semana me he estado atormentando con la pregunta de qué podría hacer para que Dmitri no se sonrojara ante mí por haber gastado esos tres mil rublos. Bien que se avergüence ante todos y ante sí mismo, pero no ante mí. No comprendo que ignore todavía lo que soy capaz de soportar por él. ¿Cómo es posible que no me conozca después de lo que ha pasado? Quiero salvarlo para siempre. ¡Que deje de ver en mí su prometida! Ante mí se siente deshonrado, pero con usted no vacila en franquearse, Alexei Fiodorovitch. No he conseguido su confianza...
Las lágrimas bañaron sus ojos mientras pronunciaba estas últimas palabras.
—He de decirle —manifestó Aliocha con voz trémula— que Dmitri acaba de tener una escena espantosa con mi padre.
Se lo contó todo: que Dmitri le había enviado a pedirle dinero, que de pronto había entrado en la casa y agredido a Fiodor Pavlovitch y que, hecho esto, le había pedido con insistencia que fuera a «saludarla».
—Ha ido a ver a esa mujer —añadió Aliocha en voz baja.
—¿Cree usted que yo no puedo soportar sus relaciones con esa mujer? —dijo Catalina Ivanovna con una risita nerviosa—. Lo mismo cree él. Sin embargo, no se casará con ella. Los Karamazov se abrasan en un ardor perpetuo. Lo que él siente es un arrebato, no amor. Nunca se casará con ella, porque ella no quiere casarse con él —terminó, con la misma risita extraña.
—Es capaz de casarse —dijo Aliocha tristemente, con la cabeza baja.
—¡Le digo que no se casará! —exclamó Catalina Ivanovna con vehemencia—. Esa muchacha es un ángel, ¿sabe usted? Es la más encantadora de las mujeres. Tiene el don de seducir, desde luego, pero posee un carácter noble y bondadoso. ¿Por qué me mira de ese modo, Alexei Fiodorovitch? Mis palabras le han dejado atónito. No me cree usted, ¿verdad? ¡Agrafena Alejandrovna! —llamó de pronto, volviendo la vista hacia la puerta—. Venga, querida. Este joven está al corriente de todos nuestros asuntos. Quiero que la vea.
—Estaba esperando que me llamase —dijo una voz dulce, incluso empalagosa.
La puerta se abrió y apareció... Gruchegnka en persona, gozosa, sonriendo. Aliocha se estremeció. Miraba fijamente a la recién llegada, y sentía como si no pudiera apartar de ella los ojos. «Ahí está esa mujer temible, ese monstruo, como Iván la ha llamado hace media hora», se dijo. Sin embargo, tenía ante él a un ser corriente, incluso sencillo a primera vista, una mujer encantadora, de expresión bondadosa, bonita, verdad es, pero semejante a todas las mujeres bonitas de tipo ordinario. En verdad, era incluso hermosa, muy hermosa, con esa belleza rusa que inspira tantas pasiones; de no escasa talla, aunque sin igualar a Catalina Ivanovna, que era alta y fuerte; movimientos suaves y silenciosos, de una suavidad que estaba en armonía con la dulzura de su voz. Avanzó, no con paso firme y seguro como el de Catalina Ivanovna, sino sin ruido: no se la oía andar.
Se dejó caer en un sillón, con un suave rumor de su elegante vestido de seda negra, y, friolera, cubrió con un chal de lana su cuello, blanco como la nieve, y sus anchos hombros. Su cara indicaba exactamente su edad: veintidós años. Su piel era blanquísima, con tonalidades de un rosa pálido; el óvalo de su rostro, un poco ancho, la mandíbula inferior, un tanto saliente; el labio superior era delgado; el inferior, prominente, como hinchado y mucho más enérgico. A esto había que añadir una magnífica y abundante cabellera de color castaño, unas cejas oscuras y unos ojos admirables, de un gris azulado, protegidos por largas pestañas. El hombre más indiferente, más distraído, el más extraviado entre la multitud durante el paseo, no habría dejado de detenerse ante este rostro y no habría podido olvidarlo en mucho tiempo.
Lo que más impresionó a Aliocha fue su expresión infantil e ingenua. Tenía miradas y alegrías de niña. Se acercó a la mesa, alborozada, alegre, impaciente y curiosa, como si esperase algo. Su mirada alegraba el alma. Aliocha lo notó. Además, había en ella un algo que no se sabía lo que era, pero que se percibía: aquella suavidad de movimientos, aquella ligereza felina de cuerpo, que, no obstante, era poderoso y robusto. Bajo su chal se dibujaban unos hombros llenos y unos senos firmes de mujer joven. En aquel cuerpo se presumían las formas de la Venus de Milo, pero con proporciones un tanto excesivas.
Los conocedores de la belleza rusa que hubieran contemplado a Gruchegnka, habrían predicho con plena convicción que cuando frisara en los treinta, aquella belleza, fresca aún, perdería la armonía: desaparecería la nitidez de sus facciones, se formarían rápidamente arrugas en la frente y alrededor de los ojos; el cutis se marchitaría, enrojecería tal vez. En una palabra, que Gruchegnka tenía esa belleza que parece otorgar el diablo, esa hermosura efímera tan frecuente en las mujeres rusas.
Aliocha, naturalmente, no pensaba en estas cosas, pero, aunque encantado, se preguntaba contrariado y como a pesar suyo: «¿Por qué arrastrará de ese modo las palabras y no hablará con naturalidad?»
A Gruchegnka le parecía sin duda bonito arrastrar las sílabas y darles una entonación cantarina. Sin embargo, esto no era sino un hábito de mal tono, que revelaba una educación deficiente y una falsa noción de las normas sociales.
Este modo de hablar afectado parecía a Aliocha incompatible con aquella expresión ingenua y radiante, con el alegre e infantil centelleo de aquellos ojos.
Catalina Ivanovna la hizo sentar frente a Aliocha y besó más de una vez los labios sonrientes de aquella joven como si estuviese enamorada de ella.
—Es la primera vez que nos vemos —explicó, y añadió ilusionada—: Alexei Fiodorovitch, yo quería verla, conocerla, y estaba dispuesta a ir en su busca, pero ella ha acudido a mi primera llamada. Tenía la seguridad de que lo arreglaríamos todo; lo presentía. Me rogaron que renunciara a dar este paso, pero yo preveía el resultado y no me equivoqué. Gruchegnka me ha explicado sus intenciones con todo detalle. Ha venido a mí como un ángel bueno y me ha traído la paz y la alegría.
—Lo que ocurre es que usted no me ha despreciado, mi querida señorita —dijo Gruchegnka con su dulce sonrisa y en tono humilde.
—¡No diga esas cosas, mi encantadora amiga! ¿Despreciarla yo? Voy a besar otra vez ese labio tan lindo. Parece hinchado, pero yo haré que lo parezca más aún... Mire cómo se ríe, Alexei Fiodorovitch. Se le alegra a uno el corazón mirando a este ángel.