Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 26 стр.


—Dmitri, sin duda no has pensado en la ofensa que has inferido a Catalina Ivanovna al contar a Gruchegnka la visita que te hizo. Gruchegnka ha dicho en la cara a Katia que iba a traficar furtivamente con sus encantos. ¿Puede haber un insulto peor?

La creencia de que su hermano se reía de la humillación sufrida por Catalina Ivanovna atormentaba a Aliocha, aunque estaba completamente equivocado.

—Es verdad —dijo Dmitri, frunciendo las cejas y dándose una palmada en la frente.

Hasta ese instante no había pensado en ello, aunque Aliocha se lo había contado todo: el insulto y el grito de Catalina Ivanovna dirigido a Aliocha, al calificar a Dmitri de hombre despreciable.

—Sí, es verdad —dijo Dmitri—; debí de hablar a Gruchegnka de lo ocurrido aquel «día fatal», como ha dicho Katia. Sí, se lo conté todo: ahora me acuerdo. Fue en Mokroie, mientras cantaban los tziganes. Yo estaba ebrio. Pero lloraba y me humillaba ante la imagen de Katia. Gruchegnka me comprendía y lloraba también... ¿Cómo no había de llorar? Pero entonces lloró y ahora clava un puñal en el corazón. Así son las mujeres.

Y quedó pensativo, con la cabeza baja.

—Sí, soy un miserable —dijo de súbito, tristemente—. Aunque lo contara llorando, el asunto es el mismo. Dile que acepto su apelativo si esto puede consolarla. En fin, dejemos esto. El tema no es precisamente alegre. Sigamos cada cual nuestro camino. No quiero volver a verte hasta que llegue el último momento. Adiós, Alexei.

Estrechó la mano de Aliocha y, sin levantar la cabeza, como un fugitivo, se dirigió a la ciudad a largos pasos. Aliocha le siguió con la mirada. No podía creer que se marchara de veras. En efecto, pronto se detuvo y volvió sobre sus pasos.

—Espera, Alexei: tengo que decirte algo más, algo que sólo tú debes saber. Mírame a la cara. Oye: aquí, aquí, se está fraguando una infamia, algo execrable.

Y al decir «aquí», Dmitri se golpeaba el pecho con expresión extraña, como si la infamia anidara en su corazón o pendiera de su cuello.

—Tú ya me conoces, ya sabes que soy un bribón consumado. Pues bien, te aseguro que por mucho que haya hecho y por mucho que pueda hacer, nada iguala en villanía a la infamia que llevo ahora dentro de mi pecho. La podría reprimir, pero no lo haré: ya lo sabes. Prefiero cometerla. Te lo había contado todo excepto esto. No me atrevía. Podría detenerme y, así, recobrar el día de mañana la mitad de mi honor, pero no renunciaré: se cumplirá mi negro destino. Tú eres testigo de que hablo por anticipado y con plena lucidez. ¡Perdición y tinieblas! ¿Para qué explicártelo? Ya lo sabrás a su tiempo. El lodo es como una furia. Adiós. No reces por mí: ni te merezco ni te necesito. Apártate de mi camino.

Y se alejó, esta vez definitivamente.

Aliocha se dirigió al monasterio... «¿Qué ha dicho? ¿Que no le veré más?» ¡Qué extraño le parecía todo aquello!... «Tendré que ir mañana a buscarlo. ¿Qué habrá querido decir?»

Contorneando el monasterio, se dirigió a la ermita. Le abrieron la puerta aunque no se dejaba entrar a nadie a aquellas horas. Entró en la celda del staretscon el corazón palpitante. ¿Por qué se habría marchado? ¿Por qué lo habrían lanzado al mundo? En la ermita todo era paz y santidad; allá abajo sólo había agitación y esas tinieblas donde el hombre se extravía.

En la celda estaban el novicio Porfirio y el padre Paisius. Éste había ido a enterarse del estado del padre Zósimo, que empeoraba por momentos, como supo Aliocha con verdadero espanto. La charla nocturna no se había podido celebrar. Ordinariamente, después del oficio, antes de entregarse al descanso, la comunidad se reunía en las habitaciones del starets. Los religiosos le iban exponiendo en voz alta las faltas cometidas durante el día, sus malos pensamientos, sus tentaciones, incluso sus disputas con otros monjes si las habían tenido. Algunos hacían sus confesiones arrodillados. El staretsabsolvía, calmaba, aleccionaba, imponía penitencias, bendecía y daba licencia para marcharse. Los enemigos del staretsse alzaban contra estas confesiones fraternales: veían en ellas una profanación del sacramento de la confesión, casi un sacrilegio, aunque, en realidad, eran otras cosas. Se argumentaba ante las autoridades diocesanas que tales reuniones, lejos de alcanzar sus fines, eran una fuente de pecados, de tentaciones. Algunos elementos de la comunidad iban a disgusto a estas charlas, y si acudían, era para que no se les tuviera por orgullosos o por rebeldes. Se contaba que algunos monjes se ponían de acuerdo anticipadamente. «Yo diré que me he disgustado contigo esta mañana y tú lo confirmarás.» Procedían así para tener algo que decir y salir del paso. Aliocha sabía que, a veces, las cosas ocurrían de este modo. También sabía que muchos estaban indignados por la costumbre de que las cartas, incluso las de los padres, que llegaban a los religiosos, se entregaran primero al starets, el cual las abría y leía antes que sus destinatarios. Pero entiéndase, esta práctica era voluntaria: los religiosos eran muy dueños de no acatarla o de someterse a ella con humildad edificante. Ciertamente, no estaba exenta de cierta hipocresía. Pero los religiosos más convencidos, los de más edad y experiencia, afirmaban que aquellos que entraban en el monasterio para entregarse sinceramente a Dios hallaban en esta obediencia, en esta abdicación, un provecho saludable, y que los que murmuraban contra tal proceder no tenían vocación y habría sido mejor que se quedaran en el mundo.

—Se debilita, se adormece —murmuró el padre Paisius al oído de Aliocha—. No nos atrevemos a despertarlo. Además, ¿para qué lo hemos de despertar? Ha estado despierto cinco minutos y ha pedido que transmita su bendición a la comunidad, con la súplica de que ruegue a Dios por él. Tiene el propósito de volver a comulgar mañana por la mañana. Se ha acordado de ti, Alexei. Ha preguntado dónde estabas y le hemos dicho que te habías marchado a la ciudad. «Lo bendigo —ha murmurado—. Su puesto está allí, no aquí.» Cuentas con su amor y su solicitud. ¿Comprendes el honor que esto significa para ti? ¿Por qué te asignará un sitio en el mundo? Sin duda, algo presiente en tu destino. Si vuelves al mundo, Alexei, ha de ser para cumplir una misión impuesta por tu staretsy no para entregarte a la agitación y a las vanidades de la vida mundana.

El padre Paisius se marchó. Alexei no dudaba de que el fin del staretsestaba próximo, aunque aún pudiese vivir un día o dos. Se juró que, a pesar de los compromisos contraídos por su padre, la señora y la señorita Khokhlakov, su hermano y Catalina Ivanovna, no dejaría el monasterio hasta el último momento de la vida del starets. Su corazón ardía de amor, y Aliocha se reprochaba amargamente haber olvidado, mientras permanecía en la ciudad, a aquel ser que había dejado en su lecho de muerte y a quien veneraba por encima de todo. Pasó al dormitorio, se arrodilló y se prosternó junto al lecho. El staretsestaba sumido en un apacible reposo; apenas se percibía su respiración; su rostro tenía una expresión serena.

Aliocha volvió a la pieza inmediata, donde aquella mañana se había celebrado la reunión familiar en presencia del starets. Se limitó a quitarse las botas y se tendió sobre el duro sofá de cuero, donde acostumbraba dormir, utilizando sólo una almohada. Hacía mucho tiempo que había renunciado al use del colchón, aquel colchón mencionado por su padre. Además de las botas, sólo se quitaba el hábito, que le servía de cubierta. Antes de acostarse se arrodilló y pidió a Dios, en una ferviente plegaria, que le iluminase; ansiaba volver a sentir la paz interior que experimentaba invariablemente después de haber loado y glorificado al Todopoderoso, cosa que hacía siempre en sus oraciones de la noche. La alegría que entonces se apoderaba de él le proporcionaba un sueño apacible. Mientras rezaba, notó en el bolsillo el sobre de color de rosa que le había entregado la doncella de Catalina Ivanovna cuando corrió tras él hasta alcanzarle. Se sintió turbado, pero ello no le impidió llegar al fin de sus rezos. Cuando hubo terminado, abrió el sobre no sin cierta vacilación. Contenía una carta dirigida a él y firmada por Lise, la hija de la señora de Khokhlakov, la muchacha que se había burlado de él aquella mañana en presencia del starets:

Alexei Fiodorovitch, le escribo a escondidas de todos, incluso de mi madre. Ya sé que esto no está bien, pero no puedo seguir viviendo sin decirle lo que ha nacido en mi corazón. Aparte nosotros dos, nadie debe saber nada de esto hasta nueva orden. Se dice que las cartas no ruborizan. ¡Qué error! Estoy segura de que en este momento tanto usted como yo estamos como la grana. Querido Aliocha, le amo, le amo desde mi infancia, desde Moscú, desde cuando usted era muy diferente de como ahora es. Mi corazón lo ha elegido para que nos unamos y acabemos juntos nuestros días. Pero es condición precisa que deje usted el monasterio. Respecto a nuestra edad, esperaremos el tiempo que la ley exige. Transcurridos estos años, yo ya estaré curada y bailaré. Sobre esta cuestión no hay la menor duda.

Ya ve que lo tengo todo pensado, pero hay algo que no me puedo imaginar: lo que usted pensará de mí al leer estas líneas. Esta mañana me he reído y he bromeado hasta enojarle, pero le aseguro que antes de coger la pluma he orado ante la imagen de la Virgen y ha faltado poco para que me echara a llorar.

Mi secreto está en sus manos. Cuando usted venga mañana a verme, no sé si me atreveré a mirarle. Dígame, Alexei Fiodorovitch: ¿qué pasará si, al verle, no puedo contener la risa como me ha sucedido esta mañana? Me tomará usted por una burlona despiadada y dudará de la sinceridad de mi carta. Por eso le ruego, querido, que no me mire demasiado directamente a la cara cuando venga: podría echarme a reír al verle metido en ese hábito tan largo. Sólo de pensarlo se me hiela el corazón. Le ruego que al principio dirija usted la vista a mi madre y a la ventana.

Ya ve usted: le he escrito una carta de amor. ¿Qué he hecho, Dios mío? Aliocha, no me desprecie. Si he obrado mal y le causo algún trastorno, perdóneme. Ahora mi reputación, tal vez perdida, está en sus manos.

Seguro que hoy lloraré. Adiós, hasta nuestra terrible entrevista.

LISE.

P. D.: Aliocha, no deje de venir, no falte.

Aliocha leyó dos veces esta carta sin salir de su sorpresa. Se quedó pensativo. Al fin sonrió dulcemente. Se estremeció: esta sonrisa le pareció una falta. Pero un momento después apareció de nuevo en sus labios la sonrisa de felicidad. Guardó la carta en el sobre, hizo la señal de la cruz y se acostó. En su alma había renacido la calma.

«Señor, perdónalos a todos. Protege a esos desgraciados, a esos seres inquietos. Guíalos, mantenlos en el buen camino. Tú que eres el Amor, concédeles a todos la alegría.»

Y Aliocha se sumió en un sueño apacible.

SEGUNDA PARTE

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LIBRO IV

ESCENAS

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CAPITULO PRIMERO

El padre Theraponte

Aliocha se despertó antes del alba. El staretsya no dormía y se sentía muy débil. Sin embargo, quiso levantarse y sentarse en un sillón. Conservaba la lucidez. Su rostro, aunque consumido, reflejaba un gozo sereno; su mirada alegre, bondadosa, atraía.

—Tal vez no vea el final de hoy.

Quiso confesarse y comulgar enseguida. Su confesor habitual era el padre Paisius. Después le administraron la extremaunción. Acudieron los religiosos. La celda se fue llenando poco a poco. Había amanecido. Después del oficio, el staretsquiso despedirse de todos y a todos los abrazó. Como la celda era tan poco espaciosa, los que llegaban primero tenían que salir para que pudieran entrar los otros. El staretsvolvió a sentarse y Aliocha permaneció a su lado. Hablaba e instruía en la medida que le permitían sus fuerzas. Su voz, aunque débil, era todavía muy clara.

—Después de instruiros con mis palabras durante años, esto se ha convertido en mí en una costumbre tan inveterada, que, a pesar de lo débil que estoy, mis queridos padres, callar sería para mi más penoso que hablaros.

Así bromeaba el starets, mirando con ternura a los que se apiñaban en torno de él. Aliocha se acordó enseguida de algunas de sus palabras. Aunque la voz del padre Zósimo conservaba la claridad y cierta firmeza, su discurso resultó bastante deshilvanado. Habló mucho, como si en aquellos últimos momentos quisiera manifestar todo lo que no había podido decir durante su vida. Su propósito era no sólo instruir, sino compartir con todos su alegría y las delicias de su éxtasis, y expansionar por última vez su corazón.

—Amaos los unos a los otros, padres míos —decía (según los recuerdos de Aliocha)—. Amad al pueblo cristiano. Nosotros no somos más santos que los laicos por el mero hecho de haber venido a encerrarnos entre estos muros; al contrario, todos los que están aquí demuestran, por el mero hecho de su presencia, y así deben reconocerlo, que son peores que los demás hombres... Y cuanto más viva el religioso en su retiro, más claramente habrá de ver esta verdad. De otro modo, no valdría la pena que hubiera venido aquí. Cuando comprenda que no sólo es peor que todos los laicos, sino culpable de todo y hacia todos, culpable de todos los pecados colectivos e individuales, cuando esto suceda, y solamente cuando suceda, habremos conseguido la finalidad de nuestra unión. Pues han de saber, padres míos, que nosotros, seguramente, somos culpables aquí abajo de todo y hacia todos, no solamente a través de la falta colectiva de la humanidad, sino también de las faltas de cada hombre frente a todos sus semejantes. Este conocimiento de nuestra culpa es la coronación de la carrera religiosa, como es, por lo demás, la de todas las carreras humanas. Pues el religioso no es un ser aparte, sino la imagen de lo que deberían ser todos los hombres. Sólo cuando tengáis conciencia de ello, vuestro corazón se sentirá penetrado de un amor infinito, universal, insaciable. Entonces cada uno de vosotros será capaz de conquistar el mundo entero con su amor y de borrar los pecados con sus lágrimas. Que cada cual penetre en sí mismo y se confiese incansablemente. No temáis por vuestro pecado, por convencidos que estéis de él, con tal que os arrepintáis..., pero no pongáis condiciones a Dios. Os digo una vez más que no os enorgullezcáis ante los pequeños ni ante los grandes. No odiéis a los que os rechazan y os deshonran, os insultan y os calumnian. No odiéis a los ateos, a los maestros del mal, a los materialistas; no odiéis ni a los peores de ellos, pues muchos son buenos, sobre todo en vuestra época. Acordaos de ellos en vuestras oraciones: Decid: «Salva, Señor, a esos por los que nadie ruega; salva a esos que no quieren rogar por Tí.» Y añadid: «No te dirijo este ruego por orgullo, Señor, pues yo soy tan vil como todos ellos...» Amad al pueblo cristiano, no abandonéis vuestro rebaño a gentes extrañas, pues si os adormecéis en vuestros afanes, de todas partes vendrán a robar vuestro ganado. No os canséis de explicar al pueblo el Evangelio. No os entreguéis a la avaricia. No os dejéis seducir por el oro y la plata. Tened fe, mantened en alto y con mano firme vuestro estandarte...

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