—Eso es rebelarse —dijo Aliocha con suave acento y la cabeza baja.
—¿Rebelarse? Habría preferido no oírte pronunciar esa palabra. ¿Acaso se puede vivir sin rebeldía? Y yo quiero vivir. Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde sinceramente.
—No, no me prestaría.
—Eso significa que no admites que los hombres acepten la felicidad pagada con la sangre de un pequeño mártir.
—Efectivamente, hermano mío, yo no estoy de acuerdo con eso —dijo Aliocha con ojos fulgurantes—. Antes has preguntado si hay en el mundo un solo ser que tenga el derecho de perdonar. Pues sí, ese ser existe. Él puede perdonarlo todo y puede perdonar a todos, pues ha vertido su sangre inocente por todos y para todos. Te has olvidado de Él, es Ése al que se grita: «¡Tienes razón, Señor! ¡Tus caminos se nos han revelado!»
—¡Ah, sí! El único libre de pecado, el que ha vertido su sangre... No, no lo había olvidado. Es más, me sorprendía que no lo hubieras sacado ya a relucir, pues vosotros soléis empezar vuestras discusiones mencionándolo... No te rías. ¿Sabes que compuse un poema el año pasado? Si me concedes diez minutos más, te contaré el asunto.
—¿Cómo? ¿Tú has escrito un poema?
Iván se echó a reír.
—¡Oh, no! En mi vida he escrito dos versos seguidos. Pero compuse con la imaginación ese poema, y lo recuerdo. Tú serás mi primer lector, mejor dicho, mi primer oyente. Quiero aprovecharme de tu presencia. ¿Me lo permites?
—Soy todo oídos.
—Mi poema se titula «El Gran Inquisidor». Es disparatado, pero quiero que lo conozcas.
CAPITULO V
«El gran inquisidor»
—Desde el punto de vista literario, es indispensable un preámbulo. La acción se desarrolla en el siglo dieciséis, época en que, como sabes, existía la costumbre de hacer intervenir en los poemas a los poderes celestiales. No me refiero a Dante. En Francia, los cleros de la basochey los monjes daban representaciones teatrales en las que aparecían la Virgen, los ángeles, los santos, Cristo y Dios Padre. Estos espectáculos eran por demás ingenuos. Según nos cuenta Victor Hugo en su Notre-Dame de Paris, durante el reinado de Luis XI, para celebrar el nacimiento del delfín, se ofreció en Paris una representación gratuita del misterio Le bon jugement de la tres sainte et gracieuse Vierge Marie. En esta obra aparece la Virgen y emite su bon jugement. En Moscú se daban de vez en cuando representaciones de este tipo, tomadas especialmente del Antiguo Testamento, antes de Pedro el Grande. Además, circulaban una serie de relatos y poemas en los que aparecían los santos, los ángeles y todo el ejército celestial. En nuestros monasterios se traducían y se copiaban esos poemas, e incluso se componían algunos originales, todo ello durante la dominación tártara. Uno de tales poemas, sin duda traducido del griego, es «La Virgen entre los condenados», que nos ofrece escenas de una audacia dantesca. La Virgen visita el infierno, conducida por el arcángel San Miguel. La Virgen ve a los condenados y sus tormentos. Le llama la atención una categoría de pecadores muy interesante que está en un lago de fuego. Algunos se hunden en este lago y no vuelven a aparecer. «Éstos son los olvidados incluso por Dios»: he aquí una frase profunda y vigorosa. La Virgen, desconsolada, cae de rodillas ante el trono de Dios y pide gracia para todos los pecadores sin distinción que ha visto en el infierno. Su diálogo con Dios es interesantísimo. La Virgen implora, insiste, y cuando Dios le muestra los pies y las manos de su Hijo horadados por los clavos y le pregunta: «¿Cómo puedo perdonar a esos verdugos?», la Virgen ordena a todos los santos, a todos los mártires y a todos los ángeles que se arrodillen como ella e imploren la gracia para todos los pecadores. Al fin consigue que cesen los tormentos todos los años desde el Viernes Santo a Pentecostés, y los condenados dan las gracias a Dios desde las profundidades del infierno y exclaman: «¡Señor, tu sentencia es justa!»... Mi poema habría sido algo así si lo hubiese concebido en aquella época. Dios aparecería y se limitaría a pasar sin decir nada. Han transcurrido quince siglos desde que prometió volver a su reinado, desde que su profeta escribió: «Volveré pronto. El día y la hora ni siquiera el Hijo la sabe, sólo mi Padre que está en los cielos» [31], repitiendo las palabras de Cristo en la tierra. Y la humanidad le espera con la misma fe de antaño, una fe más ardiente todavía, pues hace ya quince siglos que el cielo no ha cesado de conceder gajes al hombre.
—Cree lo que te dicte tu corazón,
pues los cielos ya no dan gajes.
»Verdad es que se producían entonces numerosos milagros: los santos realizaban curaciones maravillosas, la Reina de los Cielos visitaba a ciertos justos, según cuentan los libros. Pero el diablo no dormía: la humanidad empezaba a dudar de la autenticidad de tales prodigios. Entonces nació en Alemania una terrible herejía que negaba los milagros. «Una gran estrella, ardiente como una antorcha (la Iglesia, sin duda), cayó sobre los manantiales a hizo amargas sus aguas» [32]. Con ello se acrecentó la fe de los fieles. Las lágrimas de la humanidad se elevaban a Dios como en otras épocas: se le esperaba, se le quería, se cifraban en Él todas las esperanzas como en otros tiempos... Hace tantos siglos que la humanidad ruega con fervor: «Señor, dígnate aparecer ante nosotros», tantos siglos que dirige a Él sus voces, que Él, en su misericordia infinita, accede a descender al lado de sus fieles. Antes había visitado ya a justos y mártires, a santos anacoretas, según cuentan los libros. En nuestro país, Tiutchev, que creía ciegamente en sus palabras, ha proclamado que
»Abrumado bajo el peso de su cruz,
el Rey de los Cielos, bajo una humilde apariencia,
te ha recorrido, tierra natal,
en toda tu extensión, bendiciéndote.
»Pero he aquí que Él ha querido mostrarse, aunque sólo por un momento, al pueblo doliente y miserable, al pueblo corrompido por el pecado, pero al que Él ama ingenuamente. La acción se desarrolla en España, en Sevilla, en la época más terrible de la Inquisición, cuando a diario se encendían las piras y
»En magníficos autos de fe
se quemaban horrendos herejes
»No es así como Él prometió venir, al final del tiempo, en toda su gloria celestial, súbitamente, «como el relámpago que brilla desde Oriente hasta Occidente» [33]. No, no ha venido así; ha venido a ver a sus niños, precisamente en los lugares donde crepitan las hogueras encendidas para los herejes. En su misericordia infinita, desciende a mezclarse con los hombres bajo la forma que tuvo durante los tres años de su vida pública. Vedlo en las calles radiantes de la ciudad meridional, donde precisamente el día anterior el gran inquisidor ha hecho quemar un centenar de herejes ad majorem Dei gloriam, en presencia del rey, de los cortesanos y los caballeros, de los cardenales y las más encantadoras damas de la corte. Ha aparecido discretamente, procurando que nadie lo vea, y, cosa extraña, todos lo reconocen. Explicar esto habría sido uno de los más bellos pasajes de mi poema. Atraído por una fuerza irresistible, el pueblo se apiña en torno de Él y sigue sus pasos. El Señor se desliza en silencio entre la muchedumbre, con una sonrisa de infinita piedad. Su corazón se abrasa de amor, en sus ojos resplandecen la luz, la sabiduría, la fuerza. Su mirada, radiante de amor, despierta el amor en los corazones. El Señor tiende los brazos hacia la multitud y la bendice. El contacto con su cuerpo, incluso con sus ropas, cura todos los males. Un anciano que está ciego desde su infancia grita entre la muchedumbre: «¡Señor: cúrame, y así podré verte!» Entonces cae de sus ojos una especie de escama, y el ciego ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa el suelo que Él va pisando. Los niños arrojan flores en su camino. Se oyen cantos y gritos de « ¡Hosanna!». La multitud exclama: «¡Es Él, no puede ser nadie más que Él!» Se detiene en el atrio de la catedral de Sevilla, y en este momento llega un grupo de gente que transporta un pequeño ataúd blanco donde descansa una niña de siete años, hija única de un personaje. La muerta está cubierta de flores.
»De la multitud sale una voz que dice a la afligida madre:
»—¡Él resucitará a tu hija!.
»El sacerdote precede al ataúd y mira hacia la muchedumbre, perplejo y con las cejas fruncidas. De pronto, la madre lanza un grito y se arroja a los pies del Señor.
»—¡Si eres Tú, resucita a mi hija!
»Y le tiende los brazos.
»El cortejo se detiene y depositan el ataúd en las losas. El Señor le dirige una mirada llena de piedad y otra vez dice dulcemente: “Talitha koum.”Y la muchacha se levanta [34]. La muerta, después de incorporarse, queda sentada y mira alrededor, sonriendo con un gesto de asombro. En su mano se ve el ramo de rosas blancas que han depositado en su ataúd. Entre la multitud se ven rostros pasmados y se oyen llantos y gritos.
»En este momento pasa por la plaza el cardenal que ostenta el cargo de gran inquisidor. Es un anciano de casi noventa años, rostro enjuto y ojos hundidos, pero en los que se percibe todavía una chispa de luz. Ya no lleva la suntuosa vestidura con que se pavoneaba ante el pueblo cuando se quemaba a los enemigos de la Iglesia romana: vuelve a vestir su viejo y burdo hábito. A cierta distancia le siguen sus sombríos ayudantes y la guardia del Santo Oficio. Se detiene y se queda mirando desde lejos el lugar de la escena. Lo ha visto todo: el ataúd depositado ante Él, la resurrección de la muchacha... Su semblante cobra una expresión sombría, se fruncen sus pobladas cejas y sus ojos despiden uña luz siniestra. Señala con el dedo al que está ante el ataúd y ordena a su escolta que lo detenga. Tanto es su poder y tan acostumbrado está el pueblo a someterse a su autoridad, a obedecerle temblando, que la muchedumbre se aparta para dejar paso a los esbirros. En medio de un silencio de muerte, los guardias del Santo Oficio prenden al Señor y se lo llevan.
»Como un solo hombre, el pueblo se inclina hasta tocar el suelo ante el anciano inquisidor, que lo bendice sin pronunciar palabra y continúa su camino. Se conduce al prisionero a la vieja y sombría casa del Santo Oficio y se le encierra en una estrecha celda abovedada. Se acaba el día, llega la noche, una noche de Sevilla, cálida, bochornosa. El aire está saturado de aromas de laureles y limoneros. En las tinieblas se abre de súbito la puerta de hierro del calabozo y aparece el gran inquisidor con una antorcha en la mano. Llega solo. La puerta se cierra tras él. Se detiene junto al umbral, contempla largamente la Santa Faz. Al fin se acerca a Él, deja la antorcha sobre la mesa y dice:
»—¿Eres Tú, eres verdaderamente Tú?
»No recibe respuesta. Añade inmediatamente:
»—No digas nada; cállate. Por otra parte, ¿qué podrías decir? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste en otro tiempo. ¿Por qué has venido a trastornarnos? Porque tu llegada es para nosotros un trastorno, bien lo sabes. ¿Qué ocurrirá mañana? Ignoro quién eres. ¿Eres Tú o solamente su imagen? No quiero saberlo. Mañana te condenaré y morirás en la hoguera como el peor de los herejes. Y los mismos que hoy te han besado los pies, mañana, a la menor indicación mía, se aprestarán a alimentar la pira encendida para ti. ¿Lo sabes?... Tal vez lo sepas.
»Y el anciano queda pensativo, con la mirada fija en el preso.
—No acabo de comprender lo que eso significa, Iván —dijo Aliocha, que le había escuchado en silencio—. ¿Es una fantasía, un error del anciano, un quid pro quoextravagante?
Iván se echó a reír.
—Quédate con esta última suposición si el idealismo moderno te ha hecho tan refractario a lo sobrenatural. Puedes elegir la solución que quieras. Verdad es que mi inquisidor tiene noventa años y que sus ideas han podido trastornarle hace ya tiempo. Tal vez es un simple desvarío, una quimera de viejo próximo a su fin y cuya imaginación está exacerbada por su último auto de fe. Pero que sea quid pro quoo fantasía poco importa. Lo importante es que el inquisidor revele al fin su pensamiento, que manifieste lo que ha callado durante toda su carrera.
—¿Y el prisionero no dice nada? ¿Se contenta con mirarlo?
—Sí, lo único que puede hacer es callar. El anciano es el primero en advertirle que no tiene derecho a añadir una sola palabra a las que pronunció en tiempos ya remotos. Éste es tal vez, a mi humilde juicio, el rasgo fundamental del catolicismo romano: «Todo lo transmitiste al papa: todo, pues, depende ahora del papa. No vengas a molestarnos, por lo menos antes de que llegue el momento oportuno.» Tal es su doctrina, especialmente la de los jesuitas. Yo la he leído en sus teólogos.
»—¿Tienes derecho a revelarnos uno solo de los secretos del mundo de que vienes? —pregunta el anciano, y responde por Él—: No, no tienes este derecho, pues tu revelación de ahora se añadiría a la de otros tiempos, y esto equivaldría a retirar a los hombres la libertad que Tú defendías con tanto ahínco sobre la tierra. Todas tus nuevas revelaciones supondrían un ataque a la libertad de la fe, ya que parecerían milagrosas. Y Tú, hace quince siglos, ponías por encima de todo esta libertad, la de la fe. ¿No has dicho muchas veces: “Quiero que seáis libres”? Pues bien —añadió el viejo, sarcástico—, ya ves lo que son los hombres libres. Sí, esa libertad nos ha costado cara —continúa el anciano, mirando a su interlocutor severamente—, pero al fin hemos conseguido completar la obra en tu nombre. Nuestro trabajo ha sido rudo y ha durado quince siglos, pero al fin hemos logrado instaurar la libertad como convenía hacerlo. ¿No lo crees? Me miras con dulzura y ni siquiera me haces el honor de indignarte. Pues has de saber que jamás se han creído los hombres tan libres como ahora, aun habiendo depositado humildemente su libertad a nuestros pies. En realidad, esto ha sido obra nuestra. ¿Es ésta la libertad que Tú soñabas?