Mitia reflexionó: «Hoy convendría vigilar también. ¿Pero dónde: aquí o en casa de Samsonov?» Por su gusto, habría espiado en las dos partes. Además tenía que ejecutar sin pérdida de tiempo el plan «infalible» que había imaginado por el camino. Mitia decidió dedicarle una hora. «En una hora te aclararé todo. Iré a casa de Samsonov para averiguar si Gruchegnka está allí. Después volveré, estaré aquí hasta las once y de nuevo iré a casa de Samsonov para recoger a Gruchegnka.»
Corrió a su casa y, después de haberse arreglado, fue a visitar a la señora de Khokhlakov. Éste era su gran plan. Había decidido pedir prestados tres mil rublos a esta distinguida dama, y estaba seguro de que ella no se los negaría. El lector se asombrará, sin duda, de que Dmitri no hubiera empezado por dirigirse a esta señora de su esfera, en vez de ir a visitar a Samsonov, con el que no había tenido ningún trato jamás. Pero es que, un mes atrás, casi había roto con ella. Además, la conocía poco y sabía que no podía sufrir que él fuese prometido de Catalina Ivanovna. Habría dado cualquier cosa a cambio de que la joven lo dejara y se uniese en matrimonio con Iván Fiodorovitch, «tan instruido y de tan finos modales». Las maneras de Mitia no le gustaban en absoluto. Dmitri se burlaba de ella. Una vez había dicho que la señora de Khokhlakov era tan vivaz y desenvuelta como inculta. Aquella mañana, en el carricoche, había tenido un chispazo de lucidez.
«Esa señora se opone a mi matrimonio con Catalina Ivanovna. En esto se muestra irreductible. Por tanto, no me negará un dinero que me permitirá dejar a Katia e irme de la ciudad para siempre. Cuando a una de esas grandes damas acostumbradas a satisfacer todos sus caprichos se les mete una idea entre ceja y ceja, no se detiene ante nada para lograr sus fines. Además, ¡es tan rica...!»
En el fondo, el plan era el mismo que el anterior, ya que consistía en la renuncia a sus derechos sobre Tchermachnia, no con fines comerciales como en la oferta hecha a Samsonov, no para tentar a la dama con un buen negocio que podía reportarle miles de rublos, sino simplemente como garantía de la deuda. Al concebir esta nueva idea, Mitia se entusiasmó, como le ocurría siempre en el momento en que planeaba una empresa o tomaba una decisión. Todos los proyectos le apasionaban en el instante en que se le ocurrían.
Sin embargo, al llegar a la escalinata del pórtico sintió un súbito estremecimiento. En este momento comprendió con claridad meridiana que se jugaba su última carta, que un fracaso le dejaría sin más salida que la de «estrangular a alguien para desvalijarlo». Eran las siete y media cuando llamó a la puerta.
Al principio, todo ocurrió a medida de sus deseos. Fue recibido inmediatamente. «Se diría que me esperaba», pensó. Fue introducido en el salón. La dama apareció en el acto y le dijo que lo estaba esperando.
—No sabía que tenía usted que venir, por supuesto; pero lo esperaba. Admire mi instinto, Dmitri Fiodorovitch. Contaba con que viniera usted hoy.
—Es verdaderamente increíble, señora —dijo Mitia sentándose torpemente—. He venido para un asunto muy importante; sí, de extraordinaria importancia..., por lo menos para mí... Verá usted...
—Todo eso lo sé, Dmitri Fiodorovitch. No se trata de un presentimiento, de una anticuada creencia en los milagros... ¿Ha oído hablar de lo ocurrido al staretsZósimo?... Esta visita era inevitable; usted tenía que venir después de su comportamiento con Catalina Ivanovna.
—Es un modo de pensar realista, señora... Pero permítame que le explique...
—Usted lo ha dicho, Dmitri Fiodorovitch: un modo de pensar realista. El realismo es lo único que ahora tiene valor para mí. He perdido la fe en los milagros. ¿Se ha enterado usted de la muerte del staretsZósimo?
—No, señora, no sabía nada de este asunto —repuso Mitia con gesto de sorpresa. Y enseguida pensó en Aliocha.
—Ha muerto la noche pasada...
—Señora —le interrumpió Mitia—, yo sólo sé que estoy en una situación desesperada y que, si usted no me ayuda, todo se irá abajo, y yo seré el primero en hundirme. Perdone la vulgaridad de la expresión, pero la fiebre me abrasa.
—Sí ya sé que está usted como en ascuas. No puede ser de otro modo. Todo lo que usted pueda decirme ya lo sé. Hace tiempo que pienso en su destino, Dmitri Fiodorovitch, que lo observo, que lo estudio. Soy una experimentada doctora en medicina, créame.
—No lo dudo, señora —dijo Mitia, esforzándose en ser amable—. En cambio, yo soy un enfermo experimentado, y creo que si es cierto que usted observa mi destino con tanto interés, no consentirá que sucumba... En fin permítame que le exponga mi plan..., lo que espero de usted... He venido, señora...
—Esas explicaciones son innecesarias, carecen de importancia. No será usted el primero que ha recibido mi ayuda, Dmitri Fiodorovitch. ¿Ha oído usted hablar de mi prima Belmessov? Su esposo estaba en la ruina. Pues bien; le aconsejé que se dedicara a la cría de caballos y ahora tiene un próspero negocio. ¿Conoce usted la cría de caballos, Dmitri Fiodorovitch?
—No, señora; en absoluto —exclamó Dmitri levantándose, sin poder reprimir su impaciencia—. Le suplico que me escuche, señora. Permítame hablar sólo dos minutos para explicarle mi proyecto.
Y viendo que la impulsiva dama se disponía a intervenir de nuevo, Mitia añadió, levantando la voz cuanto pudo, a fin de ahogar la de su interlocutora:
—¡Estoy desesperado! He venido a pedirle prestados tres mil rublos. Con garantía, con una garantía segura...
—Ya hablaremos de eso después —dijo la señora de Khokhlakov levantando la mano—. Sé todo lo que va a decirme. Usted me pide tres mil rublos. Yo le daré mucho más, yo lo salvaré, Dmitri Fiodorovitch. Pero tendrá que obedecerme.
Mitia se estremeció.
—¿De veras hará eso por mi? —exclamó, temblando de emoción—. ¡Dios mío! Ha salvado usted a un hombre de la muerte, del suicidio... Le estaré agradecido eternamente.
—Le daré mucho más de tres mil rublos —repitió la señora de Khokhlakov, sonriendo ante el entusiasmo de Mitia.
—No me hace falta más. Me basta con la fatídica suma de tres mil rublos. Se lo agradezco en el alma y le ofrezco una sólida garantía. Mi plan es...
—¡Basta, Dmitri Fiodorovitch! —le interrumpió la dama con modestia triunfante de bienhechora—. Le he prometido salvarle, y lo salvaré como salvé a Belmessov. ¿Qué opina usted de las minas de oro?
—¿De las minas de oro? Jamás he pensado en eso.
—Pero aquí estoy yo, que he pensado por usted. Hace un mes que lo vengo observando. Cada vez que le he visto pasar me he dicho: «He aquí un hombre enérgico, cuyo puesto está en las minas.» Me he fijado incluso en su modo de andar, y estoy convencida de que usted descubrirá algún filón.
—¿Sólo por mi modo de andar, señora?
—Pues sí. ¿Acaso no cree que se puede deducir el carácter de una persona por su manera de andar? Las ciencias naturales demuestran este hecho. Ya le he dicho que ahora sólo me atengo a la realidad. Desde que me he enterado de lo sucedido en el monasterio (suceso que me ha afectado profundamente), he adoptado el realismo. Desde ahora, siempre procederé con un sentido práctico. Estoy curada del mal del misticismo. «Basta», como ha dicho Turgueniev [40].
—Bien, señora; ¿pero qué me dice de esos tres mil rublos que usted me ha ofrecido tan generosamente?...
—No tiene nada que temer; es como si los tuviera en el bolsillo. Usted tendrá no tres mil, sino tres millones, y muy pronto. Le voy a exponer mi pensamiento. Usted descubrirá una Mitia, ganará millones y cuando regrese, será un hombre de acción capaz de guiarnos hacia el bien. ¡No debemos abandonarlo todo a los judíos! Usted construirá edificios, fundará empresas y se ganará la bendición de los pobres socorriéndolos. Estamos en el siglo del ferrocarril. Usted se atraerá la atención del Ministerio de Hacienda, que, como nadie ignora, está en situación apuradísima. La baja de nuestra moneda me quita el sueño, Dmitri Fiodorovitch. Usted no sabe lo que me preocupan estas cosas.
—Oiga, señora —dijo Mitia, inquieto—. Seguramente seguiré su prudente consejo... Iré allá lejos..., a las minas de oro..., y cuando vuelva hablaremos... Pero ahora necesito esos tres mil rubios que usted tan generosamente me ha prometido. De ellos depende mi salvación. He de tenerlos hoy mismo. No puedo perder ni siquiera una hora.
—¡Basta, Dmitri Fiodorovitch basta! Una pregunta: ¿está dispuesto a ir a las minas de oro o no? Respóndame categóricamente.
—Iré, señora, iré. Iré a donde usted quiera. Pero ahora...
—Espere.
Se dirigió a una elegante mesa de despacho y empezó a buscar en los cajones.
«¡Los tres mil rublos! —pensó Mitia, incapaz de contener su excitación—. Y me los va a dar ahora mismo, sin ningún documento, sin ninguna formalidad... ¡Qué grandeza de alma!... Es una mujer excelente. Su único defecto es que habla demasiado...»
—¡Ya lo tengo! —exclamó la dama triunfante, mientras volvía al lado de Mitia—. ¡Ya tengo lo que buscaba!
Era una medallita de plata, con un cordón, de esas que suelen llevarse debajo de la ropa.
—Me la han mandado de Kiev —dijo en un tono de veneración la señora de Khokhlakov—. Ha tocado las reliquias de Santa Bárbara, la megalomártir. Permítame que cuelgue yo misma esta medalla en su cuello y que lo bendiga en el momento de emprender una vida nueva.
Después de pasarle el cordón por la cabeza, la dama se consideró en el deber de colocar la medalla en el punto debido. Mitia, un tanto molesto, decidió ayudarla. Al fin, la medalla quedó en su sitio.
—Ahora ya se puede marchar —dijo la dama con acento triunfal, y mientras volvía a sentarse.
—Señora, estoy emocionado... No sé cómo agradecerle tanta atención. Pero... ¡tengo tanta prisa...! Esa suma que usted me ha ofrecido...
En este momento Mitia tuvo una inspiración.
—Ya que es usted tan buena, señora, permítame que le diga algo que, a lo mejor, ya sabe usted... Amo a cierta joven. He traicionado a Katia, digo, a Catalina Ivanovna. He sido inhumano, innoble... Amo a otra, a una mujer que seguramente usted desprecia, pues la conoce, pero no puedo dejarla. Así, esos tres mil rubios...
—Abandónelo todo, Dmitri Fiodorovitch —le interrumpió, tajante, la dama—. Y especialmente a las mujeres. Su objetivo son las minas. En ellas no tienen ningún papel las mujeres. Más adelante, cuando usted vuelva célebre y rico, hallará una buena amiga en la más alta sociedad, una compañera joven, moderna, rica y sin prejuicios. Pues entonces el feminismo ya habrá triunfado y la mujer nueva habrá aparecido...
—Bien, señora; pero no es eso, no es eso lo que... —empezó a decir Dmitri, uniendo las palmas de las manos con un gesto de súplica.
—Sí, Dmitri Fiodorovitch; eso es precisamente lo que usted necesita, lo que le trastorna sin que usted se dé cuenta. A mí me interesa mucho el feminismo. Mi ideal se cifra en el progreso de la mujer, e incluso en su papel político en un porvenir inmediato. Tengo una hija, Dmitri Fiodorovitch, cosa que todos parecen olvidar. Una vez escribí a Chtchedrine hablándole del problema feminista. Este escritor me ha abierto tan amplios horizontes acerca de la misión de la mujer en la vida, que el año pasado le dirigí estas dos líneas: «Le estrecho contra mi corazón y le beso en nombre de la mujer moderna. ¡Adelante!» Y firmé: «Una madre.» Estuve a punto de firmar: «Una madre contemporánea», pero vacilé, y al fin me limité a escribir: «Una madre.» Resultaba más serio, Dmitri Fiodorovitch. Además, la palabra «contemporánea» habría podido recordarle El Contemporáneo, cosa desagradable, dado el rigor de la censura actual [41]. Pero, por Dios, ¿qué le sucede?
De pie y con las manos enlazadas, Mitia suplicó:
—Señora, si no quiere que me eche a llorar, entrégueme ya lo que tan generosamente...
—¡Llore, Dmitri Fiodorovitch, llore! Las lágrimas le allanarán el camino que le espera. El llanto es un agradable desahogo. Más adelante, cuando vuelva de Siberia, reiremos juntos...
—¡Oiga! —bramó Mitia—. Le suplico por última vez que me diga si puede entregarme hoy mismo la cantidad prometida, o cuándo he de venir a buscarla.
—¿Qué cantidad, Dmitri Fiodorovitch?
—Los tres mil rublos que tan generosamente se ha comprometido a prestarme.
—¿Prestarle tres mil rublos? ¡Yo no le he hecho tal promesa! —exclamó la dama, sorprendida.
—¿Cómo que no? Usted me ha dicho que podía considerar que ya los tenía en el bolsillo.
—¡Ah, ya caigo! Usted no ha comprendido, Dmitri Fiodorovitch. Me refería al producto de las minas. Le he prometido mucho más de tres mil rublos, pero sólo pensaba en las minas.
—Entonces, ¿no puedo contar con los tres mil rublos?
—No dispongo de esa cantidad. Ando muy mal de dinero; Dmitri Fiodorovitch. Incluso tengo ciertas dificultades con mi administrador. Me he visto obligada a pedir un préstamo de quinientos rublos a Miusov. Además, aunque los tuviera, no se los prestaría. Mi norma es no prestar dinero a nadie. Quien tiene deudores, tiene guerra. Y a usted, menos que a nadie le dejaría dinero, porque le aprecio y deseo salvarlo. Su salvación está en las minas, y sólo en las minas.
—¡Al diablo! —aulló Mitia, dando un tremendo puñetazo en la mesa.
—¡Dios mío! —exclamó la señora de Khokhlakov, corriendo a refugiarse en el otro extremo del salón.
En un arranque de despecho, Mitia escupió y salió precipitadamente de la casa. Iba a través de las tinieblas como un loco, golpeándose el pecho en el mismo punto en que se lo había golpeado dos días atrás, cuando se encontró con Aliocha en el camino. ¿A qué venían estos golpes idénticos y en el mismo sitio? ¿Qué significaban? Mitia no había revelado a nadie, ni siquiera a Aliocha, su secreto, que implicaba el deshonor, la perdición, e incluso el suicidio, ya que Dmitri había resuelto quitarse la vida si no encontraba los tres mil rublos que debía a Catalina Ivanovna, y si no podía saldar esta deuda, arrancando de su pecho, de aquel lugar de su pecho, el deshonor que gravitaba en él y torturaba su conciencia.