—Estaba resuelto a suicidarme. ¿Para qué vivir? El antigua amante de Gruchegnka, su seductor, había llegado, al cabo de cinco años, para reparar su falta casándose con ella. Entonces me dije que todo había terminado para mí... A mis espaldas quedaba la vergüenza y esa sangre, la sangre de Grigori. ¿Para qué vivir? Fui a recobrar mis pistolas, decidido a alojarme una bala en la cabeza al amanecer.
—Y esta noche, fiesta por todo lo alto.
—Exacto. ¡Bueno, señores; terminemos cuanto antes! Estaba resuelto a suicidarme en las afueras de la ciudad a las cinco de la mañana. Incluso tengo en mi bolsillo una nota escrita en casa de Perkhotine, después de cargar mi pistola. Aquí la tienen; léanla; convénzanse de que no miento.
Dicho esto con acento desdeñoso, arrojó el billete sobre la mesa. Los jueces lo leyeron con ávida curiosidad y, ¿cómo no?, lo unieron al expediente.
—¿Y no se le ocurrió lavarse las manos antes de ir a casa del señor Perkhotine? ¿No temía despertar sospechas?
—¿Sospechas? ¿Qué me importaban a mí las sospechas? Iba a suicidarme a las cinco de la mañana, antes de que se me pudiese detener. Si mi padre no hubiera sido asesinado, ustedes no habrían sabido nada y no estarían aquí. Todo ha sido obra del diablo. Él ha matado a mi padre; él les ha informado a ustedes tan pronto. ¿Cómo han podido llegar tan rápidamente? ¡Es increíble!
—El señor Perkhotine nos ha contado que usted ha entrado en su casa con una gran cantidad, un grueso fajo de billetes de cien rublos, en las manos..., en las manos manchadas de sangre. Su sirvienta también lo ha visto.
—Eso es cierto, señores: lo recuerdo perfectamente.
—Una pregunta —dijo con extrema amabilidad Nicolás Parthenovitch—. ¿Puede usted decirnos de dónde sacó ese dinero, siendo evidente que no tuvo usted tiempo de ir a su casa?
El procurador frunció las cejas ante esta pregunta hecha tan directamente, pero no interrumpió a Nicolás Parthenovitch.
—Desde luego, no fui a mi casa —dijo Mitia con toda calma, pero bajando los ojos.
—Siendo así, permítame repetir la pregunta —dijo el juez—. ¿De dónde sacó usted ese dinero en unos momentos en que, según sus propias palabras, había decidido que a las cinco de la mañana...?
—Necesitaba diez rublos y empeñé mis pistolas al señor Perkhotine. Después fui a casa de la señora de Khokhlakov para pedirle prestados tres mil rublos que ella no me quiso dar, etc., etc. Pues sí, caballeros; estaba sin recursos, y, de pronto, se vio en mis manos un grueso fajo de billetes de cien. Sé muy bien, señores, que están ustedes inquietos. Ustedes se preguntan: «¿Qué sucederá si no quiere explicarnos la procedencia del dinero?» Pues bien, no la explicaré. Esta vez han acertado ustedes: no lo sabrán.
Mitia dijo esto último recalcando las palabras. Nicolás Parthenovitch replicó, amable y sereno:
—Comprenda usted, señor Karamazov, que es importantísimo para nosotros conocer ese punto.
—Lo comprendo, pero no lo conocerán.
El procurador recordó al acusado que podía no responder a las preguntas que le hacían, si tal era su deseo; pero que debía tener en cuenta el perjuicio que se causaba a sí mismo con el silencio, especialmente cuando las preguntas que se le hacían eran tan importantes, que...
—¡Ya lo sé, señores, ya lo sé! ¡Estoy harto de esa cantinela! Comprendo la gravedad del asunto, comprendo que ése es el punto capital de la cuestión. Pero no hablaré.
—Eso no puede afectarnos a nosotros —dijo, nervioso, Nicolás Parthenovitch—. El mal se lo hace usted a sí mismo.
—¡Basta de palabras vanas, señores! Desde el principio he sospechado que chocaríamos al llegar a este punto. Pero cuando he empezado mi declaración, todo en mi cerebro era vago y brumoso, e incluso he caído en la candidez de proponerles una confianza mutua. Ahora veo que este intercambio de confianza es imposible, ya que teníamos que llegar a la maldita barrera en que estamos en este momento. Pero no les reprocho nada: comprendo que ustedes no pueden creerme simplemente bajo palabra.
Mitia se detuvo, cabizbajo.
—Aun sin renunciar a su resolución de guardar silencio sobre lo esencial, ¿querría usted explicarnos cuáles son los motivos, indudablemente muy poderosos, que le impulsan a encerrarse en el silencio en un momento tan crítico?
Mitia sonrió tristemente.
—Como soy mejor que ustedes, señores, les expondré estos motivos, aunque no lo merecen. Me callo por pudor. La respuesta a la pregunta sobre la procedencia del dinero implicaría para mí una vergüenza mayor que si hubiera asesinado a mi padre para robarle. Ya saben ustedes por qué me callo. ¿Qué, señores; quieren anotar esto?
—Sí, vamos a anotarlo —farfulló Nicolás Parthenovitch.
—No deben mencionar eso de la vergüenza. Si les he hablado de ello, pudiendo callarme, ha sido sólo por complacerlos... En fin, escriban ustedes lo que quieran —terminó Mitia, malhumorado—. Conservo mi orgullo ante ustedes.
—¿Quiere explicarnos de qué tipo es esa vergüenza? —preguntó tímidamente Nicolás Parthenovitch.
Una vez más, el procurador frunció el entrecejo.
— N—i—ni—, c’est fini; no insistan. No vale la pena envilecerse. Ya me he envilecido por el contacto con ustedes. Ustedes no merecen que yo les hable sinceramente; ni ustedes ni nadie. Ya lo saben, señores: no diré nada más sobre este punto.
La respuesta era tan categórica, que Nicolás Parthenovitch no insistió. Pero el juez leyó en los ojos de Hipólito Kirillovitch que éste no había perdido las esperanzas.
—¿Puede usted decir al menos, el dinero que tenía cuando llegó a casa del señor Perkhotine?
—No, no puedo decirlo.
—Usted ha hablado al señor Perkhotine de tres mil rublos recibidos en préstamo de la señora de Kokhlakov.
—Es posible. No insistan, señores; no diré la cifra.
—Bien. ¿Podemos preguntarle cómo ha venido a Mokroie y qué ha hecho usted desde su llegada?
—Para saber eso les bastaría preguntar a las personas que hay aquí. Sin embargo, lo voy a explicar.
No reproduciremos su relato, rápido y seco. Pasó por alto la embriaguez de Gruchegnka y dijo que había renunciado a suicidarse, por «haber cambiado las circunstancias». Narraba sin exponer los motivos ni entrar en detalles. Los magistrados le hicieron pocas preguntas. El relato de Mitia tenía para ellos escaso interés.
—Volveremos a esta cuestión cuando depongan los testigos, por supuesto en presencia de usted —dijo Nicolás Parthenovitch, dando por terminado el interrogatorio—. Ahora, ¿quiere depositar en la mesa todo lo que lleva encima, y especialmente el dinero?
—¿El dinero? Por supuesto, señores. A sus órdenes. Comprendo que es necesario. Me sorprende que no hayan pensado antes en ello. Aquí lo tienen. Cuenten, cuenten... Me parece que ya está todo.
Vació sus bolsillos de billetes y monedas y, finalmente, sacó dos piezas de diez copecs que le quedaban en uno de los bolsillos del chaleco. Se contó el dinero. Había en total ochocientos treinta y seis rublos y cuarenta copecs.
—¿Ya está todo? —preguntó el juez.
—Todo.
—Según ha dicho usted, ha gastado trescientos rublos en «Plotnikov», y ha dado diez rublos a Perkhotine y veinte al cochero. Además, ha perdido doscientos jugando a las cartas.
Nicolás Parthenovitch hizo las cuentas con ayuda de Mitia. Se contó hasta el último copec.
—Si a lo gastado añadimos estos ochocientos, resultará que usted debía de tener unos mil quinientos rublos.
—Exacto.
—Sin embargo, todos dicen que tenía mucho más.
—Son dueños de pensar lo que quieran.
—Y usted también.
—Sí, yo también.
—Las declaraciones de los testigos nos servirán para comprobar todo esto. Esté usted tranquilo respecto a su dinero. Se depositará en sitio seguro y se le devolverá cuando todo haya terminado..., si se demuestra que usted tiene derecho a ello. Ahora...
Nicolás Parthenovitch se levantó y dijo a Mitia que estaba obligado a prestarse a una inspección completa de sus ropas y de todo él.
—Bien, señores. Me volveré los bolsillos del revés si ustedes quieren.
Y así lo hizo.
—Se ha de quitar la ropa.
—¿Desnudarme? ¿Para qué, demonio? ¿No pueden registrarme vestido?
—No, Dmitri Fiodorovitch. Es necesario que se quite usted la ropa.
—Como ustedes quieran —accedió Mitia, contrariado—. Pero no aquí, por favor: detrás de la cortina. ¿Quién me registrará?
—Desde luego, la inspección se llevará a cabo detrás de la cortina —aprobó Nicolás Parthenovitch, cuyo pequeño rostro tenía una expresión de profunda gravedad, acompañando sus palabras con un movimiento afirmativo de la cabeza.
CAPITULO VI
El procurador confunde a Mitia
Entonces se desarrolló una escena que Mitia no esperaba. Diez minutos antes, no habría sospechado ni remotamente que nadie osara tratarle a él, a Mitia Karamazov, de aquel modo. Se sintió humillado, expuesto a dejarse llevar de la arrogancia y el desdén. No le importó quitarse la levita, pero se le rogó que se desnudara por completo. Mejor dicho, se le ordenó. Mitia se dio perfecta cuenta de ello. Se sometió en silencio, con orgullo desdeñoso.
Al pasar al otro lado de la cortina, además de los jueces, le habían seguido varios patanes. «Sin duda, para prestar ayuda —pensó—. O tal vez para algo más.»
—¿He de quitarme también la camisa? —preguntó Mitia, de pronto.
Pero Nicolás Parthenovitch no le contestó. Tanto él como el procurador estaban enfrascados y vivamente interesados en el examen de la levita, de los pantalones, del chaleco y del gorro.
«¡Qué desfachatez! No observan ni siquiera la corrección reglamentaria.»
—Les vuelvo a preguntar si he de quitarme la camisa —dijo Mitia, irritado.
—No se inquiete por eso: ya le diremos si se la tiene que quitar —repuso Nicolás Parthenovitch en un tono que pareció autoritario a Dmitri.
El procurador y el juez hablaban a media voz. La levita presentaba, sobre todo el faldón izquierdo, grandes manchas de sangre coagulada, y lo mismo el pantalón. Además, Nicolás Parthenovitch examinó, en presencia de los testigos de la placa metálica, el cuello, las vueltas, las costuras, para cerciorarse de que no había en ellos dinero escondido. Esto hizo comprender a Mitia que se le consideraba capaz de todo. «Me tratan como a un ladrón, no como a un oficial», gruñó para sí.
Cambiaban impresiones en su presencia con toda franqueza. El escribano, que estaba también detrás de la corona, llamó la atención a Nicolás Parthenovitch sobre el gorro, que se examinó igualmente.
—Acuérdese del escribiente Gridenka. En el verano fue a recoger los sueldos de todos los empleados de la cancillería, y, al regresar, dijo que se había embriagado y había perdido el dinero. ¿Dónde se encontró? En el ribete del gorro. Allí cosió, después de enrollarlos, los billetes de cien rublos.
El juez y el procurador se acordaron perfectamente de este hecho y sometieron el gorro a un examen tan minucioso como el que habían realizado en otras prendas.
—Un momento —exclamó de pronto Nicolás Parthenovitch, al ver el puño de la manga derecha de la camisa de Mitia, vuelto hacia arriba y manchado de sangre—. ¿Es sangre esto?
—Sí.
—¿De quién? ¿Y por qué está vuelta su manga?
Mitia explicó que se la había manchado al atender a Grigori, y que se había vuelto la manga en casa de Perkhotine, para lavarse las manos.
—Tendrá que quitarse también la camisa. Puede ser una prueba importante.
Mitia enrojeció y gruñó:
—Entonces tendré que quedarme desnudo.
—No se preocupe por eso. Todo se arreglará. Tendrá que quitarse también los calcetines.
—¿Habla en serio? ¿Es indispensable?
—Hablo completamente en serio —replicó severamente Nicolás Parthenovitch.
—Bien, bien. Si es necesario... —murmuró Mitia.
Se sentó en la cama y empezó a quitarse los calcetines. Estaba confuso y —cosa extraña—, al permanecer desnudo, se sentía como culpable ante aquellos hombres vestidos. Incluso le parecía que tenían derecho a despreciarlo como a un ser inferior.
«La desnudez —pensó— no tiene nada de particular. La vergüenza nace del contraste. Esto parece un sueño; yo he tenido a veces, en sueños, sensaciones de esta índole.»
Se sonrojó al quitarse los calcetines, bastante sucios, como su ropa interior, cosa que todo el mundo estaba viendo. Nunca le habían gustado sus pies; siempre le habían parecido deformes sus pulgares, especialmente el derecho, aplanado y con la uña encorvada, y todo el mundo los estaba viendo. La vergüenza acrecentó su grosería. Se quitó la camisa con rabia.
—¿No quieren ustedes mirar en otra parte, si no les da vergüenza?