Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 77 стр.


—Perdone. Hace tres meses, usted despilfarró aquí tres mil rublos y no mil quinientos: todo el mundo lo sabe.

—¿Usted cree que hay alguien que lo sabe? ¿Quién ha contado mi dinero?

—Usted mismo ha dicho que gastó en aquella ocasión tres mil rublos.

—Cierto: lo dije a todo el que me hablaba de ello, la noticia corrió y toda la ciudad aceptó la cifra. Sin embargo, sólo gasté mil quinientos rublos, y los otros mil quinientos los puse en una bolsita que me colgué del cuello. Ya saben ustedes de dónde procede el dinero que empecé a gastar ayer.

—Todo eso es muy extraño —murmuró Nicolás Parthenovitch.

—¿No habló a nadie de eso, de esos mil quinientos rublos restantes? —preguntó el procurador.

—No, no hablé a nadie.

—Es extraño. ¿De veras no lo dijo a nadie, a nadie en absoluto?

—A nadie en absoluto.

—¿Por qué ese silencio? ¿Qué razón le llevó a envolver este asunto en el misterio? Aunque a usted le parezca que cometió un acto vergonzoso, esa apropiación temporal de tres mil rublos es, a mi entender, un pecadillo de escasa importancia si tenemos en cuenta el carácter de usted. Admito que su proceder sea censurable, pero no vergonzoso... Por lo demás, muchos han sospechado la procedencia de esos tres mil rublos, aunque no la hayan revelado. Incluso yo he oído hablar de ello, y también Mikhail Makarovitch... En una palabra, es el secreto de Polichinela. Además, hay ciertos indicios, desde luego posiblemente erróneos, de que usted dijo a alguien que esos tres mil rublos procedían de la señorita Verkhovtsev. Por eso es incomprensible que envuelva usted en el misterio y que le produzca tanto horror haberse reservado una parte de esa cantidad. Cuesta creer que le sea tan penoso revelar este secreto. Usted acaba de exclamar: «¡Antes el presidio!»

El procurador se detuvo. Se había acalorado y lo reconocía, pero sin creer que había obrado mal.

—No son esos mil quinientos rublos la causa de mi vergüenza, sino el hecho de haber dividido la suma —exclamó Mitia en un arrebato de orgullo.

—Pero dígame —replicó, irritado, el procurador—: ¿cómo puede usted considerar vergonzoso haber hecho dos partes de esos tres mil rublos que se quedó usted indebidamente? Lo que importa es que se haya apropiado esta cantidad y no el use que haya hecho de ella. Y ya que hablamos de esto, ¿quiere decirme por qué hizo esta división? ¿Qué es lo que perseguía? ¿Puede usted explicárnoslo?

—Caballeros, lo que importa es la intención. Dividí en dos partes el dinero por vileza, o sea por cálculo; porque el cálculo en este caso es una vileza. Y esta vileza ha durado todo un mes.

—Es incomprensible.

—Me asombra que no lo comprenda. En fin, se lo explicaré. Acaso sea una realidad incomprensible. Escúcheme atentamente. Vamos a suponer que me apropio de tres mil rublos que se me entregan confiando en mi honor. Dilapido la cantidad entera entre jarana y jarana. A la mañana siguiente voy a casa de ella y le digo: «Perdón, Katia: me he gastado tus tres mil rublos.» ¿Está esto bien? No, es una vileza, el acto de un monstruo, de un hombre incapaz de dominar sus malos instintos. Pero esto no es un robo; convengan ustedes en que no es un robo directo. Yo he dilapidado el dinero, pero no lo he robado. Ahora hablemos de un caso todavía más perdonable. Presten mucha atención, pues la cabeza me da vueltas. Dilapido solamente mil quinientos rublos de los tres mil. A la mañana siguiente voy a casa de Katia para entregarle el resto. «Katia, soy un miserable. Toma estos mil quinientos rublos. Los otros mil quinientos los he despilfarrado, y éstos los despilfarraría igualmente. Líbrame de la tentación.» ¿Qué soy en este caso? Un malvado, un monstruo, todo lo que ustedes quieran; pero no un verdadero ladrón, pues un ladrón no habría devuelto el resto de la cantidad, sino que se la habría quedado. Ella vería, además, que, del mismo modo que le devolvía la mitad del dinero, procuraría devolverle todo lo demás, aunque para ello tuviera que trabajar hasta el fin de mis días. En este caso seré un sinvergüenza, pero no un ladrón.

—Admitamos que existe cierta diferencia —dijo el procurador con una fría sonrisa—. Pero es extraño que dé usted a esta diferencia una importancia tan extraordinaria.

—Sí, veo una diferencia extraordinaria. Se puede ser un hombre sin escrúpulos, yo incluso creo que todos lo somos; pero para robar hay que ser un redomado bribón. Mi pensamiento se pierde en estas sutilezas. Desde luego, el robo es el colmo del deshonor. Piensen en esto: hace un mes que llevo encima este dinero. Podía haberlo devuelto cualquier día, y habría cambiado mi situación. Pero no me decidí a proceder de este modo, a pesar de que no pasaba día sin que me exhortara a mí mismo a hacerlo. Así ha pasado un mes. ¿Green ustedes que está bien esto?

—Admito que no está bien; eso no se lo discuto. Pero dejemos de polemizar sobre estas diferencias sutiles. Le ruego que vayamos a los hechos. Todavía no nos ha explicado usted los motivos que le han llevado a dividir en dos partes los tres mil rublos. ¿Con qué objeto ocultó usted la mitad? ¿Qué destino pensaba darle? Insisto en ello, Dmitri Fiodorovitch.

—¡Es verdad! —exclamó Mitia, dándose una palmada en la frente—. Perdónenme por haberlos tenido en tensión en vez de explicarles lo principal. De haberlo hecho, ustedes lo habrían comprendido todo enseguida, pues es la finalidad de mi proceder la causa de mi vergüenza. Miren ustedes, mi difunto padre no cesaba de acosar a Agrafena Alejandrovna. Yo tenía celos; creía que ella vacilaba entre mi padre y yo. Yo pensaba a diario: «¿Y si ella toma una resolución y me dice de pronto: “Te amo a ti; llévame al otro extremo del mundo”?» Yo no tenía más que veinte copecs. ¿Cómo llevarla a ninguna parte? ¿Qué podía hacer? Me veía perdido. Pues no la conocía aún y creía que no me perdonaría mi pobreza. Entonces aparté la mitad de los tres mil rublos, conté el dinero con calma, premeditadamente, lo guardé en la bolsita que cosí y colgué de mi cuello y me fui a gastar alegremente los otros mil quinientos rublos. Esto es innoble. ¿Lo comprenden ya?

Los jueces se echaron a reír. Nicolás Parthenovitch dijo:

—A mi entender, no gastándolo todo, dio usted una prueba de moderación y moralidad. No considero que la cosa sea tan grave como usted dice.

—La gravedad está en que he robado. Es lamentable que no lo comprendan ustedes. Desde que colgué los mil quinientos rublos de mi cuello, me decía a diario: «Eres un ladrón, un ladrón.» Este sentimiento ha sido la fuente de todas las violencias que he cometido durante este mes. Por eso vapuleé al capitán en la taberna y por eso golpeé a mi padre. Ni siquiera me atreví a revelar este secreto a mi hermano Aliocha; ello prueba hasta qué punto me consideraba un malvado y un bribón. Sin embargo, pensaba: «Dmitri Fiodorovitch, no eres todavía un ladrón, ya que puedes ir mañana mismo a devolver los mil quinientos rublos a Katia.» Y ayer por la tarde tomé la decisión de rasgar la bolsita. En ese momento me convertí indudablemente en un ladrón. ¿Por qué? Porque, al mismo tiempo que mi bolsita, destruí mi sueño de ir a decir a Katia: «Soy un sinvergüenza, pero no un ladrón.» ¿Lo comprenden ya?

—¿Y por qué tomó esa resolución precisamente ayer por la tarde? —preguntó Nicolás Parthenovitch.

—¡Qué pregunta tan tonta! La tomé porque me había condenado a muerte: me suicidaría a las cinco de la mañana, aquí mismo, a la luz del alba. Yo me decía: «¿Qué importa morir con honra o deshonra?» Pero vi que no era lo mismo. Créanme, señores, que lo que esta noche me ha torturado sobre todo no ha sido la muerte de Grigori ni el terror de ir a Siberia precisamente cuando sentía el triunfo de mi amor y el cielo se abría de nuevo ante mí. Desde luego, esto me ha atormentado, pero menos que la idea de haber sacado de mi pecho ese dinero maldito para dilapidarlo y haberme convertido así en un verdadero ladrón. Lo repito, señores: he aprendido mucho esta noche. He aprendido que no sólo es muy difícil vivir con el conocimiento de ser un hombre sin honor, sino también morir con semejante sentimiento... Es preciso ser honrado para afrontar la muerte.

Mitia estaba pálido.

—Empiezo a comprenderlo, Dmitri Fiodorovitch —dijo el procurador amablemente—; pero, la verdad, yo creo que todo eso es de origen nervioso. Usted está enfermo de los nervios. ¿Por qué razón, para poner fin a sus sufrimientos, no fue a devolver esos mil quinientos rublos a la persona que se los había confiado y a explicarle todo lo sucedido? Y luego, dada su desesperada situación, ¿por qué no dio un paso que parece sumamente natural? Después de haber confesado noblemente sus faltas, pudo pedirle la cantidad que era para usted tan necesaria. Dada la generosidad de la persona perjudicada y el grave conflicto en que se hallaba usted, estoy seguro de que esa señorita le habría hecho el préstamo deseado, sobre todo si usted le hubiera ofrecido las mismas garantías que al comerciante Samsonov y a la señora de Khokhlakov. ¿Acaso no considera usted que esa garantía sigue teniendo el mismo valor que antes?

Mitia enrojeció.

—¿Tan vil me cree usted? ¡Usted no puede hablar en serio! —exclamó, indignado.

—Hablo completamente en serio —dijo el procurador, no menos sorprendido que Dmitri—. ¿Por qué lo duda usted?

—Porque eso sería innoble. ¡Me están ustedes atormentando! En fin, lo diré todo, les revelaré hasta el fondo de mi pensamiento demoníaco, y entonces se sonrojarán ustedes al ver hasta dónde pueden descender los sentimientos humanos. Sepa que también yo pensé en la solución que usted me propone, señor procurador. Sí, señores: estaba casi decidido a ir a casa de Katia: hasta ese extremo llegó mi ruindad. Pero piense usted en lo que significaba ir a anunciarle mi traición y pedirle dinero para los gastos que esta traición imponía; pedírselo a ella, a Katia, y huir inmediatamente con su rival, con la mujer que la odiaba y la había ofendido... ¿Está usted loco, señor procurador?

—No estoy loco —dijo el procurador sonriendo—. Lo que ocurre es que no había pensado que pudieran existir esos celos de mujer... Si realmente existen, como usted afirma, podría, en efecto, haber algo de lo que usted dice.

—¡Habría sido una bajeza incalificable! —bramó Mitia golpeando la mesa con el puño—. Ella me habría dado el dinero por venganza, para testimoniarme su desprecio, pues también ella tiene un alma pronta a estallar en una cólera infernal. Yo habría tomado el dinero, seguro que lo habría tomado, y entonces habría estado toda la vida... ¡Dios mío! Perdónenme, señores, que hable en voz tan alta... No hace mucho que pensaba en esa posibilidad. Pensé la otra noche, mientras cuidaba a Liagavi, y durante todo el día de ayer (lo recuerdo perfectamente) hasta que se produjo el suceso.

—¿Qué suceso? —preguntó Nicolás Parthenovitch.

Pero Mitia no le escuchó.

—Les he confesado algo tremendo. Sepan apreciarlo, señores; compréndanlo en todo su valor. Pero si ustedes son incapaces de comprenderme, eso significará que me desprecian, y yo me moriré de vergüenza por haber abierto mi corazón a personas como ustedes. Sí, moriré... Ya veo que no me creen...

—¿Cómo? ¿Van a tomar nota de esto?

—Sí —repuso Nicolás Parthenovitch, sorprendido—. Consignaremos que hasta el último momento pensó usted en ir a casa de la señorita Verkhovtsev para pedirle esos mil quinientos rublos. Esta declaración es importantísima para nosotros, Dmitri Fiodorovitch..., y más aún para usted.

—¡Dios mío, señores: tengan al menos el pudor de no consignar eso! Les muestro mi alma al desnudo, y ustedes me corresponden rebuscando en ella. ¡Dios santo!

Se cubrió el rostro con las manos.

—No se preocupe por eso, Dmitri Fiodorovitch —dijo el procurador—. Se le leerá todo lo que se ha escrito y se modificará el texto en aquellos puntos en que usted no esté de acuerdo con lo consignado. Ahora le pregunto por tercera vez: ¿es verdad que nadie, ni una sola persona, ha oído hablar de ese dinero guardado en una bolsita?

—Nadie, nadie. Ya lo he dicho. ¿Es que no me entiende? ¡Déjeme en paz!

—De acuerdo. Pero este punto habrá de aclararse. Reflexione. Tenemos una decena de testigos que afirman que usted mismo ha dicho que iba a dilapidar tres mil rublos y no mil quinientos. Y al llegar usted aquí, muchos le han oído decir que tenía tres mil rublos para gastar.

—Puede usted contar con centenares de testimonios análogos: un millar de personas me lo han oído decir.

—O sea que todo el mundo está de acuerdo. Esto de «todo el mundo» significa algo, ¿no?

—No significa absolutamente nada. He mentido, y todo el mundo ha repetido mi mentira.

—¿Y por qué ha mentido?

—¡Sabe Dios! Por jactancia seguramente, por conseguir la mezquina gloria de haber dilapidado una cantidad importante. O tal vez por olvidarme del dinero que me había apartado... Sí, por eso fue... ¡Y basta ya! ¿Cuántas veces me ha hecho usted esa pregunta? He mentido y no he querido rectificar: esto es todo... ¿Por qué mentiremos a veces?

—Eso es fácil de explicar, Dmitri Fiodorovitch —dijo gravemente el procurador—. Pero dígame: esa bolsita, como usted la llama, ¿era muy pequeña?

—Bastante.

—¿Qué tamaño tenía, aproximadamente?

—Pues... el tamaño de medio billete de cien rublos.

—Lo mejor será que nos muestre la bolsita hecha jirones. Supongo que la llevará usted encima.

—¡Qué disparate! Ni siquiera sé dónde está.

—Permítame una pregunta: ¿dónde y cuándo se la quitó del cuello? Usted ha declarado que no volvió a su casa.

—Después de hablar con Fenia, me dirigí a casa de Perkhotine. Entonces desgarré la bolsita para sacar el dinero.

—¿En la oscuridad?

—No hacía falta ni la luz de una bujía: me fue fácil desgarrar la tela.

—¿Sin tijeras y en medio de la calle?

—Creo que estaba en la plaza.

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