—¿Me ruega que vaya a verla? ¿Para qué? —preguntó Aliocha, profundamente asombrado y con un gesto de preocupación.
—Se trata de algo relacionado con Dmitri Fiodorovitch y... con todos esos asuntos que ahora llevan ustedes entre manos —dijo apresuradamente la madre—. Catalina Ivanovna ha encontrado una solución, mas, para ponerla en práctica, necesita verle imprescindiblemente. ¿Por qué? Lo ignoro. El caso es que le ruega que vaya a verla lo antes posible. Y espero que usted no dejará de ir: sus convicciones cristianas se lo impiden.
—Sólo he visto a Catalina Ivanovna una vez —dijo Aliocha, todavía perplejo.
—¡Es una criatura tan noble, tan recta!... Lo merece todo, aunque sólo sea por sus sufrimientos... ¿Usted sabe lo que ha pasado..., y lo que está pasando..., y lo que le espera?... ¡Es horrible, horrible!...
—Iré —dijo Aliocha después de haber echado una ojeada a la nota, breve y enigmática, que no explicaba nada y que se limitaba a pedirle encarecidamente que fuera.
—¡Qué bueno es usted! —exclamó Lise, animándose—. Yo le decía a mi mamá: «No irá, porque está entregado enteramente a Dios.» Es usted muy bueno. Siempre he pensado que es muy bueno, y estoy muy satisfecha de podérselo decir ahora.
—¡Lise! —la reprendió su madre, aunque sonriendo—. Nos tiene usted olvidadas, Alexei Fiodorovitch: nunca viene a vernos. Y Lise me ha dicho más de una vez que sólo se siente bien cuando está a su lado.
Aliocha levantó la cabeza, enrojeció de nuevo y sonrió sin sabe¡ por qué.
El staretsya no le miraba. Estaba hablando con el monje que le esperaba, como ya hemos dicho, junto al sillón de Lise. Era un humilde religioso, obtuso y de ideas rígidas, pero con una fe que rayaba en la obstinación. Dijo que vivía lejos, en el norte, cerca de Obdorsk, en un pequeño monasterio que sólo tenía nueve monjes. El staretsle bendijo y le invitó a ir a su celda cuando le pareciese.
—¿Cómo puede usted conseguir estas cosas? —preguntó el monje señalando gravemente a Lise. Aludía a su curación.
—Es todavía demasiado pronto para hablar de eso. Que se sienta aliviada no quiere decir que esté curada por completo. El alivio puede obedecer a otras causas. En fin de cuentas, todo lo que haya pasado es obra de la voluntad de Dios. Todo procede de Él... Venga a verme, padre. Algún día me será imposible recibirle. Estoy enfermo y sé que tengo los días contados.
—¡Oh, no! —exclamó la dama—. Dios no nos lo quitará. Usted vivirá aún mucho tiempo, mucho tiempo. ¿Cómo puede estar enfermo, con el buen aspecto que tiene? ¡Parece tan contento, tan feliz!
—Hoy me siento mucho mejor que otros días, pero yo sé que esto no durará mucho. Conozco bien mi enfermedad. Si mi aspecto es alegre, no puede usted figurarse lo que me complace oírselo decir. Pues la felicidad es el objetivo del ser humano. El que ha sido perfectamente feliz tiene derecho a decir: «He cumplido la ley divina en la tierra.» Los justos, los santos, los mártires han sido felices.
—¡Qué palabras tan audaces, tan sublimes! —exclamó la madre—. Penetran a través de nuestro ser. Sin embargo, ¿dónde está la felicidad? Ya que ha tenido usted la bondad de permitirnos verlo hoy, escuche lo que no le dije en mi anterior visita, lo que no me atreví a decirle, lo que me atormenta desde hace mucho tiempo. Pues me siento atormentada, si, atormentada.
Y en un arranque de fervor enlazó las manos.
—¿Cuál es su tormento?
—No creer.
—¿No creer en Dios?
—¡Oh, no! En eso ni siquiera me atrevo a pensar. ¡Pero qué enigma es la vida futura! Nadie sabe de ella una palabra. Escúcheme, padre, usted que conoce el alma humana y el modo de curarla. No le pido que me crea enteramente, pero le doy mi palabra de honor de que le hablo con toda seriedad. La idea de la vida de ultratumba me conmueve hasta atormentarme, hasta aterrarme. No sé a quién preguntar, ni me he atrevido a hacerlo en toda mi vida... Ahora me permito dirigirme a usted... ¡Qué pensará de mi, Dios mío!
Y se quedó mirándole, con las manos enlazadas.
—No se preocupe por mi opinión —repuso el starets—. Creo en la sinceridad de su inquietud.
—¡Cuánto se lo agradezco! Oiga: cierro los ojos y pienso: «Todos creen. ¿Por qué?» Se dice que la religión tiene su origen en el terror que inspiran ciertos fenómenos de la naturaleza, pero que todo es una falsa apariencia. Y me digo que he creído toda la vida, que moriré y no encontraré nada, que entonces «sólo la hierba crecerá sobre mi tumba», como dice un escritor. Esto es horrible. ¿Cómo recobrar la fe? En mi infancia, yo creí mecánicamente, sin pensar en nada. ¿Cómo convencerme? He venido a inclinarme ante usted y a suplicarle que me ilumine. Si pierdo esta ocasión, ya no encontraré a nadie que me responda. ¿Cómo convencerme? ¿Con qué pruebas? ¡Qué desgraciada soy! Las personas que me rodean no se preocupan de esto, y yo sola no puedo soportar mis dudas. Estoy abrumada.
—Lo comprendo. Pero estas cosas no pueden probarse. Uno tiene que convencerse por sí mismo.
—¿Cómo?
—Por medio del amor, que es el que lo hace todo. Procure amar al prójimo con un ardor inextinguible. A medida que vaya usted progresando en el amor al prójimo, se irá convenciendo de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. Si alcanza la abnegación completa en su amor al prójimo, creerá ciegamente y la duda no podrá siquiera rozar su alma. Esto está demostrado por la experiencia.
—¿El amor que lo hace todo? He aquí otro problema..., ¡y qué problema! Mire: yo amo de tal modo a la humanidad, que, aunque usted no lo crea, he pensado a veces en abandonarlo todo, incluso a Lise, y convertirme en hermana de la Caridad. Cierro los ojos, pienso, sueño, y en esos momentos me asiste una fuerza invencible. Ninguna herida, ninguna llaga purulenta me inquietará: las lavaré con mis propias manos y seré una enfermera presta a besar las úlceras de los pacientes.
—No es poco que haya tenido tales pensamientos. Algún día realizará usted, por obra del azar, una buena acción.
—¿Pero podré soportar durante mucho tiempo semejante vida? —siguió diciendo la dama con vehemencia—. Ésta es la cuestión más importante, la que más me atormenta. Cierro los ojos y me pregunto: «¿Permanecerás mucho tiempo en este camino? Si el enfermo al que lavas las úlceras lo paga con la ingratitud, si te atormenta con sus caprichos, sin apreciar ni advertir siquiera tu devoción; si grita, se muestra exigente e incluso presenta quejas sobre ti, como pueden hacer las personas atormentadas por el sufrimiento, ¿perdurará tu amor?» Y sepa usted que yo me he dicho ya con profunda desazón: «La ingratitud es lo único que puede enfriar, e inmediatamente, mi amor activo por la humanidad.» En una palabra, que, al amar, trabajo por un salario y exijo recibirlo inmediatamente en forma de elogios y de un amor como el mío. De otro modo, no me es posible amar a nadie.
Después de haberse fustigado a sí misma con este arrebato de sinceridad, se quedó mirando al staretscon una fijeza provocadora.
Y el staretsrepuso:
—Eso mismo me dijo hace ya mucho tiempo un médico amigo mío, hombre inteligente y de edad madura. Se expresaba tan francamente como usted, aunque bromeando con cierta amargura. Me decía: «Amo a la humanidad, pero, para sorpresa mía, cuanto más quiero a la humanidad en general, menos cariño me inspiran las personas en particular, individualmente. Más de una vez he soñado apasionadamente con servir a la humanidad, y tal vez incluso habría subido el calvario por mis semejantes, si hubiera sido necesario; pero no puedo vivir dos días seguidos con una persona en la misma habitación: lo sé por experiencia. Cuando noto la presencia de alguien cerca de mí, siento limitada mi libertad y herido mi amor propio. En veinticuatro horas puedo tomar ojeriza a las personas más excelentes: a una porque permanece demasiado tiempo en la mesa, a otra porque está acatarrada y no hace más que estornudar. Apenas me pongo en contacto con los hombres, me siento enemigo de ellos. Sin embargo, cuanto más detesto al individuo, más ardiente es mi amor por el conjunto de la humanidad.»
—¿Qué hacer, qué hacer en tal caso? Hay para desesperarse.
—No. Basta con que se sienta usted desolada. Haga todo cuanto pueda, y se le tendrá en cuenta. Usted ya ha hecho mucho por conseguir conocerse a sí misma profundamente, tal como realmente es. Si me ha hablado con tanta franqueza sólo para oír mis alabanzas a su sinceridad, no conseguirá nada, seguramente, en los dominios del amor activo: todo quedará reducido a un sueño, y como un sueño transcurrirá su vida. Entonces, claro es, se olvidará de la vida futura y, en fin de cuentas, se tranquilizará de un modo de otro.
—Me abruma usted. Ahora me doy cuenta de que, al hablarle de mi horror a la ingratitud, daba por descontados los elogios que me valdría mi franqueza. Usted me ha llevado a leer en mí misma.
—¿De veras? Pues bien, tras esta confesión, creo que es usted buena y sincera. Aunque no alcance la felicidad, recuerde siempre que está en el buen camino y procure no salir de él. Sobre todo, no mienta, y menos aún a sí misma. Observe sus propias falsedades, examínelas continuamente. Evite también la aversión hacia los demás y hacia sí misma. Lo que le parezca malo en usted, queda purificado por el hecho de que haya visto que es malo. Rechace también el temor, aunque éste sea únicamente la consecuencia de la mentira. No tema jamás a su propia cobardía en la persecución del amor. Tampoco debe asustarse de sus malas acciones en este terreno. Lamento no poder decirle nada más consolador, pues el amor activo, comparado con el amor contemplativo, es algo cruel y espantoso. El amor contemplativo está sediento de realizaciones inmediatas y de la atención general. Uno está incluso dispuesto a dar su vida con tal que esto no se prolongue demasiado, que termine rápidamente y como en el teatro, bajo las miradas y los elogios del público. El amor activo es trabajo y tiene el dominio de sí mismo; para algunos es una verdadera ciencia. Pues bien, le anuncio que en el momento mismo en que vea, horrorizada, que, a pesar de sus esfuerzos, no solamente no se ha acercado a su objetivo, sino que se ha alejado de él, en ese momento habrá alcanzado su fin y verá sobre usted el poder misterioso del Señor, que la habrá guiado con amor sin que usted se haya dado cuenta. Perdone que no pueda dedicarle más tiempo: me esperan. Adiós.
La señora de Khokhlakov lloraba.
—¿No se acuerda de Lise? —preguntó ansiosamente—. Bendígala.
—No merece que se la quiera —repuso el staretsen broma—. Ha estado muy juguetona mientras hablábamos. ¿Por qué te burlas de Alexei?
En efecto, Lise había estado enfrascada en un curioso juego. En la visita anterior había advertido que Aliocha se turbaba en su presencia, y esto la divirtió sobremanera. La encantaba mirarlo fijamente y ver como él, dominado por esa mirada persistente y como impulsado por una fuerza irresistible, la miraba a su vez. Entonces Lise sonreía triunfalmente, y esta sonrisa aumentaba el despecho y la confusión de Aliocha. Al fin, el joven eludió francamente las miradas de Lise, ocultándose detrás del starets. Pero minutos después, como hipnotizado, asomó la cabeza para ver si ella lo miraba. Lise, que estaba casi fuera del sillón, le observaba de soslayo y esperaba, impaciente, que los ojos de Aliocha se levantaran y la mirasen, y al ver que él, en efecto, volvió a mirarla, se echó a reír tan ruidosamente, que el staretsno pudo contenerse y le dijo:
—¡Qué revoltosa eres! Te gusta ponerlo colorado, ¿eh?
Lise enrojeció hasta las orejas. Sus ojos brillaron intensamente. Su carita se puso sería. Y la enfermita, nerviosa, indignada, se lamentó:
—¿Por qué se olvida de todo? Cuando yo era una niña pequeña, me llevaba en brazos y jugaba conmigo. Él me enseñó a leer. Hace dos años, cuando se marchó, me dijo que no me olvidaría nunca, que éramos amigos para siempre. Y ahora me tiene miedo como si me lo fuera a comer. ¿Por qué no se acerca a mí? ¿Por qué no quiere hablarme? ¿Por qué no viene a vernos? Usted no lo retiene, pues yo sé que puede ir a donde quiera. No estaría bien que yo le invitara. Él debe ser el primero en acordarse de mí. Pero no: ¡el señor hace vida de religioso! ¿Por qué le ha puesto ese hábito de largos faldones? ¿No ve que caerá si tiene que correr?
De pronto, no pudiendo contenerse, se cubrió la cara con la mano y prorrumpió en una risa nerviosa, reprimida, prolongada, que sacudía todo su cuerpo.
El starets, que la había escuchado en silencio, la bendijo. Ella le besó la mano, la apretó contra sus ojos y se echó a llorar.
—No se enfade conmigo. Soy una tonta; no sirvo para nada. Aliocha tiene razón al no querer nada con una chica tan ridícula...
El staretsla interrumpió:
—Te lo enviaré, te lo enviaré sin falta.
CAPITULO V
¡Así sea!
El staretshabía estado ausente unos veinticinco minutos. Eran más de las doce y media, y aún no había llegado Dmitri Fiodorovitch, por quien se había convocado la reunión. Ya casi se le habla olvidado.
Cuando el staretsreapareció en la celda encontró a sus visitantes enzarzados en una conversación animadísima en la que participaban especialmente Iván Fiodorovitch y los dos religiosos. Miusov intervino con calor, pero con escaso éxito: permanecía en un segundo plano y apenas se le contestaba, lo que le producía una creciente indignación. Antes había librado un combate de erudición con Iván Fiodorovitch y se rebelaba ante cierta falta de consideración que había advertido en el joven. «Yo —se decía— estoy al corriente de todo lo que hay de progresista en Europa, pero esta nueva generación nos ignora por completo.»
Fiodor Pavlovitch, que se había jurado permanecer de espectador sin decir nada, guardaba silencio, observando con una sonrisita sarcástica a su vecino Piotr Alejandrovitch, cuya irritación le producía gran regocijo. Hacía rato que acechaba el momento de desquitarse, y al fin encontró la ocasión. Se inclinó ante el hombro de su vecino y le dijo a media voz: