Annotation
La Compañía se ha disuelto y sus integrantes emprenden caminos separados. Frodo y Sam continúan solos su viaje a lo largo del río Anduin, perseguidos por la sombra misteriosa de un ser extraño que también ambiciona la posesión del Anillo. Mientras, hombres, elfos y enanos se preparan para la batalla final contra las fuerzas del Señor del Mal.
J. R. R. Tolkien
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS
II
Minotauro
Título original: The Lord of the Rings II. The Two Towers
Primera edición en inglés: 1954
Traducción: Matilde Horne y Luis Domènech
Ilustrado por Alan Lee
ISBN: 978-84-450-7750-4
Tres anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo.
Siete para los Señores Enanos en casas de piedra.
Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir.
Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
LIBRO TERCERO
1
LA PARTIDA DE BOROMIR
Aragorn trepó rápidamente por la colina. De vez en cuando se inclinaba hasta el suelo. Los hobbits tienen el paso leve y no dejan huellas fáciles de leer, ni siquiera para un Montaraz, pero no lejos de la cima un manantial cruzaba el sendero, y Aragorn vio en la tierra húmeda lo que estaba buscando.
—Interpreto bien los signos —se dijo—. Frodo corrió a lo alto de la colina. ¿Qué habrá visto allí?, me pregunto. Pero luego bajó por el mismo camino.
Aragorn titubeó. Hubiera querido ir él mismo hasta el elevado sitial, esperando ver algo que lo orientase de algún modo, pero el tiempo apremiaba. De pronto dio un salto hacia adelante y corrió a la cima; atravesó las grandes losas y subió por los escalones. Luego, sentándose en el alto sitial, miró alrededor. Pero el sol parecía oscuro, y el mundo apagado y lejano. Se volvió desde el norte y dio una vuelta completa hasta mirar de nuevo al norte, y no vio nada excepto las colinas distantes, aunque allá a lo lejos la forma de un pájaro grande parecido a un águila planeaba en el cielo otra vez y descendía a tierra en círculos amplios y lentos.
Aún mientras observaba alcanzó a oír unos sonidos débiles en el bosque que se extendía allá abajo al oeste del Río. Se enderezó. Eran gritos, y entre ellos reconoció con horror las voces roncas de los orcos. Un instante después resonó de súbito la llamada profunda y gutural de un cuerno, y los ecos golpearon las colinas y se extendieron por las hondonadas, elevándose sobre el rugido de las aguas en un poderoso clamor.
—¡El cuerno de Boromir! —gritó Aragorn—. ¡Boromir está en dificultades! —Se lanzó escalones abajo, y se alejó saltando por el sendero—. ¡Ay! Hoy me persigue un destino funesto, y todo lo que hago sale torcido. ¿Dónde está Sam?
Mientras corría los gritos aumentaron, pero la llamada del cuerno era ahora más débil y más desesperada. Los aullidos de los orcos se alzaron, feroces y agudos, y de pronto el cuerno calló. Aragorn bajó a todo correr la última pendiente, pero antes que llegara al pie de la colina, los sonidos se apagaron, y cuando dobló a la izquierda para correr tras ellos, comenzaron a retirarse hasta que al fin ya no pudo oírlos. Sacando la espada brillante y gritando ¡Elendil! ¡Elendil!se precipitó entre los árboles.
A una milla quizá de Parth Galen, en un pequeño claro no lejos del lago, encontró a Boromir. Estaba sentado de espaldas contra un árbol grande, y parecía descansar. Pero Aragorn vio que estaba atravesado por muchas flechas empenachadas de negro; sostenía aún la espada en la mano, aunque se le había roto cerca de la empuñadura. En el suelo y alrededor yacían muchos orcos.
Aragorn se arrodilló junto a él. Boromir abrió los ojos y trató de hablar. Al fin salieron unas palabras, lentamente.
—Traté de sacarle el Anillo a Frodo —dijo—. Lo siento. He pagado. —Echó una ojeada a los enemigos caídos; veinte por lo menos estaban tendidos allí cerca—. Partieron. Los Medianos: se los llevaron los orcos. Pienso que no están muertos. Los orcos los maniataron.
Hizo una pausa y se le cerraron los ojos, cansados. Al cabo de un momento habló otra vez.
—¡Adiós, Aragorn! ¡Ve a Minas Tirith y salva a mi pueblo! Yo he fracasado.
—¡No! —dijo Aragorn tomándole la mano y besándole la frente—. Has vencido. Pocos hombres pueden reclamar una victoria semejante. ¡Descansa en paz! ¡Minas Tirith no caerá!
Boromir sonrió.
—¿Por dónde fueron? ¿Estaba Frodo allí? —le preguntó Aragorn.
Pero Boromir no dijo más.
—¡Ay! —dijo Aragorn—. ¡Así desaparece el heredero de Denethor, Señor de la Torre de la Guardia! Un amargo fin. La Compañía está deshecha. Soy yo quien ha fracasado. Vana fue la confianza que Gandalf puso en mí. ¿Qué haré ahora? Boromir me ha obligado a ir a Minas Tirith, y mi corazón así lo desea, ¿pero dónde están el Anillo y el Portador? ¿Cómo encontrarlos e impedir que la Misión termine en un desastre?
Se quedó un momento de rodillas doblado por el llanto, aferrado a la mano de Boromir. Así lo encontraron Legolas y Gimli. Vinieron de las faldas occidentales de la colina, en silencio, arrastrándose entre los árboles como si estuvieran de caza. Gimli esgrimía el hacha, y Legolas el largo cuchillo; no les quedaba ninguna flecha. Cuando desembocaron en el claro, se detuvieron con asombro, y en seguida se quedaron quietos un momento, cabizbajos, abrumados de dolor, pues veían claramente lo que había ocurrido.
—¡Ay! —dijo Legolas acercándose a Aragorn—. Hemos perseguido y matado a muchos orcos en el bosque, pero aquí hubiésemos sido más útiles. Vinimos cuando oímos el cuerno... demasiado tarde, parece. Temía que estuvieras mortalmente herido.
—Boromir está muerto —dijo Aragorn—. Yo estoy ileso, pues no me encontraba aquí con él. Cayó defendiendo a los hobbits mientras yo estaba arriba en la colina.
—¡Los hobbits! —gritó Gimli—. ¿Dónde están entonces? ¿Dónde está Frodo?
—No lo sé —respondió Aragorn con cansancio—. Boromir me dijo antes de morir que los orcos se los habían llevado atados; no creía que estuvieran muertos. Yo lo envié a que siguiera a Merry y a Pippin, pero no le pregunté si Frodo o Sam estaban con él: no hasta que fue demasiado tarde. Todo lo que he emprendido hoy ha salido torcido. ¿Qué haremos ahora?
—Primero tenemos que ocuparnos del caído —dijo Legolas—. No podemos dejarlo aquí como carroña entre esos orcos espantosos.
—Pero hay que darse prisa —dijo Gimli—. Él no hubiese querido que nos retrasáramos. Tenemos que seguir a los orcos, si hay esperanza de que alguno de la Compañía sea un prisionero vivo.
—Pero no sabemos si el Portador del Anillo está con ellos o no —dijo Aragorn—. ¿Vamos a abandonarlo? ¿No tendríamos que buscarlo primero? ¡La elección que se nos presenta ahora es de veras funesta!
—Pues bien, empecemos por lo que es ineludible —dijo Legolas—. No tenemos ni tiempo ni herramientas para dar sepultura adecuada a nuestro amigo. Podemos cubrirlo con piedras.
—La tarea será pesada y larga; las piedras que podrían servirnos están casi a orillas del Río.
—Entonces pongámoslo en una barca con las armas de él y las armas de los enemigos vencidos —dijo Aragorn—. Lo enviaremos a los Saltos de Rauros, y lo dejaremos en manos del Anduin. El Río de Gondor cuidará de que ninguna criatura maligna deshonre los huesos de Boromir.
Buscaron deprisa entre los cuerpos de los orcos, juntando en un montón las espadas y los yelmos y escudos hendidos.
—¡Mirad! —exclamó Aragorn—. ¡Hay señales aquí! —De la pila de armas siniestras recogió dos puñales de lámina en forma de hoja, damasquinados de oro y rojo; y buscando un poco más encontró también las vainas, negras, adornadas con pequeñas gemas rojas—. ¡Éstas no son herramientas de orcos! —dijo—. Las llevaban los hobbits. No hay duda de que fueron despojados por los orcos, pero que tuvieron miedo de conservar los puñales, conociéndolos en lo que eran: obra de Oesternesse, cargados de sortilegios para desgracia de Mordor. Bien, aunque estén todavía vivos, nuestros amigos no tienen armas. Tomaré éstas, esperando contra toda esperanza que un día pueda devolvérselas.
—Y yo —dijo Legolas— tomaré las flechas que encuentre, pues mi carcaj está vacío.
Buscó en la pila y en el suelo de alrededor y encontró no pocas intactas, más largas que las flechas comunes entre los orcos. Las examinó de cerca.
Y Aragorn, mirando los muertos, dijo:
—Hay aquí muchos cadáveres que no son gente de Mordor. Algunos vienen del Norte, de las Montañas Nubladas, si algo sé de orcos y sus congéneres. Y a estos otros nunca los he visto. ¡El atavío no es propio de los orcos!
Había cuatro soldados más corpulentos que los orcos, morenos, de ojos oblicuos, piernas gruesas y manos grandes. Estaban armados con espadas cortas de hoja ancha y no con las cimitarras curvas habituales en los orcos, y tenían arcos de tejo, parecidos en tamaño y en forma a los arcos de los Hombres. En los escudos llevaban un curioso emblema: una pequeña mano blanca en el centro de un campo negro; una S rúnica de algún metal blanco había sido montada sobre la visera de los yelmos.
—Nunca vi estos signos —dijo Aragorn—. ¿Qué significan?
—S representa a Sauron, por supuesto —dijo Gimli.
—¡No! —exclamó Legolas—. Sauron no usa las runas élficas.
—Nunca usa además su verdadero nombre, y no permite que lo escriban ni lo pronuncien —dijo Aragorn—. Y tampoco usa el blanco. El signo de los Orcos de Barad-dûr es el Ojo Rojo. —Se quedó pensativo un momento—. La S es de Saruman, me parece —dijo al fin—. Hay mal en Isengard, y el Oeste ya no está seguro. Tal como lo temía Gandalf: el traidor Saruman ha sabido de nuestro viaje, por algún medio. Es verosímil también que ya esté enterado de la caída de Gandalf. Entre los que venían persiguiéndonos desde Moria, algunos pudieron haber escapado a la vigilancia de Lórien, o quizás pudieron evitar esa tierra y llegar a Isengard por otro camino. Los orcos son rápidos. Pero Saruman tiene muchas maneras de enterarse. ¿Recuerdas los pájaros?
—Bueno, no tenemos tiempo de pensar en acertijos —dijo Gimli—. ¡Llevemos a Boromir!
—Pero luego tendremos que resolver los acertijos, si queremos elegir bien el camino —dijo Aragorn.
—Quizá no haya una buena elección —dijo Gimli.
Tomando el hacha, el enano se puso a cortar unas ramas. Las ataron con cuerdas de arco, y extendieron los mantos sobre la armazón. Sobre estas parihuelas rudimentarias llevaron el cuerpo de Boromir hasta la costa, junto con algunos trofeos de la última batalla. No había mucho que caminar, pero la tarea no les pareció fácil, pues Boromir era un hombre grande y muy robusto.
Aragorn se quedó a orillas del agua cuidando de las parihuelas, mientras Legolas y Gimli se apresuraban a volver a Parth Galen. La distancia era de una milla o más, y pasó bastante tiempo antes de que regresaran remando con rapidez en dos barcas a lo largo de la costa.
—¡Ocurre algo extraño! —dijo Legolas—. Había sólo dos barcas en la barranca. No pudimos encontrar ni rastros de la otra.
—¿Estuvieron los orcos allí? —preguntó Aragorn.
—No vimos ninguna señal —respondió Gimli—. Y los orcos habrían destruido todas las barcas, o se las habrían llevado, junto con el equipaje.
—Examinaré el suelo cuando lleguemos allí —dijo Aragorn.
Extendieron a Boromir en medio de la barca que lo transportaría aguas abajo. Plegaron la capucha gris y la capa élfica y se las pusieron bajo la cabeza. Le peinaron los largos cabellos oscuros y los dispusieron sobre los hombros. El cinturón dorado de Lórien le brillaba en la cintura. Junto a él colocaron el yelmo, y sobre el regazo el cuerno hendido y la empuñadura y los fragmentos de la espada, y a sus pies las armas de los enemigos. Luego de haber asegurado la proa a la popa de la otra embarcación, lo llevaron al agua. Remaron tristemente a lo largo de la orilla, y entrando en la corriente rápida del Río dejaron atrás los prados verdes de Parth Galen. Los flancos escarpados de Tol Brandir resplandecían: era media tarde. Mientras iban hacia el sur los vapores del Rauros se elevaron en una trémula claridad como una bruma dorada. La furia y el estruendo de las aguas sacudían el aire tranquilo.
Tristemente, soltaron la barca funeraria: allí reposaba Boromir, en paz, deslizándose sobre el seno de las aguas móviles. La corriente lo llevó, mientras ellos retenían su propia barca con los remos. Boromir flotó junto a ellos y luego se fue alejando lentamente, hasta ser sólo un punto negro en la luz dorada, y de pronto desapareció. El rugido del Rauros prosiguió, invariable. El Río se había llevado a Boromir, hijo de Denethor, y ya nadie volvería a verlo en Minas Tirith, de pie en la Torre Blanca por la mañana, como era su costumbre. Pero más tarde en Gondor se dijo mucho tiempo que la barca élfica dejó atrás los saltos y las aguas espumosas y que llevó a Boromir a través de Osgiliath y más allá de las numerosas bocas del Anduin, y al fin una noche salió al Gran Mar bajo las estrellas.