Merry se puso de pie.
—Sí —dijo—, yo también. El lembaste da realmente ánimos. Y una sensación más sana, también, que el calor de esa bebida de los orcos. Me pregunto qué sería. Mejor que no lo sepamos. ¡Tomemos un poco de agua para sacarnos ese recuerdo!
—No aquí, las orillas son muy abruptas —dijo Pippin—. ¡Adelante ahora!
Dieron media vuelta y caminaron juntos y despacio a lo largo del río. Detrás la luz crecía en el este. Mientras caminaban compararon lo que habían visto y oído, hablando en un tono ligero, a la manera de los hobbits, de todo lo que había ocurrido desde que los capturaran. Nadie hubiera sospechado entonces que habían pasado por crueles sufrimientos, y que se habían encontrado en grave peligro, arrastrados sin esperanza al tormento y la muerte, o que aún ahora, como ellos lo sabían bien, no tenían muchas posibilidades de encontrarse otra vez con un amigo o sanos y salvos.
—Parece que has mostrado mucho tino, Maese Tuk —dijo Merry—. Casi te mereces un capítulo en el libro del viejo Bilbo, si alguna vez tengo la oportunidad de contárselo. Buen trabajo: sobre todo por haber adivinado las intenciones de ese canalla peludo, y haberle seguido el juego. Pero me pregunto si alguien descubrirá alguna vez nuestras huellas y encontrará ese broche. No me gustaría perder el mío, aunque me temo que el tuyo haya desaparecido para siempre.
”Mucho tendré que esforzarme si pretendo llegar a tu altura. En verdad el primo Brandigamo va ahora al frente. Entra en escena en este momento. No creo que sepas muy bien dónde estamos; pero he aprovechado mejor que tú el tiempo que pasamos en Rivendel. Vamos hacia el oeste a lo largo del Entaguas. Las estribaciones de las Montañas Nubladas se alzan ahí delante, y el bosque de Fangorn.
Hablaba aún cuando el linde sombrío del bosque apareció justo ante ellos. La noche parecía haberse refugiado bajo los grandes árboles, alejándose furtivamente del alba próxima.
—¡Adelante, Maese Brandigamo! —dijo Pippin—. ¡O demos media vuelta! Nos han advertido a propósito de Fangorn. Pero alguien tan avisado como tú no puede haberlo olvidado.
—No lo he olvidado —respondió Merry, pero aun así el bosque me parece preferible a regresar y encontrarnos en medio de una batalla.
Marchó adelante y se metió bajo las ramas enormes. Los árboles parecían no tener edad. Unas grandes barbas de liquen colgaban ante ellos, ondulando y balanceándose en la brisa. Desde el fondo de sombras los hobbits se atrevieron a mirar atrás: pequeñas figuras furtivas que a la débil luz parecían niños elfos en los abismos del tiempo mirando asombrados desde la Floresta Salvaje la luz de la primera Aurora.
Lejos y por encima del Río Grande, y las Tierras Pardas, sobre leguas y leguas de extensiones grises, llegó el alba, roja como un fuego. Los cuernos de caza resonaron saludándola. Los Jinetes de Rohan despertaron a la vida. Los cuernos respondieron a los cuernos.
Merry y Pippin oyeron, claros en el aire frío, los relinchos de los caballos de guerra, y el canto repentino de muchos hombres. El limbo del sol se elevó como un arco de fuego sobre las márgenes del mundo. Dando grandes gritos, los jinetes cargaron desde el este; la luz roja centelleaba sobre las mallas y las lanzas. Los orcos aullaron y dispararon las flechas que les quedaban aún. Los hobbits vieron que varios hombres caían; pero la línea de jinetes consiguió mantenerse a lo largo y por encima de la loma, y dando media vuelta cargaron otra vez. La mayoría de los orcos que estaban aún con vida se desbandaron y huyeron, en distintas direcciones, y fueron perseguidos uno a uno hasta que casi todos murieron. Pero una tropa, apretada en una cuña negra, avanzó resuelta hacia el bosque. Subiendo por la pendiente cargaron contra los centinelas. Estaban acercándose, y parecía que iban a escapar: ya habían derribado a tres Jinetes que les cerraban el paso.
—Nos hemos detenido demasiado tiempo —dijo Merry—. ¡Allí está Uglúk! No quisiera encontrármelo otra vez.
Los hobbits se volvieron y se internaron profundamente en las sombras del bosque.
Así fue como presenciaron la última resistencia, cuando Uglúk fue atrapado en el linde mismo del bosque. Allí murió al fin a manos de Éomer, el Tercer Mariscal de la Marca, que desmontó y luchó con él, espada contra espada. Y en aquellas vastas extensiones los Jinetes de ojos penetrantes persiguieron a los pocos orcos que habían conseguido escapar y que aún tenían fuerzas para correr. Luego, habiendo enterrado a los compañeros muertos bajo un montículo, y habiendo entonado los cantos de alabanza, los Jinetes prepararon una gran hoguera y desparramaron las cenizas de los enemigos. Así terminó la aventura, y ninguna noticia llegó de vuelta a Mordor o a Isengard; pero el humo de la incineración subió muy alto en el cielo y fue visto por muchos ojos atentos.
4
BÁRBOL
Entretanto los hobbits corrían tan rápidamente como era posible en la oscuridad y la maraña del bosque, siguiendo el curso del río, hacia el oeste y las pendientes de las montañas, internándose más y más en Fangorn. El miedo a los orcos fue muriendo en ellos poco a poco, y aminoraron el paso. De pronto se sintieron invadidos por una curiosa sensación de ahogo, como si el aire se hubiera enrarecido.
Al fin Merry se detuvo.
—No podemos seguir así —jadeó—. Necesito aire.
—Bebamos un trago al menos —dijo Pippin—. Tengo la garganta seca.
Se trepó a una gruesa raíz de árbol que bajaba retorcida hacia la corriente, y se inclinó y recogió un poco de agua en las manos juntas. El agua era fría y clara, y Pippin bebió varias veces. Merry lo siguió. El agua los refrescó y reanimó; se quedaron sentados un rato a orillas del río, moviendo en el agua las piernas y pies doloridos, y examinando los árboles que se alzaban en silencio en filas apretadas, hasta perderse todo alrededor en el crepúsculo gris.
—Espero que todavía no hayas perdido el rumbo —dijo Pippin, apoyándose en un tronco corpulento. Podríamos al menos seguir el curso de este río, el Entaguas, o como lo llames, y salir por donde hemos venido.
—Podríamos, sí, si las piernas nos ayudan —dijo Merry—, y si el aire no nos falta.
—Sí, todo es muy oscuro y sofocante aquí —dijo Pippin—. Me recuerda de algún modo la vieja sala de la Gran Morada de los Tuk en los Smials de Alforzada: una inmensa habitación donde los muebles no se movieron ni se cambiaron durante siglos. Se dice que el Viejo Tuk vivió allí muchos años, y que él y la habitación envejecieron y decayeron juntos. Nadie tocó nada allí desde que él murió, hace ya un siglo. Y el viejo Gerontius era mi tatarabuelo, de modo que el cuarto está así desde hace rato. Pero no era nada comparado con la impresión de vejez que da este bosque. ¡Mira todas esas barbas y patillas de líquenes que lloran y se arrastran! Y casi todos los árboles parecen estar recubiertos con unas hojas secas y raídas que nunca han caído. Desaliñados. No alcanzo a imaginar qué aspecto tendrá aquí la primavera, si llega alguna vez; menos todavía una limpieza de primavera.
—Pero el sol tiene que asomar aquí algunas veces —dijo Merry—. No se parece ni en el aspecto ni en la atmósfera al Bosque Negro según la descripción de Bilbo. Aquél era sombrío y negro, y morada de cosas sombrías y negras. Éste es sólo oscuro, y terriblemente tupido. No puedes imaginar que vivan animalesaquí, o que se queden mucho tiempo.
—No, ni hobbits —dijo Pippin—. Y la idea de atravesarlo no me hace ninguna gracia. Nada que comer durante cientos de millas, me parece. ¿Cómo están nuestras provisiones?
—Escasas —respondió Merry—. Escapamos sin nada más que dos pequeños paquetes de lembas, y abandonamos todo el resto. —Examinaron lo que quedaba de los bizcochos de los Elfos: sólo unos pedazos que no durarían más de cinco días—. Y nada con que cubrirnos —dijo Merry—. Pasaremos frío esta noche, no importa por dónde vayamos.
—Bueno, será mejor que lo decidamos ahora —dijo Pippin—. La mañana estará ya bastante avanzada.
En ese mismo momento vieron que una luz amarilla había aparecido un poco más allá: los rayos del sol parecían haber traspasado de pronto la bóveda del bosque.
—¡Mira! —dijo Merry—. El sol tiene que haberse ocultado en una nube mientras estábamos bajo los árboles, y ahora ha salido otra vez, o ha subido lo suficiente como para echar una mirada por alguna abertura. No es muy lejos, ¡vamos a ver!
Pronto descubrieron que el sitio estaba más lejos de lo que habían imaginado. El terreno continuaba elevándose en una empinada pendiente, y era cada vez más pedregoso. La luz crecía a medida que avanzaban, y pronto se encontraron ante una pared de piedra: la falda de una colina o el fin abrupto de alguna larga estribación que venía de las montañas distantes. No había allí ningún árbol, y el sol caía de lleno sobre la superficie de piedra. Las ramas de los árboles que crecían al pie de la pared se extendían tiesas e inmóviles, como para recibir el calor. Donde todo les pareciera antes tan avejentado y gris, brillaban ahora los pardos y los ocres, y los grises y negros de la corteza, lustrosos como cuero encerado. En las copas de los árboles había un claro resplandor verde, como de hierba nueva, como si una primavera temprana —o una visión fugaz de la primavera— flotara alrededor.
En la cara del muro de piedra se veía una especie de escalinata: quizá natural, labrada por las inclemencias del tiempo y el desgaste de la piedra, pues los escalones eran desiguales y toscos. Arriba, casi a la altura de las cimas de los árboles, había una cornisa, debajo de un risco. Nada crecía allí excepto unas pocas hierbas y malezas en el borde, y un viejo tronco de árbol donde sólo quedaban dos ramas retorcidas; parecía casi la silueta de un hombre viejo y encorvado que estuviera allí de pie, parpadeando a la luz de la mañana.
—¡Subamos! —dijo Merry alegremente—. ¡Vayamos a respirar un poco de aire fresco y echar una mirada a las cercanías!
Treparon por la pared. Si los escalones no eran naturales habían sido labrados para pies más grandes y piernas más largas que las de los hobbits. Se sentían demasiado impacientes y no se detuvieron a pensar cómo era posible que ya hubieran recobrado las fuerzas y que las heridas y lastimaduras del cautiverio hubieran cicatrizado de un modo tan notable. Llegaron al fin al borde de la cornisa, casi al pie del viejo tronco; subieron entonces de un salto y se volvieron dando la espalda a la colina, respirando profundamente y mirando hacia el este. Vieron entonces que se habían internado en el bosque sólo unas tres o cuatro millas: las copas de los árboles descendían por la pendiente hacia la llanura. Allí, cerca de las márgenes del bosque, unas altas volutas de humo negro se alzaban en espiral y venían flotando y ondulando hacia ellos.
—El viento está cambiando —dijo Merry—. Sopla otra vez del este. Hace fresco aquí.
—Sí —dijo Pippin—. Temo que sólo sean unos rayos pasajeros, y que pronto todo sea gris otra vez. ¡Qué lástima! Este viejo bosque hirsuto parecía tan distinto a la luz del sol. Casi me gustaba el lugar.
—¡Casi te gustaba el Bosque! ¡Muy bien! Una amabilidad nada común —dijo una voz desconocida—. Daos vuelta, que quiero veros las caras. Me parece que no me vais a gustar, pero no nos apresuremos. ¡Volveos! —Unas manos grandes y nudosas se posaron en los hombros de los hobbits, y los obligaron a darse vuelta, gentilmente pero con una fuerza irresistible; dos grandes brazos los alzaron en el aire.
Se encontraron entonces mirando una cara de veras extraordinaria. La figura era la de un hombre corpulento, casi de troll, de por lo menos catorce pies de altura, muy robusto, cabeza grande, encajada entre los hombros. Era difícil decir si estaba cubierto por una especie de estameña que parecía una corteza gris verdosa, o si esto era la piel. En todo caso, los brazos no tenían arrugas y la piel que los recubría era parda y lisa. Los grandes pies tenían siete dedos cada uno. De la parte inferior de la larga cara colgaba una barba gris, abundante, casi ramosa en las raíces, delgada y mohosa en las puntas. Pero en este momento los hobbits no miraron otra cosa que los ojos. Aquellos ojos profundos los examinaban ahora, lentos y solemnes, pero muy penetrantes. Eran de color castaño, atravesados por una luz verde. Más tarde, Pippin trató a menudo de describir la impresión que le causaron aquellos ojos.
—Uno hubiera dicho que había un pozo enorme detrás de los ojos, colmado de siglos de recuerdos, y con una larga, lenta y sólida reflexión; pero en la superficie centelleaba el presente: como el sol que centellea en las hojas exteriores de un árbol enorme, o sobre las ondulaciones de un lago muy profundo. No lo sé, pero parecía algo que crecía de la tierra, o que quizá dormía y era a la vez raíz y hojas, tierra y cielo, y que hubiera despertado de pronto y te examinase con la misma lenta atención que había dedicado a sus propios asuntos interiores durante años interminables.
— Hrum, hum—murmuró la voz, profunda como un instrumento de madera de voz muy grave—. ¡Muy curioso en verdad! No te apresures, ésa es mi divisa. Pero si os hubiera visto antes de oír vuestras voces (me gustaron, hermosas vocecitas que me recuerdan algo que no puedo precisar), si os hubiera visto antes de oíros, os habría aplastado en seguida, pues os habría tomado por pequeños orcos, descubriendo tarde mi error. Muy raros sois en verdad. ¡Raíces y brotes, muy raros!
Pippin, aunque todavía muy asombrado, perdió el miedo. Sentía ante aquellos ojos una curiosa incertidumbre, pero ningún temor.
—Por favor —dijo—, ¿quién eres? ¿Y qué eres?
Una mirada rara asomó entonces a los viejos ojos, una suerte de cautela; los pozos profundos estaban de nuevo cubiertos.
— Hrum, bueno —respondió la voz—. En fin, soy un Ent, o así me llaman. Sí, Ent es la palabra. Soy elEnt, podríais decir, en vuestro lenguaje. Algunos me llaman Fangorn, otros Bárbol. Vosotros podéis llamarme Bárbol.
—¿Un Ent? —dijo Merry—. ¿Qué es eso? ¿Pero qué nombre te das? ¿Cómo te llamas en verdad?
—¡Hu, veamos! —respondió Bárbol—. ¡Hu! ¡Eso sería decirlo todo! No tan de prisa. Soy yoquien hace las preguntas. Estáis en mipaís. ¿Quiénes sois vosotros, me pregunto? No alcanzo a reconoceros. No me parece que estéis en las largas listas que aprendí cuando era joven. Pero eso fue hace muchísimo tiempo, y pueden haber hecho nuevas listas. ¡Veamos! ¡Veamos! ¿Cómo era?