Las dos torres - Tolkien John Ronald reuel 12 стр.


Mi voz subió y cantó en el cielo.

Y todas aquellas tierras yacen ahora bajo las olas,

y caminé por Ambarona, y Tauremorna, y Aldalómë,

y por mis propias tierras, el país de Fangorn,

donde las raíces son largas.

Y los años se amontonan más que las hojas en Tauremornalómë.

Bárbol dejó de cantar, y caminó a grandes pasos y en silencio, y en todo el bosque, hasta donde alcanzaba el oído, no se oía nada.

El día menguó, y el crepúsculo abrazó los troncos de los árboles. Al fin los hobbits vieron una tierra abrupta y oscura que se alzaba borrosamente ante ellos: habían llegado a los pies de las montañas, y a las verdes raíces del elevado Methedras. Al pie de la ladera el joven Entaguas, saltando desde los manantiales de allá arriba, escalón tras escalón, corría ruidosamente hacia ellos. A la derecha del río había una pendiente larga, recubierta de hierba, ahora gris a la luz del crepúsculo. No crecía allí ningún árbol, y la pendiente se abría al cielo: las estrellas ya brillaban en lagos entre costas de nubes.

Bárbol trepó por la loma, aflojando apenas el paso. De pronto los hobbits vieron ante ellos una amplia abertura. Dos grandes árboles se erguían allí, uno a cada lado, como montantes vivientes de una puerta, pero no había otra puerta que las ramas que se entrecruzaban y entretejían. Cuando el viejo Ent se acercó, los árboles levantaron las ramas, y las hojas se estremecieron y susurraron. Pues eran árboles perennes, y las hojas eran oscuras y lustrosas, y brillaban a la luz crepuscular. Más allá se abría un espacio amplio y liso, como el suelo de una sala enorme, tallado en la colina. A cada lado se elevaban las paredes, hasta una altura de cincuenta pies o más, y a lo largo de las paredes crecía una hilera de árboles, cada vez más altos a medida que Bárbol avanzaba.

La pared del fondo era perpendicular, pero al pie habían cavado una abertura de techo abovedado: el único techo del recinto, excepto las ramas de los árboles, que en el extremo interior daban sombra a todo el suelo dejando sólo una senda ancha en el medio. Un arroyo escapaba de los manantiales de arriba, y abandonando el curso mayor caía tintineando por la cara perpendicular de la pared, derramándose en gotas de plata, como una delgada cortina delante de la abertura abovedada. El agua se juntaba de nuevo en una concavidad de piedra entre los árboles y luego corría junto al sendero y salía a unirse al Entaguas que se internaba en el bosque.

—¡Hm! ¡Aquí estamos! —dijo Bárbol, quebrando el largo silencio—. Os he traído conmigo unos setenta mil pasos de Ent, pero no sé cuánto es eso en las medidas de vuestras tierras. De cualquier modo estamos cerca de las raíces de la Última Montaña. Parte del nombre de este lugar podría ser Sala del Manantial, si lo traducimos a vuestro lenguaje. Me gusta. Pasaremos aquí la noche.

Puso a los hobbits en la hierba entre las hileras de árboles, y ellos lo siguieron hacia la gran bóveda. Los hobbits notaron ahora que Bárbol apenas doblaba las rodillas al caminar, pero que los pasos eran largos. Plantaba en el suelo ante todo los dedos gordos (y eran gordos en verdad y muy anchos) antes de apoyar el resto del pie.

Bárbol se detuvo un momento bajo la llovizna del manantial, y respiró profundamente; luego se rió y entró. Había allí una gran mesa de piedra, pero ninguna silla. En el fondo de la bóveda se apretaban las sombras. Bárbol tomó dos grandes vasijas y las puso en la mesa. Parecían estar llenas de agua; pero Bárbol mantuvo las manos sobre ellas, e inmediatamente se pusieron a brillar, una con una luz dorada, y la otra con una hermosa luz verde; y la unión de las dos luces iluminó la bóveda, como si el sol del verano resplandeciera a través de un techo de hojas jóvenes. Mirando hacia atrás, los hobbits vieron que los árboles del patio brillaban también ahora, débilmente al principio, pero luego más y más, hasta que en todas las hojas aparecieron nimbos de luz: algunos verdes, otros dorados, otros rojos como cobre; y los troncos de los árboles parecían pilares de piedra luminosa.

—Bueno, bueno, ahora podemos hablar otra vez —dijo Bárbol—. Tenéis sed, supongo. Quizá también estéis cansados. ¡Bebed! —Fue hasta el fondo de la bóveda donde se alineaban unas jarras de piedra, con tapas pesadas. Sacó una de las tapas, y metió un cucharón en la jarra, y llenó tres tazones, uno grande y otros dos más pequeños.

—Ésta es una casa de Ent —dijo—, y no hay asientos, me temo. Pero podéis sentaros en la mesa.

Alzando en vilo a los hobbits los sentó en la gran losa de piedra, a unos seis pies del suelo, y allí se quedaron balanceando las piernas y bebiendo a pequeños sorbos.

La bebida parecía agua, y en verdad el gusto era parecido al de los tragos que habían bebido antes a orillas del Entaguas cerca de los lindes del bosque, y sin embargo tenía también un aroma o sabor que ellos no podían describir: era débil, pero les recordaba el olor de un bosque distante que una brisa nocturna trae desde lejos. El efecto de la bebida comenzó a sentirse en los dedos de los pies, y subió firmemente por todos los miembros, refrescándolos y vigorizándolos, hasta las puntas mismas de los cabellos. En verdad los hobbits sintieron que se les erizaban los cabellos, que ondeaban y se rizaban y crecían. En cuanto a Bárbol, primero se lavó los pies en el estanque de más allá del arco y luego vació el tazón de un solo trago, largo y lento. Los hobbits pensaron que nunca dejaría de beber.

Al fin dejó otra vez el tazón sobre la mesa.

—Ah, ah —suspiró—. Hm, hum, ahora podemos hablar con mayor facilidad. Podéis sentaros en el suelo, y yo me acostaré; así evitaré que la bebida se me suba a la cabeza y me dé sueño.

A la derecha de la bóveda había un lecho grande de patas bajas, de no más de dos pies, muy recubierto de hierbas y helechos secos. Bárbol se echó lentamente en esta cama (doblando apenas la cintura) hasta que descansó acostado, con las manos detrás de la cabeza, mirando el cielo raso, donde centelleaban las luces, como hojas que se mueven al sol. Merry y Pippin se sentaron junto a él sobre almohadones de hierba.

—Ahora contadme vuestra historia, ¡y no os apresuréis!

Los hobbits empezaron a contarle la historia de todo lo que había ocurrido desde que dejaran Hobbiton. No siguieron un orden muy claro, pues se interrumpían uno a otro de continuo, y Bárbol detenía a menudo a quien hablaba, y volvía a algún punto anterior, o saltaba hacia adelante haciéndoles preguntas sobre acontecimientos posteriores. No hablaron, sin embargo, del Anillo, y no le dijeron por qué se habían puesto en camino ni hacia dónde iban; y Bárbol no les pidió explicaciones.

Todo le interesaba enormemente: los Jinetes Negros, Elrond, Rivendel, y el Bosque Viejo, y Tom Bombadil, y las Minas de Moria, y Lothlórien y Galadriel. Insistió en que le describieran la Comarca, una y otra vez. En este punto, hizo un curioso comentario:

—Nunca visteis, hm, ningún Ent rondando por allí, ¿no es cierto? —preguntó—. Bueno, no Ents, Ents-mujeres, tendría que decir.

¿Ents-mujeres?—dijo Pippin—. ¿Se parecen a ti?

—Sí, hm, bueno, no: realmente no lo sé —dijo Bárbol, pensativo—. Pero a ellas les hubiera gustado vuestro país, por eso preguntaba.

Bárbol, sin embargo, estaba particularmente interesado en todo lo que se refería a Gandalf, y más interesado aún en lo que hacía Saruman. Los hobbits lamentaron de veras saber tan poco acerca de ellos: sólo unas vagas referencias de Sam a lo que Gandalf había dicho en el Concilio. Pero de cualquier modo era claro que Uglúk y parte de los orcos habían venido de Isengard y que hablaban de Saruman como si fuera el amo de todos ellos.

—¡Hm, hum! —dijo Bárbol, cuando al fin luego de muchas vueltas y revueltas la historia de los hobbits desembocó en la batalla entre los orcos y los jinetes de Rohan—. ¡Bueno, bueno! Un buen montón de noticias, sin ninguna duda. No me habéis dicho todo, no en verdad, y falta bastante. Pero no dudo de que os comportáis como Gandalf hubiera deseado. Algo muy importante está ocurriendo, me doy cuenta, y ya me enteraré cuando sea el momento, bueno o malo. Por las raíces y las ramas, qué extraño asunto. De pronto asoma una gente menuda, que no está en las viejas listas, y he aquí que los Nueve Jinetes olvidados reaparecen y los persiguen, y Gandalf los lleva a un largo viaje, y Galadriel los acoge en Caras Galadon, y los orcos los persiguen de un extremo a otro de las Tierras Ásperas: en verdad parece que los hubiera alcanzado una terrible tormenta. ¡Espero que puedan capear el temporal!

—¿Y qué nos dices de ti? —preguntó Merry.

—Hum, hm, las Grandes Guerras no me preocupan —dijo Bárbol—, ellas conciernen sobre todo a los Elfos y a los Hombres. Es un asunto de Magos: los Magos andan siempre preocupados por el futuro. No me gusta preocuparme por el futuro. No estoy enteramente del ladode nadie, porque nadie está enteramente de mi lado, si me entendéis. Nadie cuida de los bosques como yo, hoy ni siquiera los Elfos. Sin embargo, tengo más simpatía por los Elfos que por los otros: fueron los Elfos quienes nos sacaron de nuestro mutismo en otra época, y esto fue un gran don que no puede ser olvidado, aunque hayamos tomado distintos caminos desde entonces. Y hay algunas cosas, por supuesto, de cuyo lado yo nuncapodría estar: esos... burárum—se oyó otra vez un gruñido profundo de disgusto—, esos orcos, y los jefes de los orcos.

”Me sentí inquieto en otras épocas cuando la sombra se extendía sobre el Bosque Negro, pero cuando se mudó a Mordor, durante un tiempo no me preocupé: Mordor está muy lejos. Pero parece que el viento sopla ahora del este, y no sería raro que muy pronto todos los bosques empezaran a marchitarse. No hay nada que un viejo Ent pueda hacer para impedir la tormenta: tiene que capearla o caer partido en dos.

”¡Pero Saruman! Saruman es un vecino: no puedo descuidarlo. Algo tengo que hacer, supongo. Me he preguntado a menudo últimamente qué puedo hacer con Saruman.

—¿Quién es Saruman? —le preguntó Pippin—. ¿Sabes algo de él?

—Saruman es un Mago —dijo Bárbol—. Más no podría decir. No sé nada de la historia de los Magos. Aparecieron por vez primera poco después que las Grandes Naves llegaran por el Mar; pero ignoro si vinieron con los barcos. Saruman era reconocido como uno de los grandes, creo. Un día, hace tiempo, vosotros diríais que hace mucho tiempo, dejó de ir de aquí para allá y de meterse en los asuntos de los Hombres y los Elfos, y se instaló en Angrenost, o Isengard como lo llaman los Hombres de Rohan. Se quedó muy tranquilo al principio, pero fue haciéndose cada vez más famoso. Fue elegido como cabeza del Concilio Blanco, dicen; pero el resultado no fue de los mejores. Me pregunto ahora si ya entonces Saruman no estaba volviéndose hacia el mal. Pero en todo caso no molestaba demasiado a los vecinos. Yo acostumbraba hablar con él. Hubo un tiempo en que se paseaba siempre por mis bosques. Era cortés en ese entonces, siempre pidiéndome permiso, al menos cuando tropezaba conmigo, y siempre dispuesto a escuchar. Le dije muchas cosas que él nunca hubiera descubierto por sí mismo; pero nunca me lo retribuyó. No recuerdo que llegara a decirme algo. Y así fue transformándose día a día. La cara, tal como yo la recuerdo, y no lo veo desde hace mucho, se parecía al fin a una ventana en un muro de piedra: una ventana con todos los postigos bien cerrados.

”Creo entender ahora en qué anda. Está planeando convertirse en un Poder. Tiene una mente de metal y ruedas, y no le preocupan las cosas que crecen, excepto cuando puede utilizarlas en el momento. Y ahora está claro que es un malvado traidor. Se ha mezclado con criaturas inmundas, los orcos. ¡Brm, hum! Peor que eso: ha estado haciéndoles algo a esos orcos, algo peligroso. Pues esos Isengardos se parecen sobre todo a Hombres de mala entraña. Como otra señal de las maldades que sobrevinieron junto con la Gran Oscuridad, los orcos nunca toleraron la luz del sol; pero estas criaturas de Saruman pueden soportarla, aunque la odien. Me pregunto qué les ha hecho. ¿Son Hombres que Saruman ha arruinado, o ha mezclado las razas de los Hombres y los Orcos? ¡Qué negra perversidad!

Bárbol rezongó un momento, como si estuviera recitando una negra y profunda maldición éntica.

—Hace un tiempo que me sorprendió que los orcos se atreviesen a pasar con tanta libertad por mis bosques —continuó—. Sólo últimamente empecé a sospechar que todo era obra de Saruman, y que había estado espiando mis caminos, y descubriendo mis secretos. Él y esas gentes inmundas hacen estragos ahora, derribando árboles allá en la frontera, buenos árboles. Algunos de los árboles los cortan simplemente y dejan que se pudran; maldad propia de un orco, pero otros los desbrozan y los llevan a alimentar las hogueras de Orthanc. Siempre hay humo brotando en Isengard en estos días.

”¡Maldito sea, por raíces y ramas! Muchos de estos árboles eran mis amigos, criaturas que conocí en la nuez o en el grano; muchos tenían voces propias que se han perdido para siempre. Y ahora hay claros de tocones y zarzas donde antes había avenidas pobladas de cantos. He sido perezoso. He descuidado las cosas. ¡Esto tiene que terminar!

Bárbol se levantó del lecho con una sacudida, se incorporó, y golpeó con la mano sobre la mesa. Las vasijas se estremecieron y lanzaron hacia arriba dos chorros luminosos. En los ojos de Bárbol osciló una luz, como un fuego verde, y la barba se le adelantó, tiesa como una escoba de paja.

—¡Yo terminaré con eso! —estalló—. Y vosotros vendréis conmigo. Quizá podáis ayudarme. De ese modo estaréis ayudando también a esos amigos vuestros, pues si no detenemos a Saruman, Rohan y Gondor tendrán un enemigo detrás y no sólo delante. Nuestros caminos van juntos... ¡hacia Isengard!

—Iremos contigo —dijo Merry—. Haremos lo que podamos.

—Sí —dijo Pippin—. Me gustaría ver la Mano Blanca destruida para siempre. Me gustaría estar allí, aunque yo no sirviera de mucho. Nunca olvidaré a Uglúk y cómo cruzamos Rohan.

—¡Bueno! ¡Bueno! —dijo Bárbol—. Pero he hablado apresuradamente. No tenemos que apresurarnos. Me excité demasiado. Tengo que tranquilizarme y pensar, pues es más fácil gritar ¡basta!, que obligarlos a detenerse.

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