A eso de la hora undécima, liberado al fin por un rato de las obligaciones del servicio, Pippin salió en busca de comida y bebida, algo que lo animara e hiciese más soportable la espera. En el rancho se encontró nuevamente con Beregond, que acababa de regresar de una misión del otro lado del Pelennor, en las Torres de la Guardia de la Calzada. Pasearon juntos sin alejarse de los muros, pues en los recintos cerrados Pippin se sentía como prisionero, y hasta el aire de la alta ciudadela le parecía sofocante. Y otra vez se sentaron en el antepecho de la tronera que miraba al este, donde se habían entretenido la víspera, comiendo y hablando.
Era la hora del crepúsculo, pero ya el enorme palio había avanzado muy lejos en el Oeste, y un instante apenas, al hundirse por fin en el Mar, logró el sol escapar para lanzar un breve rayo de adiós antes de dar paso a la noche, el mismo rayo que Frodo, en la Encrucijada, veía en ese momento en la cabeza del rey caído. Pero para los campos del Pelennor, a la sombra del Mindolluin, nada resplandecía: todo era pardo y lúgubre.
Pippin tenía la impresión de que habían pasado años desde la primera vez que se había sentado allí, en un tiempo ya a medias olvidado, cuando todavía era un hobbit, un viajero despreocupado, indiferente a los peligros que había atravesado hacía poco. Ahora era un pequeño soldado, un soldado entre muchos otros en una ciudad que se preparaba para soportar un gran ataque, y vestía las ropas nobles pero sombrías de la Torre de la Guardia.
En otro momento y en otro lugar, tal vez Pippin habría aceptado de buen grado ese nuevo atuendo, pero ahora sabía que no estaba representando un papel en una comedia; estaba, seria e irremisiblemente al servicio de un amo severo que corría un gravísimo peligro.
El plaquín lo agobiaba, y el yelmo le pesaba sobre la cabeza. Se había quitado la capa y la había puesto sobre la piedra del asiento. Apartó los ojos fatigados de los campos sombríos y bostezó, y luego suspiró.
—¿Estás cansado del día de hoy? —le preguntó Beregond.
—Sí —dijo Pippin—, muy cansado: cansado de la inactividad y la espera. He estado de plantón a la puerta de la cámara de mi señor durante horas interminables, mientras él discutía con Gandalf y el Príncipe y otros grandes. Y no estoy acostumbrado, Maese Beregond, a servir con hambre la mesa de otros. Es una prueba muy dura para un hobbit. Has de pensar sin duda que tendría que sentirme profundamente honrado. Pero ¿para qué quiero un honor semejante? Y a decir verdad ¿para qué comer y beber bajo esta sombra invasora? ¿Qué significa? ¡El aire mismo parece espeso y pardo! ¿Son frecuentes aquí estos oscurecimientos cuando el viento sopla en el Este?
—No —dijo Beregond—. Ésta no es una oscuridad natural del mundo. Es algún artificio creado por la malicia del Enemigo; alguna emanación de la Montaña de Fuego, que envía para ensombrecer los corazones y las deliberaciones. Y lo consigue por cierto. Ojalá vuelva el Señor Faramir. Él no se dejaría amilanar. Pero ahora, ¿quién sabe si alguna vez podrá regresar de la Oscuridad a través del Río?
—Sí —dijo Pippin—. Gandalf también está impaciente. Fue una decepción para él, creo, no encontrar aquí a Faramir. Y Gandalf ¿por dónde andará? Se retiró del consejo del Señor antes de la comida de mediodía, y no de buen humor, me pareció. Quizá tenga el presentimiento de alguna mala nueva.
De pronto, mientras hablaban, enmudecieron de golpe; inmóviles, paralizados, convertidos de algún modo en dos piedras que escuchaban. Pippin se tiró al suelo, tapándose los oídos con las manos; pero Beregond, que mientras hablaba de Faramir había estado mirando a lo lejos por encima del parapeto almenado, se quedó donde estaba, tieso, los ojos desencajados. Pippin conocía aquel grito estremecedor: era el mismo que mucho tiempo atrás había oído en los Marjales de la Comarca; pero ahora había crecido en potencia y en odio, y atravesaba el corazón con una venenosa desesperanza.
Al fin Beregond habló, con un esfuerzo.
—¡Han llegado! —dijo—. ¡Atrévete y mira! Hay cosas terribles allá abajo.
Pippin se encaramó de mala gana en el asiento y asomó la cabeza por encima del muro. Abajo el Pelennor se extendía en las sombras e iba a perderse en la línea adivinada apenas del Río Grande. Pero ahora, girando vertiginosamente sobre los campos como sombras de una noche intempestiva, vio a media altura cinco formas de pájaros, horripilantes como buitres, pero más grandes que águilas, y crueles como la muerte. Ya bajaban de pronto, aventurándose hasta ponerse casi al alcance de los arqueros apostados en el muro, ya se alejaban volando en círculos.
—¡Jinetes Negros! —murmuró Pippin—. ¡Jinetes Negros del aire! ¡Pero mira, Beregond! —exclamó—. ¡Están buscando algo! ¡Mira cómo vuelan y descienden, siempre hacia el mismo punto! ¿Y no ves algo que se mueve en el suelo? Formas oscuras y pequeñas. ¡Sí, hombres a caballo: cuatro o cinco! ¡Ah, no lo puedo soportar! ¡Gandalf! ¡Gandalf! ¡Socorro!
Otro alarido largo vibró en el aire y se apagó, y Pippin, jadeando como un animal perseguido, se arrojó de nuevo al suelo y se acurrucó al pie del muro. Débil, y aparentemente remota a través de aquel grito escalofriante, tremoló desde abajo la voz de una trompeta y culminó en una nota aguda y prolongada.
—¡Faramir! ¡El Señor Faramir! ¡Es su llamada! —gritó Beregond—. ¡Corazón intrépido! ¿Pero cómo podrá llegar a la Puerta, si esos halcones inmundos e infernales cuentan con otras armas además del terror? ¡Pero míralos! ¡No se arredran! Llegarán a la Puerta. ¡No! Los caballos se encabritan. ¡Oh! Arrojan al suelo a los jinetes; ahora corren a pie. No, uno sigue montado, pero retrocede hacia los otros. Tiene que ser el Capitán: él sabe cómo dominar a las bestias y a los hombres. ¡Ay! Una de esas cosas inmundas se lanza sobre él. ¡Socorro! ¡Socorro! ¿Nadie acudirá en su auxilio? ¡Faramir!
Y Beregond dio un salto, echó a correr y desapareció en la oscuridad. Asustado y avergonzado, mientras que Beregond de la Guardia pensaba ante todo en su amado capitán, Pippin se levantó y miró fuera. En ese momento alcanzó a ver un destello de nieve y de plata que venía del norte, como una estrella diminuta que hubiese descendido a los campos sombríos. Avanzaba como una flecha y crecía a medida que se acercaba a los cuatro hombres que huían hacia la Puerta. Parecía esparcir una luz pálida, y Pippin tuvo la impresión de que la sombra espesa retrocedía delante de la luz, y en seguida, cuando estuvo más cerca, creyó oír, como un eco entre los muros, una voz poderosa que llamaba.
—¡Gandalf! —gritó Pippin—. ¡Gandalf! Siempre llega en el momento más sombrío. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Caballero Blanco! ¡Gandalf! ¡Gandalf! —gritó, con la vehemencia del espectador de una gran carrera, como alentando a un corredor que no necesita la ayuda de exhortaciones.
Mas ya las sombras aladas habían advertido la presencia del recién llegado. Una de ellas voló en círculos hacia él; pero a Pippin le pareció ver que Gandalf levantaba una mano y que de ella brotaba como un dardo un haz de luz blanca. El Nazgûl dejó escapar un grito largo y doliente y se apartó; y los otros cuatro, tras un instante de vacilación, se elevaron en espirales vertiginosas y desaparecieron en el este, entre las nubes bajas; y por un momento los campos del Pelennor parecieron menos oscuros.
Pippin observaba, y vio que los jinetes y el Caballero Blanco se reunían al fin, y se detenían a esperar a los que iban a pie. Grupos de hombres les salían al encuentro desde la Ciudad; y pronto Pippin los perdió de vista bajo los muros exteriores, y adivinó que estaban trasponiendo la Puerta. Sospechando que subirían inmediatamente a la Torre, y a ver al Senescal, corrió a la entrada de la ciudadela. Allí se le unieron muchos otros que habían observado la carrera y el rescate desde los muros.
Pronto en las calles que subían de los círculos exteriores se elevó un gran clamor, y hubo muchos vítores, y por todas partes voceaban y aclamaban los nombres de Faramir y Mithrandir. Pippin vio unas antorchas, y luego dos jinetes que cabalgaban lentamente seguidos por una gran multitud: uno estaba vestido de blanco, pero ya no resplandecía, pálido en el crepúsculo como si el fuego que ardía en él se hubiese consumido o velado. El otro era sombrío y tenía la cabeza gacha. Desmontaron y mientras los palafreneros se llevaban a Sombragrís y al otro caballo, avanzaron hacia el centinela de la puerta: Gandalf con paso firme, el manto gris flotándole a la espalda y en los ojos un fuego todavía encendido; el otro, vestido de verde, más lentamente, vacilando un poco como un hombre herido o fatigado.
Pippin se adelantó entre el gentío, y en el momento en que los hombres pasaban bajo la lámpara de la arcada vio el rostro pálido de Faramir y se quedó sin aliento. Era el rostro de alguien que asaltado por un miedo terrible o una inmensa angustia ha conseguido dominarse y recobrar la calma. Orgulloso y grave, se detuvo un momento a hablar con el guardia, y Pippin, que no le quitaba los ojos de encima, vio hasta qué punto se parecía a su hermano Boromir, a quien él había querido desde el principio, admirando la hidalguía y la bondad del gran hombre. De pronto, sin embargo, en presencia de Faramir, un sentimiento extraño que nunca había conocido antes, le embargó el corazón. Éste era un hombre de alta nobleza, semejante a la que por momentos viera en Aragorn, menos sublime quizá pero a la vez menos imprevisible y remota: uno de los Reyes de los Hombres nacido en una época más reciente, pero tocado por la sabiduría y la tristeza de la Antigua Raza. Ahora sabía por qué Beregond lo nombraba con veneración. Era un capitán a quien los hombres seguirían ciegamente, a quien él mismo seguiría, aún bajo la sombra de las alas negras.
—¡Faramir! —gritó junto con los otros—. ¡Faramir! —Y Faramir, advirtiendo el acento extraño del hobbit entre el clamor de los hombres de la Ciudad, se dio vuelta, y lo miró estupefacto.
—¿Y tú de dónde vienes? —le preguntó—. ¡Un Mediano, y vestido con la librea de la Torre! ¿De dónde...?
Pero en ese momento Gandalf se le acercó y habló: —Ha venido conmigo desde el país de los Medianos —dijo—. Ha venido conmigo. Pero no nos demoremos aquí. Hay mucho que decir y mucho por hacer, y tú estás fatigado. Él nos acompañará. En realidad, tiene que acompañarnos, pues si no olvida más fácilmente que yo sus nuevas obligaciones, dentro de menos de una hora ha de tomar servicio con su señor. ¡Ven, Pippin, síguenos!
Así llegaron por fin a la cámara privada del Señor de la Ciudad. Alrededor de un brasero de carbón de leña, habían dispuesto asientos bajos y mullidos; y trajeron vino; y allí Pippin, cuya presencia nadie parecía advertir, de pie detrás del asiento de Denethor, escuchaba con tanta avidez todo cuanto se decía que olvidó su propio cansancio.
Una vez que Faramir hubo tomado el pan blanco y bebido un sorbo de vino, se sentó en uno de los asientos bajos a la izquierda de su padre. Un poco más alejado, a la derecha de Denethor, estaba Gandalf, en un sillón de madera tallada; y al principio parecía dormir. Pues en un comienzo Faramir habló sólo de la misión que le había sido encomendada diez días atrás; y traía noticias del Ithilien y de los movimientos del Enemigo y sus aliados; y narró la batalla del camino, en la que los hombres de Harad y la bestia descomunal que los acompañaba fueran derrotados: un capitán que comunica a un superior sucesos de un orden casi cotidiano, los episodios insignificantes de una guerra de fronteras que ahora parecían vanos y triviales, sin grandeza ni gloria.
Entonces, de improviso, Faramir miró a Pippin.
—Pero ahora llegamos a la parte más extraña —dijo—. Porque éste no es el primer Mediano que veo salir de las leyendas del norte para aparecer en las Tierras del Sur.
Al oír esto Gandalf se irguió y se aferró a los brazos del sillón; pero no dijo nada, y con una mirada detuvo la exclamación que estaba a punto de brotar de los labios de Pippin. Denethor observó los rostros de todos y sacudió la cabeza, como indicando que ya había adivinado mucho, aun antes de escuchar el relato de Faramir. Lentamente, mientras los otros permanecían inmóviles y silenciosos, Faramir narró su historia, casi sin apartar los ojos de Gandalf, aunque de tanto en tanto miraba un instante a Pippin, como para refrescarse la memoria.
Cuando Faramir llegó a la parte del encuentro con Frodo y su sirviente, y hubo narrado los sucesos de Henneth Annûn, Pippin notó que un temblor agitaba las manos de Gandalf, aferradas como garras a la madera tallada. Blancas parecían ahora, y muy viejas, y Pippin adivinó, con un sobresalto, que Gandalf, el gran Gandalf, estaba inquieto, y que tenía miedo. En la estancia cerrada el aire no se movía. Y cuando Faramir habló por fin de la despedida de los viajeros, y de la resolución de los hobbits de ir a Cirith Ungol, la voz le flaqueó, y meneó la cabeza, y suspiró. Gandalf se levantó de un salto.
—¿Cirith Ungol, dijiste? ¿El Valle de Morgul? —preguntó—. ¿En qué momento, Faramir, en qué momento? ¿Cuándo te separaste de ellos? ¿Cuándo pensaban llegar a ese valle maldito?
—Nos separamos hace dos días, por la mañana —dijo Faramir—. Hay quince leguas de allí al valle del Morgulduin, si siguieron en línea recta hacia el sur; y entonces estarían aún a cinco leguas de la Torre maldita. Por muy rápido que hayan ido, no pueden haber llegado antes de hoy, y es posible que aún estén en camino. En verdad, veo lo que temes. Pero la oscuridad no proviene de la aventura de tus amigos. Comenzó ayer al caer la tarde, y ya anoche todo el Ithilien estaba envuelto en sombras. Es evidente para mí que el Enemigo preparaba este ataque desde hace mucho tiempo, y que la hora ya había sido fijada antes del momento en que me separé de los viajeros, dejándolos sin mi custodia.
Gandalf iba y venía con paso nervioso por la habitación.
—¡Anteayer por la mañana, casi tres días de viaje! ¿A qué distancia queda el lugar en que os separasteis?
—Unas veinticinco leguas a vuelo de pájaro —respondió Faramir—. Pero me fue imposible llegar antes. Anoche dormí en Cair Andros, la isla larga en el norte del Río, donde mantenemos una guarnición; y caballos en nuestra orilla. Cuando vi cerrarse la oscuridad, comprendí que la premura era necesaria, y entonces partí con otros tres hombres que disponían de caballos. El resto de mi compañía lo envié al sur, a reforzar la guarnición de los vados del Osgiliath. Espero no haber actuado mal. —Miró a su padre.
—¿Mal? —gritó Denethor, y de pronto los ojos le relampaguearon—. ¿Por qué lo preguntas? Los hombres estaban bajo tu mando. ¿O acaso me pides que juzgue todo lo que haces? Tu actitud es humilde en mi presencia; pero hace tiempo ya que te has desviado de tu camino y desoyes mis consejos. Has hablado con tacto y desenvoltura, como siempre; pero ¿crees que no he visto por ventura que tenías los ojos fijos en Mithrandir, tratando de saber si decías lo que era preciso o más de lo conveniente? Es él quien se ha adueñado de tu corazón desde hace mucho tiempo.