El retorno del rey - Tolkien John Ronald reuel 3 стр.


—Veo que te has visto envuelto en historias extrañas —dijo Denethor—, y una vez más compruebo que las apariencias pueden ser engañosas, en un hombre... o en un Mediano. Acepto tus servicios. Porque advierto que no te dejas intimidar por las palabras; y te expresas en un lenguaje cortés, por extraño que pueda sonarnos a nosotros, aquí en el Sur. Y en los días por venir tendremos mucha necesidad de personas corteses, grandes o pequeñas. ¡Ahora préstame juramento de lealtad!

—Toma la espada por la empuñadura —dijo Gandalf— y repite las palabras del Señor, si en verdad estás resuelto.

—Lo estoy —dijo Pippin.

El viejo depositó la espada sobre sus rodillas; Pippin apoyó la mano sobre la guardia y repitió lentamente las palabras de Denethor.

—Juro ser fiel y prestar mis servicios a Gondor, y al Señor y Senescal del Reino, con la palabra y el silencio, en el hacer y el dejar hacer, yendo y viniendo, en tiempos de abundancia o de necesidad, tanto en la paz como en la guerra, en la vida y en la muerte, a partir de este momento y hasta que mi señor me libere, o la muerte me lleve, o perezca el mundo. ¡Así he hablado yo, Peregrin hijo de Paladin de la Comarca de los Medianos!

—Y yo te he oído, yo, Denethor hijo de Ecthelion, Señor de Gondor, Senescal del Rey, y no olvidaré tus palabras, ni dejaré de recompensar lo que me será dado: fidelidad con amor, valor con honor, perjurio con venganza. —La espada le fue restituida a Pippin, quien la enfundó de nuevo—. Y ahora —dijo Denethor— he aquí mi primera orden: ¡habla y no ocultes nada! Cuéntame tu historia y trata de recordar todo lo que puedas acerca de Boromir, mi hijo. ¡Siéntate ya, y comienza! —Y mientras hablaba golpeó un pequeño gong de plata que había junto al escabel, e instantáneamente acudieron los servidores. Pippin observó entonces que habían estado aguardando en nichos a ambos lados de la puerta, nichos que ni él ni Gandalf habían visto al entrar.

”Traed vino y comida y asientos para los huéspedes —dijo Denethor—, y cuidad que nadie nos moleste durante una hora.

”Es todo el tiempo que puedo dedicaros, pues muchas otras cosas reclaman mi atención —le dijo a Gandalf—. Problemas que pueden parecer más importantes pero que a mí en este momento me apremian menos. Sin embargo, tal vez volvamos a hablar al fin del día.

—Y quizá antes, espero —dijo Gandalf—. Porque no he cabalgado hasta aquí desde Isengard, ciento cincuenta leguas, a la velocidad del viento, con el único propósito de traerte a este pequeño guerrero, por muy cortés que sea. ¿No significa nada para ti que Théoden haya librado una gran batalla, que Isengard haya sido destruida, y que yo haya roto la vara de Saruman?

—Significa mucho para mí. Pero de esas hazañas conozco bastante como para tomar mis propias decisiones contra la amenaza del Este. —Volvió hacia Gandalf la mirada sombría, y Pippin notó de pronto un parecido entre los dos, y sintió la tensión entre ellos, como si viese una línea de fuego humeante que de un momento a otro pudiera estallar en una llamarada.

A decir verdad, Denethor tenía mucho más que Gandalf los aires de un gran mago: una apostura más noble y señorial, facciones más armoniosas; y parecía más poderoso; y más viejo. Sin embargo, Pippin adivinaba de algún modo que era Gandalf quien tenía los poderes más altos y la sabiduría más profunda, a la vez que una velada majestad. Y era más viejo, muchísimo más viejo.

—¿Cuánto más? —se preguntó, y le extrañó no haberlo pensado nunca hasta ese momento. Algo había dicho Bárbol a propósito de los magos, pero en ese entonces la idea de que Gandalf pudiera ser un mago no había pasado por la mente del hobbit. ¿Quién era Gandalf? ¿En qué tiempos remotos y en qué lugar había venido al mundo, y cuándo lo abandonaría? Pippin interrumpió sus cavilaciones y vio que Denethor y Gandalf continuaban mirándose, como si cada uno tratase de descifrar el pensamiento del otro. Pero fue Denethor el primero en apartar la mirada.

—Sí —dijo—, porque si bien las Piedras, según se dice, se han perdido, los señores de Gondor tienen aún la vista más penetrante que los hombres comunes, y captan muchos mensajes. Mas ¡tomad asiento ahora!

En ese momento entraron unos criados transportando un sillón y un taburete bajo; otro traía una bandeja con un botellón de plata, y copas, y pastelillos blancos. Pippin se sentó, pero no pudo dejar de mirar al anciano señor. No supo si era verdad o mera imaginación, pero le pareció que al mencionar las Piedras la mirada del viejo se había clavado en él un instante, con un resplandor súbito.

—Y ahora, vasallo mío, nárrame tu historia —dijo Denethor, en un tono a medias benévolo, a medias burlón—. Pues las palabras de alguien que era tan amigo de mi hijo serán por cierto bienvenidas.

Pippin no olvidaría nunca aquella hora en el gran salón bajo la mirada penetrante del Señor de Gondor, acosado una y otra vez por las preguntas astutas del anciano, consciente sin cesar de la presencia de Gandalf que lo observaba y lo escuchaba, y que reprimía (tal fue la impresión del hobbit) una cólera y una impaciencia crecientes. Cuando pasó la hora, y Denethor volvió a golpear el gong, Pippin estaba extenuado. —No pueden ser más de las nueve —se dijo—. En este momento podría engullir tres desayunos, uno tras otro.

—Conducid al señor Mithrandir a los aposentos que le han sido preparados —dijo Denethor—, y su compañero puede alojarse con él por ahora, si así lo desea. Pero que se sepa que le he hecho jurar fidelidad a mi servicio; de hoy en adelante se le conocerá con el nombre de Peregrin hijo de Paladin, y se le enseñarán las contraseñas menores. Mandad decir a los Capitanes que se presenten ante mí lo antes posible después que haya sonado la hora tercera.

”Y tú, mi señor Mithrandir, también podrás ir y venir a tu antojo. Nada te impedirá visitarme cuando tú lo quieras, salvo durante mis breves horas de sueño. ¡Deja pasar la cólera que ha provocado en ti la locura de un anciano, y vuelve luego a confortarme!

—¿Locura? —respondió Gandalf—. No, mi Señor, si alguna vez te conviertes en un viejo chocho, ese día morirás. Si hasta eres capaz de utilizar el dolor para ocultar tus maquinaciones. ¿Crees que no comprendí tus propósitos al interrogar durante una hora al que menos sabe, estando yo presente?

—Si lo has comprendido, date por satisfecho —replicó Denethor—. Locura sería, que no orgullo, desdeñar ayuda y consejos en tiempos de necesidad; pero tú sólo dispensas esos dones de acuerdo con tus designios secretos. Mas el Señor de Gondor no habrá de convertirse en instrumento de los designios de otros hombres, por nobles que sean. Y para él no hay en el mundo en que hoy vivimos una meta más alta que el bien de Gondor; y el gobierno de Gondor, mi Señor, está en mis manos y no en las de otro hombre, a menos que retornara el rey.

—¿A menos que retornara el rey? —repitió Gandalf—. Y bien, señor Senescal, tu misión es conservar del reino todo lo que puedas aguardando ese acontecimiento que ya muy pocos hombres esperan ver. Para el cumplimiento de esa tarea, recibirás toda la ayuda que desees. Pero una cosa quiero decirte: yo no gobierno en ningún reino, ni en el de Gondor ni en ningún otro, grande o pequeño. Pero me preocupan todas las cosas de valor que hoy peligran en el mundo. Y yo por mi parte, no fracasaré del todo en mi trabajo, aunque Gondor perezca, si algo aconteciera en esta noche que aún pueda crecer en belleza y dar otra vez flores y frutos en los tiempos por venir. Pues también yo soy un senescal. ¿No lo sabías? —Y con estas palabras dio media vuelta y salió del salón a grandes pasos, mientras Pippin corría detrás.

Gandalf no miró a Pippin mientras se marchaban, ni le dijo una sola palabra. El guía que esperaba a las puertas del palacio los condujo a través del Patio del Manantial hasta un callejón flanqueado por edificios de piedra. Después de varias vueltas llegaron a una casa vecina al muro de la Ciudadela, del lado norte, no lejos del brazo que unía la colina a la montaña. Una vez dentro, el guía los llevó por una amplia escalera tallada, al primer piso sobre la calle, y luego a una estancia acogedora, luminosa y aireada, decorada con hermosos tapices de colores lisos con reflejos de oro mate. La estancia estaba apenas amueblada, pues sólo había allí una mesa pequeña, dos sillas y un banco; pero a ambos lados detrás de unas cortinas había alcobas, provistas de buenos lechos y de vasijas y jofainas para lavarse. Tres ventanas altas y estrechas miraban al norte, hacia la gran curva del Anduin todavía envuelto en la niebla, y las Emyn Muil y el Rauros en lontananza. Pippin tuvo que subir al banco para asomarse por encima del profundo antepecho de piedra.

—¿Estás enfadado conmigo, Gandalf? —dijo cuando el guía salió de la habitación y cerró la puerta—. Hice lo mejor que pude.

—¡Lo hiciste, sin duda! —respondió Gandalf con una súbita carcajada; y acercándose a Pippin se detuvo junto a él y rodeó con un brazo los hombros del hobbit, mientras se asomaba por la ventana. Pippin echó una mirada perpleja al rostro ahora tan próximo al suyo, pues la risa del mago había sido suelta y jovial. Sin embargo, al principio sólo vio en el rostro de Gandalf arrugas de preocupación y tristeza; no obstante, al mirar con más atención advirtió que detrás había una gran alegría: un manantial de alegría que si empezaba a brotar bastaría para que todo un reino estallara en carcajadas—. Claro que lo hiciste —dijo el mago—; y espero que no vuelvas a encontrarte demasiado pronto en un trance semejante, entre dos viejos tan terribles. De todos modos el Señor de Gondor ha sabido por ti mucho más de lo que tú puedes sospechar, Pippin. No pudiste ocultar que no fue Boromir quien condujo a la Compañía fuera de Moria, ni que había entre vosotros alguien de alto rango que iba a Minas Tirith; y que llevaba una espada famosa. En Gondor la gente piensa mucho en las historias del pasado, y Denethor ha meditado largamente en el poema y en las palabras el Daño de Isildur, después de la partida de Boromir.

”No es semejante a los otros hombres de esta época, Pippin, y cualquiera que sea su ascendencia, por un azar extraño la sangre de Oesternesse le corre casi pura por las venas; como por las de su otro hijo, Faramir, y no por las de Boromir, en cambio, que sin embargo era el predilecto. Sabe ver a la distancia, y es capaz de adivinar, si se empeña, mucho de lo que pasa por la mente de los hombres, aun de los que habitan muy lejos. Es difícil engañarlo, y peligroso intentarlo.

”¡Recuérdalo! Pues ahora has prestado juramento de fidelidad a su servicio. No sé qué impulso o qué motivo te empujó, el corazón o la cabeza. Pero hiciste bien. No te lo impedí porque los actos generosos no han de ser reprimidos por fríos consejos. Tu actitud lo conmovió, y al mismo tiempo (permíteme que te lo diga) lo divirtió. Y por lo menos eres libre ahora de ir y venir a tu gusto por Minas Tirith... cuando no estés de servicio. Porque hay un reverso de la medalla: estás bajo sus órdenes, y él no lo olvidará. ¡Sé siempre cauteloso!

Calló un momento y suspiró.

—Bien, de nada vale especular sobre lo que traerá el mañana. Pero eso sí, ten la certeza de que por muchos días el mañana será peor que el hoy. Y yo nada más puedo hacer para impedirlo. El tablero está dispuesto, y ya las piezas están en movimiento. Una de ellas que con todas mis fuerzas deseo encontrar es Faramir, el actual heredero de Denethor. No creo que esté en la Ciudad; pero no he tenido tiempo de averiguarlo. Tengo que marcharme, Pippin. Tengo que asistir al consejo de estos señores y enterarme de cuanto pueda. Pero el Enemigo lleva la delantera, y está a punto de iniciar a fondo la partida. Y los peones participarán del juego tanto como cualquiera, Peregrin hijo de Paladin, soldado de Gondor. ¡Afila tu espada!

Gandalf se encaminó a la puerta, y al llegar a ella dio media vuelta. —Tengo prisa, Pippin —dijo—. Hazme un favor cuando salgas. Antes de irte a dormir, si no estás demasiado fatigado. Ve y busca a Sombragrís, y mira cómo está. Las gentes de aquí son prudentes y nobles de corazón, y bondadosas con los animales, pero no es mucho lo que entienden de caballos.

Y diciendo estas palabras, Gandalf salió; en ese momento se oyó la nota clara y melodiosa de una campana que repicaba en una torre de la ciudadela. Sonó tres veces, como plata en el aire, y calló: la hora tercera después de la salida del sol.

Al cabo de un minuto, Pippin se encaminó a la puerta, bajó por la escalera, y al llegar a la calle miró alrededor. Ahora el sol brillaba, cálido y luminoso, y las torres y las casas altas proyectaban hacia el oeste largas sombras nítidas. Arriba, en el aire azul, el Monte Mindolluin lucía su yelmo blanco y su manto de nieve. Hombres armados iban y venían por las calles de la Ciudad, como si el toque de la hora les señalara un cambio de guardias y servicios.

—En la Comarca diríamos que son las nueve de la mañana —se dijo Pippin en voz alta—. La hora justa para un buen desayuno junto a la ventana abierta, al sol primaveral. ¡Cuánto me gustaría tomar un desayuno! ¿No desayunarán las gentes de este país, o ya habrá pasado la hora? ¿Y a qué hora cenarán, y dónde?

A poco andar, vio un hombre vestido de negro y blanco que venía del centro de la ciudadela, y avanzaba por la calle estrecha hacia él. Pippin se sentía solo y resolvió hablarle cuando él pasara, pero no fue necesario. El hombre se le acercó.

—¿Eres tú Peregrin el Mediano? —le preguntó—. He sabido que has prestado juramento de fidelidad al servicio del Señor y de la Ciudad. ¡Bienvenido! —Le tendió la mano, y Pippin se la estrechó—. Me llamo Beregond hijo de Baranor. No estoy de servicio esta mañana y me han mandado a enseñarte el santo y seña, y a explicarte algunas de las muchas cosas que sin duda querrás saber. A mí, por mi parte, también me gustaría saber algo de ti. Porque nunca hasta ahora hemos visto Medianos en este país, y aunque hemos oído algunos rumores, poco se habla de ellos en las historias y leyendas que conocemos. Además, eres un amigo de Mithrandir. ¿Lo conoces bien?

—Bueno —repuso Pippin—. He oído hablar de él durante toda mi corta existencia, por así decir; y en los últimos tiempos he viajado mucho en su compañía. Pero es un libro en el que hay mucho que leer, y faltaría a la verdad si dijese que he recorrido más de un par de páginas. Sin embargo, es posible que lo conozca tan bien como cualquiera, salvo unos pocos. Aragorn era el único de nuestra Compañía que lo conocía de veras.

—¿Aragorn? —preguntó Beregond—. ¿Quién es ese Aragorn?

—Oh —balbuceó Pippin—, era un hombre que solía viajar con nosotros. Creo que ahora está en Rohan.

—Has estado en Rohan, por lo que veo. También sobre ese país hay cosas que me gustaría preguntarte; porque muchas de las menguadas esperanzas que aún alimentamos dependen de los hombres de Rohan. Pero me estoy olvidando de mi misión, que consistía en responder primeramente a todo cuanto tú quisieras preguntarme. Bien, ¿qué cosas te gustaría saber, Maese Peregrin?

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