Los fabricantes del tiempo - Бен Бова 2 стр.


— ¿Rossman? Se ha ido ya.

— Pero… pero me está esperando — busqué en mi cartera y saqué una de las tarjetas comerciales que mi padre había hecho imprimir a mi nombre.

— Bueno, estoy seguro de que se ha ido. Aguarde un momento y lo comprobaré.

Marcó un número en el intercomunicador de su mesa. No tenía pantalla, según advertí.

— Largo Plazo — respondió una voz fuerte.

¿Esta' todavía el doctor Rossman?

— Si, aguarda a un visitante… alguien llamado Thorn — o algo por el estilo.

El conserje miró a mi tarjeta.

— ¿Jeremy Thorn, Tercero? ¿De Thornton Pacific Enterprises?

— El mismo. Hágale subir.

El conserje me dio instrucciones. Subí las escaleras, seguí un pasillo, pasé tres cruces… ¿o cuatro? Después de unas cuantas vueltas y revueltas y de más cavilaciones por mi parte, oí aquella misma voz telefónica, sumida en una fuerte conversación con otra, persona. Seguí la voz y llegué hasta una puerta rotulada "Sección de Predicciones a Largo Plazo". Todos los demás despachos parecían vacíos.

Crucé la puerta abierta y me encontré en una especie de antesala que albergaba los escritorios de las secretarias y de los archivadores. Un corto pasillo se iniciaba en el lado opuesto de la estancia, con varias puertas en él. Una estaba entreabierta y de allí salía el murmullo de la conversación.

Miré al interior. Era una especie de pequeña cabina bastante pobre. Un caballero ya mayor se sentaba tras un escritorio que desaparecía bajo pilas de papeles, mientras que la persona que oí hablar por teléfono, alta, de aspecto atlético, paseaba delante de la pizarra, de espaldas a mí, y decía excitada:

Y ese papel representado por Sladek. Los estudios del Instituto Kraichnan han pagado dividendos. Ahora uno puede predecir lo que está ocurriendo en un flujo turbulento sin dificultad alguna.

El anciano asintió con gentileza.

— Estupendo, si es cierto. Pero quizá pueda usted detenerse durante un segundo y saludar a nuestro visitante.

Giró en redondo.

— ¡Nos encontró! Ya empezaba a pensar en la convendría de enviar en su búsqueda a un grupo de rescate.

— Por poco me pierdo — admití.

Ted Marrett — se presentó, cogiéndome la mano y estrechándomela con fuerza. Y añadió -: El doctor Barneveldt, jefe de la sección teórica.

Ted tendría mi edad, quizá fuese un año o dos mayor. Corpulento, ancho de hombros, delgado de cintura, con largas piernas. Tenía el rostro huesudo, angular y cruzándole el puente de la nariz apenas se divisaba una cicatriz Más tarde supe que era una lesión producida jugando al fútbol. El cabello era un mechón alborotado color rojo fuego. Apenas tenía aspecto de un científico capaz de conmover al mundo.

Todo lo que él tenía de inquieto, de gesticulante, lo poseía el doctor Barneveldt de pequeño y tranquilo… en comparación, casi sedante. Era delgado y cargado de espaldas; el pelo de un blanco muerto, y poseía en general un aspecto frágil. Las arrugas de su rostro, sin embargo, parecían venir más de la pequeña sonrisa que constantemente exhibía que de su avanzada edad.

— Encantado de conocerles — dije -. Soy…

— Jeremy Thorn, Tercero — terminó Ted antes de que yo pudiese seguir adelante -. Jamás conocí a un Tercero ni a un Segundo, por lo que a eso respecta. ¿Vino en cohete desde Hawai? ¿Buen vuelo? Le veo vestido al estilo isleño.

— No… no tuve tiempo de cambiarme — balbucí -. ¡Oh! ¿Se encuentra aquí el doctor Rossman Debía…

Ted asintió.

— Le dije que habla venido usted. Le hará esperar un par de minutos antes de permitirle entrar en su despacho. Es su manera de vengarse por haberle hecho aguardar.

— ¿Vengarse?

— La hora de salir de aquí es a las cuatro y cuarto; a Rossman le gusta marcharse puntual a casa para gozar de la compañía de su esposa y familia. Le supo muy mal tener que quedarse hasta las cinco y media y usted incluso ha sobrepasado ese tiempo.

— El helicoche…

— No se preocupe, le llamará dentro de un minuto.

Yo no sabía qué decir.

— Supongo que no se habrán quedado más tarde del debido por mi causa, ¿verdad?

— Oh, no. — Ted pareció disipar ese temor. Sonriendo hacia el doctor Barnevedt, añadió -: Estábamos charlando acerca del control del tiempo.

II

"ES IMPOSIBLE"

— ¿Control del tiempo? — dije -. Para eso vine.

— Creo que quizá deberíamos explicarnos comenzó a decir el doctor Barneveldt, pero un zumbador le cortó en seco en mitad de la frase.

Con cuidado levantó un montón de papeles que cubría el intercomunicador de su escritorio y oprimió un botón que lanzaba destellos rojos.

— ¿Ha encontrado ya mi despacho mi visitante? — preguntó una voz áspera.

— Sí — dijo el doctor Barneveldt -. El señor Thorn se encuentra aquí, ahora.

— Bien; hágalo entrar.

El intercomunicador emitió un chasquido y quedó en silencio.

Ted hizo un gesto al viejo para que se quedase en su silla.

— Es al final del pasillo — me dijo, señalando con el pulgar en la dirección adecuada. Con los principios de una sonrisa, añadió: Buena suerte.

Recorrí el breve corredor hasta la puerta final, sintiéndome nervioso. No había placa alguna con un nombre. Llamé con los nudillos una sola vez, ligeramente.

— Entre.

El despacho de Rossman era casi tan pequeño como el que acababa de abandonar. Un escritorio metálico, una fila de archivadores, una mesita de conferencias con sillas que no hacían juego: no había más muebles. Sólo una ventana; el rostro de las paredes estaba cubierto con mapas y gráficos que fueron colgados hace años, por el aspecto que ofrecían.

Nunca anteriormente me di cuenta de la diferencia entre la industria particular y las oficinas del gobierno, en lo que se refería a espacio vital y a ornamentación. Si el doctor Rossman hubiese estado trabajando para mi padre en un puesto igualmente importante, su despacho habría sido cuatro veces mayor. Y también probablemente su salario.

Estaba sentado tras su escritorio.

— Tome asiento, señor Thorn. Espero que no haya tenido muchas dificultades en encontrarnos.

— Unas pocas — respondí -. Lamento haberle hecho aguardar.

Se encogió de hombros. Era delgado y de piel pálida, con un rostro largo y sombrío que me recordó algo a los perros sabuesos.

— Bueno, pues — dijo mientras yo tomaba una silla de la mesa de conferencias y la colocaba ante el escritorio -, ¿en qué podemos servir a Thornton Pacific?

Me senté y dile:

— Se trata de esas tormentas que han azotado nuestras explotaciones mineras. Están causando muchos daños y obligándonos a efectuar grandes gastos.

Asintió, muy serio:

— Sí, supongo que si.

— Mi padre desea saber qué es lo que pueden hacer ustedes. Nos hemos visto obligados a suspender las operaciones mineras de dragado durante varios días cada vez. Si no se hace algo para detener estas tormentas, perderemos una gran cantidad de dinero, por no decir nada de las vidas de los hombres que se encuentran en las dragas, a merced de los elementos.

— Comprendo — dijo el doctor Rossman -. Estamos tratando de proporcionar a toda la zona del Pacifico las predicciones más exactas posibles a Largo Plazo. Un tercio de mi personal trabaja ahora en ese problema. Por desgracia, localizar una tempestad que se desarrolla en el mar abierto es una tarea muy, pero que muy difícil.

— Me lo imagino.

— Mire, señor Thorn, nuestras predicciones a Largo Plazo se efectúan basándonos en estadísticas. Podemos predecir, con bastante seguridad, cuánta agua de lluvia caerá sobre cierta zona durante un período de tiempo dado… digamos, un mes. Pero no podemos predecir exactamente cuándo se formará una tempestad hasta prácticamente el último minuto. Y todavía es más difícil predecir el camino exacto que seguirá esa tempestad, salvo de un modo general.

— Sí, pero cuando una tempestad va a afectar una zona vital como las áreas de nuestros dragados — pregunte — ¿no la pueden desviar o quizá destruirla?

Casi se carcajeó, pero se contuvo a tiempo.

— Señor Thorn, ¿cómo concibió la idea de que podemos hacer eso?

— Bueno… ¿no son ustedes los que efectúan el trabajo de control del tiempo? He leído historias sobre sembrar nubes y patrullas contra huracanes…

— Pero esas personas del otro despacho… hablaban sobre el control del tiempo.

Rossman trató de sonreír otra vez, pero contrajo los ojos.

— Ese es Ted Marrett. Como acabo de explicarle. siempre se habla mucho de controlar el tiempo. El señor Marrett es joven y ambicioso… y desea alcanzar su doctorado en el MIT y se muestra inflamado, siendo de los que arrollan el mundo. Estoy seguro de que ha conocido ya antes a otros de su clase. Algún día se aposentará y entonces se convertirá probablemente en un estupendisimo meteorólogo.

— ¿Entonces… entonces no pueden hacer ustedes nada para ayudarnos?

— Yo no dije tanto — Rossman tamborileó su lápiz contra su barbilla durante un momento -. Podemos proporcionarles un servicio de última hora de nuestras predicciones, por lo menos. En términos técnicos, eso significa que podemos ofrecerles nuestras predicciones mediante enlace por calculador tan rápidamente como salen impresas de aquí. Adivino que reciben ustedes las predicciones ahora por el videófono comercial, lo que indica un retraso de doce a dieciocho horas con respecto a la emisión.

— Me imagino que eso será de alguna ayuda — dije.

— También pueden solicitar asistencia financiera del Gobierno. Claro, no conseguirán que declaren zona de desastre el Pacífico central, pero estoy seguro de que obtendrán alguna ayuda de buen número de departamentos gubernamentales.

— Comprendo — de pronto ya no quedó nada de qué hablar. Empecé a levantarme de mi silla -. Bueno, gracias por su amabilidad, doctor Rossman.

— Lamento haberle desilusionado.

— Mi padre será el que se desilusione.

Me acompañó hasta la puerta de su despacho.

— ¿Puede volver mañana? Le pondré en contacto con las personas que establecerán los acuerdos para que reciban las predicciones nada más hechas.

Asentí.

— Está bien. No tenía intención de marcharme hasta mañana por la tarde, de cualquier forma.

— Bueno. Haremos por ustedes cuanto podamos.

Recorrí el pasillo, crucé el despacho, ahora vacío, donde Ted y el doctor Barneveldt habían estado, y me dirigí hacia el vestíbulo. El edificio parecía ya completamente desierto y yo experimenté una terrible sensación de soledad.

Ted estaba tumbado en uno de los divanes del vestíbulo, ojeando una revista. Alzó los ojos y me miró.

— El doctor "Bee" se imaginó que no tendría usted transporte para que le trasladara a la ciudad. Es difícil conseguir un taxi a estas horas. ¿Quiere que le lleve?

— Gracias. ¿Va usted a Boston?

— Vivo en Cambridge, a la otra parte del río. Vamos.

Su coche era un antiguo y maltrecho dos plazas "Lotus". Salió disparado del aparcamiento y entró en la pista, el motor aullando, hasta instalarse en el sendero de control manual. Probablemente, pensé, aquel coche carecía de equipo de control electrónico.

Había pasado mucho tiempo desde que estuve la última vez en Nueva Inglaterra, en abril; me había olvidado del frío que podía hacer. Surcando raudos el crepúsculo y aún llevando mis ropas deportivas isleñas, noté cómo los dientes empezaban a castañetearme. Ted no se dio cuenta de esto. Hablaba rápidamente por encima del zumbido del motor y del viento frío, gesticulando con una mano y meneando el volante por el denso tráfico con la otra, Su monólogo casi abordaba el mismo tema mientras cambiaba de senderos de conducción: habló de Rossman, del doctor Barneveldt, de algo sobre un flujo de aire turbulento, de matemáticas, del envenenamiento del aire; incluso me dio una rápida conferencia sobre las peculiaridades del clima de Hawai. Asentí y me estremecí. Cada vez que pasaba rozando otro coche deseaba encontrarme en la sección de control automático de la autopista.

Me dejó en el hotel que yo le indiqué, después de alzar las cejas en un respeto burlón al mencionar el nombre del establecimiento.

— El lugar más elegante de la ciudad. Se ve que ustedes viajan en primera clase.

Mi habitación era cómoda. Y cálida. Sin embargo, me sorprendió que el hotel no me hubiese dado una suite. Demasiada gente y no bastante espacio superficial, me dijo el conserje. Ordené que me trajesen ropas nuevas por el visófono; no mucho, sólo pantalones deportivos y una chaqueta, con los complementos necesarios.

La cena se parecía mucho al almuerzo, hasta que me di cuenta de que mi cuerpo seguía viviendo en la hora de Hawai. No tenía sueño ni siquiera a medianoche, así que estuve contemplando las películas de TV hasta que finalmente me sentí cansado.

* * *

El sol se alzó brillante a través del hemisferio occidental del globo, su infalible energía calentando los mares y continentes… y al inquieto y vibrante océano de aire que envolvía ambas cosas como si fuese un manto. Impulsada por el sol, retorcida por el girar de la Tierra de debajo, la atmósfera se movía como una criatura pulsante y viviente. Los vientos y las corrientes la acuciaban por completo. Columnas gigantes de aire ascendían durante kilómetros y volvían a caer, absorbían humedad y la soltaban, tomaban calor prestado de los trópicos y lo transportaban hacia el polo, inhalando la vida en todo cuanto tocaban. Por encima de esta infinita actividad, el turbulento océano de aire se convertía cada vez en algo más plácido, a excepción de los ríos fulgurantes de las corrientes en chorro. A mayor altura todavía, las cargas eléctricas giraban en torno a un cielo oscuro en donde brillaban los meteoros y los gases irrespirables lo bloqueaban todo, a excepción de una parte pequeña de la potente radiación solar. Arrastrado por mareas solares y lunares, mezclado con campos magnéticos y vientos fantasmales interplanetarios, el océano de aire gradualmente se hacía más fino y desaparecía en la playa oscura del espacio.

* * *

Dormí hasta tarde, me vestí a toda prisa y conseguí un coche de alquiler para trasladarme a la División de Climatología. Mientras el auto se conducía a si mismo cruzando el agobio imposible del tráfico de Boston, adquirí el mejor desayuno que ofrecía la diminuta máquina vendedora del asiento posterior: jugo sintético, un bollo recalentado y leche en polvo.

Telefoneé mientras el vehículo seguía su camino hacia la autopista y cobraba velocidad. La secretaria del doctor Rossman contestó que su jefe estaba atareado, pero que designaría a alguien para que me saliese a recibir al vestíbulo.

El aparcamiento de Climatología estaba ahora atestado y el vestíbulo repleto de personas. Me anuncié al recepcionista, que señaló con la cabeza a una esbelta rubia adorable sentada cerca del escritorio.

Llevaba puesto un jersey verde claro y falda, emitiendo la fresca fragancia exterior de los campos de flores.

— Soy Priscilla Barneveldt — dijo -. El doctor Rossman me pidió que le recibiese y le llevase a la Sección de Servicios.

Me fijé en que sus ojos eran de un verde grisáceo. Su rostro resultaba quizás algo largo, pero bien conjuntado, con rasgos firmes y una barbilla decidida.

— Bueno — contesté -, es usted la sorpresa más agradable que he tenido hasta ahora en todo el Departamento Meteorológico.

— Y ese es el cumplido más agradable que he oído en todo el día… hasta ahora — habló con un acento ligero e inidentificable -. Los ascensores están bajando.

— No se olvide las gafas, Barney — dijo el recepcionista.

Назад Дальше