LAS TIJERAS
Todas las noches, de nueve a once, se reunían en un rinconcito del café de Occidente dos viejos a quienes los parroquianos llamaban «Las tijeras». Allí mismo se habían conocido, y lo poco que sabían uno del otro era esto:
Don Francisco era soltero, jubilado; vivía solo con una criada vieja y un perrito de lanas muy goloso, que llevaba al café para regalarle el sobrante de los terroncitos de azúcar. Don Pedro era viudo, jubilado; tenía una hija casada, de quien vivía separado a causa del yerno. No sabían más. Los dos habían sido personas ilustradas.
Iban al café a desahogar sus bilis en monólogos dialogados, amodorrados al arrullo de conversaciones necias y respirando vaho humano.
Don Pedro odiaba al perro de su amigo. Solía llevarse a casa la sobra de su azúcar para endulzar el vaso de agua que tomaba al levantarse de la cama. Había entre él y el perrillo una lucha callada por el azúcar que dejaban los vecinos. Cuando don Pedro veía al perrillo encaramarse al mármol relamiéndose el hocico, retiraba, temblando, sus terroncitos de azúcar. Alguna vez, mientras hablaba, pisaba como al descuido la cola del perrito, que se refugiaba en su dueño.
El amo del perro odiaba sin conocerla a la hija de don Pedro. Estaba harto de oírle hablar de ella como de su gloria y de su consuelo; mi hija por aquí, mi hija por allí; ¡siempre su hija! Cuando el padre se quejaba del sinvergüenza de su yerno, el amo del perro le decía:
– Convénzase, don Pedro. La culpa es de la hija; si quisiera a usted como a padre, todo se arreglaría… ¡Le quiere más a él! ¡Y es natural! ¡Su mujer de usted haría lo mismo…!
El corazón del pobre padre se encogía de angustia al oír esto, y su pie buscaba la cola del perrito de aguas.
Un día, el perro se comió, después de los terroncitos de su amo, los de don Pedro. Al día siguiente, éste, con dignidad majestuosa, recogió, después de sus terrones, los del perro. Tras esto hablaron largo rato de la falta de justicia en el mundo.
Terribles eran las conversaciones de los viejos. Era un placer solitario y mutuo en las pausas del propio monólogo; oía cada uno los trozos del otro monólogo sin interesarse en el dolor petrificado que lo producía; lo oía, espectador sereno, como a eco puro que no se sabe de dónde sube. Iban a oír el eco de su alma sin llegar al alma de que partía.
Cuando entraba el último empezaba el tijereteo por un «¿Qué hay de nuevo?», para concluir con un «¡miseria pura! ¡Todo es farsa!»Su placer era meneallo, emporcarlo todo para abonar el mundo.
No reproduciré aquellos monólogos como se producían; prefiero exponer su melodía pura.
– Sea usted honrado, don Francisco, y le llamarán tonto…
– ¡Con razón!
– ¡Resignación!, predican los que se resignan a vivir bien. ¡Por resignarme me aplastaron…!
– ¡Y a mí por protestar!
– ¡La vida es dura, don Pedro! Siempre oculté mis necesidades, y me hubiera dejado morir de hambre en postura noble, como un gladiador que lucha por los garbanzos… ¡Oh, hay que saber lucir un remiendo cosido con arte…! Yo no he sabido lloriquear a tiempo. Siempre soltero, jamás hubiera cumplido deseos santos, porque me quitaban el pan padres de hijos que tenían las lágrimas en el bolsillo. Yo me las tragaba…
– Yo he sido casado; los solteros eran un sola boca, corrían sin carga, se conformaban con menos… Nada pude contra ellos…
– Pude ser bandido y no lo quise.
– Yo quise serlo y no lo pude conseguir; se me resistía…
– Dicen ahora que en la lucha por la vida vence el más apto. ¡Vaya una lucha! ¿El más apto? ¡Mentira, don Pedro!
– ¡Verdad, don Francisco! Vence el más inepto porque es el más apto. Todos luchan a quién más se rebaja, a quién más autómata, a quién más y mejor llora, a quién más y mejor adula. ¿Tener carácter…? ¡Oh! ¿Quién es este que quiere salir del coro y aspira a partiquino? Hay que luchar por la justicia, que no baja, como el rocío, del cielo; el que no llora no mama. Apenas quedan más que dos oficios útiles: ladrón o mendigo; la amenaza, o las lágrimas. Hay que pedir desde arriba o desde abajo.
– ¡Ah, don Francisco! El que para menos sirve es el que mejor sirve.
– Aunque lo digan, yo no soy pesimista. No tiene la culpa el mundo sí hemos nacido dislocados en él.
– No hay justicia, don Francisco; que aunque a las veces se haga lo justo, es a pesar de serlo.
– Mire usted, don Pedro, ¡cómo le paga su hija!
El pobre padre buscaba la cola del perrito de aguas mientras decía:
– ¡La caridad! ¡Otra como la justicia! ¡A cuántas almas fuertes mata la lucha por la caridad…! «¡Ah!, éste sabe trabajar; no necesita», y todos pasan sin darle ni trabajo ni pan.
– ¡La caridad, don Pedro! ¡Los pobres necesitaban el pan, me dieron palabras de consuelo…, les cuesta tan poco…! ¡Las tienen para su uso! ¡Los ricos me echaron mendrugos…, les cuesta tan poco…, los habrían echado a los perros! Nadie me ha dado pan con piedad: sobre el pan del cuerpo, miel del alma. He vivido del Estado, esa cosa anónima a la que nada agradezco.
– ¡Ah, don Francisco! Pegan y razonan la paliza. No me duele el pisotón, sino el «usted perdone». La paliza, basta; la razón, sobra… Me decían: «Te conviene, es por tu bien, lo mereces»; mil sandeces más: echar en la herida plomo derretido.
– Tiene usted razón. Nadie me ha hecho más daño que los que decían hacérmelo por mi bien. Yo nací hermoso, como un gran diamante en bruto; me cogieron los lapidarios; a picazo y regla me impusieron las facetas; quedé brillante, ¡hermoso para un collar!… No quise ensartarme con los otros ni engarzarme en oro; rodé por el arroyo: libre, el roce me gastó; he perdido el brillo y los reflejos, y hoy, opaco, achicado, apenas sirvo para rayar cristales.
– Corrí yo tropezando en todas las esquinas para llegar al banquete. «No te apresures -me decían al final de cada jomada-; aún tienes tiempo, y no te faltará en la mesa, si no es un sitio, otro». Cuando llegué era tarde: el cansancio y el ayuno habían matado mi apetito, el resorte de mi vida; llegué a la ilusión desilusionado, harto en ayunas… ¡Se me había indigestado la esperanza!
Un día, unos estudiantes hicieron una judiada al pobre perrito. Su amo se incomodó: los chicos se le insolentaron, y se armó cuestión. En lo más crudo de ésta, una ola de pendencia ahogó al padre, que oía todo callado; se levantó, gruñó un saludo y se fue, dejando al amo del perro que se las arreglara. Pero al siguiente día volvió como siempre.
– Yo he sido siempre progresista -decía el amo del perro-; hoy no soy nada.
– ¡Yo, siempre moderado…!
– Pero progresista suelto, desencasillado, fuera de Comité… ¡Eso me ha perdido!
– ¡Eso nos ha perdido a los dos!
– ¿Que escarabajo es éste, don Pedro, que no tiene mote en los cuadros de la entomología política y social?
– Y mire usted, don Francisco, mire cómo viven. Trigonidium cicindeloides, Anaplotermes pacificus, Termes lucifugus, Palingenia longicauda y tantos más de la especie tal, género cual, familia tal del orden de los insectos.
– Las ideas, don Pedro, no son más que lastre… La única verdad es la verdad viva, el hombre que las lleva… Cuando quiere subir, las arroja…
– El hombre, don Francisco, es una verdad triste. Los buenos creen y esperan chupándose el dedo; los pillos se ayudan… y, al cabo, todos concluyen lo mismo. Yo creo en un Limbo para los buenos y en un Infierno para los malos.
– ¡Feliz usted, don Pedro! ¡Feliz usted, que tiene el consuelo de creer en el Infierno!
– Mi mayor placer después de estos párrafos es dormir como un lirón. Me gustaría acostarme para siempre con la esperanza de encontrar a la cabecera de mi cama mi vasito de agua azucarada un día que nunca llegue… ¡Dormir para siempre, arrullado por la esperanza dulce!
– ¡Mi único consuelo, don Pedro, es el pensamiento puro, y aun éste, en cuanto vive se ensucia…!
Así, aunque en otra forma, discurrían aquellos viejos, que, arrecidos por el frío, miraban con desdén la vida desde la cumbre helada de su soledad. Amaban la vida y gozaban en maldecir del mundo, sintiéndose ellos, los vencidos, vencedores de él, el vencedor. Lo encontraban todo muy malo porque se creían buenos y gozaban en creerlo. Era la suya una postura como otra cualquiera. Creían que el sol es farsa, pero que calienta, y en él se calentaban.
Salían juntos y bien abrigados, y al separarse continuaba cada uno por su camino el monólogo eterno. Todas las noches murmuraban al separarse: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!»
Un día faltó don Pedro al café, y siguió faltando, con gran placer del perrito de aguas. Cuando el amo de éste supo que el padre había muerto, murmuró: «¡Pobre señor! ¡Algún disgusto que le ha dado su hija! ¿Si encontrara algún día el vaso de agua azucarada a la cabecera de la cama?» Y siguió su monólogo. El eco de su alma se había apagado. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Cómo vivía? Ni lo supo ni intentó saberlo; quedó solo y no conoció su soledad.
Sigue yendo al rinconcito del café de Occidente. Los parroquianos le oyen hablar solo y le ven gesticular. Mientras da un terroncito de azúcar al perro, que agita de gusto su colita, rematada en un pompón, murmura: «¡Miseria pura, don Pedro! ¡Todo es farsa!» Y los parroquianos dicen: «¡Pobre señor! Desde que perdió la otra tijera, esa cabeza no anda bien. ¡Cuánto le afectó! ¡Se comprende…, a su edad!»
El amo del perro sale sin acordarse del padre de la hija, y solo sigue tijereteando: «¡Miseria pura! ¡Todo es farsa!»
(La Justicia, Madrid, 27-XII-1889)
EL DESQUITE
Después de cavilar muy poco he rechazado el uso que emplea la voz galicana «revancha», y me atengo al abuso, quiero decir, al purismo que nos manda decir «desquite». Que nadie me lo tenga en cuenta.
Esto del desquite es de una actualidad feroz, ahora que todos estamos picados de internacionalismo belicoso.
***
Luis era el gallito de la calle y el chico más rencoroso del barrio; ninguno de su igual le había podido, y él a todos había zurrado la badana. Desde que dominó a Guillermo, no había quien le aguantara. Se pasaba el día cacareando y agitando la cresta: si había partida, la acaudillaba; se divertía en asustar a las chicas del barrio por molestar a los hermanos de éstas; se metía en todas partes, y a callar todo Cristo, ¡a callar se ha dicho!
¡Que se descuidara uno!
– ¡Si no callas te inflo los papos de un revés…!
¡Era un mandarín, un verdadero mandarín! Y como pesado, ¡vaya si era pesado! Al pobre Enrique, a Enrique el tonto, no hacía más que darle papuchadas, y vez hubo en que se empeñó en hacerle comer greda y beber tinta.
¡Le tenían una rabia los de la calle!
Guillermo, desde la última felpa, callaba y le dejaba soltar cucurrucús y roncas, esperando ocasión y diciéndose: «Ya caerá ese roncoso».
A éste, los del barrio, aburridos del gallo, le hacían «chápale, chápale», yéndole y viniéndole con recaditos a la oreja.
– Dice que le tienes miedo.
– ¿Yo?
– ¡Dice que te puede!
– ¡Dice que cómo rebolincha…!
– ¡Sí, las ganas!
Se encontraron en el campo una mañana tibia de primavera; había llovido de noche y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo, les retozaba la savia en el cuerpo, los brazos les bailaban, y los corazones a sus acompañantes, que barruntaban morradeo.
Sobre si fue el uno o fue el otro quien derribó un cochorro de una pedrada, tuvieron palabras.
El cochorro estaba en el suelo, panza arriba, suplicando paz con el pataleo de sus seis patitas, esperando a que por él y junto a él se decidiera la hegemonía del barrio.
– ¡Sí…! ¡Tú, tú echar roncas nada más no sabes…!
– ¿Roncas? ¿Roncas yo? ¡Si te doy uno!
Hacía que se iba con desdén digno, y volvía.
– ¡Calla y no me provoques!
– ¡Ahí va!, provoques -exclamó uno de los mirones-, provoques…, provoques… ¡Qué farolín, para que se le diga que sabe!
Los circunstantes les azuzaban.
– ¡Anda, pégale!
– ¡Chápale a ése!
– ¿Le tienes miedo?
– ¿Miedo yo?
– ¡Mójale la oreja!
– ¡Tírale saliva!
– ¡Llámale aburrido!
– ¡Provócale, anda provócale!
Todos soltaron el trapo a reír al oír esto. Luis se puso como un tomate, y se acercó a imponer correctivo al burlón.
– ¡Déjale quieto! -le gritó Guillermo.
– ¡Y a ti también si chillas mucho!
– ¿A mí?
Luis le dio un empellón, se lo devolvió Guillermo, siguió un moquete y se armó la gresca. Los mirones les animaban y saltaban de gusto. Uno de éstos se puso a rezar por Guillermo.
– Ojalá gane Guillermo. Ojalá, amén… Ojalá gane… Ojalá gane…
Se separaban para dar vuelo al brazo y descargarlo con más brío.
Al principio llevaban la mano a la parte herida y tomaban tiempo para devolver el golpe; después menudeaban los embistes sin darse reposo.
– Ojalá gane… Ojalá gane… Ojalá gane…
– ¡Échale la zancadilla!
Cayeron al fin al suelo mojado, Luis debajo, y al caer aplastaron al cochorro que imploraba piedad con sus patitas. Guillermo sujetó con las rodillas los brazos del enemigo, y mientras éste forcejeaba, el otro, resudado, rojo de faz, irradiando alegría, feroz los ojos, le decía entre resoplidos:
– ¿Te rindes?
– ¡No!
Y le descargaba un puñetazo en los hocicos.
– ¿Te rindes?
– ¡No!
Otro puñetazo más, y así siguió hasta que le hizo sangrar por las muelas.
En aquel momento, uno de los mirones exclamó:
– ¡Agua…, agua…, agua!
Era que venía el alguacil, el muy pillo cautelosamente, haciéndose el distraído, como tigre de caza. Al verle, abandonaron todos el campo echando a correr. Y el alguacil, al escapársele la presa, los amenazaba desde lejos con el bastón.
Entraron en la calle, el vencedor rodeado de los testigos de su triunfo y sin hacer caso a Eugenio, que le repetía:
– ¡He rezado por ti! ¡He rezado por ti!
Poco después entró el vencido sangrando por la boca, embarrado, hosco y murmurando:
– ¡Ya caerá! ¡Ya caerá!
¡Qué corte rodeó desde aquel día a Guillermo!
En la calle bailaban todos de contento; ya no temían al roncoso, ya podían decirle:
– Te ha podido Guillermo.
Quien más atenciones prodigó a éste fue Eugenio.
El cual tenía un hondísimo sentimiento de la dignidad humana. Si le pegaban 6, 15 ó 21 golpes, él devolvía 7, 16 ó 22; cuando el maestro le administraba una azotaina, contaba él los zurriagazos, y si éstos eran n, después, en desquite, tenía que tocar el faldón de la levita del maestro n+1 veces. Siempre quedaba encima.
Luis no volvió a abrir el pico, pero no cerró noche ni abrió día sin que murmurara:
– ¡Ya caerá! ¡Ya caerá!
¡Ardoroso alimento de su augusta majestad caída!
***
«¡Valiente chiquillería! ¡Mira con qué nos sale!»
¿Dice esto el lector?
¡Bien!, pues ahí está el origen del sentimiento de justicia, porque nació ésta del desquite. Toda la monserga de la vindicta social se reduce a la revancha social, ni tilde más ni tilde menos. ¿Me pega? ¡Le pego, y en paz!
¡Vaya una paz!
Los pueblos pasaron de la venganza al castigo. Esta es una pura reacción, como el estornudo. Entra un granillo de polvo en la mucosa…, la laringe castiga al granillo estornudando.
Cuando veo a dos rapaces darse de mojicones en la calle, me digo:
«Esa es la educación social, y lo demás pamplina. Así, libre y al aire libre, cada uno aprende, así, que, frente a su voluntad, hay otras voluntades, y que no hay otro remedio que imponerse o someterse a ellas, o concertarse todos a escapar bajo el ojo del alguacil».