Cuentos de mí mismo - де Унамуно Мигель 9 стр.


Revoloteando la conversación alada, se fue de la romería a Basauri, y de Basauri a Arrigorriaga. Dijo un comensal:

– ¿Os acordáis de aquella acción del año pasado, cuando la amorebietada? Antes del susto del día de la Ascensión,…

Todos sonrieron, y miraron al único que comía en silencio, sin sonreír.

– Aquel día -añadió otro- fue herido nuestro bizarro compañero Abdelkader…

– ¿Dónde? ¿Dónde? -preguntó Matrolo a su vecino.

– En el tacón -contestó éste.

– No hay que olvidar -añadió otro- el patriótico impulso que les trajo en un santiamén a dar cuenta de lo ocurrido…

– ¡Bueno! ¡Basta de eso! -interrumpió seriamente un vecino del que comía y callaba.

La conversación varió de vuelo.

Entre tanto, la romería se animaba. Cruzó el Arenal, saliendo de la villa una carretela, tirada por caballos encascabelados y encampanillados, y los alegres jóvenes que iban en ella, adornados con dalias, llenaban el Arenal con sus sansos.

Matrolo apenas comía; se confundía en todo.

– ¡Cigarros!

– ¡Agua fresca! ¿Quién quiereeeee?

– ¡Eh, aguadera!

– ¡Churros! ¡Churros calientes!

Las tiendas de la villa se cerraron por la tarde. El Arenal parecía un hormiguero.

Entre tanto, desde la falda de Archanda, junto a una casería recién quemada, miraba con vista fosca a la fiesta el casero, mientras en lo íntimo de su alma, al rumor que subía del Arenal de la villa, se unían los ecos de las pasadas machinadas; ecos que, al nacer, trajo como herencia.

– ¡La primera compañía v'haser el aurrescu!

– ¡Pilili v'haser el aurrescu!

Lo oyó Matrolo y, con el bocado en la boca y la servilleta al cuello, fue a verlo. Se sobrecogió de respeto al ver los chuzos de la autoridad.

Comenzó el antiguo baile a los ecos agridulces del pito de Chistu; esos que iban a perderse en los oídos del casero de Archanda.

– ¡Alza, Pilili!

Y Pilili hacía en el aire los trenzados habilísimos de sus pies.

– ¡Bravo! ¡Bravo! -exclamaba Matrolo, luciendo su servilleta.

– ¡Aquí viene! ¡Aquí viene!

Matrolo corrió a dejar la servilleta y tomar la escopeta; se volvió y vio un tropel de gente que se acercaba.

– ¡Aquí está el rey de las selvas! -dijo Pachi con seriedad.

Con boina encarnada, de la que colgaba borla de esparto; con banda azul, de rico percal, con borlas; con una placa de papel que le cubría el pecho; con artística espada de arrogante pino, benévola en los combates, como dice un cronicón coetáneo, venía, caballero sobre un rucio, a tambor batiente, llevando en la espalda un papel de trapo que decía: "Entrada del rey Chapa en Guernica".

Le seguía la guardia real: chicuelos, armados de palos, que le vitoreaban. Deteníase él, de cuando en cuando, para decirles:

– Guerreros, esta noche dormiréis en Bilbao.

Agregáronse a la comitiva los enanos y los gigantones.

Pasaban entonces en artolas dos ricos aldeanos, marido y mujer, representados con propiedad. Bajó el marido a besar la mano a Su Majestad.

Matrolo se sintió niño. Recordó los días en que, poniéndose un alfiler en la gorra, a guisa de pararrayos, corría delante del enano, gritándole: ¡Caransuelito! Y, con su escopeta al hombro, se agregó a la comitiva.

Pasaron la batería de la Muerte, fueron a la taberna de la Sandeja y se colocaron en batalla frente al blocaus de San Augustín, mientras Pachico el Gordo les miraba sonriendo.

– ¡Allí están los jebos!

Desde Archanda, un grupo de hombres contemplaba la fiesta. Europa, representada en don Terencio y doña Tomasa, les miró asombrada; Asia y África les volvieron las espaldas.

Entonces se mezcló al regocijado clamoreo de la fiesta el ronquido del cañón, que, desde San Augustín, enviaba peladillas a los mirones. El eco de los cañonazos se disipó, como golpes de bombo en regocijado bailable, en el murmullo que brotaba del retozo de la muchedumbre. El Arenal parecía vivo, y resonante el polvo de la fiesta, que parecía destilar sobre los corazones el bálsamo del descuido.

Matrolo no sabía dónde acudir; quería estar en todas partes, mezclar su voz a todos los rumores de la fiesta, difundirse en el ambiente. El contento que le envolvía llevaba a su corazón este melancólico pensamiento:

– ¡Qué mal está el que no tiene novia!

Junto a los impávidos gigantones, rodeados de chiquillos, circulaba la gente, bailaban a la música, se oían sansos, chirchir de guisos, sonsonete de ciegos…

De pronto, resonó sobre el alegre rumor de la fiesta la corneta de llamada. Por un momento se calmó el runrún, como el bramido del mar que cesa, mientras avanza por la altura la encanecida ola, para deshacerse en blanco polvo, rebramando contra la costa.

Matrolo echó a correr; Bederachi le siguió. Llegaron a sus casas, dejaron las escopetas y los perrilleros, cogieron los fusiles y las gorritas de higo, recordaron los tiempos duros en que estaban y, llevando en el alma el uno el soplo fresco de la romería, la mirada de Pepita el otro, se fueron a sus guardias.

¿Y el de la borla de esparto?

El cronicón de donde he sacado los datos, acaba su descripción diciendo:

"No comprendiendo, sin duda, su majestad mandilona que el buen ejemplo debe dimanar siempre de quien en lo más alto se ve encumbrado, olvidándose acaso de su elevado rango, se atreve a cometer serios desmanes que le obligan a retirarse quizá antes de tiempo, contra su omnímoda soberana voluntad, al regio alcázar hábilmente designado con el significativo nombre de La Perrera".

Ya de noche, se arrastraban los últimos ecos de la romería; recorrían las calles grupos, y se oían voces que se alejaban cantando:

"Ené, qué risas le hisemos
al pasar por la Sendeja…
Chalos y todo nos hiso
desde el balcón una vieja…"

Así celebró Bilbao en su Arenal la romería de San Miguel de Basauri el 29 de septiembre de 1873.

¡Tiempos aquellos en que en el continuo vaivén de los sucesos, en la incertidumbre del mañana, despegadas las voluntades del amodorrador cuidado y flotando sus raíces como en el mar las algas, traía la villa a su seno el aire de los campos y recogía el soplo de la infancia animosa de los pueblos.

(Leído en la Sociedad El Sitio, l-V-1892, y publicado en mayo de 1892 en El Nervión)

EL SEMEJANTE

Como todos huían de Celestino el tonto, tomándole, cuando más, de dominguillo con que divertirse, el pobrecito evitaba a la gente paseándose solo por el campo solitario, sumido en lo que le rodeaba, asistiendo sin conciencia de sí al desfile de cuanto se le ponía por delante. Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescos sueños infantiles, para él tan reales como aquéllas, en una niñez estancada, apegada al caleidoscopio vivo como a la placenta el feto, y, como éste, ignorante de sí. Su alma lo abarca todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia. Se iba por la mayor soledad de las alamedas del río, riéndose de los chapuzones de los patos, de los vuelos cortos de los pájaros, de los revoloteos trenzados de las parejas de mariposas. Una de sus mayores diversiones era ver dar la vuelta a un escarabajo a quien pusiera patas arriba en el suelo.

Lo único que le inquietaba era la presencia del enemigo, del hombre. Al acercársele alguno, le miraba de vez en vez con una sonrisa en que quería decirle: «No me hagas nada, que no voy a hacerte mal», y cuando lo tenía próximo, bajo aquella mirada de indiferencia y sin amor, bajaba la vista al suelo, deseando achicarse tamaño de una hormiga. Si algún conocido le decía al encontrarle: «¡Hola, Celestino!», inclinaba con mansedumbre la cabeza y sonreía, esperando el pescozón. En cuanto veía a lo lejos chicuelos apretaba el paso; les tenía horror justificado: eran lo peor de los hombres.

Una mañana tropezó Celestino con otro solitario paseante, y al cruzarse con él y, como de costumbre, sonreírle, vio en la cara ajena el reflejo de su sonrisa propia, un saludo de inteligencia. Y al volver la cabeza, luego que hubieron cruzado, vio que también el otro la tenía vuelta, y tornaron a sonreírse uno a otro. Debía de ser un semejante. Todo aquel día estuvo Celestino más alegre que de costumbre, lleno del calor que le dejó en el alma el eco aquel que de su sencillez le había devuelto, por rostro humano, el mundo.

A la mañana siguiente se afrontaron de nuevo en el momento en que un gorrión, metiendo mucha bulla, fue a posarse en un mimbre cercano. Celestino se lo señaló al otro, y dijo riéndose:

– ¡Qué pájaro…! ¡Es un gorrión!

– Es verdad, es un gorrión -contestó el otro soltando la risa.

Y excitados mutuamente se rieron a más y mejor: primero,

del pájaro, que les hacía coro chillando, y luego, de que se

reían. Y así quedaron amigos los dos imbéciles, al aire libre y

bajo el cielo de Dios.

– ¿Quién eres?

– Pepe.

– Y yo Celestino.

– Celestino… Celestino… -gritó el otro, rompiendo a reír con toda su alma-. Celestino el tonto… Celestino el tonto…

– Y tú Pepe el tonto -replicó con viveza y amoscado Celestino.

– Es verdad: Pepe el tonto y Celestino el tonto…

Y acabaron por reírse a toda gana los dos tontos de su

tontería, tragándose al hacerlo bocanadas de aire libre. Su risa

se perdía en la alameda, confundida con las voces todas del

campo, como una de tantas.

Desde aquel día de risa juntábanse a diario para pasearse juntos, comulgar en impresiones, señalándose mutuamente lo primero que Dios les ponía por delante, viviendo dentro del mundo, prestándose calor y fomento como mellizos que coparticipan de una misma matriz.

– Hoy hace calor.

– Sí, hace calor; es verdad que hace calor…

– En este tiempo suele hacer calor…

– Es verdad: suele hacer calor en este tiempo…, ji, ji…, y en invierno, frío.

Y así seguían, sintiéndose semejantes y gozando en descubrir a todos momentos lo que creemos tenerlo para todos ellos descubierto los que lo hemos cristalizado en conceptos abstractos y metido en encasillado lógico. Era para ellos siempre nuevo todo bajo el sol, toda impresión fresca, y el mundo una creación perpetua y sin segunda intención alguna. ¡Qué ruidosa explosión de alegría la de Pepe cuando vio lo del escarabajo patas arriba! Cogió un canto, en la exaltación de su gozo, para desahogarlo despachurrando al bichillo; pero Celestino se lo impidió, diciéndole:

– No, no es malo…

La imbecilidad de Pepe no era, como la de su nuevo amigo, congénita e invariable, sino adventicia y progresiva, debida al reblandecimiento de los sesos. Celestino lo conoció, aunque sin darse cuenta de ello; percibió confusamente el principio de lo que les diferenciaba en el fondo de semejanza, y de esta observación inconsciente, soterrada en las honduras tenebrosas de su alma virgen, brotó en él un amor al pobre Pepe, a la vez, de hermano, de padre y de madre. Cuando a las veces se quedaba su amigo dormido a la orilla del río, Celestino, a su vera, ahuyentaba las moscas y los abejorros, echaba piedras a los remansos para que se callasen las ranas, cuidaba de que las hormigas no subieran a la cara del dormido y miraba con inquietud a un lado y otro por si venía algún hombre. Y al divisar chicuelos le latía el pecho con violencia y se acercaba más a su amigo, metiéndose piedras en los bolsillos. Cuando en la cara del durmiente vagaba una sonrisa, Celestino sonreía soñando el mundo que le encerraba.

Por las calles corrían los chicuelos a la pareja gritando:

¡Tonto con tonto,

tontos dos veces!

Un día en que llegó un granuja hasta pegar al enfermo, despertóse en Celestino un instinto hasta entonces en él dormido, corrió tras el chiquillo y le hartó de pescozones y de sopapos. La patulea, irritada y alborozada a la vez por la impresumible rebelión del tonto, la emprendió con la pareja, y Celestino, escudando al otro, se defendió heroicamente a boleos y patadas hasta que llegó el alguacil a poner a los chicuelos en fuga. Y el alguacil reprendió al tonto… ¡Hombre al cabo!

En el progreso de su idiotez llegó Pepe a entorpecerse de tal modo de sentidos, que se limitaba a repetir entre dientes, soñoliento, lo que su amigo iba enseñándole, según desfilaba como truchimán de cosmorama.

Un día no vio Celestino el tonto a su pobre amigo, y andúvole buscando de sitio en sitio, mirando con odio a los chicuelos y sonriendo más que nunca a los hombres. Oyó al cabo decir que había muerto como un pajarito, y aunque no entendió bien eso de muerto, sintió algo como hambre espiritual, cogió un canto, metiéndoselo en el bolsillo; se fue a la iglesia a que le llevaban a misa, se arrodilló ante un Cristo, sentándose luego en los talones, y después de persignarse varias veces al vapor, repetía:

– ¿Quién le ha matado? Dime quién le ha matado…

Y recordando vagamente, a la vista del Cristo, que un día allí, sin quitarle ojo, había oído en un sermón que aquel crucificado resucitaba muertos, exclamó:

– ¡Resucítale! ¡Resucítale!

Al salir le rodeó una tropa de chicuelos: uno le tiraba de la chaqueta, otro le derribó el sombrero, alguno le escupió, y le preguntaban: «¿Y el otro tonto?» Celestino, recogiéndose en sí mismo, perdido aquel fugitivo coraje, hijo del amor, y murmurando: «Pillos, pillos, repillos…, canallas…; éstos le han matado…; pillos», soltó el canto y apretó el paso para ponerse en su casa a salvo.

Cuando paseaba de nuevo solo por las alamedas, a orilla del río, las oleadas de impresiones frescas, que, cual sangre espiritual, recibía como de placenta del campo libre, venían a agruparse y tomar vida en torno a la vaga y penumbrosa imagen del rostro sonriente de su amigo dormido. Así humanizó la naturaleza, antropomorfizándola a su manera, en pura sencillez e inconsciencia; vertía en sus formas frescas, cual sustancia de vida, la ternura paterno-maternal que al contacto de un semejante había en él brotado, y sin darse de ello cuenta vislumbró vagamente a Dios, que desde el cielo le sonreía con sonrisa de semejante humano.

(El Imparcial, Madrid, 20-V-1895)

SUEÑO

Cuando conocí a don Hilario no era ya nadie ni hacía nada, resultando un sujeto de los más borrosos y comunes a pesar de su fama de raro. Mas, aun así y todo, tuve la fortuna de presenciar una de sus explosiones, una erupción de sus honduras espirituales, y oírle contar sus desventuras con aquella voz gangosa y aquel modo doloroso que en casos tales, y hasta volver a caer en su natural huronería, le dominaba por completo.

Ciego de mozo por la lectura y el estudio, creía a pies juntillas haber sido tal vicio la fuente de sus males. Con hidrópica sed de saber misterios, había devorado de todo, ciencias, letras, humanidades, con encarnizamiento insaciable. El misterio se le iba agrandando a la par que descubría nuevas caras por que abordarle y sentía desazón e impaciencia al encontrarse cientos de veces con las mismas cosas en cientos de libros diversos. Anhelando novedades, ideas nuevas o renovadas que le refrescaran la mente, encontrábase con insoportables repeticiones. Todos los libros que tratan de una materia contienen un fondo común, y este fondo le daba ya sueño, a puro machaqueo. El que consigue descubrir una verdad en química no se conforma con menos que con escribir un tratado completo de química, y gracias si no pretende que esa verdad modifique todas las restantes y sea piedra sillar de un nuevo sistema.

Al acostarse dejaba sobre la mesilla de noche tres o cuatro libros, solicitado a la vez por todos ellos; tras breve vacilación, cogía uno, lo hojeaba, leía trozos salteados, empezaba un capítulo, inatento, distraído por el deseo de los restantes libros de la mesilla; y así lo dejaba para tomar otro, y a su vez dejarlo en cuanto se convertía en lo que decían el sugestivo lo que dirían. Muchas veces tocaba a uno y otro y se quedaba sin ninguno, y acabó por ni tocarlos siquiera, optando por dormir al sentimiento de la vecindad de sus queridos libros.

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