El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde 15 стр.


El pintor lo miró fijamente.

– ¡Mi querido Dorian, eso es una tontería! -exclamó-. ¿Quieres decir que no te gusta el retrato tuyo que pinté? ¿Dónde está? ¿Por qué has colocado ese biombo delante? Déjamelo ver. Es lo mejor que he hecho. Haz el favor de retirar el biombo, Dorian. Me parece vergonzoso que tu criado esconda mi retrato de esa manera. Ahora comprendo por qué la habitación me ha parecido distinta al entrar.

– Mi criado no tiene nada que ver con eso. ¿No imaginarás que le dejo arreglar la biblioteca por mí? A veces coloca las flores…, eso es todo. No; soy yo quien lo ha hecho. La luz era demasiado fuerte para el retrato.

– ¡Demasiado fuerte! No puede ser. Es un sitio admirable para ese cuadro. Déjamelo ver.

Un grito de terror escapó de la boca de Dorian Gray, que corrió a situarse entre el pintor y el biombo.

– Basil -dijo, sumamente pálido-, no debes verlo. No quiero que lo veas.

– ¡Que no vea mi propia obra! No hablas en serio. ¿Por qué tendría que no verlo? -preguntó Hallward, riendo.

– Si tratas de verlo, te juro por mi honor que nunca volveré a dirigirte la palabra mientras viva. Hablo completamente en serio. No te doy ninguna explicación, ni te permito que me la pidas. Pero, recuérdalo, si tocas ese biombo, nuestra amistad se habrá terminado para siempre.

Hallward quedó anonadado. Miró a Dorian Gray con infinito asombro. Nunca lo había visto así. El muchacho estaba lívido de rabia. Apretaba los puños y sus pupilas eran como discos de fuego azul. Temblaba de pies a cabeza.

– ¡Dorian!

– ¡No digas nada!

– Pero, ¿qué es lo que te pasa? Por supuesto que no voy a mirarlo si tú no quieres -dijo, con bastante frialdad, girando sobre los talones y acercándose a la ventana-. Pero me parece bastante absurdo que no pueda ver mi propia obra, sobre todo cuando me dispongo a exponerla en París en otoño. Probablemente tendré que darle otra mano de barniz antes, de manera que tendré que verlo algún día, y ¿por qué no hoy?

– ¿Exponerlo? ¿Quieres exponerlo? -exclamó Dorian Gray, sintiendo que le invadía un extraño terror. ¿Iba a ser el mundo testigo de su secreto? ¿Se quedaría la gente con la boca abierta ante el misterio de su vida? Imposible. Había que hacer algo, no sabía aún qué, y hacerlo de inmediato.

– Sí; espero que no te opongas. George Petit va a reunir mis mejores obras para una exposición personal en la rue de Séze que se inaugurará la primera semana de octubre. El retrato sólo estará fuera un mes. Creo que podrás pasarte sin él ese tiempo. De hecho es seguro que no estarás en Londres. Y si lo tienes detrás de un biombo, quiere decir que no te importa demasiado.

Dorian Gray se pasó la mano por la frente, donde habían aparecido gotitas de sudor. Se sentía al borde de un espantoso abismo.

– Hace un mes me dijiste que no lo expondrías nunca -exclamó-. ¿Por qué has cambiado de idea? Las personas que presumís de coherentes sois tan caprichosas como todo el mundo. La única diferencia es que vuestros caprichos carecen de sentido. No es posible que lo hayas olvidado: me aseguraste con toda la solemnidad del mundo que nada te impulsaría a mandarlo a ninguna exposición. Y a Harry le dijiste exactamente lo mismo.

Se detuvo de repente y apareció en sus ojos un brillo especial. Recordó que lord Henry le había dicho en una ocasión, medio en serio medio en broma: «Si quieres pasar un cuarto de hora insólito, haz que Basil te cuente por qué no quiere exponer tu retrato. A mí me lo contó, y fue toda una revelación». Sí; quizá también Basil tuviera su secreto. ¿Y si tratara de interrogarlo?

– Basil -le dijo, acercándose mucho y mirándolo fijamente a los ojos-, los dos tenemos un secreto. Hazme saber el tuyo y yo te contaré el mío. ¿Qué razón tenías para negarte a exponer el retrato?

El pintor se estremeció a su pesar.

– Si te lo dijera, quizá disminuyera el aprecio que me tienes, y sin duda alguna te reirías de mí. Me resulta insoportable que suceda cualquiera de esas dos cosas. Si no quieres que vuelva a ver el cuadro, lo acepto. Siempre puedo mirarte a ti. Si quieres que mi mejor obra permanezca oculta para el mundo, me doy por satisfecho. Tu amistad es más importante para mí que la fama o la reputación.

– No, Basil; me lo tienes que contar -insistió Dorian Gray-. Creo que tengo derecho a saberlo -el sentimiento de terror había desaparecido, sustituido por la curiosidad. Estaba decidido a descubrir el misterio de Basil Hafward.

– Vamos a sentarnos, Dorian -dijo el pintor con gesto preocupado-. Siéntate y respóndeme a una sola pregunta. ¿Has notado algo peculiar en el cuadro? ¿Algo que probablemente no advertiste en un primer momento, pero que se te ha revelado de repente?

– ¡Basil! -exclamó el muchacho, agarrándose a los brazos del sillón con manos temblorosas, y mirándolo con ojos más llenos de miedo que de sorpresa.

– Ya veo que sí. No digas nada. Espera a escuchar lo que tengo que decir. Desde el momento en que te conocí, tu personalidad ha tenido sobre mí la más extraordinaria de las influencias. Has dominado mi alma, mi cerebro, mis energías. Te convertiste en la encarnación tangible de ese ideal nunca visto cuyo recuerdo obsesiona a los artistas como un sueño inefable. Te idolatraba. Sentía celos de todas las personas con las que hablabas. Te quería para mí solo. Sólo era feliz cuando estaba contigo. Y cuando te alejabas de mí seguías presente en mi arte… Por supuesto nunca te hice saber nada de todo eso. Hubiera sido imposible. No lo habrías entendido. Apenas lo entendía yo. Sólo sabía que había visto la perfección cara a cara, y que, ante mis ojos, el mundo se había convertido en algo maravilloso; demasiado maravilloso, quizá, porque en una adoración tan desmesurada existe un peligro, el peligro de perderla, no menos grave que el de conservarla… Pasaron semanas y semanas, y yo estaba cada día más absorto en ti. Luego sucedió algo nuevo. Te había dibujado como Paris con una primorosa armadura, y como Adonis con capa de cazador y lanza bruñida. Coronado con flores de loto en la proa de la falúa de Adriano, mirando hacia la otra orilla sobre las verdes aguas turbias del Nilo. Inclinado sobre un estanque inmóvil en algún bosque griego, habías visto en la plata silenciosa del agua la maravilla de tu propio rostro. Y todo había sido, como conviene al arte, inconsciente, ideal y remoto. Un día, un día fatídico, pienso a veces, decidí pintar un maravilloso retrato tuyo tal como eres, no con vestiduras de edades muertas, sino con tu ropa y en tu época. No sé si fue el realismo del método o la maravilla misma de tu personalidad, que se me presentó entonces sin intermediarios, sin niebla ni velo. Pero sé que mientras trabajaba en él, con cada pincelada, con cada toque de color me parecía estar revelando mi secreto. Sentí miedo de que otros advirtieran mi idolatría. Comprendí que había dicho demasiado, que había puesto demasiado de mí en aquel cuadro. Decidí entonces no permitir que el retrato se expusiera nunca en público. Tú te molestaste un poco; pero no te diste cuenta de todo lo que significaba para mí. Harry, a quien le hablé de ello, se rió de mí. Pero no me importó. Cuando el cuadro estuvo terminado, y me quedé a solas con él, sentí que yo tenía razón… Luego, a los pocos días, el lienzo abandonó mi estudio, y tan pronto como me libré de la intolerable fascinación de su presencia, me pareció absurdo imaginar que hubiera algo especial en él, aparte del hecho de que tú eras muy bien parecido y de que yo era capaz de pintar. Incluso ahora no puedo por menos de pensar que es un error creer que la pasión que se siente durante la creación aparece de verdad en la obra creada. El arte es siempre más abstracto de lo que imaginamos. La forma y el color sólo nos hablan de sí mismos…, eso es todo. Con frecuencia me parece que el arte esconde al artista mucho más de lo que lo revela. De manera que cuando recibí la invitación de París decidí hacer de tu retrato la pieza principal de mi exposición. Nunca se me ocurrió que te negaras. Ahora comprendo que tenías razón. El retrato no se puede mostrar. No te enfades conmigo por lo que te he contado, Dorian. Como le dije a Harry en una ocasión, estás hecho para ser adorado.

Dorian Gray respiró hondo. Sus mejillas recobraron el color y sus labios juguetearon con una sonrisa. Había pasado el peligro. De momento estaba a salvo. Pero no podía dejar de sentir una piedad infinita por el pintor que acababa de hacerle aquella extraña confesión, al tiempo que se preguntaba si alguna vez llegaría a sentirse tan dominado por la personalidad de un amigo. Lord Henry tenía el encanto de ser muy peligroso. Pero nada más. Era demasiado inteligente y demasiado cínico para que nadie sintiera por él un afecto apasionado. ¿Habría alguna vez alguien que suscitara en él, en Dorian Gray, tan extraña idolatría? ¿Era ésa una de las cosas que le reservaba la vida?

– Me parece extraordinario, Dorian -prosiguió Hallward-, que hayas descubierto mi secreto en el retrato. ¿Lo has visto de verdad?

– Vi algo en él -respondió el joven-; algo que me pareció sumamente curioso.

– Bien; ahora ya no te importará que lo vea, ¿no es cierto?

Dorian negó con un movimiento de cabeza.

– No me pidas eso, Basil. No puedo permitir que veas ese cuadro cara a cara.

– Pero llegará algún día en que sí.

– Nunca.

– Bien; quizás estés en lo cierto. Me despido de ti. Has sido la única persona que de verdad ha influido en mi arte. Si he hecho algo que merezca la pena, te lo debo a ti. ¡Ah! No sabes lo que me ha costado decirte todo lo que te he dicho.

– Mi querido Basil -respondió Dorian-, ¿qué es lo que me has contado? Simplemente, que te parecía que me admirabas demasiado. Eso ni siquiera llega a ser un cumplido.

– No era mi intención hacerte un cumplido. Ha sido una confesión. Ahora que ya la he hecho, tengo la impresión de haber perdido algo de mí mismo. Quizá nunca se deba traducir en palabras un sentimiento de adoración.

– Ha sido una confesión muy decepcionante.

– ¿Qué esperabas, Dorian? No has visto ninguna otra cosa en el cuadro, ¿no es cierto? ¿Había algo más que ver?

– No, no había nada más. ¿Por qué lo preguntas? Pero no debes hablar de adoración. No tiene sentido. Tú y yo somos amigos, y hemos de seguir siéndolo siempre.

– Tienes a Harry-dijo el pintor con tristeza.

– ¡Ah, Harry! -exclamó el muchacho con una carcajada-. Harry se pasa los días diciendo cosas increíbles y las veladas haciendo cosas improbables. Exactamente la clase de vida que me gustaría llevar. Pero de todos modos no creo que fuese en busca de Harry cuando tuviera problemas. Creo que iría antes a verte a ti.

– ¿Volverás a posar para mí?

– ¡Imposible!

– Destrozas mi vida de artista negándote. Nadie se tropieza dos veces con el ideal. Y son muy pocos los que lo encuentran siquiera una.

– No te lo puedo explicar, pero no puedo volver a posar para ti. Hay algo fatal en un retrato. Tiene vida propia. Iré a tomar el té contigo. Será igual de placentero.

– Placentero para ti, mucho me temo -murmuró Hallward, pesaroso-. Y ahora, adiós. Siento que no me dejes ver el cuadro una vez más. Pero qué se le va a hacer. Entiendo perfectamente tus sentimientos.

Mientras lo veía salir de la habitación, Dorian Gray no pudo evitar una sonrisa. ¡Pobre Basil! ¡Qué lejos estaba de saber la verdadera razón! ¡Y qué extraño era que, en lugar de verse forzado a revelar su propio secreto, hubiera logrado, casi por casualidad, arrancar a su amigo el suyo! ¡Cuántas cosas le había explicado aquella extraña confesión! Los absurdos ataques de celos del pintor, su desmedida devoción, sus extravagantes alabanzas, sus curiosas reticencias…, ahora lo entendía todo, y sintió pena. Le pareció que había algo trágico en una amistad tan cercana al amor.

Suspiró y tocó la campanilla. Tenía que ocultar el retrato a toda costa. No podía correr de nuevo el riesgo de verse descubierto. Había sido una locura permitir que continuara, ni siquiera por una hora, en una habitación donde entraban sus amigos.

Capítulo 10

Cuando entró el criado, lo miró fijamente, preguntándose si se le habría ocurrido curiosear detrás del biombo. Absolutamente impasible, Víctor esperaba sus órdenes. Dorian encendió un cigarrillo y se acercó al espejo. En él vio reflejado con toda claridad el rostro del ayuda de cámara, máscara perfecta de servilismo. No había nada que temer por aquel lado. Pero enseguida pensó que más le valía estar en guardia.

Con voz reposada, le encargó decirle al ama de llaves que quería verla, y que después fuese a la tienda del marquista y le pidiese que enviara a dos de sus hombres al instante. Le pareció que mientras salía de la habitación, la mirada de Víctor se desviaba hacia el biombo. ¿O era imaginación suya?

Al cabo de un momento, con su vestido negro de seda, y mitones de hilo a la vieja usanza cubriéndole las manos, la señora Leaf entró, apresurada, en la biblioteca. Dorian le pidió la llave del aula.

– ¿La antigua aula, señor Dorian? -exclamó el ama de llaves-. ¡Pero si está llena de polvo! Tengo que limpiar y poner orden antes de dejarle entrar. No se la puede ver tal como está, no señor.

– No quiero que ponga usted orden, Leaf. Sólo quiero la llave.

– Lo que usted diga, señor, pero se llenará de telarañas. Hace casi cinco años que no se abre, desde que murió su señoría.

Dorian puso mala cara al oír hablar de su abuelo. Tenía muy malos recuerdos suyos.

– No importa -dijo-. Sólo quiero verla, eso es todo. Déme la llave.

– Y aquí la tiene -dijo la anciana, repasando el contenido de su manojo de llaves con manos trémulamente inseguras-. Ésta es. La sacaré enseguida. ¿No pensará usted vivir allí, tan cómodo como está aquí?

– No, no -exclamó Dorian, algo irritado-. Muchas gracias, Leaf. Eso es todo.

El ama de llaves tardó aún unos momentos en retirarse, extendiéndose sobre algún detalle del gobierno de la casa. Dorian suspiró, y le dijo que lo administrara todo como mejor le pareciera. Finalmente se marchó, deshaciéndose en sonrisas.

Al cerrarse la puerta, Dorian se guardó la llave en el bolsillo y recorrió la biblioteca con la mirada. Sus ojos se detuvieron en un amplio cubrecama de satén morado con bordados en oro que su abuelo había encontrado en un convento próximo a Bolonia. Sí; serviría para envolver el horrible lienzo. Quizás se había utilizado más de una vez como mortaja. Ahora tendría que ocultar algo con una corrupción peculiar, peor que la de los muertos: algo que engendraría horrores sin por ello morir nunca. Lo que los gusanos eran para el cadáver, serían sus pecados para la imagen pintada en el lienzo, destruyendo su apostura y devorando su gracia. Lo mancharían, convirtiéndolo en algo vergonzoso. Y sin embargo aquella cosa seguiría viva, viviría siempre.

Dorian se estremeció y durante unos instantes lamentó no haberle contado a Basil la verdadera razón para esconder el retrato. El pintor le hubiera ayudado a resistir la influencia de lord Henry, y otra, todavía más venenosa, que procedía de su propio temperamento. En el amor que Basil le profesaba -porque se trataba de verdadero amor- no había nada que no fuera noble e intelectual. No era la simple admiración de la belleza que nace de los sentidos y que muere cuando los sentidos se cansan. Era un amor como el que habían conocido Miguel Ángel, y Montaigne, y Winckelmann, y el mismo Shakespeare. Sí, Basil podría haberlo salvado. Pero ya era demasiado tarde. El pasado siempre se podía aniquilar. Arrepentimiento, rechazo u olvido podían hacerlo. Pero el futuro era inevitable. Había en él pasiones que encontrarían su terrible encarnación, sueños que harían real la sombra de su perversidad.

Dorian retiró del sofá la gran tela morada y oro que lo cubría y, con ella en las manos, pasó detrás del biombo. ¿Se había degradado aún más el rostro del lienzo? Le pareció que no había cambiado; la repugnancia que le inspiraba, sin embargo, iba en aumento. Cabellos de oro, ojos azules, labios encendidos: todo estaba allí. Tan sólo la expresión era distinta. Le asustó su crueldad. Comparado con lo que él descubría allí de censura y de condena, ¡cuán superficiales los reproches de Basil acerca de Sibyl Vane! Superficiales y anodinos. Su alma misma lo miraba desde el lienzo llamándolo a juicio. Dolorosamente afectado, Dorian arrojó la lujosa mortaja sobre el cuadro. Mientras lo hacía, llamaron a la puerta. Salió de detrás del biombo cuando entraba el criado.

Назад Дальше