El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde 17 стр.


De noche, insomne en su dormitorio, siempre perfumado por delicados aromas, o en la sórdida habitación de una taberna de pésima reputación cerca de los muelles, que tenía por costumbre frecuentar disfrazado y con nombre falso, había momentos, efectivamente, en los que pensaba en la destrucción de su alma con una compasión que era especialmente patética por puramente egoísta. Pero aquellos momentos no se prodigaban. La curiosidad acerca de la vida, que lord Henry despertara por vez primera en él cuando estaban en el jardín de su amigo Basil, parecía crecer a medida que se satisfacía. Cuanto más sabía, más quería saber. Padecía hambres locas que se hacían más devoradoras cuanto mejor las alimentaba.

No se dejaba ir por completo, sin embargo, al menos en sus relaciones con la buena sociedad. Una o dos veces al mes durante el invierno, y los miércoles por la tarde durante la temporada, abría al mundo las puertas de su magnífica casa y contrataba a los músicos más celebrados del momento para que deleitaran a sus invitados con las maravillas de su arte. Sus cenas íntimas, en cuya organización siempre colaboraba lord Henry, eran famosas por la cuidadosa selección y distribución de los invitados, así como por el gusto exquisito en la decoración de la mesa, con su sutil arreglo sinfónico de flores exóticas, manteles bordados y antigua vajilla de oro y plata. Abundaban de hecho, especialmente entre los más jóvenes, quienes veían, o imaginaban ver, en Dorian Gray, la verdadera encarnación de un modelo con el que habían soñado a menudo en sus días de Eton y de Oxford, una persona que conjugaba en cierto modo la cultura del erudito con el encanto, la distinción y los perfectos modales de un ciudadano del mundo. Les parecía que formaba parte del grupo de aquellos a los que Dante describe porque tratan de «hacerse perfectos mediante el culto rendido a la belleza ». Como Gautier, era alguien para quien «existía el mundo visible ».

Para él, ciertamente, la Vida era la primera y la más grande de las artes, y todas las demás no eran más que una preparación para ella. La moda, por medio de la cual lo puramente fantástico se hace por un momento universal, y el dandismo que, a su manera, trata de afirmar la modernidad absoluta de la belleza, le fascinaban. Su manera de vestir y los estilos peculiares, que de cuando en cuando propugnaba, tenían una marcada influencia en los jóvenes elegantes que se dejaban ver en los bailes de Mayfair o detrás de los ventanales de los clubs de Pall Mall, y que copiaban todo lo que Dorian Gray hacía, esforzándose por reproducir el encanto pasajero de sus graciosas coqueterías, que, para él, nunca llegaban a ser del todo serias.

Porque, si bien estaba totalmente dispuesto a aceptar la posición privilegiada que se le ofreció casi de inmediato al alcanzar la mayoría de edad, y hallaba un placer sutil en la idea de que podía verdaderamente convertirse para el Londres de su época en lo que el autor del Satiricón había sido en otro tiempo para la Roma imperial de Nerón, en lo más íntimo de su alma deseaba ser algo más que un simple arbiter elegantiarum, a quien se consulta sobre la manera de llevar una joya, de cómo anudar una corbata o sobre cómo manejar un bastón. Dorian Gray trataba de inventar una nueva manera de vivir que descansara en una filosofía razonada y en unos principios bien organizados, y que hallara en la espiritualización de los sentidos su meta más elevada.

El culto de los sentidos ha sido censurado con frecuencia y con mucha justicia, porque al ser humano su naturaleza le hace sentir un terror instintivo ante pasiones y sensaciones que le parecen más fuertes que él, y que es consciente de compartir con formas inferiores del mundo orgánico. Pero Dorian Gray consideraba que nunca se había entendido bien la verdadera naturaleza de los sentidos, que habían permanecido en un estado salvaje y animal sencillamente porque el mundo había tratado de someterlos por el hambre y matarlos por el dolor, en lugar de proponerse convertirlos en elementos de una nueva espiritualidad, en la que el rasgo dominante sería un admirable instinto para captar la belleza. Al contemplar el camino recorrido por el ser humano desde los albores de la historia, le dominaba un sentimiento de pesar. ¡Eran tantas las capitulaciones! ¡Y con tan escasos resultados! Se habían producido rechazos insensatos, formas monstruosas de mortificación, de autotortura, cuyo origen era el miedo y su resultado una degradación infinitamente más terrible que la degradación imaginaria de la que el ser humano, en su ignorancia, había tratado de escapar. La naturaleza, utilizando su maravillosa ironía, empujaba al anacoreta a alimentarse con los animales salvajes del desierto y al ermitaño le daba por compañeros a las bestias del campo.

Sí; tenía que haber, como lord Henry había profetizado, un nuevo hedonismo que recreara la vida, que la salvara de ese puritanismo tosco y violento que está teniendo en nuestra época un extraño renacimiento. Un hedonismo que utilizaría sin duda los servicios de la inteligencia, pero sin aceptar teoría o sistema alguno que implicara el sacrificio de cualquier modalidad de experiencia apasionada. Su objetivo, efectivamente, era la experiencia misma y no los frutos de la experiencia, tanto dulces como amargos. Prescindiría del ascetismo que sofoca los sentidos y de la vulgar desvergüenza que los embota. Pero enseñaría al ser humano a concentrarse en los instantes singulares de una vida que no es en sí misma más que un instante.

Son muy pocos aquellos de entre nosotros que no se han despertado a veces antes del alba, o después de una de esas noches sin sueños que casi nos hacen amar la muerte, o de una de esas noches de horror y de alegría monstruosa, cuando se agitan en las cámaras del cerebro fantasmas más terribles que la misma realidad, rebosantes de esa vida intensa, inseparable de todo lo grotesco, que da al arte gótico su imperecedera vitalidad, puesto que ese arte bien parece pertenecer sobre todo a los espíritus atormentados por la enfermedad del ensueño. Poco a poco, dedos exangües surgen de detrás de las cortinas y parecen temblar. Adoptando fantásticas formas oscuras, sombras silenciosas se apoderan, reptando, de los rincones de la habitación para agazaparse allí. Fuera, se oye el agitarse de pájaros entre las hojas, o los ruidos que hacen los hombres al dirigirse al trabajo, o los suspiros y sollozos del viento que desciende de las montañas y vaga alrededor de la casa silenciosa, como si temiera despertar a los que duermen, aunque está obligado a sacar a toda costa al sueño de su cueva de color morado. Uno tras otro se alzan los velos de delicada gasa negra, las cosas recuperan poco a poco forma y color y vemos cómo la aurora vuelve a dar al mundo su prístino aspecto. Los lívidos espejos recuperan su imitación de la vida. Las velas apagadas siguen estando donde las dejamos, y a su lado descansa el libro a medio abrir que nos proponíamos estudiar, o la flor preparada que hemos lucido en el baile, o la carta que no nos hemos atrevido a leer o que hemos leído demasiadas veces. Nada nos parece que haya cambiado. De las sombras irreales de la noche renace la vida real que conocíamos. Hemos de continuar allí donde nos habíamos visto interrumpidos, y en ese momento nos domina una terrible sensación, la de la necesidad de continuar, enérgicamente, el mismo ciclo agotador de costumbres estereotipadas, o quizá, a veces, el loco deseo de que nuestras pupilas se abran una mañana a un mundo remodelado durante la noche para agradarnos, un mundo en el que las cosas poseerían formas y colores recién inventados, y serían distintas, o esconderían otros secretos, un mundo en el que el pasado tendría muy poco o ningún valor, o sobreviviría, en cualquier caso, sin forma consciente de obligación o de remordimiento, dado que incluso el recuerdo de una alegría tiene su amargura, y la memoria de un placer, su dolor.

A Dorian Gray le parecía que la creación de mundos como aquéllos era la verdadera meta o, al menos, una de las verdaderas metas de la vida; y en su búsqueda de sensaciones que fuesen al mismo tiempo nuevas y placenteras, y poseyeran ese componente de lo desconocido que es tan esencial para el ensueño, adoptaba con frecuencia ciertos modos de pensamiento que sabía eran realmente ajenos a su naturaleza, abandonándose a su sutil influencia, y luego, después de impregnarse, por así decirlo, de su color, y una vez satisfecha su natural curiosidad, los abandonaba con esa curiosa indiferencia que no es incompatible con un temperamento verdaderamente ardiente, y que, de hecho, según ciertos psicólogos modernos, es frecuentemente su condición indispensable.

En una ocasión se rumoreó que se disponía a convertirse al catolicismo; y, desde luego, el ritual romano siempre le había atraído mucho. El diario sacrificio de la misa, más terriblemente real que todos los sacrificios del mundo antiguo, le conmovía tanto por su supremo desprecio del testimonio de los sentidos como por la primitiva simplicidad de sus elementos y el eterno patetismo de la tragedia humana que trataba de simbolizar. Le gustaba arrodillarse sobre el frío suelo de mármol, y contemplar al sacerdote, con su tiesa casulla floreada, apartar lentamente con sus manos marfileñas el velo del tabernáculo, y alzar la custodia con la pálida hostia que a veces, a uno le gustaría creer, es realmente el panis caelestis, el alimento de los ángeles; o, revestido con los atributos de la pasión de Cristo, partir la sagrada forma y golpearse el pecho para pedir la remisión de todos los pecados. Los humeantes incensarios, que los serios monaguillos, con sus encajes y sus sotanas rojo escarlata, lanzaban al aire como grandes flores doradas, ejercían sobre Dorian Gray una sutil fascinación. Al salir de la iglesia, miraba con asombro los negros confesionarios, y le hubiera gustado sentarse en el interior de uno de ellos para escuchar cómo hombres y mujeres susurraban a través de la gastada rejilla la verdadera historia de su vida.

Pero nunca cometió el error de detener su desarrollo intelectual aceptando de manera oficial credo o sistema alguno, ni convirtiendo en morada permanente una posada que sólo es conveniente para pasar un día, o unas pocas horas de una noche sin estrellas y en la que la luna esté de parto. El misticismo, con su maravilloso poder para convertir en extrañas las cosas corrientes, y el sutil antinomismo que siempre parece acompañarlo, le conmovió durante una temporada; y durante otra se inclinó hacia las doctrinas materialistas del movimiento darwinista alemán y encontró un curioso placer en retrotraer los pensamientos y las pasiones de los hombres a alguna célula nacarada de su cerebro, o a algún nervio blanquecino de su cuerpo, encantado con la idea de que el espíritu dependiera absolutamente de ciertas condiciones físicas, morbosas o sanas, normales o patológicas. Sin embargo, como ya se ha dicho de él, ninguna teoría sobre la vida le parecía importante comparada con la vida misma. Era muy consciente de la esterilidad de toda especulación intelectual si se separa de la acción y de la experiencia. Sabía que los sentidos, no menos que el alma, tenían misterios espirituales que revelar.

Por ello se entregó durante algún tiempo al estudio de los perfumes y a los secretos de su fabricación, destilando aceites intensamente aromáticos, y quemando gomas odoríferas del Oriente, lo que le permitió darse cuenta de que no había estado de ánimo que no tuviera correspondencia en la vida de los sentidos, consagrándose a descubrir sus verdaderas relaciones, preguntándose por qué el incienso empuja a la mística, por qué el ámbar gris desata las pasiones, por qué la violeta despierta el recuerdo de amores muertos y por qué el almizcle perturba el cerebro y el champac la imaginación, tratando en repetidas ocasiones de elaborar una verdadera psicología de los perfumes, y de calcular las diversas influencias de las raíces poseedoras de olores suaves, de las flores cargadas de polen, o de los bálsamos aromáticos, de las maderas oscuras y fragantes, del espicanardo que provoca la náusea, de la hovenia que enloquece y de los áloes de los que se dice que logran expulsar del alma la melancolía.

En otra época se dedicó por entero a la música, y en una amplia habitación con celosías, techo bermellón y oro y paredes lacadas en verde oliva, daba curiosos conciertos en los que cíngaros frenéticos arrancaban músicas salvajes de cítaras diminutas, o serios tunecinos vestidos de amarillo pulsaban las tensas cuerdas de monstruosos laúdes, mientras negros sonrientes golpeaban monótonamente tambores de cobre y esbeltos indios enturbanados, cruzados de piernas sobre esteras de color escarlata, tañían largas flautas de caña o de bronce y encantaban, o fingían encantar, a grandes cobras y horribles víboras cornudas. Los ritmos sincopados y las estridentes disonancias de aquellas músicas bárbaras le conmovían en momentos en que el encanto de Schubert, los hermosos pesares de Chopin y hasta las majestuosas armonías del mismo Beethoven no conseguían hacer mella en su oído. Reunió, procedentes de todas las partes del mundo, los instrumentos más extraños que pueden encontrarse, tanto en los sepulcros de pueblos desaparecidos como entre las escasas tribus salvajes que han sobrevivido al contacto con las civilizaciones occidentales, y disfrutaba tocándolos y probándolos. Poseía los misteriosos juruparis de los indios de Río Negro, instrumentos que no se permite mirar a las mujeres y que incluso los jóvenes sólo pueden ver después de someterse al ayuno y al cilicio; las vasijas de barro de los peruanos de los que extraen gritos agudos como de pájaros, y flautas fabricadas con huesos humanos, como las que Alfonso de Ovalle escuchó en Chile, y los sonoros jaspes verdes que se encuentran cerca de Cuzco y que producen notas de singular dulzura. Dorian Gray poseía calabazas pintadas, llenas de guijarros, que resonaban cuando se las agitaba; el largo clarín de los mexicanos, en el que el intérprete no sopla, sino que a través de él aspira el aire; el tosco ture de las tribus amazónicas, que hacen sonar los centinelas que permanecen todo el día en árboles altísimos y a los que se puede oír, según cuentan, a una distancia de tres leguas; el teponaztli, compuesto de dos láminas vibrantes de madera, y que se golpea con palillos recubiertos de la goma elástica que se obtiene de la savia lechosa de algunas plantas; las campanas yotl de los aztecas, que se cuelgan en racimos, como si fuesen uvas; y un enorme tambor cilíndrico, cubierto con las pieles de grandes serpientes, como el que Bernal Díaz del Castillo vio cuando entró con Cortés en el templo mexicano, y de cuyo sonido quejumbroso nos ha dejado una descripción tan gráfica.

El carácter fantástico de aquellos instrumentos le fascinaba, y le producía un curioso placer la idea de que el arte, como la naturaleza, tiene sus monstruos, criaturas de forma bestial y voces odiosas. Sin embargo, al cabo de algún tiempo se cansaba de ellos, y regresaba a su palco en la ópera, ya fuese solo o en compañía de lord Henry, para escuchar con profundo placer Tannhäuser, viendo en el preludio de esa gran obra una interpretación de la tragedia de su alma.

En otra ocasión emprendió el estudio de las joyas, y se presentó en un baile de disfraces como Anne de Joyeuse , almirante de Francia, con un traje recubierto de quinientas sesenta perlas. Esta afición lo cautivó durante años y puede decirse, de hecho, que nunca le abandonó. Con frecuencia empleaba un día entero colocando y volviendo a colocar en sus estuches las diferentes piedras que había coleccionado, como el crisoberilo verde oliva que se enrojece a la luz de una lámpara, la cimofana, atravesada por una línea de plata, el peridoto, de color verde pistacho, topacios rosados o dorados como el vino, carbunclos ferozmente escarlata con trémulas estrellas de cuatro puntas, granates de Ceilán rojo fuego, las espinelas naranja y violeta, y las amatistas, con sus capas alternas de rubí y zafiro. Le encantaba el rojo dorado de la piedra solar y la blancura de perla de la piedra lunar, así como el arco iris roto del ópalo lechoso. Consiguió en Amsterdam tres esmeraldas de extraordinario tamaño y riqueza de color, y poseía una turquesa de la vieille roche que era la envidia de todos los entendidos.

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