El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde 4 стр.


De repente, el pintor apareció en la puerta del estudio y, con gestos bruscos, les indicó que entraran en la casa. Dorian Gray y lord Henry se miraron y sonrieron.

– Estoy esperando -exclamó Hallward-. Vengan, por favor. La luz es perfecta; tráiganse los vasos.

Se levantaron y recorrieron juntos la senda. Dos mariposas verdes y blancas se cruzaron con ellos y, en el peral que ocupaba una esquina del jardín, un mirlo empezó a cantar.

– Se alegra de haberme conocido, señor Gray-dijo lord Henry, mirándolo.

– Sí, ahora sí. Me pregunto si me alegraré siempre.

– ¡Siempre! Terrible palabra. Hace que me estremezca cuando la oigo. Las mujeres son tan aficionadas a usarla. Echan a perder todas las historias de amor intentando que duren para siempre. Es, además, una palabra sin sentido. La única diferencia entre un capricho y una pasión para toda la vida es que el capricho dura un poco más.

Al entrar en el estudio, Dorian Gray puso una mano en el brazo de lord Henry.

– En ese caso, que nuestra amistad sea un capricho -murmuró, ruborizándose ante su propia audacia; luego subió al estrado y volvió a posar.

Lord Henry se dejó caer en un gran sillón de mimbre y lo contempló. El roce del pincel sobre el lienzo era el único ruido que turbaba la quietud, excepto cuando, de tarde en tarde, Hallward retrocedía para examinar su obra desde más lejos. En los rayos oblicuos que penetraban por la puerta abierta, el polvo danzaba, convertido en oro. El intenso perfume de las rosas parecía envolverlo todo.

Al cabo de un cuarto de hora Hallward dejó de pintar, miró durante un buen rato a Dorian Gray, y luego durante otro buen rato al cuadro mientras mordía el extremo de uno de sus grandes pinceles y fruncía el ceño.

– Está terminado -exclamó por fin; agachándose, firmó con grandes trazos rojos en la esquina izquierda del lienzo.

Lord Henry se acercó a examinar el retrato. Era, sin duda, una espléndida obra de arte, y el parecido era excelente.

– Mi querido amigo -dijo-, te felicito de todo corazón. Es el mejor retrato de nuestra época. Señor Gray, venga a comprobarlo usted mismo.

El muchacho se sobresaltó, como despertando de un sueño.

– ¿Realmente acabado? -murmuró, bajando del estrado.

– Totalmente -dijo el pintor-. Y hoy has posado mejor que nunca. Te estoy muy agradecido.

– Eso me lo debes enteramente a mí -intervino lord Henry-. ¿No es así, señor Gray?

Dorian, sin responder, avanzó con lentitud de espaldas al cuadro y luego se volvió hacia él. Al verlo retrocedió, las mejillas encendidas de placer por un momento. Un brillo de alegría se le encendió en los ojos, como si se reconociese por vez primera. Permaneció inmóvil y maravillado, consciente apenas de que Hallward hablaba con él y sin captar el significado de sus palabras. La conciencia de su propia belleza lo asaltó como una revelación. Era la primera vez. Los cumplidos de Basil Hallward le habían parecido hasta entonces simples exageraciones agradables, producto de la amistad. Los escuchaba, se reía con ellos y los olvidaba. No influían sobre él. Luego se había presentado lord Henry Wotton con su extraño panegírico sobre la juventud, su terrible advertencia sobre su brevedad. Aquello le había conmovido y, ahora, mientras miraba fijamente la imagen de su belleza, con una claridad fulgurante captó toda la verdad. Sí, en un día no muy lejano su rostro se arrugaría y marchitaría, sus ojos perderían color y brillo, la armonía de su figura se quebraría. Desaparecería el rojo escarlata de sus labios y el oro de sus cabellos. La vida que había de formarle al alma le deformaría el cuerpo. Se convertiría en un ser horrible, odioso, grotesco. Al pensar en ello, un dolor muy agudo lo atravesó como un cuchillo, e hizo que se estremecieran todas las fibras de su ser. El azul de sus ojos se oscureció con un velo de lágrimas. Sintió que una mano de hielo se le había posado sobre el corazón.

– ¿No te gusta? -exclamó finalmente Hallward, un tanto dolido por el silencio del muchacho, sin entender su significado.

– Claro que le gusta -dijo lord Henry-. ¿A quién podría no gustarle? Es una de las grandes obras del arte moderno. Te daré por él lo que quieras pedirme. Debe ser mío.

– No soy yo su dueño, Harry.

– ¿Quién es el propietario?

– Dorian, por supuesto -respondió el pintor.

– Es muy afortunado.

– ¡Qué triste resulta! -murmuró Dorian Gray, los ojos todavía fijos en el retrato-. Me haré viejo, horrible, espantoso. Pero este cuadro siempre será joven. Nunca dejará atrás este día de junio… ¡Si fuese al revés! ¡Si yo me conservase siempre joven y el retrato envejeciera! Daría…, ¡daría cualquier cosa por eso! ¡Daría el alma!

– No creo que te gustara mucho esa solución, Basil -exclamó lord Henry, riendo-. Sería bastante inclemente con tu obra.

– Me opondría con la mayor energía posible, Harry -dijo Hallward.

Dorian Gray se volvió para mirarlo.

– Estoy seguro de que lo harías. Tu arte te importa más que los amigos. Para ti no soy más que una figurilla de bronce. Ni siquiera eso, me atrevería a decir.

El pintor se lo quedó mirando, asombrado. Dorian no hablaba nunca así. ¿Qué había sucedido? Parecía muy enfadado. Tenía el rostro encendido y le ardían las mejillas.

– Sí -continuó el joven-: para ti soy menos que tu Hermes de marfil o tu fauno de plata. Ésos te gustarán siempre. ¿Hasta cuándo te gustaré yo? Hasta que me salga la primera arruga. Ahora ya sé que cuando se pierde la belleza, mucha o poca, se pierde todo. Tu cuadro me lo ha enseñado. Lord Henry Wotton tiene razón. La juventud es lo único que merece la pena. Cuando descubra que envejezco, me mataré.

Hallward palideció y le tomó la mano.

– ¡Dorian! ¡Dorian! -exclamó-, no hables así. Nunca he tenido un amigo como tú, ni tendré nunca otro. No me digas que sientes celos de las cosas materiales. ¡Tú estás por encima de todas ellas!

– Tengo celos de todo aquello cuya belleza no muere. Tengo celos de mi retrato. ¿Por qué ha de conservar lo que yo voy a perder? Cada momento que pasa me quita algo para dárselo a él. ¡Ah, si fuese al revés! ¡Si el cuadro pudiera cambiar y ser yo siempre como ahora! ¿Para qué lo has pintado? Se burlará de mí algún día, ¡se burlará despiadadamente!

Los ojos se le llenaron de lágrimas ardientes; retiró bruscamente la mano y, arrojándose sobre el diván, enterró el rostro entre los cojines, como si estuviera rezando.

– Esto es obra tuya, Harry -dijo el pintor con amargura.

Lord Henry se encogió de hombros.

– Es el verdadero Dorian Gray, eso es todo.

– No lo es.

– Si no lo es, ¿qué tengo yo que ver con eso?

– Deberías haberte marchado cuando te lo pedí -murmuró.

– Me quedé cuando me lo pediste -fue la respuesta de lord Henry.

– Harry, no me puedo pelear al mismo tiempo con mis dos mejores amigos, pero entre los dos me habéis hecho odiar la más perfecta de mis obras, y voy a destruirla. ¿Qué es, después de todo, excepto lienzo y color? No voy a permitir que un retrato se interponga entre nosotros.

Dorian Gray alzó la rubia cabeza del cojín y, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos por las lágrimas lo miró, mientras Hallward se dirigía hacia la mesa de madera situada bajo la alta ventana con cortinas. ¿Qué había ido a hacer allí? Los dedos se perdían entre el revoltijo de tubos de estaño y pinceles secos, buscando algo. Sí, el largo cuchillo apaletado, con su delgada hoja de acero flexible.. Una vez encontrado, se disponía a rasgar la tela. Ahogando un gemido, el muchacho saltó del diván y, corriendo hacia Hallward, le arrancó el cuchillo de la mano, arrojándolo al otro extremo del estudio.

– ¡No, Basil, no lo hagas! -exclamó-. ¡Sería un asesinato! -Me alegro de que por fin aprecies mi obra, Dorian -dijo fríamente el pintor, una vez recuperado de la sorpresa-. Había perdido la esperanza.

– ¿Apreciarla? Me fascina. Es parte de mí mismo. Lo noto.

– Bien; tan pronto como estés seco, serás barnizado y enmarcado y enviado a tu casa. Una vez allí, podrás hacer contigo lo que quieras -cruzando la estancia tocó la campanilla para pedir té-. ¿Tomarás té, como es lógico, Dorian? ¿Y tú también, Harry? ¿O estás en contra de placeres tan sencillos?

– Adoro los placeres sencillos -dijo lord Henry-. Son el último refugio de las almas complicadas. Pero no me gustan las escenas, excepto en el teatro. ¡Qué personas tan absurdas sois los dos! Me pregunto quién definió al hombre como animal racional. Fue la definición más prematura que se ha dado nunca. El hombre es muchas cosas, pero no racional. Y me alegro de ello después de todo: aunque me gustaría que no os pelearais por el cuadro. Será mucho mejor que me lo des a mí, Basil. Este pobre chico no lo quiere en realidad, y yo en cambio sí.

– ¡Si se lo das a otra persona, no te lo perdonaré nunca! -exclamó Dorian Gray-; y no permito que nadie me llame pobre chico.

– Ya sabes que el cuadro es tuyo, Dorian. Te lo di antes de que existiera.

– Y también sabe usted, señor Gray, que se ha dejado llevar por los sentimientos y que en realidad no le parece mal que se le recuerde cuán joven es.

– Me hubiera parecido francamente mal esta mañana, lord Henry.

– ¡Ah, esta mañana! Ha vivido usted mucho desde entonces.

Se oyó llamar a la puerta, entró el mayordomo con la bandeja del té y la colocó sobre una mesita japonesa. Se oyó un tintineo de tazas y platillos y el silbido de una tetera georgiana. Entró un paje llevando dos fuentes con forma de globo. Dorian Gray se acercó a la mesa y sirvió el té. Los otros dos se acercaron lánguidamente y examinaron lo que había bajo las tapaderas.

– Vayamos esta noche al teatro -propuso lord Henry-. Habrá algo que ver en algún sitio. He quedado para cenar en White's, pero sólo se trata de un viejo amigo, de manera que le puedo mandar un telegrama diciendo que estoy enfermo o que no puedo ir en razón de un compromiso ulterior. Creo que sería una excusa bastante simpática, ya que contaría con la sorpresa de la sinceridad.

– ¡Es tan aburrido ponerse de etiqueta! -murmuró Hallward-. Y, cuando ya lo has hecho, ¡se tiene un aspecto tan horroroso!

– Sí -respondió lord Henry distraídamente-, la ropa del siglo XIX es detestable. Tan sombría, tan deprimente. El pecado es el único elemento de color que queda en la vida moderna.

– No deberías decir cosas como ésa delante de Dorian, Harry.

– ¿Delante de qué Dorian? ¿El que nos está sirviendo el té o el del cuadro?

– De ninguno de los dos.

– Me gustaría ir al teatro con usted, lord Henry -dijo el muchacho.

– Venga, entonces; y tú también, Basil.

– La verdad es que no puedo. Será mejor que no. Tengo muchísimo trabajo.

– Bien; en ese caso, iremos usted y yo, señor Gray.

– Encantado.

El pintor se mordió el labio y, con la taza en la mano, se acercó al cuadro.

– Me quedaré con el verdadero Dorian -dijo tristemente.

– ¿Es ése el verdadero Dorian? -exclamó el original del retrato, acercándose a Hallward-. ¿Soy realmente así? -Sí; exactamente así.

– ¡Maravilloso, Basil!

– Tienes al menos el mismo aspecto. Pero él no cambiará -suspiró Hallward-. Eso es algo.

– ¡Qué obsesión tienen las personas con la fidelidad! -exclamó lord Henry-. Incluso el amor es simplemente una cuestión de fisiología. No tiene nada que ver con la voluntad. Los jóvenes quieren ser fieles y no lo son; los viejos quieren ser infieles y no pueden: eso es todo lo que cabe decir.

– No vayas esta noche al teatro, Dorian -dijo Hallward-. Quédate a cenar conmigo.

– No puedo, Basil.

– ¿Por qué no?

– Porque he prometido a lord Henry Wotton ir con él.

– No mejorará su opinión de ti porque cumplas tus promesas. Él siempre falta a las suyas. Te ruego que no vayas.

Dorian Gray rió y negó con la cabeza.

– Te lo suplico.

El muchacho vaciló y miró hacia lord Henry, que los contemplaba desde la mesita del té con una sonrisa divertida.

– Tengo que ir, Basil -respondió el joven.

– Muy bien -dijo Hallward; y, alejándose, depositó su taza en la bandeja-. Es bastante tarde y, dado que tienes que vestirte, será mejor que no pierdas más tiempo. Hasta la vista, Harry. Hasta la vista, Dorian. Ven pronto a verme. Mañana.

– Desde luego.

– ¿No lo olvidarás?

– ¡No, claro que no! -exclamó Dorian.

– Y…, ¡Harry!

– ¿Sí, Basil?

– Recuerda lo que te pedí cuando estábamos esta mañana en el jardín.

– Lo he olvidado.

– Confío en ti.

– Quisiera poder confiar yo mismo -dijo lord Henry, riendo-. Vamos, señor Gray, mi coche está ahí fuera, le puedo dejar en su casa. Hasta la vista, Basil. Ha sido una tarde interesantísima.

Cuando la puerta se cerró tras ellos el pintor se dejó caer en un sofá y apareció en su rostro una expresión de sufrimiento.

Capítulo 3

A las doce Y media del día siguiente lord Henry Wotton fue paseando desde Curzon Street hasta el Albany para visitar a su tío, lord Fermor, un viejo solterón, cordial pero un tanto brusco, a quien en general se tachaba de egoísta porque el mundo no obtenía de él beneficio alguno, pero al que la buena sociedad consideraba generoso porque daba de comer a la gente que le divertía. Su padre había sido embajador en Madrid cuando Isabel II era joven y nadie había pensado aún en el general Prim, pero abandonó la carrera diplomática caprichosamente por el despecho que sintió al ver que no le ofrecían la embajada de París, puesto al que creía tener pleno derecho en razón de su nacimiento, de su indolencia, del excelente inglés de sus despachos y de su desmesurada pasión por los placeres. El hijo, que había sido secretario de su padre, y que presentó también la dimisión, gesto que por entonces se consideró un tanto descabellado, sucedió a su padre en el título unos meses después, y se consagró a cultivar con seriedad el gran arte aristocrático de no hacer absolutamente nada. Aunque poseía dos grandes casas en Londres, prefería vivir en habitaciones alquiladas, que le causaban menos molestias, y hacía en su club la mayoría de las comidas. Se preocupaba algo de la gestión de sus minas de carbón en las Midlands, y se excusaba de aquel contacto con la industria alegando que poseer minas de carbón otorgaba a un caballero el privilegio de quemar leña en el hogar de su propia chimenea. En política era conservador, excepto cuando los conservadores gobernaban, periodo en el que los insultaba sistemáticamente, acusándolos de ser una pandilla de radicales. Era un héroe para su ayuda de cámara, que lo tiranizaba, y un personaje aterrador para la mayoría de sus parientes, a quienes él, a su vez, tiranizaba. Era una persona que sólo podía haber nacido en Inglaterra, y siempre afirmaba que el país iba a la ruina. Sus principios estaban anticuados, pero se podía decir mucho en favor de sus prejuicios.

Cuando lord Henry entró en la habitación de su tío lo encontró vestido con una tosca chaqueta de caza, fumando un cigarro habano y refunfuñando mientras leía The Times.

– Vaya, Harry -dijo el anciano caballero-, ¿qué te ha hecho salir tan pronto de casa? Creía que los dandis no se levantaban hasta las dos y que no aparecían en público hasta las cinco.

– Puro afecto familiar, tío George, te lo aseguro. Quiero pedirte algo.

– Dinero, imagino -respondió lord Fermor, torciendo el gesto-. Bueno; siéntate y cuéntamelo todo. En estos tiempos que corren los jóvenes se imaginan que el dinero lo es todo.

– Sí -murmuró lord Henry, colocándose mejor la flor que llevaba en el ojal de la chaqueta-; y cuando se hacen viejos no se lo imaginan: lo saben. Pero no quiero dinero. Sólo las personas que pagan sus facturas necesitan dinero, tío George, y yo nunca pago las mías. El crédito es el capital de un segundón, y se vive agradablemente con él. Además, siempre me trato con los proveedores de Dartmoor y, en consecuencia, nunca me molestan. Lo que quiero es información: no información útil, por supuesto; información perfectamente inútil.

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