– No me río, Dorian; al menos, no me río de ti. Pero no debes decir la gran historia de amor de tu vida. Debes decir la primera. Siempre te querrán, y tú siempre estarás enamorado del amor. Una grande passion es el privilegio de quienes no tienen nada que hacer. Ésa es la única utilidad de las clases ociosas de un país. No tengas miedo. Te están reservadas aventuras exquisitas. Esto no es más que el principio.
– ¿Tan superficial me consideras? -exclamó Dorian Gray, muy dolido.
– No; te creo muy profundo.
– ¿Qué quieres decir?
– Mi querido muchacho, las personas que sólo aman una vez en la vida son realmente las personas superficiales. A lo que ellos llaman su lealtad, y su fidelidad, yo lo llamo sopor de rutina o falta de imaginación. La fidelidad es a la vida de las emociones lo que la coherencia a la vida del intelecto: simplemente una confesión de fracaso. ¡Fidelidad! Tengo que analizarla algún día. La pasión de la propiedad está en ella. Hay muchas cosas de las que nos desprenderíamos si no tuviéramos miedo de que otros las recogieran. Pero no te quiero interrumpir. Sigue con tu historia.
– Bueno, me encontré sentado en un palquito espantoso, con un telón de lo más vulgar delante de los ojos. Desde mi discreto escondite me dediqué a examinar la sala. Era un lugar perfectamente chabacano, todo él cupidos y cornucopias, como una tarta nupcial de cuarta categoría. El paraíso y la platea estaban bastante llenos, pero las dos primeras filas de descoloridas butacas se hallaban completamente vacías y apenas había nadie en las mejores entradas del anfiteatro. Había mujeres vendiendo naranjas y refrescos y se consumían grandes cantidades de frutos secos.
– Debía de ser como en los días gloriosos del drama británico.
– Precisamente, creo yo, y muy deprimente. Empezaba a preguntarme qué demonios estaba haciendo allí, cuando me fijé en el programa. ¿Qué obra crees que representaban, Harry?
– Imagino que El joven idiota o Mudo pero inocente. A nuestros padres les gustaba ese tipo de obras, según creo. Cuantos más años tengo, Dorian, más convencido estoy de que lo que era suficientemente bueno para nuestros padres no lo es para nosotros. En arte, como en política, les grand-péres ont toujours tort.
– La obra era suficientemente buena para nosotros, Harry. Se trataba de Romeo y Julieta. He de reconocer que no me hizo mucha gracia la idea de ver representar a Shakespeare en un antro como aquél. Pero sentí interés, de todos modos. Decidí presenciar al menos el primer acto. Había una orquesta detestable, presidida por un hebreo joven sentado ante un piano desafinado que casi me echó del teatro; pero finalmente se alzó el telón y comenzó la obra. Romeo era un caballero corpulento y con muchos años a sus espaldas, cejas pintadas con negro de corcho, ronca voz de tragedia y silueta cíe barril de cerveza. Mercutio era casi igual de siniestro. Lo interpretaba un cómico de la legua que había añadido al texto chistes de su cosecha y mantenía relaciones sumamente amistosas con la platea. Los dos eran tan grotescos como el decorado, que parecía salido de una barraca de feria. Pero, ¡Julieta! Imagínate una muchachita de apenas diecisiete años, con un rostro como de flor, una cabecita griega con cabellos de color castaño oscuro recogidos en trenzas, ojos que eran pozos violeta de pasión, labios como pétalos de rosa. ¡La criatura más encantadora que había visto nunca! Una vez me dijiste que el patetismo no te conmovía en absoluto, pero que la belleza, la simple belleza, podía llenarte los ojos de lágrimas. Te lo aseguro, Harry, apenas veía a esa muchacha porque siempre tenía los ojos nublados por las lágrimas. ¡Y su voz! No he oído nunca una voz semejante. Sólo un hilo al principio, con notas bajas y melodiosas, que parecían caer una a una en el oído. Luego creció en volumen, y sonaba como una flauta o un lejano oboe. En la escena del jardín tuvo todo el júbilo estremecido de los ruiseñores cuando cantan poco antes del amanecer. Hubo momentos, más adelante, en los que alcanzó la desenfrenada pasión de los violines. Sabes perfectamente cuánto puede afectarnos una voz. Tu voz y la de Sibyl Vane son dos cosas que nunca olvidaré. Cuando cierro los ojos las oigo, y cada una dice algo diferente. No sé a cuál seguir. ¿Por qué tendría que no amarla? La quiero, Harry. Para mí lo es todo. Voy a verla actuar día tras día. Una noche es Rosalinda y la siguiente Imogen. La he visto morir en la penumbra de un sepulcro italiano, recogiendo el veneno de labios de su amante. La he contemplado atravesando el bosque de las Ardenas, disfrazada de muchacho, con calzas, jubón y un gorro delicioso. Ha sido la loca que se presenta ante un rey culpable, dándole ruda para llevar y hierbas amargas que gustar. Ha sido inocente, y las negras manos de los celos han aplastado su cuello de junco. La he visto en todas las épocas y con todos los trajes. Las mujeres ordinarias no hacen volar nuestra imaginación. Están ancladas en su siglo. La fascinación nunca las transfigura. Se sabe lo que tienen en la cabeza con la misma facilidad que si se tratara del sombrero. Siempre se las encuentra. No hay misterio en ninguna de ellas. Van a pasear al parque por la mañana y charlan por la tarde en reuniones donde toman el té. Tienen una sonrisa estereotipada y los modales del momento. Son transparentes. ¡Pero una actriz! ¡Qué diferente es una actriz, Harry! ¿Por qué no me dijiste que la única cosa merecedora de amor es una actriz?
– Porque he querido a demasiadas, Dorian.
– Sí, claro; gente horrible con el pelo teñido y el rostro pintado.
– No desprecies el pelo teñido y los rostros pintados. En ocasiones tienen un encanto extraordinario -dijo lord Henry.
– Ahora quisiera no haberte contado nada sobre Sybil Vane.
– No hubieras podido evitarlo, Dorian. A lo largo de tu vida me contarás todo lo que hagas.
– Tienes razón, Harry; creo que estás en lo cierto. No puedo dejar de contarte las cosas. Tienes una curiosa influencia sobre mí. Si alguna vez cometiera un delito, vendría a confesártelo. Tú lo entenderías.
– Personas como tú, los caprichosos rayos de sol de la vida, no delinquen. Pero, de todos modos, te quedo muy agradecido por ese cumplido. Y ahora dime…, alcánzame las cerillas, como un buen chico, gracias… ¿Cuáles son tus relaciones actuales con Sybil Vane?
Dorian Gray se puso en pie de un salto, las mejillas encendidas y los ojos echando fuego.
– ¡Harry! ¡Sybil Vane es sagrada!
– Sólo las cosas sagradas merecen ser tocadas, Dorian -dijo lord Henry, con una extraña nota de patetismo en la voz-. Pero, ¿por qué tienes que enfadarte? Supongo que será tuya algún día. Cuando se está enamorado, empiezas por engañarte a ti mismo y acabas engañando a los demás. Eso es lo que el mundo llama una historia de amor. Al menos, la conoces personalmente, imagino.
– Claro que la conozco. La primera noche que estuve en el teatro, el horrible judío viejo se presentó en el palco después de que terminara la representación y se ofreció a llevarme entre bastidores y presentármela. Consiguió enfurecerme, y le dije que Julieta llevaba muerta cientos de años y que su cuerpo yacía en Verona, en una tumba de mármol. Por la mirada de asombro que me lanzó, creo que tuvo la impresión de que había bebido demasiado champán o algo parecido.
– No me sorprende.
– Luego me preguntó si escribía para algún periódico. Le dije que nunca los leía. Pareció terriblemente decepcionado al oírlo, y me confesó que todos los críticos teatrales le eran hostiles y que a todos se los podía comprar.
– No me extrañaría que tuviera razón en eso. Pero, por otra parte, a juzgar por el aspecto que tiene la mayoría, no deben de ser demasiado caros.
– Bien; pero él parece pensar que están por encima de sus posibilidades -rió Dorian-. Para entonces, sin embargo, ya estaban apagando las luces del teatro y tuve que irme. El judío quiso que probara unos cigarros de los que hizo grandes alabanzas. Pero decliné su ofrecimiento. A la noche siguiente, volví, por supuesto. Al verme, me hizo una profunda reverencia y me aseguró que yo era un munificente protector del arte. Es un ser insufrible, pero Shakespeare le apasiona. Ya me ha dicho, visiblemente orgulloso, que sus cinco bancarrotas se debieron enteramente a «el Bardo», como insiste en llamarlo. Parece considerarlo un timbre de gloria.
– Lo es, mi querido Dorian; un verdadero timbre de gloria. La mayoría de la gente se arruina por invertir demasiado en la prosa de la vida. Arruinarse por la poesía es un honor. ¿Cuándo hablaste por vez primera con la señorita Sybil Vane?
– La tercera noche. Había interpretado a Rosalinda. Me fue imposible no ir a verla. Le había lanzado unas flores y ella me miró; al menos, imaginé que lo había hecho. El viejo judío insistió. Estaba decidido a llevarme entre bastidores, de manera que acepté. Es curioso que no deseara conocerla, ¿no te parece?
– No; no me parece curioso.
– ¿Por qué, mi querido Harry?
– Te lo diré en alguna otra ocasión. Ahora quiero saber más sobre esa chica.
– ¿Sybil? ¡Tan tímida y tan amable! Hay algo infantil en ella. Abrió mucho los ojos con el más sincero de los asombros cuando le dije lo que pensaba de su interpretación, y pareció no tener conciencia de su talento. Creo que los dos estábamos bastante nerviosos. El judío viejo sonreía desde la puerta del polvoriento camerino, diciendo frases rebuscadas sobre los dos, mientras Sibyl y yo nos mirábamos como niños. El viejo insistía en llamarme «mylord», y tuve que explicar a Sybil que no era nada parecido. Ella me dijo: «Más bien parece usted un príncipe. Le llamaré Príncipe Azul».
– A fe mía, Dorian, la señorita Sybil sabe cómo hacer cumplidos.
– No la entiendes, Harry. Me veía sólo como un personaje en una obra de teatro. No sabe nada de la vida. Vive con su madre, una mujer apagada y fatigada que, con una túnica más o menos carmesí, interpretó la primera noche a la señora Capuleto; una mujer con aspecto de haber conocido días mejores.
– Conozco ese aspecto. Me deprime -murmuró lord Henry, examinando sus sortijas.
– El judío me quería contar su historia, pero le dije que no me interesaba.
– Tuviste toda la razón. Siempre hay algo infinitamente mezquino en las tragedias de los demás.
– Sybil es lo único que me interesa. ¿Qué más me da de dónde haya salido? Desde la cabecita a los piececitos es absoluta y enteramente divina. Noche tras noche voy a verla actuar, y cada noche lo hace mejor que la anterior.
– Imagino que ésa es la razón de que ya nunca cenes conmigo. Pensaba, y estaba en lo cierto, que quizá tuvieras entre manos alguna curiosa historia de amor. Pero no se trata exactamente de lo que yo imaginaba.
– Mi querido Harry, tú y yo almorzamos o cenamos juntos todos los días; y he ido varias veces a la ópera contigo -dijo Dorian, abriendo mucho los ojos para manifestar su asombro.
– Siempre llegas terriblemente tarde.
– No puedo dejar de ver actuar a Sybil -exclamó-, aunque sólo presencie el primer acto. Siento necesidad de su presencia; y cuando pienso en el alma maravillosa escondida en ese cuerpecito de marfil, me lleno de asombro.
– Esta noche cenas conmigo, ¿no es cierto? Dorian Gray hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Hoy hace de Imogen -respondió-, y mañana por la noche será Julieta.
– ¿Cuándo es Sybil Vane?
– Nunca.
– Te felicito.
– ¡Qué malvado eres! Sybil es todas las grandes heroínas del mundo en una sola. Es más que una sola persona. Te ríes, pero yo te repito que es maravillosa. La quiero, y he de hacer que me quiera. Tú, que conoces todos los secretos de la vida, dime cómo hechizar a Sybil Vane para que me quiera. Deseo dar celos a Romeo. Quiero que todos los amantes muertos oigan nuestras risas y se entristezcan. Quiero que un soplo de nuestra pasión remueva su polvo, despierte sus cenizas y los haga sufrir. ¡Cielos, Harry, cómo la adoro! -iba de un lado a otro de la habitación mientras hablaba. Manchas rojas, como de fiebre, le encendían las mejillas. Estaba terriblemente exaltado.
Lord Henry sentía un secreto placer contemplándolo. ¡Qué diferente era ya del muchachito tímido y asustado que había conocido en el estudio de Basil Hallward! Había madurado, produciendo flores de fuego escarlata. Desde su secreto escondite, el alma se le había salido al mundo, y el Deseo había acudido a reunirse con ella por el camino.
– Y, ¿qué es lo que te propones hacer? -dijo finalmente lord Henry.
– Quiero que Basil y tú vengáis conmigo alguna noche para verla actuar. No tengo el menor temor al resultado. Sin duda, reconoceréis su genio. Luego hemos de arrancarla de las manos de ese viejo judío. Está atada a él por tres años, al menos dos años y ocho meses, desde el momento presente. Tendré que pagarle algo, por supuesto. Cuando todo esté arreglado, la traeré a algún teatro del West End y la presentaré como es debido. Enloquecerá al mundo como me ha enloquecido a mí.
– ¡Eso es imposible, amigo mío!
– Lo hará. No sólo hay en ella arte, arte e instinto consumados; también tiene personalidad; y tú me has dicho a menudo que son las personalidades, no los principios, lo que mueve nuestra época.
– Bien; ¿qué noche iremos?
– Déjame ver. Hoy es martes. Quedemos para mañana. Mañana interpreta a Julieta.
– De acuerdo. En el Bristol alas ocho; yo llevaré a Basil. -A las ocho no, Harry, te lo ruego. A las seis y media. Hemos de estar allí antes de que se levante el telón. Has de verla en el primer acto, cuando conoce a Romeo.
– ¡Seis y media! ¡Qué horas! Sería como tomar una merienda-cena o leer una novela inglesa. Tiene que ser a las siete. Ningún caballero cena antes de las siete. ¿He de ver a Basil de aquí a mañana? ¿O bastará con que le escriba?
– ¡El bueno de Basil! Hace una semana que no le pongo la vista encima. Me da muchísima vergüenza, porque me ha enviado el cuadro con un magnífico marco, especialmente diseñado por él y, aunque estoy un poco celoso del retrato por ser un mes más joven que yo, debo admitir que me maravilla verlo. Quizá sea mejor que le escribas, no quiero estar a solas con él. Dice cosas que me fastidian. Se empeña en darme buenos consejos.
Lord Henry sonrió.
– A la gente le encanta regalar lo que más necesita. Es lo que yo llamo el insondable abismo de la generosidad.
– No, no; Basil es la mejor de las personas, pero un tanto prosaico. Lo he descubierto a raíz de conocerte, Harry. -Basil, mi querido muchacho, pone en el trabajo todas sus mejores cualidades. La consecuencia es que para la vida sólo le quedan los prejuicios, los principios y el sentido común. Los únicos artistas encantadores que conozco son malos artistas. Los buenos sólo existen en lo que hacen y, en consecuencia, carecen por completo de interés como personas. Un gran poeta, un poeta verdaderamente grande, es la menos poética de todas las criaturas. Pero los poetas de poca monta son absolutamente fascinantes. Cuanto peores son sus rimas, más pintoresco es su aspecto. El simple hecho de haber publicado un libro de sonetos de segunda categoría hace a un hombre absolutamente irresistible. Vive la poesía que es incapaz de escribir. Los otros escriben la poesía que no se atreven a poner por obra.
– Me pregunto si es realmente así, Harry -dijo Dorian Gray, derramando sobre su pañuelo un poco de perfume de un gran frasco con tapón dorado que estaba sobre la mesa-. Debe de ser, si tú lo dices. Y ahora tengo que marcharme. Imogen me espera. No te olvides de mañana. Hasta la vista.
Cuando Dorian Gray salió de la habitación, lord Henry cerró los ojos y empezó a pensar. Ciertamente, pocas personas le habían interesado tanto como Dorian Gray, si bien la desmedida adoración del muchacho por otra persona no le producía la menor punzada de fastidio ni de celos. Le agradaba, por el contrario. Lo convertía en un objeto de estudio más interesante. Siempre le habían cautivado los métodos de las ciencias naturales, pero no su materia habitual, que le parecía trivial y sin importancia. De manera que había empezado por hacer vivisección consigo mismo y había terminado haciéndosela a otros. La vida humana era lo único que le parecía digno de investigar. Comparado con eso, no había nada que tuviera el menor valor. Aunque si se contemplaba la vida en su curioso crisol de dolor y placer, no era posible cubrir el propio rostro con una máscara de cristal, ni evitar que los vapores sulfúricos alterasen el cerebro y enturbiaran la imaginación con monstruosas fantasías y sueños deformes. Existían venenos tan sutiles que para conocer sus propiedades había que enfermar con ellos. Y enfermedades tan extrañas que era necesario padecerlas para entender su naturaleza. ¡Qué grande, sin embargo, la recompensa recibida! ¡Qué cosa tan maravillosa llegaba a ser el mundo entero! Percibir la peculiar lógica inflexible de la pasión, y la vida del intelecto emocionalmente coloreada; observar dónde se encontraban y dónde se separaban, en qué punto funcionaban al unísono y en qué punto surgían las discordancias: ¡qué gran placer el así obtenido! ¿Qué importancia tenía el precio? Nunca se pagaba demasiado por las sensaciones.