El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde 9 стр.


Jim fruncía el ceño de cuando en cuando al sorprender la mirada inquisitiva de algún desconocido. Sentía, ante las miradas insistentes, el desagrado que los genios sólo conocen ya tarde en la vida, y que siempre acompaña a las personas corrientes. Sibyl, sin embargo, no se daba cuenta en absoluto del efecto que causaba. El amor le temblaba en los labios en forma de risa. Pensaba en el príncipe azul y, para poder hacerlo con mayor libertad, se lanzó a parlotear sobre el barco en el que Jim iba a hacerse a la mar, sobre el oro que sin duda encontraría, sobre la maravillosa heredera cuya vida salvaría de los malvados bandidos de camisa roja. Porque no seguiría siendo marinero, o sobrecargo, o lo que fuese que hiciera a bordo. ¡No, no! La existencia de un marinero era espantosa. Qué absurdo encerrarse en un horrible barco que las grupas monstruosas de las olas trataban de invadir, mientras un viento aciago derribaba mástiles y rasgaba velas hasta convertirlas en largos colgajos desmelenados y rugientes. Sin duda, Jim abandonaría la nave en Melbourne, se despediría cortésmente del capitán y se pondría en camino hacia las explotaciones auríferas. Antes de que transcurriese una semana habría encontrado una enorme pepita, la mayor jamás descubierta, y la transportaría hasta la costa en una carreta protegida por seis policías a caballo. Los salteadores los atacarían tres veces, y serían rechazados con inmensas pérdidas. O mejor, no. No iría a las explotaciones auríferas, que eran unos sitios horribles, donde los hombres se emborrachaban y se peleaban a tiros en los bares y decían palabras malsonantes. Se dedicaría a criar ovejas y, una noche, cuando regresara a su casa a caballo, al ver a la bella heredera, raptada por un ladrón con un caballo negro, los daría caza y la rescataría. Por supuesto la muchacha se enamoraría de él, y él de ella, se casarían, volverían a Inglaterra y vivirían en una inmensa casa londinense. Sí, le esperaban aventuras maravillosas. Pero tenía que ser muy bueno, y no enfadarse, ni gastarse el dinero tontamente. Sibyl sólo era un año mayor que Jim, pero sabía mucho más sobre la vida. También tenía que escribirle siempre que hubiera correo, y decir sus oraciones todas las noches antes de acostarse. Dios era muy bueno y cuidaría de él. También ella rezaría por él, y al cabo de muy pocos años regresaría, muy rico ya y muy feliz.

El muchacho la escuchó hoscamente y no hizo ningún comentario. Se le partía el corazón al pensar en abandonar su hogar.

Pero no era sólo eso lo que le deprimía y ponía de mal humor. Pese a su falta de experiencia, se daba cuenta con toda claridad de los peligros de la situación de Sibyl. Aquel joven dandi que le hacía la corte no le traería la felicidad. Era un caballero y lo aborrecía por eso, con una extraña repugnancia instintiva que no sabía explicar y que, por esa misma razón, resultaba aún más imperiosa. Tampoco se le ocultaba la superficialidad y vanidad de su madre, y advertía en ello un peligro infinito para Sibyl y para su felicidad. Los hijos comienzan la vida amando a sus padres; al hacerse mayores, los juzgan, y en ocasiones los perdonan.

¡Su madre! Había algo que quería preguntarle y que le obsesionaba, algo sobre lo que llevaba muchos meses cavilando en silencio. Una frase casual que había oído en el teatro, un susurro burlón, que llegó una noche hasta sus oídos mientras esperaba junto a la salida de artistas, habían puesto en marcha una horrible cadena de pensamientos. Lo recordaba como un golpe de fusta en pleno rostro. Frunció el ceño formando un surco muy profundo y con un estremecimiento doloroso se mordió los labios.

– No escuchas una sola palabra de lo que digo, Jim -exclamó Sibyl-, a pesar de que hago los planes más maravillosos para tu futuro. Haz el favor de hablarme.

– ¿Qué quieres que diga?

– Pues que vas a ser un buen chico y que no te olvidarás de nosotras -respondió su hermana, sonriéndole.

Jim se encogió de hombros.

– Será más fácil que tú te olvides de mí que yo de ti. Sibyl se ruborizó.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

– Tienes un nuevo amigo, según he oído. ¿Quién es? ¿Por qué no me has hablado de él? No te hará ningún bien.

– ¡No sigas, Jim! -exclamó-. No digas nada contra él. Lo quiero.

– ¡Cómo es posible! Ni siquiera sabes su nombre -respondió el muchacho-. ¿Quién es? Tengo derecho a saberlo.

– Se llama príncipe azul. ¿No te gusta? ¡Vamos, no seas tonto! No debes olvidarlo nunca. Si lo vieras, te darías cuenta de que es la persona más maravillosa del mundo. Algún día lo conocerás, cuando vuelvas de Australia. Te gustará mucho. Le gusta a todo el mundo; y yo… yo lo quiero. Ojalá pudieras venir esta noche al teatro. Estará allí, y yo voy a hacer de Julieta. ¡Ah, cómo interpretaré mi papel! ¡Imagínate, Jim! ¡Estar enamorada e interpretar a Julieta! ¡Tenerlo allí, viéndome! ¡Interpretar para darle gusto! Tengo miedo de asustar a la compañía, de asustarlos o de cautivarlos. Amar es superarse. Ese pobre y terrible señor Isaacs se hará lenguas de mi talento ante los holgazanes de su bar. Me ha predicado como un dogma; esta noche me anunciará como una revelación. Lo adivino. Y es todo suyo, únicamente suyo, de mi príncipe azul, mi enamorado maravilloso, mi dador divino de todas las gracias. Pero soy pobre a su lado. ¿Pobre? ¿Qué importa eso? Si la pobreza llama humildemente a la puerta, el amor entra por la ventana. Hay que volver a escribir nuestros refranes. Se hicieron en invierno, y ahora estamos en verano; primavera para mí, creo yo, un baile de botones de rosa en un cielo azul.

– Es un caballero -dijo el muchacho con resentimiento.

– ¡Un príncipe! -exclamó ella, su voz llena de música-. ¿Qué más se necesita?

– Quiere esclavizarte.

– Me estremece la idea de ser libre.

– Ten cuidado, te lo ruego.

– Verlo es adorarlo, conocerlo es confiar en él.

– Has perdido la cabeza, Sibyl.

Su hermana se echó a reír y lo tomó del brazo.

– Mi querido y maduro Jim, hablas como si tuvieras cien años. Algún día también tú te enamorarás. Entonces sabrás de qué se trata. No pongas ese gesto tan enfurruñado. Debe alegrarte pensar que, aunque tú te vayas, me dejas más feliz que nunca. La vida ha sido dura para nosotros dos, terriblemente dura y difícil. Pero a partir de ahora será diferente. Tú te vas a un mundo nuevo, y yo he descubierto uno. Aquí hay dos sillas libres; vamos a sentarnos y a ver pasar a la gente elegante.

Se sentaron en medio de una multitud de ociosos. Los macizos de tulipanes al otro lado de la avenida ardían, convertidos en palpitantes anillos de fuego. Un polvo blanco, se diría una trémula nube de polvo de lirios, flotaba en el aire jadeante. Los parasoles de colores brillantes subían y bajaban como mariposas gigantes.

Sibyl hizo hablar a su hermano de sí mismo, de sus esperanzas, de sus proyectos. Jim se expresaba lentamente y con dificultad. Fueron pasándose palabras como los jugadores se pasan fichas. Sibyl empezó a deprimirse. No lograba comunicar su alegría. Todos sus esfuerzos no conseguían otro eco que una débil sonrisa en las comisuras de aquella boca adusta. Después de algún tiempo dejó de hablar. De repente vislumbró unos cabellos dorados y unos labios que reían: Dorian Gray pasaba en un coche abierto con dos damas.

Sibyl se puso en pie de un salto.

– ¡Ahí está! -exclamó.

– ¿Quién?

– Mi príncipe azul -respondió ella, siguiendo la victoria con la vista.

También su hermano se puso en pie y la agarró bruscamente por el brazo.

– Enséñamelo. ¿Quién es? Señálamelo. ¡Tengo que verlo! -exclamó; pero en aquel momento se interpuso el coche del duque de Berwick, tirado por cuatro caballos, y cuando de nuevo se despejó el horizonte, el otro vehículo había abandonado el parque.

– Se ha ido -murmuró Sibyl, entristecida-. Me gustaría que lo hubieras visto.

– A mí también me hubiera gustado, porque tan cierto como que hay un Dios en el cielo, si alguna vez te hace daño, lo mataré.

Su hermana lo miró horrorizada. Jim repitió lo que había dicho, y sus palabras cortaron el aire como un puñal. La gente a su alrededor se quedó boquiabierta. Una señora que estaba muy cerca rió nerviosamente.

– Vámonos, Jim, vámonos -susurró Sibyl. Él la siguió, sin dejarse intimidar, a través de la multitud. Se alegraba de haber dicho lo que había dicho.

Cuando llegaron a la estatua de Aquiles, Sibyl se volvió hacia su hermano. La piedad de sus ojos se transformó en risa al llegar a los labios.

– Estás loco, Jim, completamente loco -le dijo, moviendo la cabeza-; un chico con muy mal genio, eso es todo. ¿Cómo puedes imaginar cosas tan horribles? No sabes lo que dices. Sencillamente tienes celos y eres muy poco amable. ¡Ojalá te enamorases! El amor hace buenas a las personas, y eso que has dicho ha sido una maldad.

– Tengo dieciséis años -respondió Jim-, y sé lo que me digo. Nuestra madre no te ayuda en absoluto. No sabe cómo hay que cuidarte. Preferiría no tener que irme a Australia. Estoy por mandarlo todo a paseo. Lo haría si no hubiera firmado el contrato.

– No te pongas tan serio, Jim. Eres como uno de los héroes de esos melodramas estúpidos que a nuestra madre tanto le gustaba representar. No me voy a pelear contigo. Lo he visto y verlo es la felicidad perfecta. No reñiremos. Sé que nunca harás daño a alguien a quien yo ame, ¿verdad que no?

– No, mientras todavía lo quieras, imagino -fue su hosca respuesta.

– ¡Le querré siempre! -exclamó Sibyl.

– ¿Y él?

– ¡También siempre!

– Más le vale.

Sibyl se apartó ligeramente de él. Luego se echó a reír y le puso la mano en el brazo. No era más que un niño.

En Marble Arch tomaron un ómnibus que los dejó cerca de su modesto hogar. Eran más de las cinco, y Sibyl tenía que descansar echada un par de horas antes de la representación. Jim insistió en que lo hiciera. Dijo que prefería despedirse de ella cuando su madre no estuviera presente. Con toda seguridad haría una escena, y Jim detestaba cualquier clase de escena.

Se separaron en la habitación de Sibyl. El corazón del muchacho estaba dominado por los celos, y sentía un odio feroz, asesino, contra aquel extraño que, en su opinión, se había interpuesto entre ellos. Sin embargo, cuando Sibyl le echó los brazos al cuello y le acarició el cabello con los dedos, Jim se ablandó y la besó con sincero afecto. Tenía los ojos llenos de lágrimas mientras bajaba las escaleras.

Su madre lo esperaba abajo. Se quejó de su falta de puntualidad al verlo entrar. Jim no respondió, pero se sentó para consumir su modesta cena. Las moscas zumbaban en torno a la mesa y corrían sobre el mantel poco limpio. Entre el ruido sordo de los ómnibus y el alboroto de los coches de punto, oía la voz monótona que devoraba cada uno de los minutos que le quedaban.

Al cabo de algún tiempo apartó el plato y ocultó la cabeza entre las manos. Estaba convencido de que tenía derecho a saber. Tendrían que habérselo dicho antes, si todo había sucedido como él sospechaba. Su madre lo observaba dominada por el miedo. Las palabras salían maquinalmente de sus labios. Con los dedos retorcía un pañuelo de encaje hecho jirones. Al darlas seis el reloj de pared, Jim se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. Luego se volvió y sus miradas se encontraron. En los ojos maternos descubrió una desesperada solicitud de compasión que lo llenó de cólera.

– Madre, hay algo que tengo que pedirte -dijo. Los ojos de la señora Vane deambularon sin rumbo por el cuarto, pero no contestó-. Dime la verdad. Tengo derecho a saber. ¿Estabas casada con mi padre?

La señora Vane dejó escapar un hondo suspiro, un suspiro de alivio. El terrible momento, el momento que había temido de día y de noche, durante semanas y meses, había llegado al fin, pero no sentía terror. En cierta medida, de hecho, fue más bien una desilusión. Una pregunta tan vulgarmente directa exigía una respuesta igualmente directa. No era una situación a la que se hubiera llegado poco a poco. Era tosca. A la señora Vane le hizo pensar en un ensayo poco satisfactorio.

– No -respondió, maravillada de la dura simplicidad de la vida.

– ¡En ese caso mi padre era un sinvergüenza! -exclamó el muchacho, apretando los puños.

Su madre negó con la cabeza.

– Yo sabía que no estaba libre. Nos queríamos mucho. Si hubiera vivido, habría atendido a nuestras necesidades. No lo condenes, hijo mío. Era tu padre y un caballero. Pertenecía a una excelente familia.

A Jim se le escapó un juramento.

– A mí no me importa -exclamó-, pero no permitas que a Sibyl… Es un caballero, no es eso, el tipo que está enamorado de ella, ¿o dice que lo está? De una familia excelente, también, imagino.

Por un instante, la señora Vane se sintió terriblemente humillada. Inclinó la cabeza. Se limpió los ojos con manos temblorosas.

– Sibyl tiene madre -murmuró-; yo no la tenía.

El muchacho se conmovió. Fue hacia ella, se inclinó y la besó.

– Siento haberte apenado, preguntándote por mi padre -dijo-, pero no he podido evitarlo. He de irme ya. Adiós.

No olvides que ahora sólo tienes que cuidar de Sibyl, y créeme cuando te digo que si ese hombre engaña a mi hermana, descubriré quién es, lo encontraré y lo mataré como a un perro, lo juro.

Lo desmedido de la amenaza, el gesto apasionado que la acompañó, las palabras melodramáticas, hicieron que por un momento la vida recuperase algo de su brillo para la actriz. Todo aquello recreaba un ambiente con el que estaba familiarizada. Respiró con mayor libertad y por primera vez en muchos meses sintió verdadera admiración por su hijo. Le hubiera gustado continuar la escena en el mismo nivel emocional, pero Jim se lo impidió. Había que bajar baúles, localizar alguna prenda de abrigo. El criado para todo de la pensión entraba y salía sin cesar. Era necesario ajustar el precio con el cochero. La intensidad del momento se perdió en detalles vulgares. Desde la ventana, la señora Vane agitó su maltrecho pañuelo de encaje con un renovado sentimiento de decepción mientras su hijo se alejaba. Se daba cuenta de que se había perdido una gran oportunidad. Se consoló diciendo a Sibyl cuán desolada sería su vida ahora que sólo tenía a una hija a quien cuidar. Recordaba la frase de Jim, que le había gustado. De sus amenazas no dijo nada. La manera de expresarla había sido vigorosa y dramática. La señora Vane tenía la impresión de que algún día todos la recordarían riendo.

Capítulo 6

– ¿Has oído las noticias? -preguntó lord Henry aquella noche a Hallward cuando un camarero lo hizo entrar en el pequeño reservado del Bristol donde estaba preparada una cena para tres.

– No -respondió el artista, entregando sombrero y abrigo al camarero, quien procedió a hacerle una reverencia-. ¿De qué se trata? Nada que tenga que ver con la política, espero. No me interesa. Apenas hay una sola persona en la Cámara de los Comunes que se merezca un retrato, aunque muchos de ellos mejorarían blanqueándolos un poco.

– Dorian Gray se ha prometido -dijo lord Henry, examinando atentamente a su amigo mientras hablaba.

Hallward se sobresaltó y luego frunció el entrecejo.

– ¡Dorian prometido! -exclamó-. ¡Imposible!

– Es absolutamente cierto.

– ¿Con quién?

– Con una actricilla de poco más o menos.

– No me lo puedo creer. Dorian es demasiado sensato. -Dorian es demasiado prudente para no hacer alguna tontería de cuando en cuando, mi querido Basil.

– Casarse es una cosa que difícilmente se puede hacer de cuando en cuando, Harry.

– Excepto en los Estados Unidos -replicó lánguidamente lord Henry-. Pero yo no he dicho que se haya casado. He dicho que se ha prometido. Hay una gran diferencia. Recuerdo con mucha claridad estar casado, pero no tengo recuerdo alguno de estar prometido. Me inclino a creer que nunca estuve prometido.

Назад Дальше