A las dos de la madrugada le dio el biberón a Chantal, y después regresó a la cama. Ni siquiera intentó dormir. Estaba demasiado ansioso, demasiado excitado y demasiado asustado. Mientras permanecía allí tendido, esperando que saliera el sol, imaginó todas las cosas que podían salir mal: Ellis podía negarse a recibir el tratamiento, él, Jean-Pierre, podía calcular mal la dosis, Ellis podía haber sufrido apenas un rasguño y tal vez lo encontrara caminando normalmente por todas partes, y hasta cabía la posibilidad de que Ellis y Masud ya se hubiesen marchado de Astana.
El sueño de Jane era inquieto; tenía pesadillas. Se movía y se agitaba a su lado y de vez en cuando murmuraba palabras ininteligibles. La única que dormía profundamente era Chantal.
Jean-Pierre se levantó justo antes del amanecer, encendió el fuego y fue al río a bañarse. Cuando volvió, el mensajero ya estaba en el patio, bebiendo té preparado por Fara y comiendo los restos del pan del día anterior. Jean-Pierre bebió un poco de té, pero no pudo comer nada.
En la azotea, Jane amamantaba a Chantal. Jean-Pierre subió para darles un beso de despedida. Cada vez que tocaba a Jane recordaba cómo le había pegado y todo su ser se estremecía de vergüenza. Por lo visto ella lo había perdonado, pero a él le resultaba imposible perdonarse.
Cruzó el pueblo con la vieja yegua y bajó hasta la orilla del río; desde allí, con el mensajero a su lado, se encaminó río abajo. Entre Banda y Astana había una carretera, o lo que en el Valle de los Cinco Leones era llamado carretera: una franja de tierra rocosa de dos o tres metros de ancho y más o menos llana, apta para la circulación de carros de madera o de jeeps del ejército, pero que destruiría en pocos minutos un automóvil común. El valle estaba compuesto por una serie de gargantas o desfiladeros que se ensanchaban a intervalos y formaban pequeñas planicies cultivadas, de un kilómetro y medio a tres de largo y de menos de un kilómetro y medio de ancho, donde los habitantes conseguían arrancar su sustento a una tierra poco fértil, gracias a un duro trabajo y a una ingeniosa irrigación. El camino era lo suficientemente bueno como para permitir que Jean-Pierre montara su yegua en los trechos descendentes. (El animal no era lo suficientemente bueno como para que él lo montara cuesta arriba.)
En una época este valle debió de ser un lugar idílico, pensó Jean-Pierre mientras cabalgaba hacia el sur bajo el resplandeciente sol matinal. Regado por el río de los Cinco Leones, defendido por sus altas paredes de piedra, organizado de acuerdo a antiguas tradiciones y jamás perturbado, salvo por algunos portadores de manteca de Nuristán y el ocasional vendedor de mercería de Kabul, debió de ser como un retroceso a la Edad Media. Ahora, el siglo XX se vengaba de él. Casi todos los pueblos habían sido dañados por los bombardeos: un molino de viento destruido, una pradera sembrada de cráteres, un antiguo acueducto de madera hecho astillas, un puente de piedra y argamasa reducido a algunas rocas sobre las que se podía vaciar la rápida corriente del río. Bajo el escrutinio cuidadoso de Jean-Pierre el efecto de todo esto sobre la vida económica del valle era evidente. Esa casa era una carnicería, pero el mostrador de madera del frente no exhibía ya carne. Ese recuadro lleno de ortigas, en una época había sido un huerto, pero su propietario huyó a Pakistán. Allá había un huerto con fruta que se pudría en el suelo, cuando debía estar secándose en alguna azotea, lista para ser almacenada para el largo y crudo invierno: la mujer y los niños que en un tiempo atendían el huerto estaban muertos y el marido dedicaba ahora todas las horas de su vida a la guerrilla. Ese montón de tierra y piedras había sido una mezquita, y los habitantes decidieron no reedificarla porque posiblemente volvería a ser bombardeada. Y todo ese desperdicio y esa destrucción tenían lugar porque individuos como Masud trataban de resistirse al curso de la historia y engañaban a los ignorantes campesinos para que les apoyaran. Todo eso terminaría cuando Masud desapareciera.
Y una vez que Ellis fuera eliminado, Jean-Pierre podría encargarse de Masud.
Cuando, cerca del mediodía, se aproximaban a Astana, se preguntó si le resultaría difícil clavar la aguja. La idea de matar a un paciente le resultaba tan grotesca que ignoraba cómo reaccionaría. Por supuesto que había visto morir a algunos de sus pacientes, pero aún en esos casos lo consumía la pena de no haber podido salvarlos. Cuando tuviera a Ellis indefenso, y él estuviera con la aguja en la mano, ¿se sentiría torturado por las dudas, como Machbeth, o vacilante, como Raskolnikov en Crimen y castigo?
Cruzaron Sangana, con su cementerio y su playa de arena, y después siguieron por el camino que seguía el recodo del río. Frente a ellos se extendía un terreno cultivado y un grupo de casas construidas sobre la ladera de la montaña. Unos minutos después se les acercó por el campo un chico de once o doce años y los condujo, no hacia el pueblo que se erguía sobre la montaña, sino a una gran casa, en un extremo del campo cultivado.
Por el momento, Jean-Pierre no sentía dudas ni vacilaciones; sólo una especie de aprensión llena de ansiedad, como la que uno padece la hora anterior a un examen importante.
Desató su maletín de la yegua, entregó las riendas al muchacho y entró en el patio de la granja.
Allí vio diseminados a más de veinte guerrilleros, en cuclillas y con la mirada perdida en el espacio, esperando con paciencia de aborígenes. Al mirar a su alrededor, Jean-Pierre notó que Masud no se encontraba allí, aunque sí dos de sus lugartenientes más cercanos. Ellis estaba en un rincón sombreado, tendido sobre una manta.
Jean-Pierre se arrodilló a su lado. Era evidente que a Ellis la bala le provocaba dolor. Estaba acostado boca abajo. Tenía el rostro tenso y los dientes apretados. Estaba muy pálido y había gotas de sudor en su frente. Respiraba agitadamente.
– Duele, ¿verdad? -preguntó Jean-Pierre en inglés.
– Acertaste. Bien por el diagnóstico,- contestó Ellis con los dientes apretados.
Jean-Pierre retiró la sábana que lo cubría. Los guerrilleros le habían cortado la ropa para colocarle un vendaje casero sobre la herida. Jean-Pierre se lo quitó. Inmediatamente notó que la herida no era grave. Ellis había sangrado mucho y la bala, todavía alojada en el músculo, sin duda le dolía endiabladamente, pero se encontraba lejos de los huesos y de las arterias principales, se curaría con rapidez.
No, no se curará -se recordó Jean-Pierre-. No se curará nunca.
– Primero te daré algo para aliviarte el dolor -anunció.
– Te lo agradecería -contestó Ellis fervorosamente.
Jean-Pierre levantó la manta. En la espalda de Ellis había una enorme cicatriz, en forma de cruz. Jean-Pierre se preguntó cómo se habría hecho esa herida.
Nunca lo sabré, pensó.
Abrió el maletín. Ahora voy a matar a Ellis -pensó-. Nunca he matado a nadie, ni siquiera por accidente. ¿Cómo será convertirse en un asesino? En el mundo la gente lo hace todos los días: hay hombres que matan a sus mujeres, mujeres que matan a sus hijos, asesinos que matan a los políticos, ladrones que matan a los propietarios de las casas que van a asaltar, verdugos que ejecutan a asesinos. Tomó una jeringa grande y empezó a llenarla de digitoxina: la droga venía en envases pequeños y tuvo que vaciar cuatro para obtener una dosis letal.
¿Cómo resultaría ver morir a Ellis? El primer efecto de la droga le aumentaría el ritmo cardíaco. El lo percibiría y se pondría ansioso e incómodo. Entonces, a medida que el veneno afectara el ritmo de su corazón, aparecerían latidos extras, uno pequeño después de cada uno de los normales. En ese momento se sentiría terriblemente descompuesto. Por fin los latidos de su corazón se volverían totalmente irregulares, las aurículas y los ventrículos empezarían a latir independientemente y Ellis moriría en medio de la agonía y el terror. ¿Y qué haré yo -pensó Jean-Pierre- cuando grite de dolor y me pida a mí, el médico, que lo ayude? ¿Le haré saber que quiero que muera? ¿Adivinará que lo he envenenado? ¿Pronunciaré palabras tranquilizantes, con mis mejores modales de médico de cabecera y trataré de lograr que su muerte sea más fácil? "Relájate, todo esto es un efecto normal del calmante, no te preocupes que todo saldrá bien." La inyección estaba lista.
Puedo hacerlo -se dijo Jean-Pierre convencido-. Puedo matarlo. Lo único que no sé es lo que me sucederá a mí después. Arremangó la camisa de Ellis y por simple costumbre le pasó un algodón con alcohol por el brazo.
En ese momento llegó Masud.
Jean-Pierre no lo oyó acercarse, así que pareció surgir de la nada e hizo que Jean-Pierre se sobresaltara. Masud le apoyó una mano en el brazo.
– Te asusté, monsieur le docteur -dijo. Se arrodilló junto a la cabeza de Ellis-. He considerado la propuesta del gobierno norteamericano -le comunicó a Ellis en francés.
Jean-Pierre permaneció allí arrodillado, como petrificado, con la jeringa en la mano derecha. ¿Qué propuesta? ¿Qué mierda era todo eso? Masud hablaba abiertamente como si Jean-Pierre fuese uno más entre sus camaradas -cosa que en cierto sentido era cierta-, pero Ellis, Ellis podía sugerirle que hablara en privado.
Haciendo un esfuerzo, Ellis se apoyó sobre un codo. Jean-Pierre contuvo el aliento. Pero lo único que Ellis dijo fue:
– ¡Sigue!
Está demasiado extenuado -pensó Jean-Pierre- y tiene demasiado dolor para pensar en complicadas precauciones de seguridad, y además no tiene motivos para sospechar de mí, así como tampoco los tiene Masud.
– Es buena -siguió diciendo Masud-. Pero he estado pensando cómo voy a lograr cumplir con mi parte del trato.
¡Por supuesto! -pensó Jean-Pierre-. Los norteamericanos no han enviado a un agente tan importante de la CÍA hasta aquí simplemente para enseñarles a unos pocos guerrilleros cómo volar puentes y túneles. ¡Ellis ha venido a hacer un trato!
Pero Masud continuaba hablando.
– Este plan para entrenar guerrilleros de otras zonas debe ser explicado a los demás jefes. Será difícil. Ellos sospecharán, especialmente si soy yo quien presenta la propuesta. Creo que debes ser tú el que lo proponga, y creo que tienes que decirles personalmente lo que tu gobierno les ofrece.
Jean-Pierre no podía pensar en otra cosa. ¡Un plan para entrenar guerrilleros de otras zonas! ¿Qué diablos era eso?
Ellis contestó con cierta dificultad.
– Lo haré con gusto. Pero tú tendrás que reunirlos a todos.
– Sí -contestó Masud, sonriendo-. Convocaré una conferencia de todos los líderes de la Resistencia, a realizarse aquí, en el Valle de los Cinco Leones, en el pueblo de Darg, dentro de ocho días. Hoy mismo enviaré mensajeros con la noticia de que un representante del gobierno de Estados Unidos ha llegado para conversar con nosotros sobre la provisión de armamentos.
¡Una conferencia! ¡Provisión de armamentos! A Jean-Pierre se le iban clarificando las bases del tratado. Pero, ¿qué debía hacer al respecto?
– ¿Y vendrán? -preguntó Ellis.
– Vendrán muchos -respondió Masud-. No vendrán nuestros camaradas de los desiertos del oeste, ya que están demasiado lejos y no nos conocen.
– Y los dos que nosotros deseamos especialmente que asistan: ¿Kamil y Azizi?
Masud se encogió de hombros.
– Eso está en manos de Dios -contestó.
Jean-Pierre temblaba de excitación. Ese sería el acontecimiento más importante de la historia de la Resistencia afgana.
Ellis buscaba algo dentro de su bolsa, que estaba en el suelo cerca de su cabeza.
– Es posible que yo pueda ayudarte a persuadir a Kamil y a Azizi -dijo. Sacó de la bolsa dos paquetitos y abrió uno de ellos. Contenía un trozo chato y rectangular de metal amarillo-. Oro -informó Ellis-. Cada uno de éstos vale alrededor de cinco mil dólares.
Era una fortuna: cinco mil dólares equivalía a más de dos años de sueldo del afgano medio.
Masud tomó el trozo de oro y lo sopesó en su mano.
– ¿Y eso qué es? -preguntó, señalando una figura grabada en el centro del rectángulo.
– El sello del presidente de Estados Unidos -explicó Ellis.
Inteligente -pensó Jean-Pierre-. Era justo el detalle que podía impresionar a los líderes tribales al mismo tiempo que les provocaba una irresistible curiosidad por conocer a Ellis.
– ¿Ayudará eso a persuadir a Kamil y a Azizi? -preguntó Ellis.
Masud asintió.
– Creo que vendrán.
Puedes apostar tu vida a que vendrán, pensó Jean-Pierre.
Y de repente supo exactamente lo que tenía que hacer. En ocho días, Masud, Kamil y Azizi, los tres grandes líderes de la Resistencia, se encontrarían juntos en el pueblo de Darg.
Tenía que decírselo a Anatoly.
Entonces Anatoly podría matarlos a todos.
Esto es -pensó Jean-Pierre-; éste es el momento que he estado esperando desde que llegué al valle. Tengo a Masud donde lo necesito, y también a los otros dos rebeldes. Pero ¿cómo aviso a Anatoly? Ha de haber algún medio.
– Una reunión cumbre -dijo Masud mientras sonreía con bastante orgullo-. Será un buen comienzo para la nueva unidad de la Resistencia, ¿no te parece?
Será eso -pensó Jean-Pierre-, o el principio del fin. Bajó su mano, colocó la punta de la aguja en dirección al suelo y oprimió el de la jeringa, vaciándola totalmente. Observó que el veneno desaparecía en la tierra polvorienta. Un nuevo comienzo o el principio del fin.
Jean-Pierre administró a Ellis un anestésico, le extrajo la bala, limpió la herida, la volvió a vendar y le inyectó antibiótico para impedir una infección. Después atendió a los dos guerrilleros que también habían recibido heridas de poca importancia en la refriega. Cuando se corrió por el pueblo la voz de que el doctor se encontraba allí, en el patio de la granja se reunió un pequeño grupo de pacientes. Jean-Pierre asistió a un bebé con bronquitis, tres infecciones de poca importancia y a un mullah con parásitos. Después almorzó. A media tarde volvió a meter el instrumental en el maletín y montó a Maggie para regresar a su casa.
Ellis se quedó en Astana. Se pondría mucho mejor si descansaba allí unos días; la herida cicatrizaría con más rapidez si permanecía inmóvil. Y, paradójicamente, ahora Jean-Pierre estaba ansioso de que Ellis recuperara la salud, porque sabía que si llegaba a morir la conferencia se cancelaría.
Mientras conducía la vieja yegua en su ascensión hacia el valle, se estrujaba el cerebro para encontrar la manera de ponerse en contacto con Anatoly. Por supuesto que podía simplemente cambiar de rumbo, cabalgar hacia Rokha y entregarse a los rusos. En cuestión de instantes estaría en presencia de Anatoly siempre que no le pegaran un tiro en cuanto lo vieran. Pero entonces Jane se daría cuenta de lo que había hecho y se lo diría a Ellis, y Ellis modificaría el lugar y la fecha de la conferencia.
De alguna manera tendría que enviarle una carta a Anatoly. Pero, ¿quién se la entregaría?
Un constante flujo de personas atravesaba el valle camino a Charikar, la ciudad ocupada por los rusos que se encontraba a noventa o cien kilómetros de distancia, en el llano, o a Kabul, la ciudad capital, a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Eran los granjeros de Nuristán que transportaban su mantequilla y sus quesos; comerciantes viajeros que vendían ollas y cacerolas; pastores que conducían pequeños rebaños de ovejas al mercado y familias nómadas en el trayecto de sus misteriosos viajes. Cualquiera de ellos podía ser sobornado para que llevara una carta a una oficina de correos, o simplemente para que la pusiera en manos de algún soldado ruso. Kabul se encontraba a tres días de viaje. Charikar, a dos. Koukha, donde había tropas rusas, aunque carecía de oficina de correos, quedaba solamente a un día de distancia. Jean-Pierre estaba bastante seguro de poder encontrar a alguien que aceptara el encargo. Por supuesto que siempre existía el riesgo de que la carta fuese abierta y leída, y en ese caso él sería descubierto, torturado y muerto. Tenía que correr el riesgo. Pero existía otro problema. Después de haber aceptado el dinero: ¿entregaría el mensajero la carta? No había nada que pudiera impedirle perderla en el camino. Jean-Pierre podía no enterarse nunca de lo sucedido. Ese plan era demasiado inseguro.
Todavía no había resuelto el problema al anochecer cuando llegó a Banda. Jane estaba en la azotea, gozando de la brisa de la tarde, con Chantal sobre sus rodillas. Jean-Pierre las saludó con la mano, entró en la casa y depositó el maletín sobre el mostrador de azulejos. Mientras lo vaciaba vio de repente las píldoras de diamorfina y comprendió que había una persona a quien podría confiar la carta que escribiría a Anatoly.
Buscó un lápiz en el maletín. Tomó el papel en que venía envuelto el algodón y cortó un gran rectángulo: en el valle no había papel para escribir. Escribió en francés.
Para el coronel Anatoly de la K G B.
Sonaba extrañamente melodramático, pero no sabía de qué otra manera encabezar la carta. No conocía el nombre completo de Anatoly, y tampoco su dirección.
Continuó escribiendo:
Masud ha convocado una reunión de líderes rebeldes. El encuentro se efectuará dentro de ocho días, el jueves 27 de altar, en Darg, el pueblo al sur de Banda. Probablemente esa noche todos dormirán en la mezquita y permanecerán juntos el viernes, sagrado para ellos, La conferencia ha sido organizada por un agente de la CÍA a quien yo conozco por el nombre de Ellis Thaler que llegó al valle hace una semana.
¡Esta es nuestra oportunidad!
Agregó la fecha y firmó Simplex.
No tenía sobre, y tampoco había visto uno desde que abandonó Europa. Se preguntó cuál sería la mejor manera de cerrar la carta. Al mirar a su alrededor vio la caja de envases plásticos para entregar tabletas a los pacientes. Estos traían etiquetas autoadhesivas que Jean-Pierre nunca utilizaba porque no sabía escribir en caracteres persas. Enrolló el papel escrito para convertirlo en un cilindro y lo metió en uno de los envases.
Se preguntó cómo dirigirlo. En algún lugar del camino el paquete caería en manos de algún ruso. Jean-Pierre imaginó a un empleado ansioso y con gafas en una fría oficina, o tal vez a algún estúpido centinela junto a la alambrada. Sin duda el arte del contrabando estaría bien desarrollado en el ejército ruso como lo estaba en el francés en la época en que Jean-Pierre realizó su servicio militar. Consideró cómo podría lograr que el envase pareciera lo suficientemente importante como para merecer ser entregado a un oficial superior. No tenía sentido escribir Importante o K G B, o algo en francés, inglés y ni siquiera en dari, porque el soldado no sabría leer la escritura europea o persa. Y Jean-Pierre por su parte no sabía escribir en caracteres rusos. Resultaba irónico que la mujer que estaba en la azotea, y cuya voz oía en ese momento entonando una canción de cuna, hablara el ruso con fluidez, y de haberlo querido podría haberle indicado cómo escribir cualquier cosa. Por fin escribió Anatoly-K G B en letras europeas, pegó la etiqueta en el envase y después lo colocó en una caja vacía que tenía escrita la palabra ¡Veneno! en quince idiomas y tres símbolos internacionales. Ató la caja con un bramante.
Moviéndose con rapidez, volvió a colocarlo todo en su maletín y reemplazó el instrumental que había usado en Astana. Tomó un Puñado de tabletas de diamorfina y se las metió en el bolsillo de la camisa. Por fin envolvió la caja que decía ¡Veneno! en una toalla.
Salió de la casa.
– Voy hasta el río a lavarme -informó a Jane.
– Muy bien.
Atravesó rápidamente el pueblo, saludando apenas a una o dos personas a su paso, y se encaminó hacia los campos. Se sentía desbordante de optimismo. Su plan estaba sujeto a toda clase de riesgos, pero una vez más podía abrigar la esperanza de obtener un gran triunfo. Sorteó un campo de trébol que pertenecía al mullah y bajó por una serie de terrazas.
Aproximadamente a un kilómetro del pueblo, sobre un saliente rocoso de la montaña, se erguían los restos de una choza solitaria que había sido bombardeada. Ya oscurecía cuando Jean-Pierre se acercó. Caminó lentamente hacia allí, cuidando sus pasos en el terreno desigual y lamentando no haber llevado consigo una linterna.
Se detuvo ante el montón de escombros que en una época había sido la fachada de la casa. Pensó en la posibilidad de entrar, pero el mal olor y la oscuridad lo disuadieron.
– ¡Eh! -llamó.
Una figura informe surgió del suelo a sus pies, y lo sobresaltó. Jean-Pierre dio un salto hacia atrás, lanzando una maldición.
El malang se puso en pie.
Jean-Pierre observó la cara esquelética y la barba enmarañada del loco. Una vez que recobró su compostura, le habló en dari.
– Que Dios sea contigo, hombre santo.
– Y contigo, doctor.
Jean-Pierre lo había sorprendido en un estado de ánimo coherente. Por suerte.
– ¿Cómo está tu estómago?
El hombre hizo toda clase de gestos para expresar un dolor de estómago: como siempre, quería drogas. Jean-Pierre le entregó unas pastillas de diamorfina permitiéndole ver que tenía más, y después volvió a metérselas en el bolsillo.
El malang devoró su heroína.
– ¡Quiero más! -dijo.
– Puedo darte más prometió Jean-Pierre-. Muchas más.
El loco extendió la mano.
– Pero a cambio tú tendrás que hacer algo por mí -exclamó Jean-Pierre.