No quería que sus camaradas ni los pushtuns lo vieran contestando a las preguntas de una mujer.
Jane corrió a su lado, mientras él se encaminaba a su casa. -¿Así que el jefe a Faizabad se encuentra aquí? -Sí.
Jane había adivinado la verdad. Masud invitó a todos los jefes rebeldes a una reunión.
– ¿Y qué te parece esta idea? -preguntó.
Seguía buscando más detalles.
Mohammed puso cara pensativa y abandonó su expresión de altivez, cosa que siempre le sucedía cuando se interesaba en la conversación.
– Todo depende de lo que Ellis haga mañana -contestó-. Si los impresiona como hombre de honor y se gana el respeto de los jefes, creo que aceptaremos su plan.
– ¿Y tú crees que su plan es bueno?
Obviamente sería bueno que la Resistencia se uniese y que Estados Unidos le proporcione armas.
¡Así que era eso! Armas norteamericanas para los rebeldes, con la condición de que lucharan juntos contra los rusos en lugar de pelear la mayor parte del tiempo unos contra otros.
Llegaron a la casa de Mohammed y Jane continuó su camino, después de saludarlo con la mano. Sentía los pechos rebosantes: era hora de amamantar a Chantal. El pecho derecho le pesaba un poquito más porque la última vez que alimentó a su hija había empezado por el izquierdo y Chantal siempre vaciaba el primero más a fondo.
Jane llegó a la casa y entró en el dormitorio. Chantal permanecía acostada, desnuda sobre una toalla doblada dentro de su cuna, que en realidad era una caja de cartón cortada por la mitad. No había ninguna necesidad de ponerle ropa en el aire cálido del verano de Afganistán. Por la noche, la cubría con una sábana y eso era todo. Los rebeldes, la guerra, Ellis, Mohammed y Masud, todos desaparecieron de sus pensamientos cuando Jane miró a su hija. Siempre había pensado que los bebés eran feos, pero Chantal le parecía sumamente bonita. Y mientras ella la observaba, Chantal se movió inquieta, abrió la boca y lloró. En respuesta, del pecho derecho de Jane inmediatamente empezó a manar leche y sobre su blusa se extendió una mancha húmeda y cálida. Desabrochó los botones y alzó a su hijita.
Jean-Pierre siempre le recomendaba que se lavara los pechos con desinfectante antes de alimentarla, pero ella jamás lo hacía porque estaba convencida de que Chantal reaccionaría ante el mal sabor de la droga. Se sentó sobre la alfombra, con la espalda apoyada en la pared, y colocó a Chantal sobre su brazo derecho. La pequeña movía los bracitos regordetes y la cabeza de un lado a otro, buscando frenéticamente su pecho con la boquita abierta. Jane la guió hasta el pezón. Las encías sin dientes se cerraron con fuerza y la niña empezó a chupar. Jane hizo un gesto de dolor ante el primer tirón y después ante el segundo. El tercero fue mucho más suave. Una manita gordezuela se alzó y tocó el pecho hinchado de Jane, apretándolo en una caricia ciega y torpe. Jane se relajó.
Alimentar a su hija la hacía sentir terriblemente tierna y protectora. Y, para su sorpresa, también le resultaba erótico. Al principio se había sentido culpable cuando percibió que la excitaba dar de mamar a Chantal, pero pronto decidió que si se trataba de algo natural, no podía ser malo y decidió disfrutarlo.
Estaba deseando exhibir a Chantal, si alguna vez volvía a Europa. La madre de Jean-Pierre sin duda le diría que estaba haciéndolo todo mal y su madre le pediría que bautizara a la pequeña, pero su padre, a través de su bruma alcohólica, adoraría a Chantal y su hermana se mostraría orgullosa y entusiasta. ¿Quién más? El padre de Jean-Pierre estaba muerto.
– ¿Hay alguien en la casa? -preguntó una voz desde el patio.
Era Ellis.
– ¡Entra! -gritó Jane.
No sintió la necesidad de cubrirse. Ellis no era afgano, y de todos modos en una época había sido su amante.
Entró y al ver que estaba alimentando a la pequeña se paró en seco.
– ¿Quieres que me vaya?
Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza.
– Ya me has visto los pechos antes.
– Me parece que no -contestó él-. Los debes de haber cambiado.
Ella lanzó una carcajada.
– El embarazo nos proporciona pechos enormes. -Sabía que Ellis había estado casado y era padre, aunque tenía la impresión de que ya no veía más a la madre ni a su hijo. Era uno de los temas sobre los cuales él se mostraba renuente a hablar-. ¿No lo recuerdas en tu esposa cuando estaba embarazada?
– Me lo perdí -contestó él, con ese tono cortante que usaba cuando quería que uno se callara-. Estaba lejos.
Ella se sentía demasiado relajada para contestarle en el mismo tono. En realidad sentía lástima por él. Ellis había convertido su vida en un caos, pero la culpa no era toda suya; y decididamente había sido castigado por sus pecados, por ella misma, sin ir más lejos.
– Jean-Pierre no ha vuelto -comentó Ellis.
– No.
La chiquilla dejó de chupar al percibir que el pecho de Jane se encontraba vacío. Con suavidad ella le quitó el pezón de la boca y la alzó hasta apoyarla sobre el hombro, palmeándole la espalda para hacerla eructar.
– Masud quiere que le preste sus mapas -comunicó Ellis.
– Por supuesto. Ya sabes dónde están. -Chantal eructó con fuerza-. ¡Así me gusta! -exclamó Jane y colocó a la chiquilla contra su pecho izquierdo. Hambrienta de nuevo después del eructo, Chantal volvió a chupar. Cediendo a un impulso, Jane preguntó-: ¿Porqué no ves a tu hijo?
El sacó los mapas del arcón, cerró la tapa y se enderezó. -La veo -contestó-. Pero no muy a menudo. Jane se sintió escandalizada. Viví con él durante casi seis meses -pensó- y en realidad nunca lo conocí. -¿Es niño o niña?
– Niña.
– Debe de tener…
– Trece años.
– ¡Dios mío! -¡Prácticamente era una adolescente! De repente Jane sintió una intensa curiosidad. ¿Por qué nunca le habría hecho preguntas acerca de todo eso? Tal vez el tema no le interesaba antes de tener una hija propia-. ¿Y dónde vive?
él vaciló.
– No me lo digas -pidió ella. Leía con claridad la expresión de su rostro-. Ibas a mentirme.
– Tienes razón -contestó él-. Pero supongo que comprenderás por qué tengo que mentir acerca de eso.
Ella lo pensó durante algunos instantes.
– ¿Tienes miedo de que tus enemigos la ataquen a ella?
– Sí.
– Es una buena razón.
– Gracias. Y gracias por esto.
La saludó con los mapas en la mano y salió.
Chantal se había quedado dormida con el pezón de Jane en la boca. Jane se lo quitó con suavidad y la alzó hasta la altura de su hombro. La pequeña eructó sin despertar. ¡Esa criatura era capaz de dormir bajo cualquier circunstancia!
Jane deseó que Jean-Pierre hubiese vuelto. Estaba convencida de que ya no podría causar ningún daño, pero de todos modos se hubiese sentido más segura de haberlo tenido a la vista. No se podía poner en contacto con los rusos porque ella le había destrozado la radio. No existía otro medio de comunicación entre Banda y el territorio ruso. Masud podía enviar mensajes por medio de emisarios, por supuesto, pero Jean-Pierre no tenía ninguno y de todos modos, de haber enviado a alguien, todo el pueblo se hubiese enterado. Lo único que podía haber hecho era caminar hasta Rokha, y para eso no tuvo tiempo.
Además de sentirse ansiosa, odiaba dormir sola. En Europa no le había importado, pero aquí la aterrorizaban los hombres de la tribu, imprevisibles y brutales, que pensaban que era tan natural que un hombre le pegara a su mujer como que una mujer le propinara un cachete a su hijo. Y a sus ojos, Jane no era una mujer cualquiera: con sus puntos de vista liberados, su mirada directa y su actitud altanera constituía el símbolo de las delicias sexuales prohibidas. Ella no se sometía a las convenciones del comportamiento sexual, y las únicas mujeres parecidas que ellos conocían eran las prostitutas.
Cuando Jean-Pierre se encontraba allí, ella siempre alargaba la mano para tocarlo justo antes de quedarse dormida. El siempre dormía en actitud fetal, dándole la espalda, y aunque se movía mucho en sueños jamás alargaba la mano para tocarla. El único hombre con quien Jane había compartido una cama durante mucho tiempo además de su marido era Ellis, y él era exactamente lo opuesto: se pasaba la noche entera tocándola, abrazándola, besándola, a veces entre sueños y a veces completamente dormido. En dos o tres ocasiones trató de hacerle el amor con rudeza, estando dormido: ella reía y trataba de acoplarse a él pero después de algunos instantes él se daba media vuelta y empezaba a roncar, y por la mañana no recordaba lo que había hecho. ¡Qué distinto era a Jean-Pierre! Ellis la acariciaba con un afecto torpe, como un chico jugando con un animalito querido, en cambio Jean-Pierre la tocaba como podía haber tocado su Stradivarius un violinista. La amaron de diferente manera, pero la traicionaron igual.
Chantal gorjeó. Estaba despierta. Jane la sentó en su regazo sosteniéndole la cabeza para que se pudieran mirar frente a frente y empezó a conversar con ella, en parte utilizando sílabas sin sentido, en parte usando palabras reales. A Chantal eso le encantaba. Después de un rato, a Jane se le acabó la inspiración y empezó a cantar. En plena canción de cuna, fue interrumpida por una voz.
– ¡Adelante! -gritó. Después se dirigió a Chantal-. Tenemos visitas todo el tiempo, ¿verdad? Es como vivir en la National Gallery, ¿no te parece?
Se abrochó la blusa para cubrir su desnudez. Entró Mohammed y preguntó en dar¡: -¿Dónde está Jean-Pierre?
– Fue a Skabun. ¿Puedo ayudar en algo? -¿Cuándo volverá?
– Supongo que mañana. ¿Me dirás cuál es el problema o piensas seguir hablando como un policía de Kabul?
El le sonrió. Cuando Jane era irrespetuosa con él la encontraba sensual, cosa que no era precisamente el efecto que ella buscaba.
– Alishan ha llegado con Masud. Quiere más píldoras.
– Ah, sí. -Alishan Karim era hermano del mullah y padecía una angina de pecho. Por cierto que no estaba dispuesto a abandonar sus actividades guerrilleras, así que Jean-Pierre lo abastecía de píldoras de trinitrín para que tomara una inmediatamente ante, de una batalla o de algún otro esfuerzo.
– Yo te daré algunas.
Se levantó y dejó a Chantal en brazos de Mohammed.
Mohammed aceptó automáticamente a la pequeña y después pareció avergonzado. Jane le sonrió y se dirigió a la habitación delantera. Encontró las píldoras en un estante, debajo del mostrador del tendero. Colocó alrededor de cien pastillas en un frasquito y después volvió a la salita. Chantal miraba fascinada a Mohammed. Jane se hizo cargo del bebé y le entregó las píldoras.
– Dile a Alishan que descanse más -aconsejó. Mohammed movió la cabeza.
– A mí no me tiene miedo -contestó-. Díselo tú.
Jane rió. Viniendo de un afgano, la broma resultaba casi feminista.
– ¿Por qué fue Jean-Pierre a Skabun? -preguntó Mohammed. -Por que esta mañana bombardearon al pueblo.
– Eso no es verdad.
– Por supuesto que…
Jane se detuvo bruscamente.
Mohammed se encogió de hombros.
– Yo estuve allí todo el día con Masud. Debes de estar equivocada.
Ella trató de mantener una expresión imperturbable. -Sí. Debo de haber oído mal.
– Gracias por las pastillas -dijo Mohammed, saliendo.
Jane se sentó pesadamente sobre un banco. No había habido ningún bombardeo en Skabun. Jean-Pierre había ido a encontrarse con Anatoly. No comprendía demasiado bien cómo consiguió arreglar la entrevista, pero no le cabía la menor duda de que eso era lo que había sucedido.
¿Qué debía hacer?
Si Jean-Pierre estaba enterado de la reunión del día siguiente, y pudo informar a los rusos, ellos atacarían.
En un solo día podrían hacer desaparecer a todos los líderes de la Resistencia afgana.
Tenía que ver a Ellis.
Envolvió a Chantal en un chal porque el aire ya era algo más fresco, y se encaminó hacia la mezquita. Ellis estaba en el patio con el resto de los hombres, estudiando los mapas de Jean-Pierre con Masud, Mohammed y el individuo del parche en el ojo. Algunos guerrilleros se iban pasando una hookah, la pipa turca, otros comían. La miraron sorprendidos al verla entrar con la pequeña sobre la cadera.
– Ellis -dijo ella. El alzó la mirada-. Necesito hablar contigo. ¿Podrías salir un momento?
Ellis se levantó y ambos pasaron por debajo de la arcada y permanecieron frente a la mezquita.
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
– ¿ Jean-Pierre está enterado de esta reunión que tú has organizado con todos los líderes de la Resistencia?
– Sí; cuando Masud y yo hablamos del asunto por primera vez, él estaba presente, sacándome la bala de la nalga. ¿Por qué?
Jane sintió una enorme pesadez en el corazón. Su última esperanza era que Jean-Pierre pudiera no estar enterado. Ahora no le quedaba alternativa posible. Miró a su alrededor. No había nadie que los pudiera oír; y de todos modos estaban hablando en inglés.
– Tengo que decirte algo -informó-, pero quiero que me prometas que él no recibirá ningún daño.
El la miró fijo durante un instante.
– ¡Oh, mierda! -exclamó, furioso-. ¡Trabaja para ellos, por supuesto! ¿Por qué no lo adiviné? ¡En París debe de haber llevado a esos hijos de puta a mi apartamento! ¡Y les ha estado dando informaciones sobre las caravanas, por eso perdieron tantas! ¡Ese bastardo! -De repente se detuvo y habló con más suavidad-. Debe de haber sido espantoso para ti.
– Sí -contestó ella.
No pudo resistirlo: los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a sollozar. Se sintió débil y tonta y avergonzada por su llanto, pero también sintió que se había sacado un enorme peso de encima.
Ellis rodeó con sus brazos a ella y a Chantal. -¡Pobrecita! -exclamó.
– Sí -sollozó Jane-. Fue espantoso. -¿Cuánto hace que lo sabes? -Algunas semanas.
– ¿Lo ignorabas cuando te casaste con él? -Sí.
– Los dos -concretó él-. Los dos te engañamos. -Sí.
– Te mezclaste con un grupo que no te merecía. -Sí.
Jane hundió el rostro en la camisa de Ellis y lloró sin disimular. Lloró por todas las mentiras y las traiciones, por el tiempo perdido y por el amor desperdiciado. Chantal también lloró. Ellis abrazó a Jane con fuerza y le acarició el pelo, hasta que ella dejó de temblar, empezó a calmarse y se limpió la nariz con la manga.
– Verás, yo le destrocé la radio -explicó-, y entonces creí que no tendría modo de ponerse en contacto con ellos; pero hoy vinieron a buscarlo para que fuese a Skabun a atender a los heridos del bombardeo, sólo que hoy no hubo ningún bombardeo en Skabun.
Mohammed salió de la mezquita. Ellis soltó a Jane con expresión incómoda.
– ¿Qué sucede? -le preguntó a Mohammed en francés.
– Están discutiendo -contestó el-. Algunos dicen que el plan es bueno y que nos ayudará a vencer a los rusos. Otros preguntan por qué se considera que Masud es el único líder capaz y quién es Ellis Thaler para juzgar a los jefes afganos. Debes volver y hablar un poco más con ellos.
– Espera -contestó Ellis-. Me acabo de enterar de algo nuevo. Jane pensó: ¡Oh, Dios! Cuando se entere de esto, Mohammed matará a alguien.
– Ha habido una filtración.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Mohammed amenazador.
Ellis vaciló, como si temiera decir lo que sabía, y después decidió que no le quedaba otra alternativa.
– Es posible que los rusos estén enterados de la conferencia. -¿Quién? -exigió saber Mohammed-, ¿Quién es el traidor? -Posiblemente el doctor, pero…
Mohammed se volvió hacia Jane.
– ¿Desde cuándo estás enterada de esto?
– ¡Me harás el favor de hablarme amablemente o te callarás la boca! -contestó ella, con agresividad.
– ¡Un momento! -exclamó Ellis. Jane no estaba dispuesta a permitir que Mohammed le hablara en ese tono de voz acusatorio.
– Yo te advertí, ¿no es cierto? Te dije que cambiaras la ruta de la caravana. SALVE tu maldita vida, así que no me apuntes con tu dedo acusador.
La furia de Mohammed se evaporó y adquirió un aire contrito. -¿Así que por eso modificaron la ruta? -preguntó Ellis. Miró a Jane con algo parecido a la admiración.
– ¿Y él dónde está ahora? -preguntó Mohammed.
– No estamos seguros -contestó Ellis.
– Cuando vuelva, debemos matarlo -dictaminó Mohammed.
– ¡No! -exclamó Jane.
Ellis puso una mano sobre su hombro para calmarla y se dirigió a Mohammed:
– ¿Matarías a un hombre que ha salvado la vida a tantos de tus camaradas?
Debe enfrentarse a la justicia -insistió Mohammed.
Mohammed había hablado de la posibilidad de que él volviera, y Jane se dio cuenta de que ella daba por sentado que su marido regresaría. No sería capaz de abandonarlas a ella y a su hijita.
Ellis seguía hablando.
– Si es un traidor y ha tenido éxito y se ha puesto en contacto con los rusos, no cabe duda que les ha informado acerca de la reunión de mañana. Sin duda atacarán y tratarán de apoderarse de Masud.
– Esto es muy grave -dictaminó Mohammed-. Masud debe irse inmediatamente. Será necesario cancelar la conferencia.
– No necesariamente -contestó Ellis-. Piensa. Podríamos convertir esto en algo que nos beneficie.
– ¿Cómo?
– En realidad, cuanto más lo pienso, más me gusta. Es posible que termine siendo lo mejor que podría habernos sucedido.
Capítulo 12
Al amanecer evacuaron el pueblo de Darg. Los hombres de Masud fueron de casa en casa, despertando en forma tranquila a sus habitantes e informándoles que ese día el pueblo sería atacado por los rusos y que debían dirigirse valle arriba hacia Banda, llevando consigo únicamente sus posesiones más preciadas. A la salida del sol, una andrajosa hilera de mujeres, niños, ancianos y animales abandonaba el pueblo por el serpenteante camino de tierra que corría junto al río.
Darg era distinto a Banda. En Banda las casas se arracimaban en el extremo este de la planicie, donde el valle era más angosto y el terreno rocoso. En Darg todas las casas estaban amontonadas sobre una angosta saliente entre el pie de la montaña y la orilla del río. Frente a la mezquita había un puente y los campos se hallaban en la orilla opuesta del río.
Era un lugar excelente para una emboscada.
Masud pergeñó el plan durante la noche y ahora Mohammed y Alishan tomaban las disposiciones necesarias. Se movían por los alrededores con tranquila eficacia. Mohammed, alto, apuesto y con movimientos elegantes; Alishan de baja estatura y con aspecto temible, pero ambos dando instrucciones con voz tranquila, imitando el tono grave de su líder.
Mientras colocaban las cargas, Ellis se preguntaba si los rusos acudirían o no. Jean-Pierre no había vuelto, así que por lo visto había conseguido ponerse en contacto con sus jefes; y era casi inconcebible que pudiera resistir la tentación de intentar capturar o matar a Masud. Pero todo eso era algo circunstancial. Y si los rusos no atacaban, Ellis haría el papel de tonto, por haber instado a Masud a tender una trampa elaborada a una víctima que no se presentaba.
Los guerrilleros no sellarían un pacto con un imbécil. Pero si los rusos llegan a venir -pensó Ellis- y la emboscada da resultado, el aumento de su prestigio y el de Masud pueden ser suficientes para que el convenio se firme inmediatamente.
Trataba de no pensar en Jane. Cuando las rodeó a ella y a su hija con los brazos, y ella le humedeció la camisa con sus lágrimas, la pasión que anteriormente había despertado Jane en él volvió a renacer con todo su vigor. Fue como arrojar gasolina sobre una fogata. Deseó poder quedarse allí de pie eternamente, con los hombros angostos de la muchacha sacudiéndose bajo su brazo, y sintiendo su cabeza contra su pecho. ¡Pobre Jane! ¡Era tan sincera, y los hombres que estaban junto a ella tan traicioneros!
Arrastró la mecha detonante por el río y colocó el extremo en el lugar que él ocuparía luego, una pequeña casucha sobre la orilla, a ciento cincuenta metros de la mezquita, río arriba. Usó unas tenazas especiales para sujetar el detonador a la mecha, y después con un simple anillo de los que se utilizaban en el ejército para disparar cargas dio fin a su trabajo.
Aprobaba el plan de Masud. Ellis había enseñado la técnica de emboscadas y contraemboscadas en Fort Bragg durante un año, entre sus dos viajes a Asia, y ahora calificaría el plan de Masud con nueve puntos sobre una clasificación de diez. El punto que le faltaba para llegar a un máximo de diez lo constituía la imposibilidad de proporcionar una ruta de salida a sus tropas en el caso de que la lucha les fuera adversa. Por supuesto que Masud no consideraba que eso fuese un error.
A las nueve todo estaba listo y los guerrilleros prepararon el desayuno. Hasta eso formaba parte de la emboscada: todos podían ocupar su posición en cuestión de minutos, por no decir segundos, y entonces, visto desde el aire, el pueblo tendría un aspecto más natural, como si los pobladores hubiesen corrido a ocultarse de los helicópteros, dejando atrás sus cacerolas, alfombras y fuegos, así que el comandante de las fuerzas rusas no tendría motivos para sospechar la existencia de una trampa.