El Valle de los Leones - Follett Ken 23 стр.


Segundos más tarde los tres Hips sobrevivientes levantaron vuelo para unirse a los Hinds que sobrevolaban el pueblo y entonces, sin disparar un solo tiro a modo de despedida, los helicópteros se elevaron por lo alto del risco y desaparecieron.

Cuando el sonido de los motores se fue esfumando, Ellis percibió otro ruido. Después de un momento comprendió que eran las aclamaciones de los guerrilleros. Vencimos -pensó-. ¡Diablos, vencimos! Y él también empezó a vitorear.

Capítulo 13

¿Y adónde han ido los guerrilleros?. -preguntó Jane.

– Se dispersaron -contestó Ellis-. Esa es la táctica de Masud.

Desaparece en las montañas sin darles tiempo a los rusos a respirar. Es probable que vuelvan con refuerzos -en este mismo momento pueden estar en Darg-, pero no encontrarán con quién luchar. Todos los guerrilleros, salvo estos pocos, se han ido.

En la clínica de Jane había siete hombres heridos. Ninguno de ellos moriría. También atendió a otros doce con heridas de menor importancia, que siguieron su camino. Sólo dos guerrilleros habían muerto en el campo de batalla y por un descorazonante golpe de mala suerte, uno de ellos fue Yussuf. Zahara volvía a estar de luto, y de nuevo por culpa de Jean-Pierre.

A pesar de la euforia de Ellis, Jane estaba deprimida. No debo seguir cavilando -pensó-. Jean-Pierre se ha ido y no volver, y no tiene sentido que me amargue. Tengo que empezar a pensar de una manera positiva. Tengo que interesarme en la vida de los demás. -¿Y qué pasó con tu conferencia? -le preguntó a Ellis-. Si todos los guerrilleros se han ido.

– Estuvieron todos de acuerdo -contestó Ellis-. Después del éxito que tuvo la emboscada estaban todos tan eufóricos que habrían estado dispuestos a decir que sí a cualquier cosa. De alguna manera la emboscada demostró lo que algunos de ellos dudaban: que Masud es un líder brillante y que uniéndose bajo su mando puede lograr grandes victorias. También estableció mis credenciales de macho , cosa que me ayudó.

– Así que has triunfado.

– Sí, hasta tengo un tratado firmado por todos los líderes rebeldes y atestiguado por el mullah.

– Debes de sentirte orgulloso.

Alargó la mano para apretarle el brazo y en seguida la retiró con rapidez. Se alegraba tanto de que él estuviese allí para ayudarla a no sentirse sola que se sentía culpable por haber estado enojada con él durante tanto tiempo. Pero temía darle la accidental y errónea impresión de que todavía le importaba como antes, cosa que le resultaría incómoda.

Se volvió y recorrió con la mirada el interior de la cueva. Las vendas y las jeringas estaban en sus cajas y los medicamentos en el maletín. Los guerrilleros heridos estaban cómodos, tendidos sobre alfombras o mantas. Se quedarían a pasar la noche en la cueva, ya que era demasiado difícil llevarlos a todos al pueblo, montaña abajo. Tenían agua y un poco de pan y dos o tres de ellos estaban lo suficientemente bien como para levantarse y preparar el té. Mousa, el hijo de Mohammed, el que había perdido una mano, permanecía sentado en cuclillas a la entrada de la cueva, enfrascado en un misterioso juego en la tierra polvorienta con el cuchillo regalado por su padre: él se quedaría a acompañar a los heridos y en el caso poco probable de que alguno de ellos necesitara atención médica durante la noche, el muchacho correría al pueblo a buscar a Jane.

Todo estaba en orden. Jane les dio las buenas noches, acarició la cabeza de Mousa y salió. Ellis la siguió. Jane sintió un poco de frío en la brisa de la tarde. Era la primera señal del fin del verano, Ella alzó la mirada hacia las cimas distantes del Hindu Kush, desde donde llegaría el invierno. A la luz del crepúsculo los picos nevados adquirían un tono rosado. Ese era un hermoso país, cosa demasiado fácil de olvidar, especialmente en días de tanto trabajo. A pesar de las ganas que tengo de volver a casa, me alegro de haber conocido este lugar, pensó Jane.

Bajó el monte, con Ellis a su lado. De vez en cuando lo miraba de reojo. A la luz del crepúsculo su rostro parecía bronceado y áspero. Se dio cuenta de que probablemente él no hubiera dormido demasiado la noche anterior.

– Pareces cansado -comentó.

– Hacía mucho tiempo que no participaba en una verdadera batalla -contestó él-. La paz nos ablanda.

Lo dijo con mucha naturalidad. Por lo menos no se regodeaba en la matanza, como los afganos. Le contó el hecho concreto de que había hecho volar el puente de Darg, pero uno de los guerrilleros heridos le suministró todos los detalles, explicando que la exactitud del momento de la explosión había cambiado el curso de la batalla, y describiéndole gráficamente la carnicería que se había producido.

En el pueblo de Banda reinaba un clima de festejos. Hombres y mujeres permanecían conversando animadamente en grupos, en lugar de retirarse como siempre a los patios de sus casas. Los chicos inventaban ruidosos juegos de guerra, en los que tendían trampas a los rusos, imitando a sus hermanos mayores. En alguna parte, un hombre cantaba al compás de un tambor. Sólo pensar en pasar la noche sola le resultó de repente insoportable a Jane, y presa de un impulso le propuso a Ellis:

– ¿Por qué no vienes a tomar el té conmigo? Siempre que no te importe que amamante a Chantal.

– Me encantaría -contestó él.

Cuando llegaron a la casa la pequeña estaba llorando y, como siempre, el cuerpo de Jane respondió al estímulo y de uno de sus pechos surgieron unas repentinas gotas de leche.

– Siéntate y Fara te traerá té -dijo ella apresuradamente.

Después corrió a la otra habitación antes de que Ellis viera la embarazosa mancha de su blusa.

Se desabrochó los botones con rapidez y tomó en brazos a la pequeña. Sintió los habituales instantes de pánico ciego mientras Chantal buscaba el pezón y en seguida su hija empezó a chupar, primero con fuerza dolorosa y después con mayor suavidad. A Jane la ponía incómoda la posibilidad de volver al otro cuarto. No seas tonta -se dijo-; se lo preguntaste y él dijo que estaba bien, y de cualquier manera, en otra época prácticamente pasabas todas las noches en su cama. Pero de todos modos sintió que se ruborizaba un poco al entrar en la otra habitación.

Ellis estaba examinando los mapas de Jean-Pierre.

– Esta fue su jugarreta más inteligente -comentó-. Conocía todas las rutas de las caravanas porque Mohammed siempre utilizaba sus mapas. -La miró, y al ver su expresión agregó apresuradamente-: Pero no hablemos de eso. ¿Qué piensas hacer ahora?

Jane se sentó sobre el almohadón, con la espalda apoyada contra la pared, su postura favorita para amamantar a Chantal. Ellis no parecía incómodo por su pecho desnudo, y ella empezó a sentirse más a sus anchas.

– Tendré que esperar -contestó-. En cuanto se abra la ruta a Pakistán y empiecen a viajar las caravanas, volveré a casa. ¿Y tú?

– Lo mismo. Mi trabajo aquí ha terminado. Por supuesto que será necesario supervisar el trabajo, pero la Agencia tiene gente en Pakistán que puede encargarse de eso.

Llegó Fara con el té. Jane se preguntó cuál sería la próxima tarea de Ellis: ¿planear un golpe en Nicaragua, chantajear a un diplomático soviético en Washington o tal vez asesinar a algún comunista africano. Mientras fueron amantes ella lo había interrogado acerca de su estancia en Vietnam, y él le había dicho que todo el mundo suponía que quería evitar el reclutamiento, pero que como él era un hijo de puta que siempre hacía lo contrario de lo que se esperaba, fue a Vietnam.

Jane no estaba segura de creer en esa explicación, pero aún en el caso de que fuese cierta, no se explicaba por qué había seguido en esa línea de trabajo tan violenta después de salir del ejército.

– ¿Te dedicarás a planear maravillosas y sutiles maneras de matar a Castro?

– Se supone que la Agencia no debe cometer asesinatos -contestó él.

– Pero los comete.

– Existe un elemento lunático que nos da muy mala fama. Desgraciadamente, los presidentes no resisten la tentación de jugar a los agentes secretos, y eso alienta a la facción de locos.

– ¿Y por qué no les das la espalda de una vez y te unes a la raza humana?

– Mira, Norteamérica está llena de gente que cree que, aparte del nuestro, hay otros países que tienen el derecho de ser urbes, pero pertenecen al tipo de gente que les da la espalda. En consecuencia, la Agencia emplea a demasiados psicópatas y a muy pocos ciudadanos decentes y compasivos. Después, cuando por un capricho del presidente, la Agencia provoca el derrocamiento de un gobierno extranjero, todos se preguntan cómo es posible que eso suceda. Y la respuesta es que sucede porque ellos lo permiten. Mi país es una democracia, así que cuando las cosas no están bien, no puedo culpar a nadie más que a mí mismo, y si hay que poner las cosas en su lugar lo tengo que hacer yo porque es mi responsabilidad.

Jane no estaba convencida.

– ¿Dirías que la manera de reformar a la K G B es unirte a ellos?

– No, porque en última instancia la K G B no está controlada por el pueblo. En cambio la Agencia, sí.

– No es tan simple controlarla -contestó Jane-. La CÍA le miente al pueblo. Es imposible controlarlos si uno no tiene manera de saber lo que están haciendo.

– Pero en definitiva se trata de nuestra Agencia de Inteligencia y de nuestra responsabilidad.

– Podrías trabajar para abolirla, en lugar de unirte a ella.

– Pero lo cierto es que necesitamos una agencia central de inteligencia. Vivimos en un mundo hostil y necesitamos información acerca de nuestros enemigos.

Jane suspiró.

– Pero mira adonde nos lleva -contestó-. Estás planeando enviar más y mejores armamentos a Masud para que él pueda matar mayor cantidad de gente y con más rapidez. Y eso es lo que siempre termináis haciendo.

– No es para que pueda matar más gente y con mayor rapidez protestó Ellis-. Los afganos luchan por su libertad, están luchando contra un puñado de asesinos.

– Están luchando todos por su libertad -interrumpió Jane-. La O.L.P., los exiliados cubanos, el Ira, los blancos sudafricanos y el Ejército Libre de Gales.

– Algunos tienen razón y otros no. -¿Y la CÍA conoce la diferencia? -Debería conocerla.

– Pero la desconoce. ¿Por la libertad de quién lucha Masud? -Por la libertad de todos los afganos. -¡Eso no es más que basura! -exclamó Jane con furia-. Masud es un musulmán fundamentalista, y si alguna vez llega al poder, lo primero que hará será caer sobre las mujeres. jamás les permitirá votar, les quiere quitar los pocos derechos que ya tienen. ¿Y cómo crees que tratará a sus oponentes, dado que su héroe político es el ayatolah Jomeini? ¿Los científicos y los profesores gozarán de libertad académica? ¿Los homosexuales, los hombres y mujeres, gozarán de libertad sexual? ¿Qué sucederá con los hindúes, con los budistas, con la confraternidad de Plymouth?

– ¿En serio crees que el régimen de Masud sería peor que el de los rusos? -preguntó Ellis.

Jane lo pensó durante algunos instantes.

– No sé. Lo único cierto es que el régimen de Masud sería una tiranía afgana, en lugar de ser una tiranía rusa. Y creo que no vale la pena matar gente para intercambiar un dictador extranjero por uno local.

– Sin embargo, por lo visto los afganos piensan que sí vale la pena.

– A la mayoría jamás se les ha preguntado.

– Sin embargo, creo que es obvio. De todas maneras, normalmente no me dedico a este tipo de trabajos. Por lo general me encuentro mejor dentro del tipo detectivesco.

Había algo que desde hacía un año despertaba la curiosidad de Jane.

– ¿Cuál fue exactamente tu misión en París?

– ¿Cuando espié a tus amigos? -Ellis esbozó una leve sonrisa-.

¿No te lo dijo Jean-Pierre?

– Confesó que en realidad no lo sabía.

– Tal vez lo ignorara. Yo trataba de apresar terroristas.

– ¿Entre nuestros amigos? -Allí por lo general es donde se los encuentra: entre los disidentes, los marginados y los criminales.

– ¿Rahmi Coskun era terrorista?

Jean-Pierre afirmaba que Rahmi fue arrestado por culpa de Ellis.

– Sí. Fue el responsable de la bomba colocada en las Aerolíneas Turcas de la avenida Félix Faure.

– ¿Rahmi? ¿Y cómo lo sabes?

– Porque él me lo dijo. Y cuando lo hice arrestar, planeaba colocar otra bomba.

– ¿Y también te lo dijo?

– Me pidió que lo ayudara a fabricarla. -¡Dios mío!

El apuesto Rahmi con sus ojos rasgados y su odio apasionado contra el gobierno de su desgraciado país.

Pero Ellis aún no había terminado. -¿Recuerdas a Pepe Gozzi? Jane frunció el entrecejo.

– ¿Te refieres a ese corso extraño que tenía un Rolls-Royce? -Sí. El abastecía de armas Y explosivos a todos los locos de París. Se las vendía a todos los que estuvieran en condiciones de pagar el precio que pedía, pero se especializaba en clientes políticos Jane no salía de su asombro. Suponía que Pepe no era trigo limpio, Simplemente por el hecho de ser rico y corso, pero en el peor de los casos consideraba que estaría involucrado en algún asunto turbio común, como el contrabando o el tráfico de drogas. ¡Y pensar que se dedicaba a vender armas a asesinos! Jane empezaba a sentir que había vivido en un sueño, mientras la intriga y la violencia eran el mundo real que la rodeaba por completo. ¿Sería tan cándida¿, se preguntó.

Ellis continuó explicándole:

– También apresé a un ruso que había financiado asesinatos y secuestros. Después interrogaron a Pepe y él desenmascaró al cincuenta por ciento de los terroristas europeos.

– ¿Y a eso te dedicabas durante toda la época en que fuimos amantes? -dijo Jane, con aire soñador. Recordó las fiestas, los conciertos de rock, las manifestaciones, las discusiones políticas en los Cafés, las incontables botellas de vino rouge ordinaire que bebían en los estudios de los áticos. Desde la ruptura de ambos, ella supuso vagamente que él se dedicaba a escribir pequeños informes sobre la juventud radicalizada, explicando quiénes tenían influencias, quiénes eran extremistas, quiénes contaban con dinero, quiénes con mayor ascendiente entre los estudiantes, quién mantenía conexiones con el Partido Comunista y así sucesivamente. Y ahora le resultaba difícil concebir que Ellis hubiera estado persiguiendo a verdaderos criminales y que realmente hubiera descubierto a algunos entre sus amigos.

– ¡Me parece increíble! -exclamó, estupefacta.

– Si quieres saber la verdad, fue un gran triunfo.

– Probablemente no deberías estar contándomelo.

– Es cierto. Pero he lamentado muchísimo haberte mentido en el pasado, para decirlo sin exagerar.

Jane se sintió incómoda y no supo qué contestar. Pasó a Chantal a su pecho izquierdo y entonces, al ver la mirada de Ellis, se cubrió el derecho con la blusa. La conversación se estaba poniendo incómodamente personal, pero ella tenía una intensa curiosidad por saber más. Ahora comprendía cómo se justificaba Ellis -aunque ella no estuviera de acuerdo con él-, pero todavía le quedaban dudas acerca de sus motivaciones. Si no lo averiguo ahora -pensó-, es posible que jamás se me presente otra oportunidad.

– No comprendo lo que hace a un hombre pasarse la vida haciendo ese tipo de trabajo -dijo.

El miró para otro lado.

– Las hago bien, me parece que valen la pena y la paga es extraordinariamente buena.

– Y supongo que te gustaba el plan de jubilación y el menú de la cantina. Está bien, no tienes ninguna necesidad de darme explicaciones si no lo deseas.

El le dirigió una mirada dura, como si estuviera tratando de leerle el pensamiento.

– Estoy deseando explicártelo -confesó-. ¿Estás segura de querer oírlo?

– Sí. Por favor.

– Tiene que ver con la guerra -empezó, y de repente Jane se dio cuenta de que estaba por decirle algo que jamás le había confiado a nadie-. Una de las cosas terribles que tenía el hecho de volar en Vietnam, era lo difícil que resultaba distinguir a los vietcong de los civiles. Cada vez que, por ejemplo, proporcionábamos apoyo aéreo a las tropas de tierra, o mirábamos un sendero de la jungla, o declarábamos que una zona era de fuego libre (libre para el fuego), sabíamos que mataríamos más mujeres, niños y ancianos que guerrilleros. Acostumbrábamos a decir que habían estado protegiendo y amparando al enemigo, pero ¿quién sabe? ¿Y a quién le importaba? Los matábamos. En ese caso, los terroristas éramos nosotros. Y no hablo de casos aislados, aún lo peor. Hicimos todas esas cosas terribles en aras de una causa que terminó no siendo más que un cúmulo de mentiras, de corrupción y de autoengaño. Estábamos en el bando equivocado.

¿Y sabes? No había ninguna justificación; eso fue que también vi cometer atrocidades, me refiero a nuestras tácticas regulares y diarias.

– Tenía el rostro tenso y contraído, como si padeciera de algún dolor interno y persistente. A la luz inestable de la lámpara su piel se veía sombreada y cetrina-. Como verás, no hay excusa ni perdón.

Con suavidad, Jane lo alentó para que siguiera hablando. -¿Entonces por qué te quedaste? -preguntó-. ¿Por qué te ofreciste como voluntario para un segundo período?

– Porque en ese momento no veía las cosas con tanta claridad; porque estaba luchando por mi país y uno no puede darle la espalda a una guerra; porque era un buen oficial y si hubiese vuelto a casa mi lugar podría haber sido ocupado por algún botarate y mis hombres habrían muerto; y como, por supuesto, ninguna de esas razones era lo suficientemente buena, en algún momento me pregunté ¿Qué vas a hacer al respecto? Quería, en ese momento no lo sabía, pero quería hacer algo para redimirme. En la década de los sesenta se habría dicho que padecía un complejo de culpabilidad.

– Sí, pero -Ellis parecía tan inseguro y vulnerable que a ella le resultaba difícil hacerle preguntas directas, pero él necesitaba hablar y a ella le interesaba escucharlo, así que insistió-: Pero ¿por qué esto?

– Hacia el final de la guerra yo estaba en inteligencia, y me ofrecieron continuar en la misma línea de trabajo, pero dentro del mundo de los civiles. Me aseguraron que sería capaz de desenvolverme como espía porque tenía experiencia en ese medio. Verás, ellos conocían mi pasado radical. Y yo creí que capturando terroristas tal vez podría paliar algo del mal que había hecho. Así que me convertí en un experto antiterrorista. Cuando lo digo suena demasiado simple, pero te aseguro que he tenido éxito. La Agencia no me tiene simpatía porque a veces me niego a aceptar una misión, como la vez que mataron al presidente de Chile, y los agentes no deben negarse a cumplir las misiones que se les encomiendan; pero he sido responsable del encarcelamiento de gente muy peligrosa y me enorgullece.

Chantal se había quedado dormida. Jane la acostó en la caja que hacía las veces de cuna.

– Supongo que debería decirte que, que por lo visto te juzgué mal.

El sonrió.

– ¡Gracias a Dios por haber oído eso!

Durante algunos instantes a Jane la sobrecogió la nostalgia al recordar la época -¿fue sólo un año y medio antes¿- en que ambos eran felices y no había sucedido nada de eso: no existía la CÍA, ni Jean-Pierre, ni Afganistán.

– Sin embargo, es imposible borrarlo, ¿verdad? -preguntó-. Me refiero a todo lo que ha sucedido, tus mentiras, mi enojo.

– No. -Estaba sentado en un taburete mirándola y estudiándola con el alma en la mirada. De repente le tendió los brazos, vaciló y después apoyó las manos en las caderas de Jane, en un gesto que pudo haber sido de cariño fraternal, o de algo más. Entonces Chantal murmuró: Mmumumumurnmm. Jane se volvió para mirarla y Ellis dejó caer las manos. Chantal estaba completamente despierta y movía los bracitos y las piernas en el aire. Jane la levantó y la chiquilla eructó de inmediato.

Jane se volvió hacia Ellis. El con los brazos cruzados, la observaba sonriendo. De repente ella no quiso que él se fuera. Siguiendo un impulso le hizo una invitación.

– ¿Por qué no te quedas a comer conmigo? Pero te advierto que no hay más que pan y cuajada.

– Me parece perfecto.

Ella le tendió a Chantal.

– Iré a decírselo a Fara.

Ellis tomó a la pequeña en brazos y ella se dirigió al patio. Fara calentaba agua para el baño de Chantal. Jane probó la temperatura con el codo y la encontró ideal.

– Prepara pan para dos, por favor -le pidió en dar¡.

Fara abrió los ojos, sorprendida, y Jane se dio cuenta de que era un escándalo que una mujer sola invitara a un hombre a comer. ¡Al diablo con todo, pensó. Levantó la olla de agua caliente y la llevó a la casa.

Ellis estaba sentado en el almohadón grande, debajo de la lámpara de aceite, balanceando a Chantal sobre su rodilla mientras le recitaba un poema infantil en voz baja. Sus grandes manos velludas rodeaban el cuerpecito rosado de la chiquilla. Ella lo miraba, gorjeando feliz y dando pataditas con sus piececitos regordetes. Jane se detuvo en la puerta, transfigurada por la escena y, sin querer, pensó: Ellis debió haber sido el padre de Chantal.

¿Es cierto eso? -se preguntó al mirarlos-. ¿Realmente lo hubiera yo deseado? En ese momento Ellis terminó de recitar el poema, la miró y sonrió con algo de timidez, y ella pensó: Sí, me habría gustado que fuera el padre de Chantal.

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