Partieron antes del amanecer y caminaron montaña arriba todo el día. Ellis y Jane se turnaban para llevar a Chantal, mientras Mohammed conducía a Maggie de la brida. A mediodía hicieron un alto en el pueblo de chozas de barro de Aryu y compraron pan a un viejo lleno de sospechas que tenía un perro mordedor. El pueblo de Aryu fue para ellos el límite con la civilización: durante kilómetros sólo vieron el río sembrado de piedras y a ambos lados las grandes montañas desnudas de tono marfileño hasta que a última hora de la tarde llegaron a ese lugar.
Jane volvió a sentarse. Chantal estaba acostada a su lado, respirando tranquila e irradiando calor como si fuera una bolsa de agua caliente. Ella estaba acostada en su propio saco de dormir. Podía haber unido las cremalleras de las dos para formar una sola, pero Jane tuvo miedo de que Ellis aplastara a Chantal durante la noche, así que durmieron separados y se contentaron con estar cerca uno del otro y con estirar la mano de vez en cuando para tocarse.
Mohammed dormía en el cuarto contiguo.
Jane se levantó con cuidado, tratando de no despertar a Chantal. Al ponerse la blusa y los pantalones sintió punzadas de dolor en las piernas: estaba acostumbrada a caminar, pero no todo el día, y tampoco a trepar sin respiro, sobre un terreno tan abrupto.
Se puso las botas y salió sin atarse los cordones. Parpadeó para defenderse de la luminosidad fría y resplandeciente de las montañas. Estaban en una pradera situada en una meseta, una vasta planicie verde cruzada por un arroyo serpenteante. A uno de los lados de la pradera la montaña se alzaba abruptamente y a su abrigo, al pie del risco, había unas cuantas casas de piedra y algunos rediles. Las casas se encontraban desiertas y el ganado ya no estaba: era un pasto de verano y el ganado había partido a sus refugios de invierno. En el Valle de los Cinco Leones todavía era verano, pero a esas alturas, el otoño llegaba en setiembre.
Jane caminó hasta el arroyo. Estaba lo suficientemente lejos de las casas de piedra como para poder quitarse la ropa sin temor de ofender a Mohammed. Corrió hacia el arroyo y se metió rápidamente en el agua. Estaba espantosamente fría. Salió en seguida con los dientes castañeteando incontroladamente.
– ¡Al diablo con esto! -exclamó en voz alta.
Resolvió permanecer sucia hasta llegar a la civilización.
Volvió a ponerse la ropa -tenía una sola toalla y ésa estaba reservada para Chantal- y corrió de regreso a la casa, recogiendo algunos palos por el camino. Echó los palos sobre el rescoldo de la noche anterior y sopló las brasas hasta reavivar las llamas. Colocó muy cerca de la lumbre las manos congeladas hasta que sintió que volvía a la normalidad.
Puso una cacerola de agua sobre el fuego para lavar a Chantal. Mientras esperaba que se calentara, los demás, uno a uno, se fueron despertando: primero Mohammed, que salió a lavarse; después Ellis, quien se quejó de que le dolía todo el cuerpo; y por fin Chantal, que exigió que la alimentaran y fue satisfecha.
Jane se sentía extrañamente eufórica. Lo lógico hubiera sido que 91
estuviese ansiosa porque se internaba con su hijita de dos meses en uno de los lugares más salvajes del mundo; pero de alguna manera esa ansiedad desaparecía frente a la felicidad que la embargaba. ¿Por qué me sentiré tan feliz¿, se preguntó. Y su subconsciente le dictó la respuesta: porque estoy con Ellis.
Chantal también parecía contenta, como si mamara felicidad junto con la leche de su madre. La noche anterior les había resultado imposible comprar comida, porque los pastores y sus rebaños habían partido y no quedaba nadie por allí que pudiera venderles nada. Sin embargo, tenían un poco de arroz y de sal que hirvieron, no sin dificultad, porque a esas alturas el agua tardaba una eternidad en hervir.
Y ahora, Para el desayuno, les quedaban restos de arroz frío. Eso fue algo que deprimió un poco a Jane.
Comió mientras amamantaba a Chantal, después la lavó y la cambió. El pañal suplementario, que había lavado el día anterior en el arroyo, se había secado junto al fuego durante la noche. Jane se lo puso a su hijita y llevó el sucio al arroyo. Lo ataría al equipaje con la esperanza de que el viento y el calor que irradiaba el cuerpo de la yegua lo secaran. ¿Qué diría su madre si supiera que su nieta usaba todo el día el mismo pañal? Se horrorizaría. Pero, ¿eso qué importaba?
Ellis y Mohammed cargaron a la yegua y la colocaron de cara a la dirección indicada. Ese día sería más duro que el anterior. Tenían que cruzar la cadena montañosa que durante siglos había mantenido a Nuristán bastante aislado del mundo. Subirían hasta el paso de Aryu, a cuatro mil doscientos metros de altura. Durante gran parte del trayecto tendrían que luchar contra la nieve y el hielo. Esperaban poder llegar hasta el pueblo Muristaní de Linar que quedaba a sólo quince kilómetros en línea recta y a vuelo de pájaro, pero se podrían dar por satisfechos si llegaban allí a última hora de la tarde.
Cuando partieron, había un sol radiante, pero soplaba un aire frío. Jane se puso medias de lana, guantes y un suéter engrasado debajo de la chaqueta de piel. Llevaba a Chantal en el cabestrillo, colocada entre el suéter y la chaqueta. Dejó sin abrochar los botones superiores para que le entrara aire.
Abandonaron la pradera y remontaron el cauce del río Aryu y de inmediato el paisaje se volvió nuevamente duro y hostil. Los helados riscos aparecían desnudos de toda vegetación. En una ocasión Jane divisó, a la distancia, las tiendas de un grupo de nómadas sobre la ladera de la montaña y no supo si alegrarse de encontrar otros seres humanos por las cercanía o si temerles. El único otro ser viviente que vio fue un buitre que planeaba en el aire gélido.
No había ningún sendero a la vista. Jane se alegró inmensamente de tener a Mohammed con ellos. Al principio él siguió el cauce del río, pero cuando se hizo más estrecho y desapareció, siguió adelante con total confianza. Jane le preguntó cómo reconocía el camino y Mohammed le explicó que de vez en cuando el sendero estaba marcado por un montón de piedras. Ella no las había notado hasta que él se las señaló.
Pronto vieron una pequeña capa de nieve sobre el suelo y Jane sintió frío en los pies a pesar de las botas y de las medias de lana.
Por increíble que fuese, Chantal durmió casi todo el tiempo. Cada dos horas se detenían unos minutos para descansar y Jane aprovechaba para amamantarla haciendo gestos de dolor al exponer sus tiernos pechos al aire congelado. Le comentó a Ellis que opinaba que Chantal se estaba portando notablemente bien.
– ¡Increíblemente bien! -exclamó él.
A mediodía, y ya con el paso de Aryu a la vista, se detuvieron para tomarse un merecido descanso de media hora. Jane estaba ya agotada y le dolía terriblemente la espalda. También tenía un hambre espantosa y devoró la torta de moras y nueces que constituía el almuerzo de ese día.
El camino hacia el paso era terriblemente atemorizante. Al observar esa subida a pico, Jane se amilanó. Creo que me quedaré aquí sentada un ratito más, pensó; pero hacía mucho frío y empezó a temblar. Ellis lo notó y se puso en pie.
– Sigamos antes de quedar aquí congelados -propuso con voz animosa, y Jane pensó: ojalá no fueses tan malditamente optimista.
Consiguió levantarse gracias a un esfuerzo de voluntad.
– Deja que yo lleve a Chantal -pidió Ellis.
Jane, agradecida, le entregó la pequeña. Mohammed abría la marcha tirando de las riendas de Maggie. A pesar del cansancio, Jane se obligó a seguirlos. Ellis iba a la retaguardia.
La cuesta era muy inclinada y el terreno estaba resbaladizo por la nieve. Después de algunos minutos de marcha, Jane se sintió más fatigada que antes de detenerse a descansar. Mientras avanzaba tropezando, jadeando y dolorida, recordó haberle dicho a Ellis: Supongo que tengo más posibilidades de salir de aquí contigo que huir sola de Siberia. Tal vez las dos cosas eran imposibles -pensó en ese momento-. Nunca imaginé que esto iba a ser así. Pero en seguida se retractó. Por supuesto que lo sabías, -se dijo para sus adentros-, y te consta que el camino empeorará en lugar de mejorar. ¡Deja de compadecerte, criatura patética! En ese momento resbaló sobre una roca helada y cayó de costado. Ellis, que caminaba justo detrás de ella, la sostuvo del brazo y la ayudó a enderezarse. Jane se dio cuenta de que él la observaba cuidadosamente y se sintió invadida por una oleada de ternura. Ellis la quería de una manera que Jean-Pierre jamás la quiso. Jean-Pierre hubiese seguido caminando adelante, partiendo de la base de que sí ella necesitaba ayuda, la pediría. Y si ella se hubiera quejado por esa actitud le habría preguntado si quería o no ser tratada de igual a igual.
Ya casi habían llegado a la cumbre. Jane se inclinó hacia delante para trepar los últimos metros pensando: un poquito más, sólo un poquito más. Se sentía mareada. Frente a ella, Maggie patinó sobre las rocas sueltas y después recorrió al trote los últimos metros, obligando a Mohammed a correr a su lado. Jane la siguió, contando los pasos.
Por fin llegó a terreno llano. Se detuvo. La cabeza le daba vueltas. Ellis la rodeó con un brazo y ella cerró los ojos y se apoyó contra él.
– De ahora en adelante, durante todo el día el camino será descendente -la animó.
Ella abrió los ojos. jamás había imaginado un paisaje tan cruel: nada más que nieve, viento, montañas y soledad, indefinidamente.
– ¡Qué lugar tan olvidado de la mano de Dios es éste! -comentó.
Se quedaron contemplando el panorama durante un minuto.
– Tenemos que seguir adelante -dijo Ellis.
Prosiguieron la marcha. La bajada era aún más inclinada. Mohammed, que durante todo el ascenso había tenido que tirar de las riendas de Maggie, ahora se colgó de la cola de la yegua para actuar como freno e impedir que resbalara y cayera descontroladamente por la cuesta. Los mojones de piedra eran difíciles de descubrir por la nieve que los cubría, pero Mohammed no vacilaba con respecto al camino a seguir. Jane pensó que tendría que ofrecerse a llevar a Chantal para darle un respiro a Ellis, pero sabía que no le sería posible hacerlo.
A medida que iban bajando, la nieve era cada vez menos espesa, hasta que por fin desapareció y el sendero quedó a la vista. Jane oía constantemente un extraño sonido sibilante, y en un momento encontró la energía necesaria para preguntarle a Mohammed qué era. El le contestó con una palabra en dar! que ella desconocía. A su vez, él no conocía el equivalente en francés. Por fin señaló algo y Jane percibió un animalito parecido a una ardilla que huía por el sendero: una marmota. Después vio varias más y se preguntó de qué se alimentarían a esas alturas.
Pronto se encontraron caminando junto a otro arroyo, ahora aguas abajo, y las interminables rocas grises y blancas dieron paso a una hierba reseca y a algunos arbustos rastreros que crecían cerca del cauce del arroyo; pero el viento todavía azotaba el lugar y penetraba a través de la ropa de Jane como una aguja de hielo.
Así como la subida había ido poniéndose cada vez peor, la bajada fue cada vez más fácil: el sendero más suave, el aire más tibio y el paisaje más amistoso. Jane continuaba extenuada, pero ya no se sentía oprimida y con el ánimo decaído. Después de unos tres kilómetros de marcha, llegaron al primer pueblo de Nuristán. Los hombres usaban gruesos suéteres sin mangas con llamativos dibujos blancos y negros, y hablaban un lenguaje autóctono que Mohammed apenas entendía. A pesar de todo, consiguió comprar pan con parte del dinero afgano que tenía Ellis.
Jane se sintió tentada a rogarle a Ellis que se detuvieran allí a pasar la noche, porque tenía un cansancio atroz, pero todavía les quedaban varias horas de luz y habían decidido llegar a Linar antes de la noche, así que se mordió la lengua y se obligó a seguir caminando.
Para su inmenso alivio, los seis o siete kilómetros siguientes fueron más fáciles y llegaron a destino antes de la caída de la noche. Jane se desmoronó en tierra, debajo de una enorme morera, y simplemente se quedó quieta durante un rato. Mohammed encendió una fogata y empezó a preparar té.
De alguna manera Mohammed se las arregló para comunicar a los pobladores que Jane era una enfermera occidental y más tarde, mientras ella alimentaba y cambiaba a Chantal, un pequeño grupo de parientes se reunió a respetuosa distancia. Jane hizo acopio de las energías que le quedaban y los examinó. Encontró las habituales heridas infectadas, par sitos intestinales y problemas bronquiales, pero allí había menos niños mal alimentados que en el Valle de los Cinco Leones, presumiblemente porque la guerra no había afectado demasiado a ese lugar tan remoto.
Como resultado del improvisado consultorio, Mohammed consiguió un pollo que cocinó en la sartén. Jane hubiese preferido dormir, pero se obligó a esperar que estuviese lista la comida, que devoró una vez preparada. El pollo era duro e insulso, pero ella no recordaba haber tenido jamás tanta hambre.
A Ellis y a Jane les cedieron un cuarto en una de las casas del pueblo. Había un colchón para ellos y una tosca cuna de madera para Chantal. Unieron los sacos de dormir e hicieron el amor con una ternura plena de cansancio. Jane disfrutó casi tanto del calor y del hecho de estar acostada como del sexo. Después, Ellis se quedó dormido. Jane permaneció despierta durante unos minutos. En ese momento en que se sentía relajada, los músculos parecían dolerle más. Pensó en lo que sería acostarse en la cama verdadera de un dormitorio cualquiera, con las luces de la calle filtrándose a través de las cortinas de las ventanas y oír fuera puertas de coches que se cerraban, y tener un baño con inodoro y agua corriente, y un grifo de agua caliente, y que en la esquina hubiera una farmacia donde se pudiera comprar algodón, pañales desechables y champú infantil. Hemos logrado escapar de los rusos -pensó mientras se quedaba dormida-, tal vez consigamos llegar a casa. Tal vez lo logremos.
Jane despertó al mismo tiempo que Ellis, presintiendo la súbita tensión de su amante. El permaneció rígido a su lado durante un instante, sin respirar, escuchando el ladrido de dos perros. Después se levantó de la cama de un salto.
La habitación estaba oscura como boca de lobo. Jane oyó el sonido de un fósforo que se encendía y en seguida vio titilar la llama de una vela en un rincón. Miró a Chantal: la pequeña dormía pacíficamente.
– ¿Qué pasa? -le preguntó a Ellis. -No sé -susurró el.
Se puso los vaqueros, las botas y la chaqueta y salió.
Jane se cubrió con algo de ropa y lo siguió. En la habitación vecina la luz de la luna que entraba por la puerta les reveló la presencia de cuatro niños acostados en hilera, todos mirando con los ojos muy abiertos por el borde de la manta compartida. Sus padres dormían en otra habitación. Ellis estaba en el umbral de la puerta, mirando hacia afuera.
Jane se detuvo a su lado. A la luz de la luna pudo ver que en lo alto del risco una figura solitaria corría hacia donde ellos se encontraban.
– Los perros lo oyeron -susurró Ellis.
– Pero, ¿quién es? -preguntó Jane.
De repente apareció otra persona al lado de ellos. Jane se sobresaltó, pero en seguida reconoció a Mohammed. En su mano brillaba la hoja de un cuchillo.
La figura se les acercó. A Jane le pareció familiar su manera de caminar. De repente Mohammed lanzó un gruñido y bajó el cuchillo.
– Alí Ghanim -explicó.
En ese momento Jane reconoció el paso inconfundible de Alí, que corría de esa manera a causa de su columna levemente torcida.
– Pero, ¿por qué? -preguntó en un susurro.
Mohammed dio un paso adelante y saludó con la mano. Alí lo vio, contestó el saludo y corrió hacia la choza donde se encontraban. El y Mohammed se confundieron en un abrazo.
Jane esperó impaciente que Alí recuperara el aliento.
– Los rusos os siguen el rastro -pudo decir él por fin.
Jane se sintió desfallecer. Creía que habían escapado. ¿Qué habría salido mal?
Alí respiró con fuerza durante algunos instantes y después siguió hablando.
– Masud me ha enviado a advertiros. El día que os fuisteis revisaron todo el valle buscándoos, con cientos de helicópteros y millares de hombres. Y en vista de que no pudieron encontraros, hoy enviaron grupos de soldados para que revisaran todos los valles que conducen a Nuristán.
– ¿Qué está diciendo? -interrumpió Ellis.
Jane levantó una mano para que Alí no siguiera hablando mientras ella le traducía a Ellis, a quien le resultaba imposible entender las palabras rápidas y entrecortadas por los jadeos de Alí.
– ¿Y cómo supieron que nos dirigíamos a Nuristán? -preguntó Ellis-. Podríamos haber decidido escondernos en cualquier parte de ese maldito país.
Jane se lo preguntó a Alí. El lo ignoraba.
– ¿Nos busca alguna patrulla en este valle? -preguntó Jane. -Sí, los alcancé justo antes de llegar al paso de Aryu. Es posible que hayan llegado al último pueblo al caer la noche.
– ¡Ah, no! -exclamó Jane, con desesperación. Le tradujo a Ellis-. ¿Cómo es posible que se muevan con más rapidez que nosotros? -Ellis se encogió de hombros y ella misma se encargó de contestar su propia pregunta-. Porque no los demoran ni una mujer ni un bebé. ¡Oh, mierda!
– Si se ponen en marcha en cuanto amanezca, mañana nos alcanzarán -calculó Ellis.
– ¿Y qué podemos hacer?
– Salir ahora mismo.
Jane sintió el cansancio que tenía en todos los huesos del cuerpo y la embargó una sensación de resentimiento irracional hacia Ellis.
– ¿No nos podemos ocultar en alguna parte? -preguntó, irritada.
– ¿Dónde? -preguntó Ellis-. Aquí hay un solo sendero. Los rusos tienen bastantes hombres como para revisar todas las casas, que no son demasiadas. Además, los pobladores de este lugar no necesariamente tienen que estar de nuestro lado. No me sorprendería nada que les dijeran a los rusos dónde nos ocultamos. No, la única esperanza que nos queda es seguir adelantándonos a nuestros perseguidores.
Jane miró su reloj. Eran las dos de la madrugada. Se sintió decidida a entregarse.
– Yo cargaré la yegua -decidió Ellis-. Tú alimenta a Chantal. Tú, ¿podrías preparar un poco de té? -le preguntó a Mohammed en dar¡-. Y ofrécele algo de comer a Alí.
Jane volvió a entrar en la casa, terminó de vestirse y amamantó a Chantal. Mientras lo hacía, Ellis le trajo una taza de té verde. Ella lo bebió agradecida.
Mientras Chantal se alimentaba, Jane se preguntó hasta qué punto sería responsable Jean-Pierre de esa búsqueda implacable de Ellis y de ella. Sabía que había estado involucrado y que había ayudado en la incursión en Banda porque lo había visto. Cuando registraron el Valle de los Cinco Leones, sus conocimientos del lugar debían de haberles resultado incalculablemente valiosos a los rusos. Tenía que estar enterado de que estaban dando caza a su mujer y a su hijita como una jauría de perros tras unas ratas. ¿Cómo era posible que los ayudara? El amor que le profesaba debió de haberse convertido en odio, gracias a sus resentimientos y a sus celos.
Chantal ya había comido bastante. Qué agradable debe de ser, -pensó Jane- no saber nada de pasiones, celos o traiciones, y sólo sentir el calor, el frío, el hambre o la saciedad.
– Disfrútalo mientras puedas, chiquilla -dijo en voz alta.
Se abotonó apresuradamente la blusa y se puso el grueso suéter engrasado. Se colocó el cabestrillo alrededor del cuello e instaló cómodamente en él a Chantal; después se puso la chaqueta y salió.
Ellis y Mohammed estudiaban el mapa a la luz de una lámpara. Ellis le mostró a Jane la ruta que pensaban seguir.
– Marcharemos por el curso del Linar hasta su desembocadura en el río Nuristán, después volveremos a trepar la montaña siguiendo el sendero Nuristán Norte. Entonces tomaremos por uno de estos valles laterales. Mohammed no sabrá por cuál de ellos hasta que lleguemos, y nos encaminaremos al paso de Kantiwar. A mí me gustaría salir del valle de Nuristán hoy mismo, porque eso hará más difícil la búsqueda a los rusos, debido a que no podrán saber con seguridad qué valle lateral hemos tomado.
– ¿A qué distancia queda? -preguntó Jane.
– Sólo a veintidós kilómetros, pero por supuesto que depende del terreno que la caminata sea fácil o difícil.
Jane asintió.
– ¡Salgamos ya! -exclamó.
Se sintió orgullosa de sí misma al percibir que el tono de su voz reflejaba mucha más confianza de la que en realidad sentía.
Iniciaron la marcha a la luz de la luna. Mohammed caminaba a paso rápido y castigaba despiadadamente a la yegua con una correa de cuero cuando el animal se quedaba atrás. Jane tenía un poco de dolor de cabeza y una sensación de vacío y de náuseas en la boca del estómago. Sin embargo, no tenía sueño, sino que más bien estaba nerviosamente tensa y con todos los huesos doloridos.
De noche el sendero le pareció aterrorizante. Algunas veces caminaban por la hierba poco tupida que crecía junto al río y allí no había problemas; pero de repente el sendero trepaba por la ladera de la montaña y continuaba sobre el borde mismo del risco a cientos de metros de altura, donde el suelo estaba cubierto de nieve, y Jane se aterrorizaba al pensar que podía resbalar y caer, matándose con su hijita en brazos.