– En Nuristán se hablan muchos dialectos. Simularé que procedo de una zona donde el dialecto es distinto. De todos modos, los rusos no hablan ninguno de esos idiomas, así que tampoco se enterarán.
– ¿Y qué harás con tu arma?
Mohammed lo pensó durante unos instantes. -¿Me darías tu bolsa?
– Es demasiado pequeña.
– Mi Kalashnikov tiene la culata plegable.
– Por supuesto que puedes tomar la bolsa -dijo Ellis.
Jane se preguntó si no despertaría sospechas, pero decidió que no. Las bolsas de los afganos eran tan extrañas y variadas como sus ropas. Pero de todos modos, tarde o temprano, Mohammed despertaría sin duda sospechas.
– ¿Qué sucederá cuando finalmente se den cuenta de que los has guiado por un rumbo equivocado?
– Antes de que eso suceda, me escaparé en medio de la noche, dejándolos en algún lugar ignoto.
– Es terriblemente peligroso dijo Jane.
Mohammed trató de adoptar una actitud de heroica despreocupación. Lo mismo que la mayoría de los guerrilleros, era genuinamente valiente, pero también ridículamente vanidoso.
– Si calculas mal el tiempo y sospechan de ti antes de que decidas abandonarlos, te torturarán para averiguar qué camino tomamos.
– Jamás se apoderarán de mí con vida -aseguró Mohammed. Jane le creyó.
– Pero nosotros nos quedaremos sin guía -objetó Ellis.
– Yo os encontraré otro. -Mohammed se volvió hacia Halam con quien inició una rápida conversación en múltiples idiomas. Jane sacó en conclusión que Mohammed se proponía contratar a Halam como guía. A ella el muchacho no le gustaba -era demasiado buen vendedor para resultar enteramente confiable-, pero obviamente se trataba de un viajante, de manera que la elección era natural. La mayoría de los pobladores locales posiblemente nunca se habrían aventurado a alejarse de los límites de su propio valle.
– Dice que conoce el camino -explicó Mohammed, ahora en francés. Al oír las palabras dice que Jane sintió una punzada de ansiedad-. Os llevará hasta Kantiwar y allí encontrará otro guía para que os conduzca hasta el próximo paso, y seguirán procediendo así hasta llegar a Pakistán. Os cobrará cinco mil afganíes.
– Me parece bastante justo, pero ¿cuántos guías más tendremos que contratar a ese precio hasta llegar a Chitral?
– Cinco o seis, tal vez -contestó Mohammed.
Ellis movió la cabeza.
– No tenemos treinta mil afganíes. Y además, será necesario comprar comida.
– Tendréis que obtener la comida atendiendo enfermos -explicó Mohammed-. Y una vez que lleguéis a Pakistán, el camino es más fácil. Tal vez en los últimos tramos ni siquiera necesitéis guías.
Ellis se mostraba dubitativo.
– ¿Qué piensas? -le preguntó a Jane.
– Te queda otra alternativa -contestó ella-. Puedes continuar sin mí.
– ¡No! -exclamó él-. Esa no es una alternativa. Seguiremos juntos.
Capítulo 18
Durante el transcurso del primer día las patrullas rusas no encontraron rastros de Ellis y Jane.
Jean-Pierre y Anatoly permanecían sentados en unas duras sillas de madera de una oficina sin ventanas en la base aérea de Bagram, donde recibían los informes a medida que iban llegando por radio. Los grupos de búsqueda habían vuelto a salir antes del amanecer. Al principio fueron seis: uno para cada uno de los cinco valles laterales que, desde el de los Cinco Leones, conducían al este, y otro que seguiría el curso del río de los Cinco Leones hacia el norte hasta su nacimiento. Cada grupo incluía por lo menos a un oficial del ejército regular afgano que dominara el idioma dar¡. Los helicópteros que los conducían aterrizaron en seis pueblos distintos del valle, y media hora más tarde las seis partidas informaron que habían logrado encontrar guías locales.
– ¡Eso ha sido rápido! -comentó Jean-Pierre, después de recibir el sexto informe-. ¿Cómo lo habrán logrado?
– Muy simple -contestó Anatoly-. Le piden a alguien que los guíe. Si el individuo se niega, le pegan un tiro. Después se lo piden a otro. No tardan demasiado en encontrar un voluntario.
Una de las patrullas trató de seguir la ruta que le había sido asignada desde el aire, pero el experimento resultó un fracaso. Los senderos ya eran bastante difíciles de seguir en tierra; desde el aire resultaba imposible. Además, ninguno de los guías había volado nunca anteriormente y la nueva experiencia los desorientaba por completo. Así que todas las patrullas iniciaron la marcha a pie, algunas con caballos confiscados para cargar el equipaje.
Jean-Pierre no esperaba recibir más noticias durante el curso de la mañana, porque los fugitivos llevaban un día entero de ventaja. Sin embargo, los soldados sin duda se moverían con mayor rapidez que Jane, sobre todo teniendo en cuenta que ella debía llevar a Chantal…
Cada vez que pensaba en Chantal, Jean-Pierre se sentía culpable. La furia que le provocaba el comportamiento de su mujer no se extendía a su hija, y sin embargo tenía la seguridad de que la pequeña estaba sufriendo: todo el día en movimiento, cruzando pasos que estaban por encima de nieves perpetuas, azotada por vientos gélidos, Como le sucedía a menudo, pensó en lo que ocurriría si Jane muriera y su hija no. Se imaginó a Ellis capturado, solo; el cuerpo de Jane, dos o tres kilómetros más atrás, muerta a causa del frío, mientras que su hija sobrevivía milagrosamente, todavía en brazos de la madre. Volvería a París convertido en una figura trágica y romántica -pensaba Jean-Pierre-, un viudo, veterano de guerra de Afganistán, con una hijita de meses, ¡Cómo me alabarían! Soy perfectamente capaz de criar a una criatura. ¡Qué relación tan intensa estableceríamos a medida que ella fuera creciendo! Por supuesto que tendría que contratar a una niñera, pero me encargaría de que ella no ocupara el lugar de la madre en el afecto de la criatura, No, yo sería para ella padre y madre a la vez.
Cuanto más lo pensaba, más lo enfurecía el hecho de que Jane arriesgara la vida de Chantal. No cabía duda de que ella había perdido sus derechos de madre al arrastrar a su hijita en una aventura semejante. Pensaba que basándose en eso, él podría obtener la custodia legal de la pequeña en cualquier tribunal europeo…
A medida que pasaba la tarde, Anatoly empezó a aburrirse y Jean-Pierre se puso tenso. Ambos estaban irritables. Anatoly mantenía largas conversaciones en ruso con otros oficiales que entraban en la pequeña habitación sin ventanas, y esos diálogos interminables ponían de punta los nervios de Jean-Pierre. Al principio Anatoly traducía todos los informes de las patrullas que les llegaban por radio, pero ahora se conformaba con decir simplemente Nada. Jean-Pierre empezó a marcar las rutas seguidas en una serie de mapas, en los que iba localizando sus paraderos con alfileres de cabezas coloradas, pero hacia el fin de la tarde las patrullas seguían senderos o cauces de ríos secos que no figuraban en los mapas y si en los informes por radio proporcionaban datos de sus respectivos paraderos, Anatoly no se los pasaba.
Al caer la noche las patrullas acamparon sin informar que hubieran encontrado señales de los fugitivos. Tenían instrucciones de interrogar a los habitantes de los pueblos por los que pasaban. Estos afirmaban no haber visto extranjeros, cosa que no era sorprendente porque todavía se encontraban en el Valle de los Cinco Leones y no habían atravesado aún los grandes pasos que conducían a Nuristán. La gente a quien interrogaban era por lo general leal a Masud; para ella, ayudar a los rusos constituía una traición. Al día siguiente, cuando las patrullas entraran en Nuristán, el pueblo se mostraría más dispuesto a cooperar.
A pesar de todo, Jean-Pierre se sentía desanimado cuando él y Anatoly abandonaron la oficina al anochecer y se dirigieron al comedor. Comieron una cena horrible consistente en salchichas enlatadas y puré de patatas desecadas. Después Anatoly, malhumorado, se marchó a beber vodka con algunos colegas mientras dejaba a Jean-Pierre al cuidado de un sargento que sólo hablaba ruso. jugaron una partida de ajedrez pero, para desgracia de Jean-Pierre, el sargento era demasiado bueno y le ganó. Jean-Pierre se retiró temprano y permaneció despierto sobre un duro colchón del ejército imaginando a Jane y a Ellis acostados juntos.
A la mañana siguiente lo despertó Anatoly, con su rostro oriental iluminado por una sonrisa y habiendo perdido todo rastro de la irritación del día anterior, y Jean-Pierre se sintió como un niño desobediente que acababa de ser perdonado, aunque por lo que él sabía, no hubiera hecho nada malo. Desayunaron juntos en la cantina de la base. Anatoly ya se había puesto en contacto con todas las patrullas, que habían levantado el campamento y reiniciado la marcha al amanecer.
– Hoy capturaremos a tu esposa, amigo mío -aseguró Anatoly alegremente, y Jean-Pierre sintió que su optimismo renacía.
En cuanto llegaron a la oficina, Anatoly se volvió a comunicar por radio con las patrullas. Les pidió que describieran lo que veían a su alrededor y Jean-Pierre utilizó los datos de arroyos, lagos, depresiones y alturas del terreno para establecer su situación. Basándose en los kilómetros recorridos por hora de marcha daban la sensación de estarse moviendo con terrible lentitud, pero por supuesto que subían la montaña en terreno difícil, e idénticos factores retrasarían a Ellis y a Jane.
Cada patrulla poseía un guía y cuando llegaban a un lugar en que el sendero se bifurcaba y ambas posibilidades conducían a Nuristán, contrataban un guía adicional en el pueblo más cercano y se dividían en dos grupos. A mediodía el mapa de Jean-Pierre estaba lleno de alfileres de cabeza colorada, como si fuese el rostro de un niño con sarampión.
A media tarde sufrieron una inesperada interrupción. Un general con gafas que realizaba una gira por Afganistán, aterrizó en Bagram y decidió averiguar cómo estaba gastando Anatoly el dinero de los contribuyentes. Esto se lo previno el mismo Anatoly a Jean-Pierre, segundos antes de que el general se presentara en la pequeña oficina, seguido por ansiosos oficiales que parecían patitos detrás de la mamá pata.
Jean-Pierre observó fascinado la manera en que Anatoly manejaba al visitante. Se puso en pie de un salto, con aspecto enérgico pero tranquilo, estrechó la mano del general y le ofreció una silla, dio una serie de órdenes a través de la puerta abierta, habló con rapidez pero con deferencia al general durante aproximadamente un minuto, se disculpó y habló por radio, le tradujo a Jean-Pierre la respuesta que llegaba de Nuristán y finalmente presentó en francés a Jean-Pierre y al general.
El general empezó a hacer preguntas que Anatoly iba contestando mientras señalaba los alfileres del mapa de Jean-Pierre. En ese momento, una de las patrullas entró en línea sin solicitar autorización: una voz excitada que se expresaba en ruso, y Anatoly hizo callar al general en mitad de una frase para poder escuchar.
Jean-Pierre se sentó en el borde de su dura silla, deseando que le tradujeran las noticias.
La voz se calló. Anatoly hizo una pregunta y obtuvo una respuesta.
– ¿Qué vieron? -preguntó Jean-Pierre, incapaz de continuar en silencio.
Anatoly lo ignoró durante un instante y habló con el general. Por fin se volvió hacia Jean-Pierre.
– Han encontrado a dos norteamericanos en un pueblo llamado Atati, en el valle de Nuristán.
– ¡Maravilloso! -exclamó Jean-Pierre-. ¡Deben de ser ellos! -Supongo que sí -contestó Anatoly.
Jean-Pierre no comprendía la falta de entusiasmo del ruso. -¡Por supuesto que son ellos! Tus tropas no conocen la diferencia entre los norteamericanos y los ingleses.
– Posiblemente no. Pero dicen que la pareja no tiene ningún bebé.
– ¡Qué no tienen un bebé!
Jean-Pierre frunció el entrecejo. ¿Cómo podía ser? ¿Habría dejado Jane a Chantal en el Valle de los Cinco Leones para que fuera criada por Rabia, Zahara o Fara? Le parecía imposible. ¿Habría escondido a su hijita con alguna familia de ese pueblo, Atati, segundos antes de ser encontrados por la partida rusa? Eso tampoco le parecía probable: el instinto de Jane la llevaría a mantener con ella a su hijita en momentos de peligro.
¿Habría muerto Chantal?
Decidió que posiblemente fuese un error: algún error de comunicación, interferencias atmosféricas en la comunicación por radio o simplemente un oficial poco despierto que había pasado por alto la presencia de una criatura tan pequeña.
– No especulemos -le aconsejó Anatoly-. Será mejor que vayamos a comprobarlo.
– Quiero que tú acompañes a la patrulla que los arreste -dijo Anatoly.
– ¡Por supuesto! -contestó Jean-Pierre. Pero en seguida le sorprendió la frase de Anatoly-. ¿quieres decir que tú no vendrás?
– Correcto.
– ¿Y por qué no?
– Porque soy necesario aquí.
Y miró de soslayo al general.
– Muy bien.
Sin duda existían juegos de poder dentro de la burocracia militar. Anatoly tenía miedo de alejarse de la base mientras el general anduviera dando vueltas por allí, porque podría proporcionarle la oportunidad a algún rival de difamarle a sus espaldas.
Anatoly tomó el teléfono que había sobre el escritorio y dio una serie de órdenes en ruso. Mientras todavía seguía hablando, entró un ordenanza y le hizo señas a Jean-Pierre de que lo siguiera. Anatoly interrumpió su conversación para hablarle,
– Te proporcionarán un abrigo acolchado, En Nuristán ya ha empezado el invierno. A bientôt.
Jean-Pierre salió con el ordenanza. Cruzaron la pista de cemento. Dos helicópteros los esperaban con sus motores en marcha: un Hind equipado con cohetes debajo de las alas y un Hip, de tamaño considerablemente mayor, con una hilera de ventanillas a lo largo del fuselaje. Jean-Pierre se preguntó para qué sería el Hip, pero en seguida comprendió que estaba destinado a llevar de regreso a la partida de búsqueda. justo antes de que llegaran al lugar donde se encontraban los aparatos, los alcanzó un soldado con un abrigo de uniforme ruso que entregó a Jean-Pierre. Este se lo colgó del brazo y subió al Hind.
Despegaron inmediatamente. Jean-Pierre era presa de una especie de fiebre de anticipación. Se instaló en un banco de la cabina de pasajeros junto a media docena de soldados. Tomaron rumbo al nordeste.
Cuando se alejaron de la base aérea, el piloto llamó a Jean-Pierre. El francés se adelantó y permaneció de pie en el escalón para que el piloto pudiera hablarle.
– Yo seré su intérprete -anunció el hombre, en un francés vacilante.
– Gracias. ¿Sabe hacia dónde nos dirigimos?
– Sí, señor; tenemos las coordenadas y puedo comunicarme por radio con el jefe del equipo de búsqueda. -¡Perfecto!
A Jean-Pierre le sorprendía que lo tratara con tanta deferencia. Por lo visto, debido a su asociación con un coronel de la K G B había adquirido un rango honorario.
Mientras regresaba a su asiento se preguntó qué cara pondría Jane cuando lo viera llegar. ¿Se sentiría aliviada? ¿Desafiante? ¿O simplemente extenuada? Ellis estaría furioso y humillado, por supuesto. Y yo, ¿cómo debo actuar? -se preguntó Jean-Pierre-. Quiero hacer que se retuerzan, pero no debo perder la dignidad. ¿Qué debo decir?
Trató de visualizar la escena. Ellis y Jane estarían en el patio de alguna mezquita o sentados en el suelo de tierra de alguna cabaña de piedra, posiblemente atados y custodiados por soldados con Kalashnikovs. Probablemente tendrían frío, hambre y se sentirían desgraciados y miserables. El con el abrigo ruso puesto, expresión confiada, aire de mando y seguido por una serie de jóvenes oficiales deferentes. Les dirigiría una mirada larga y penetrante y diría…
– ¿Qué diría? Así que nos volvemos a encontrar, sonaba terriblemente melodramático. ¿Realmente pensabais que lograríais escapar de nuestro asedio¿, era demasiado retórico. Nunca tuvisteis posibilidades de huir, sonaba mejor, aunque rompiera un poco el clímax.
La temperatura descendía con rapidez a medida que se acercaban a las montañas. Jean-Pierre se puso el abrigo y se quedó de pie junto a la puerta abierta, mirando hacia abajo. Se veía un valle algo parecido al de los Cinco Leones, con un río en el centro que fluía a la sombra de las montañas. Los picos y las cimas de ambos lados estaban nevados, pero no el valle en sí.
Jean-Pierre se acercó al piloto y le habló cerca del oído.
– ¿Dónde estamos?
– Este es el valle de Sakardara -contestó el hombre-. Hacia el norte cambia su nombre por el de valle de Nuristán. Nos conduce directamente a Atati.
– ¿Cuánto tardaremos en llegar?
– Veinte minutos.
Parecía interminable. Controlando su impaciencia, Jean-Pierre volvió a sentarse en el banco, entre la tropa. Los soldados permanecían quietos y silenciosos, observándolo. Parecían temerle. Tal vez creyeran que pertenecía a la K G B.
En realidad pertenezco a la K G B, pensó de repente Jean-Pierre.
Trató de imaginar en qué pensaban los soldados. ¿En sus novias y esposas que habían quedado en Rusia, tal vez? De ahora en adelante, el hogar de ellos sería también el suyo. Tendría un apartamento en Moscú. Se preguntó si en el futuro le sería posible vivir una relación matrimonial feliz con Jane. Quería instalarlas a ella y a Chantal en su apartamento, mientras él, lo mismo que esos soldados, luchaba por la causa justa en países extranjeros, a la espera del día en que pudiera regresar a su casa de vacaciones para volver a dormir con su esposa y ver cuánto había crecido su hija. Yo traicioné a Jane y ella me traicionó a mí.
– pensó-, quizá podamos perdonarnos mutuamente, aunque sólo sea por el bien de Chantal.
¿Qué le habría sucedido a Chantal?
Faltaba poco para que lo averiguara. El helicóptero perdió altura. Ya casi habían llegado. Jean-Pierre volvió a ponerse en pie para asomarse a la puerta. Descendían en una pradera donde un afluente desembocaba en el río. Era un lugar bonito con apenas un grupo de casitas desparramadas por la ladera de la montaña, cada una edificada por encima de la otra, a la manera típica de Nuristán. Jean-Pierre recordó haber visto fotografías de pueblos parecidos en libros sobre el Himalaya.
El helicóptero se posó en tierra.
Jean-Pierre saltó al suelo. Del otro lado de la pradera, un grupo de soldados rusos -sin duda pertenecientes a la patrulla de búsqueda salió de una de las casas de madera edificadas al pie de la montaña. Jean-Pierre esperó con impaciencia al piloto, su intérprete.
– ¡Vamos! -ordenó, empezando a cruzar la pradera.
Tuvo que contenerse para no correr. Ellis y Jane sin duda se encontraban en la casa de la que acababan de salir los soldados y se encaminó hacia allí a paso rápido. Empezó a enfurecerse: la ira largo tiempo reprimida ardía en su interior. Al diablo con la dignidad -pensó-; le voy a decir a esa pareja de mierda lo que pienso de ellos.
Cuando se acercó a la patrulla, el oficial que dirigía el grupo empezó a hablar. Jean-Pierre lo ignoró y se volvió hacia el piloto.
– Pregúnteles dónde están.
El piloto hizo la pregunta y el oficial señaló la casa de madera. Sin pronunciar una sola palabra más, Jean-Pierre se dirigió hacia allí.
Su furia se encontraba en plena ebullición cuando entró como una tromba en el tosco edificio. Varios soldados de la patrulla permanecían en un rincón. Miraron a Jean-Pierre y en seguida le abrieron paso.
En el cuarto había dos personas atadas a un banco.
Jean-Pierre los miró fijo, como petrificado. Abrió la boca y se puso muy pálido. Los prisioneros eran un muchacho delgado y de aspecto anémico, de alrededor de dieciocho o diecinueve años de edad, de pelo largo y sucio y bigote caído, y una muchacha rubia de grandes pechos y flores en el pelo. El muchacho miró a Jean-Pierre con alivio.
– ¡Bueno, hombre! ¿Nos ayudará? ¡Estamos hundidos en la mierda! Jean-Pierre se sintió a punto de explotar. No eran más que una pareja de hippies que seguían la senda de Katmandú, una clase de turistas que no había desaparecido del todo a pesar de la guerra. ¡Qué desilusión! ¿Por qué tenían que estar allí ellos justo en el momento en que todo el mundo buscaba a un par de prófugos occidentales? Jean-Pierre decididamente no estaba dispuesto a ayudar a un par de drogadictos degenerados. Se volvió y salió.
En ese momento entraba el piloto. Al ver la expresión de Jean-Pierre, preguntó.
– ¿Qué sucede?
– No son ellos. Venga conmigo.
El hombre se apresuró a seguir a Jean-Pierre.
– ¿Dice que no son ellos? ¿Así que éstos no son los norteamericanos?
– Son norteamericanos, pero no los que buscamos.
– ¿Y ahora qué va a hacer?
– Voy a hablar con Anatoly y quiero que usted lo localice por radio.
Cruzaron la pradera y subieron al helicóptero. Jean-Pierre ocupó el asiento del artillero y se puso los auriculares. Empezó a golpear impaciente el suelo de metal con el pie mientras el piloto mantenía una interminable conversación en ruso. Por fin oyó la voz de Anatoly, muy distante y llena de interferencias.