El Valle de los Leones - Follett Ken 35 стр.


Abrió los ojos y vio el rostro de Ellis. -Tienes que despertarte -la urgía él. Jane se sentía casi paralizada por el letargo. -¿Ya es de mañana?

– No, estamos en plena noche.

– ¿Qué hora es?

– La una y media.

– ¡Mierda! -Se enfureció con él por haberla despertado-. ¿Por qué me has despertado? -preguntó irritada.

– Halamá se ha ido.

– ¿Se ha ido? -Todavía estaba medio dormida y confusa-. ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Volverá?

– No me dijo nada. Me desperté y descubrí que no estaba.

– ¿Crees que nos ha abandonado?

– Sí.

– ¡Oh Dios! ¿Y cómo encontraremos el camino sin un guía?

Para Jane la posibilidad de perderse en la nieve con Chantal en brazos era una pesadilla.

– Creo que puede ser peor que eso -contestó Ellis.

– ¿Qué quieres decir?

– Tú misma dijiste que nos castigaría por haberlo humillado frente al mullah. Tal vez el hecho de abandonarnos le resulte una venganza suficiente. Espero que sí. Pero supongo que ha vuelto por el mismo camino que recorrimos al venir. Es posible que se tope con los rusos. Y no creo que les tome demasiado tiempo persuadirlo a contarles exactamente dónde nos dejó.

– ¡Esto ya es demasiado! -exclamó Jane, sintiendo que el dolor hacía presa de ella en una forma casi física. Era como si una deidad maligna conspirara contra ellos-. Estoy demasiado cansada -confesó-. Me voy a acostar aquí y dormiré hasta que lleguen los rusos y me tomen prisionera.

Chantal se había estado moviendo inquieta pero silenciosamente, y en ese momento empezó a llorar. Jane se sentó y la tomó en brazos. -Si salimos en seguida, tal vez todavía podamos escapar -dijo Ellis-. Yo cargaré la yegua mientras tú alimentas a la chiquilla.

– Muy bien -aceptó Jane y luego ofreció el pecho a Chantal.

Ellis la observó un instante, sonriendo levemente, y después salió a la oscuridad. Jane pensó que les resultaría mucho más fácil escapar si no tuvieran a Chantal. Pensó qué sentiría Ellis al respecto. Después de todo, era la hija de otro hombre. Pero a él parecía no importarle. Veía a Chantal como parte de Jane. ¿O estaría ocultando cierto resentimiento?

¿Le gustaría ser un padre para Chantal¿, se preguntó. Miró la carita de la niña y ella le devolvió la mirada con sus ojos de un azul profundo. ¿Quién podía no querer a esa chiquilla tan indefensa?

De repente se sintió completamente insegura con respecto a todo. No sabía con seguridad hasta qué punto amaba a Ellis; no sabía lo que sentía con respecto a Jean-Pierre, el marido que intentaba darle caza; ignoraba con seguridad cuál sería su deber respecto a su hijita. La nieve, las montañas y los rusos la llenaban de pavor y ya hacía demasiado tiempo que estaba cansada, tensa y muerta de frío.

Automáticamente cambió a Chantal, utilizando el pañal seco que encontró junto al fuego. No recordaba haberla cambiado la noche anterior. Tenía la sensación de haberse quedado dormida en seguida de amamantarla. Frunció el entrecejo, dudando de su memoria, después recordó que Ellis la despertó un momento para cerrarle el saco de dormir. Sin duda después debió de llevar el pañal sucio al arroyo, lo lavó, lo retorció y lo colgó de un palo junto al fuego para que se secara. Jane empezó a llorar.

Se sentía espantosamente tonta, pero le resultaba imposible parar, así que siguió vistiendo a Chantal mientras las lágrimas le corrían por el rostro. Cuando Ellis volvió a entrar en la choza, estaba colocando a la pequeña en el cabestrillo que usaban para transportarla.

– Esa maldita yegua tampoco quería despertarse -comentó él; pero en seguida vio su cara y preguntó-: ¿Qué te pasa?

– No sé por qué te dejé alguna vez -contestó ella-. Eres el mejor hombre que he conocido en mi vida y nunca dejé de =arte. Por favor, perdóname.

El las rodeó a ella y a Chantal con sus brazos.

– Simplemente no lo vuelvas a hacer, y ya está -contestó.

Se quedaron así durante algunos instantes.

– Estoy lista -informó Jane al rato. -¡Perfecto! Vamos, entonces.

Salieron e iniciaron la marcha ascendente por el bosque cada vez más ralo. Halamá se había llevado la lámpara, pero había luna y podían ver con claridad. El aire era tan frío que dolía respirar. Jane se preocupó por Chantal. La pequeña estaba de nuevo dentro de la chaqueta forrada de piel de Jane, y ella abrigaba la esperanza de que su cuerpo calentara el aire que Chantal respiraba. ¿Perjudicaría a una bebé respirar aire tan frío? Jane no tenía la menor idea.

Delante tenían el paso de Kantiwar, a cuatro mil quinientos metros de altura, bastante más alto que el último paso, el Aryu. Jane sabía que tendría más frío y se sentiría más cansada que nunca en su vida y que también estaría más asustada que nunca, pero estaba animosa. Tenía la sensación de haber resuelto algo muy profundo dentro de sí misma. Si logro sobrevivir -pensó-, quiero vivir con Ellis. Uno de estos días le confesaré que todo se debió a que lavara un pañal sucio.

Pronto dejaron atrás los árboles y empezaron a cruzar un altiplano que parecía un paisaje lunar, con enormes rocas, cráteres y extraños parches de nieve. Siguieron una línea de rocas planas semejantes a las pisadas de un gigante. Todavía seguían ascendiendo, aunque en ese momento la cuesta era menos empinada; la temperatura también iba bajando sin cesar y los trozos nevados fueron aumentando hasta que el terreno se convirtió en un inmenso tablero de ajedrez.

La energía que le producían los nervios mantuvo a Jane en marcha durante aproximadamente una hora, pero entonces, cuando se acostumbró al tren de marcha, el cansancio volvió a sobrecogerla. Tenía ganas de preguntar ¿Cuánto falta? y ¿llegaremos pronto? como preguntaba cuando era niña desde el asiento trasero del coche de su padre.

En algún momento de esa pendiente, cruzaron la línea del hielo. Jane tomó conciencia del nuevo peligro cuando la yegua patinó, lanzó un relincho de miedo, estuvo a punto de caer y recobró el equilibrio. Entonces notó que la luz de la luna se reflejaba sobre las rocas como si éstas fueran de vidrio; parecían diamantes: frías, duras y resplandecientes. Sus botas se aferraban al suelo mejor que los cascos de Maggie, pero aún así, Jane resbaló poco después y casi cayó. De allí en adelante tuvo terror de caer y aplastar a Chantal y empezó a caminar con un cuidado tremendo, y con los nervios tan tensos que sentía que en cualquier momento se le destrozarían.

Después de poco más de dos horas de marcha llegaron al otro extremo del altiplano y se encontraron frente a un sendero cubierto de nieve que ascendía casi verticalmente la ladera de la montaña. Ellis abría la marcha tirando de las riendas de Maggie. Jane lo seguía a prudente distancia, por si la yegua llegaba a resbalar hacia atrás. Treparon la montaña en zigzag.

El sendero no estaba marcado con claridad. Supusieron que se encontraría en un terreno más bajo que en las zonas adyacentes. Jane estaba deseando encontrar una señal más segura de que seguían la buena senda; los restos de una fogata, algunos huesos de pollo, aunque fuera una caja de fósforos vacía, cualquier cosa que indicara que alguna vez habían pasado seres humanos por allí. Obsesivamente empezó a imaginar que estaban completamente perdidos, lejos del sendero, y que vagaban sin rumbo a través de las nieves perpetuas, y que continuarían así durante días, hasta que se les acabaran las provisiones, la energía y la fuerza de voluntad y que, en ese momento, los tres se acostarían en la nieve a morir juntos congelados.

Le dolía insoportablemente la espalda. Con mucha renuencia entregó a Chantal a Ellis, mientras se hacía cargo de las riendas de la yegua, para trasladar su cansancio a un grupo distinto de músculos. El maldito animal tropezaba constantemente. En un momento resbaló sobre una roca cubierta de hielo y cayó. Jane tuvo que tirar cruelmente de las riendas para conseguir que se levantara. Cuando por fin la yegua se puso en pie, Jane vio una mancha oscura en el lugar donde había caído su rodilla izquierda. La herida no parecía grave, así que obligó a Maggie a seguir caminando.

Ahora que ella era quien abría la marcha, tenía que decidir por dónde corría el sendero y ante cada duda la asaltaba la pesadilla de perderse inexorablemente en medio de la nieve. Por momentos el no parecía dividirse en dos y tenía que adivinar: ¿tomaría hacia la derecha o hacia la izquierda? A menudo el terreno era más o menos uniformemente parejo, así que seguía caminando en línea recta hasta que reaparecía algo parecido a un sendero. En una ocasión se encontró hundida en un pozo de nieve y Ellis tuvo que sacarla con ayuda de la yegua.

Poco a poco el sendero los condujo a un saliente que iba trepando serpenteante por la ladera de la montaña. Se encontraban a gran altura: si Jane miraba hacia atrás, el altiplano que quedaba tanto más abajo le producía una leve sensación de mareo. Sin duda no debían de hallarse lejos del paso.

El saliente era muy inclinado, estaba cubierto de hielo y era tremendamente angosto. De un lado tenía un precipicio. Jane caminaba con más cuidado que nunca, pero de todos modos tropezó varias veces y en una ocasión cayó de rodillas, lastimándoselas. Todo el cuerpo le dolía tanto que casi no notó esos nuevos dolores. Maggie resbalaba tanto, que Jane ya ni se molestaba en mirar hacia atrás cuando oía que sus cascos patinaban, sino que simplemente se contentaba con tirar de las riendas con más fuerza. Le habría gustado reacondicionar la carga de la yegua, para que las bolsas más pesadas estuvieran delante, cosa que habría proporcionado más estabilidad al animal en la subida, pero en el saliente no había lugar para esas tareas y además temía que si se detenía no podría reanudar la marcha por falta de fuerzas.

El saliente se hacía aún más angosto y serpenteaba alrededor de una serie de riscos. Jane dio unos pasos cuidadosos por la parte más angosta pero a pesar de su cautela -o precisamente porque estaba tan nerviosa- resbaló. Durante un segundo espantoso pensó que iba a caer al precipicio pero cayó sobre sus rodillas y logró recobrar el equilibrio apoyándose en ambas manos. De reojo podía ver la cuesta nevada, cientos de metros más abajo. Empezó a temblar y tuvo que hacer un tremendo esfuerzo por controlarse.

Se puso lentamente en pie y se volvió. Había dejado caer las riendas que se balanceaban sobre el vacío. La yegua la observaba, temblorosa y, con las patas tiesas, evidentemente aterrorizada. Cuando ella hizo un movimiento para volver a apoderarse de las riendas, el animal, presa del pánico, retrocedió.

– ¡Quieta! -exclamó Jane, y después se obligó a hablar con voz tranquila-. No hagas eso. Acércate. No te pasará nada.

Ellis le habló desde el otro lado del recodo.

– No hables -contestó ella en un tono de voz muy suave-. Maggie está asustada. Quédate donde estás. -Estaba terriblemente consciente de que Ellis llevaba en brazos a Chantal. Continuó murmurándole palabras tranquilizadoras a la yegua mientras se le acercaba lentamente. El animal la miraba fijamente, con los ojos muy abiertos y el aliento surgía como humo de sus belfos. Cuando tuvo las riendas al alcance de la mano, Jane estiró el brazo para apoderarse de ellas.

La yegua dio un cabezazo, retrocedió, resbaló y perdió el equilibrio.

Cuando el animal echó atrás la cabeza, Jane consiguió apoderarse de las riendas, pero Maggie resbaló, cayó hacia la derecha, las riendas volaron de las manos de Jane y, ante su indescriptible horror, el caballo se deslizó lentamente sobre el lomo hasta el borde del saliente y cayó al abismo, relinchando de terror.

En ese momento apareció Ellis.

– ¡Cállate! -gritó. Y entonces Jane se dio cuenta de que estaba gritando. Cerró la boca de repente. Ellis se arrodilló y miró por el borde del precipicio, sin dejar de sujetar a Chantal a quien llevaba debajo del abrigo. Jane controló su histeria y se arrodilló a su lado.

Esperaba ver el cadáver de la yegua cubierto de nieve, cientos de metros más abajo. En realidad el animal se había detenido en otro saliente a sólo un metro y medio de distancia y permanecía tumbada de lado, con las patas extendidas sobre el abismo.

– ¡Todavía está viva! -exclamó Jane-. ¡Gracias a Dios!

– Y nuestros abastecimientos siguen intactos -agregó Ellis con muy poco sentimentalismo.

– Pero, ¿cómo conseguiremos volver a subirla hasta aquí?

Ellis la miró y no contestó.

Jane comprendió que les resultaría completamente imposible volver a subir a la yegua al sendero.

– ¡Pero no podemos dejarla allí para que muera congelada! exclamó Jane.

– Lo siento -dijo Ellis.

– ¡Oh, Dios, esto es intolerable!

Ellis se abrió el abrigo y descolgó el cabestrillo en que llevaba a Chantal. Jane se hizo cargo de ella y la colocó dentro de su propia chaqueta.

– Ante todo, buscaré comida -informó Ellis.

Se tumbó boca abajo a lo largo del borde del saliente y después dejó caer las piernas. La nieve suelta se desparramó sobre el animal postrado. Ellis fue bajando muy lentamente, mientras con los pies iba buscando el saliente inferior. Al tocar suelo firme, se soltó del saliente superior y giró lentamente sobre sí mismo.

Jane lo observaba, petríficada. Entre el borde del risco y el cuerpo de la yegua no había lugar suficiente para que Ellis apoyara ambos pies a la vez, tenía que apoyarse en un pie y después en el otro, como una de esas figuras de los antiguos murales egipcios. Dobló las rodillas y siempre con gran lentitud se puso en cuclillas y estiró la mano para aferrar el complejo nudo de tiras de cuero que sostenían la bolsa de las raciones de emergencia.

En ese momento, la yegua decidió levantarse.

Dobló las manos y de alguna manera logró ponerlas debajo de sus cuartos delanteros, después con ese movimiento serpenteante tan familiar de los caballos al ponerse en pie, levantó su cuarto trasero y trató de volver a apoyar las patas sobre el saliente.

Casi lo consiguió.

Cuando le resbalaron las patas, perdió el equilibrio y su grupa cayó hacia un costado. Ellis aferró la bolsa de comida. La yegua fue resbalándose, centímetro a centímetro, sin dejar de patear y de luchar. Jane estaba aterrorizada ante la posibilidad de que pudiera llegar a lastimar a Ellis. Inexorablemente, el animal fue resbalando por el borde. Ellis le pegó un tirón a la bolsa que contenía la comida, sin tratar ya de salvar al animal, sino abrigando sólo la esperanza de que se rompieran las tiras de cuero para poder quedarse así con los alimentos. Se le veía tan decidido que Jane temió que permitiría que el caballo lo arrastrara con su caída. El animal empezó a deslizarse con más rapidez, arrastrando a Ellis hasta el borde. En el último minuto, él soltó la bolsa con un grito de frustración y, lanzando un relincho que más bien parecía un aullido, la yegua cayó, girando y volviendo a girar sobre sí misma en el vacío, llevándose consigo toda la comida, los medicamentos, el saco de dormir y el pañal extra de Chantal.

Jane estalló en sollozos.

Pocos instantes después Ellis trepó al saliente y estuvo a su lado. La abrazó y se arrodilló junto a ella durante algunos instantes, mientras Jane lloraba por la yegua, por las provisiones, por sus piernas doloridas y por sus pies helados. Después él se puso en pie, y con suavidad la ayudó a levantarse.

– No debemos detenernos -dijo.

– Pero, ¿cómo vamos a seguir? -preguntó ella-. No tenemos qué comer, no podemos hervir agua, hemos perdido la bolsa de dormir, los medicamentos…

– Pero nos tenemos el uno al otro -interrumpió él.

Ella lo abrazó con fuerza al recordar lo cerca que había estado del precipicio cuando resbaló. Si sobrevivimos a todo esto -pensó-, y logramos escapar de los rusos y volver a Europa juntos, jamás dejaré que se aleje de mi vista. Lo juro.

– Camina tú delante -indicó él, desembarazándose de su abrazo-. Quiero tenerte frente a mis ojos.

Le pegó un pequeño empujoncito y automáticamente ella empezó a subir por la montaña. Poco a poco la desesperación que la embargaba, fue pasando a segundo plano. Decidió que su meta consistiría simplemente en seguir caminando hasta que cayera muerta. Después de un rato, Chantal empezó a llorar. Al principio Jane la ignoró, pero llegó el momento en que se detuvo.

Más tarde, no supo cuándo -pudo haber sido minutos u horas después porque había perdido la noción del tiempo-, al doblar un recodo del camino, Ellis la detuvo poniéndole una mano en su brazo.

– Mira -exclamó, señalando algo delante de sí.

El sendero conducía hacia abajo a una vasta cuenca de colinas orladas por montañas de picos nevados. Al principio no comprendió por qué Ellis le acababa de decir Mira, pero en seguida comprendió que el sendero empezaba a descender.

– ¿Ya hemos llegado a la cima? -preguntó, atontada.

– Así es -contestó él-. Este es el paso de Kantiwar. Hemos recorrido el peor trecho del viaje. Durante los próximos dos días el camino bajará y el tiempo será cada vez más cálido.

Jane se sentó sobre una roca cubierta de hielo. ¡Lo logré! -pensó-. ¡Lo logré!

Mientras los dos contemplaban la negra serranía, el cielo detrás de las montañas se tornó de un tono gris perla a un rosado polvoriento. Amanecía. A medida que la luz iba tiñendo lentamente el firmamento, también un rayo de esperanza fue deslizándose de nuevo en el corazón de Jane. Descenso -pensó-, y clima más cálido. Tal vez logremos escapar.

Chantal volvió a llorar. Bueno, por lo menos su abastecimiento de comida no había desaparecido con Maggie. Jane le amamantó sentada en esa roca helada del techo del mundo, mientras Ellis derretía nieve entre sus manos para que ella bebiera.

El descenso al valle de Kantiwar fue relativamente suave, pero al principio muy lleno de hielo. Sin embargo, resultaba menos inquietante hacer el trayecto sin tener que preocuparse por la yegua. Ellis, que no había resbalado ni una vez durante todo el ascenso, llevaba a Chantal.

Delante de ellos, el cielo de la mañana se volvió rojo como una llamarada, como si más allá de las montañas, el mundo fuese un gigantesco incendio. Jane seguía todavía con los pies insensibles de frío, pero la nariz se le había descongelado. De repente se dio cuenta de que tenía un hambre espantosa. Simplemente tendrían que seguir caminando hasta que se cruzaran con alguien. Y ahora lo único que les quedaba para comerciar era el T N T que Ellis llevaba en los bolsillos. Cuando eso hubiera desaparecido, tendrían que confiar en la tradicional hospitalidad de los afganos.

Tampoco tenían en qué dormir. Tendrían que hacerlo envueltos en sus abrigos y con las botas puestas. Pero de alguna manera, Jane tenía la sensación de que lograrían resolver todos sus problemas. En ese momento hasta resultaba fácil encontrar el sendero, porque las paredes de piedra que se erguían a ambos lados del valle eran una guía constante y limitaban la distancia en que podrían llegar a perderse. Pronto encontraron un pequeño arroyo rumoroso que burbujeaba junto a ellos: estaban de nuevo por debajo de la línea del hielo. El camino era bastante parejo y, de haber tenido la yegua, hubiesen podido montarla.

Después de otras dos horas de marcha hicieron una pausa para descansar en la entrada de un desfiladero, y Jane tomó a Chantal de brazos de Ellis. Delante de ellos el descenso se hacía duro e inclinado, pero estando por debajo de la línea del hielo, las rocas ya no eran resbaladizas. El desfiladero era bastante angosto y no era difícil que quedara bloqueado.

– Espero que allá abajo no encontremos ningún deslizamiento de tierra -deseó Jane.

Ellis estaba mirando hacia atrás. De repente se Sobresaltó. -¡Dios Santo! -exclamó.

– ¿Qué diablos pasa? -preguntó Jane.

Se volvió para seguir la mirada de Ellis y en ese momento sintió que se le caía el corazón a los pies. Detrás de ellos, en lo alto, a aproximadamente un kilómetro y medio de distancia vio a una media docena de hombres y un caballo: la patrulla que los buscaba.

Después de todo eso -pensó Jane-, después de todo lo que hemos pasado, han conseguido alcanzarnos. Se sentía demasiado desgraciada incluso para llorar. Ellis le aferró el brazo.

– ¡Rápido, tenemos que movernos! -exclamó.

Y empezó a caminar apresuradamente hacia el desfiladero, arrastrándola detrás de sí.

– ¿Qué sentido tiene? -preguntó Jane con cansancio-. No cabe la menor duda de que nos alcanzarán.

– Nos queda una posibilidad.

A medida que caminaban, Ellis estudiaba las abruptas paredes rocosas del desfiladero.

– ¿Cuál?

– Una avalancha de rocas.

– Encontrarán la manera de subir a ellas o de rodearlas.

– No, si quedan enterrados debajo.

Se detuvo en un lugar donde el suelo de la garganta tenía menos de un metro de ancho y una de las paredes era inusitadamente inclinada y alta.

– ¡Este lugar es perfecto! -exclamó.

Sacó del bolsillo de su chaqueta un bloque de T N T, un rollo de cable detonador con la marca Primacord, un pequeño objeto de metal del tamaño aproximado de la tapa de una estilográfica y algo parecido a una jeringuilla de metal, sólo que en el extremo romo tenía un aro para tirar en lugar de un inyector. Colocó los objetos en el suelo.

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