La caminata desde la caverna ejerció un efecto peculiar en Jane. Se le acentuó el dolor de espalda y al llegar a su casa se desplomó de dolor y extenuación. Sentía una urgencia desesperada de orinar, pero estaba demasiado cansada para llegar hasta la letrina, así que se puso el orinal que ocultaba detrás de un biombo del dormitorio para utilizarlo en emergencias. En ese momento notó una pequeña mancha de sangre en sus pantalones de algodón.
No tuvo la suficiente energía para trepar por la escalera exterior hasta la azotea para buscar el colchón, así que se tendió sobre una alfombra del dormitorio. El dolor de espalda le llegaba en oleadas. Durante la oleada siguiente se colocó las manos sobre el vientre y percibió que el bulto de su hijo se movía, sobresalía cuando el dolor era más fuerte y se aplanaba cuando cesaba. Ahora no le cabía ninguna duda de que tenía contracciones.
Estaba asustada. Recordó haber hablado sobre partos con su hermana Pauline. Después que ella tuvo su primer hijo, Jane fue a visitarla con una botella de champaña y un poquito de marihuana. Cuando ambas estuvieron totalmente relajadas, Jane le preguntó cómo era realmente un parto.
– Igual que si tuvieras que expulsar un melón -contestó Pauline.
Eso les provocó una sucesión interminable de risitas.
Pero Pauline dio a luz en el Hospital de la Universidad, en pleno corazón de Londres, y no en una casa de adobe en el Valle de los Cinco Leones.
¿Qué voy a hacer? -pensó Jane-. No debo dejarme llevar por el pánico. Debo lavarme con agua caliente y jabón, encontrar una tijera bien afilada y ponerla en agua hirviendo durante quince minutos; buscar sábanas limpias para recostarme sobre ellas; beber líquidos y relajarme.
Antes de que pudiera hacer nada de eso tuvo otra contracción, y ésa realmente le dolió. Cerró los ojos y trató de respirar lenta y profundamente y con regularidad, tal como Jean-Pierre le había indicado, pero le resultaba difícil tener una actitud tan controlada cuando lo único que quería hacer era gritar de dolor y de miedo.
El espasmo la dejó extenuada. Permaneció inmóvil, recobrándose, Comprendió que no podía hacer ninguna de las cosas planeadas: no podría arreglarse sola. En cuanto tuviera suficientes fuerzas se levantaría y se dirigiría a alguna de las vecinas para pedirle que buscara a la partera.
La siguiente contracción llegó antes de lo esperado, después del transcurso de lo que le pareció sólo un minuto o dos. Cuando la tensión llegó a su punto máximo, Jane preguntó en voz alta:
– ¿Por qué no nos dirán hasta qué punto duele?
En cuanto sintió un poco de alivio se obligó a levantarse. El terror de dar a luz completamente a solas le infundió las fuerzas necesarias. Pasó vacilante del dormitorio a la sala. A cada paso que daba se sentía un poco más fuerte. Consiguió llegar al patio y entonces, de repente, sintió que le corría un líquido caliente entre los muslos y su pantalón quedó empapado: había roto aguas.
– ¡Oh, no! -gimió. Se apoyó contra el marco de la puerta. Ni siquiera sabía si podría caminar unos pocos metros con los pantalones en ese estado. Se sentía humillada-. Debo hacerlo -dijo, pero en ese momento tuvo una nueva contracción y se desplomó en el suelo pensando: No tendré más remedio que arreglármelas sola.
Cuando volvió a abrir los ojos, vio la cara de un hombre cerca de la suya. Tenía todo el aspecto de un sheikh árabe: piel oscura, ojos renegridos y bigote negro. Sus facciones eran aristocráticas: pómulos altos, nariz romana, dientes blancos y una barbilla prominente. Era Mohammed Khan, el padre de Mousa.
– ¡Gracias a Dios! -murmuró Jane con voz pastosa.
– Vine a agradecerte el haber salvado la vida de Mousa -explicó Mohammed en dari-. ¿Estás enferma?
– Estoy por dar a luz a mi hijo.
– ¿Ahora? – preguntó él sobresaltado.
– En cualquier momento. Ayúdame a entrar en la casa.
El vaciló; el parto, como todo lo que se refería únicamente a mujeres, se consideraba impuro, pero su vacilación fue sólo momentánea. La ayudó a ponerse de pie e hizo que se apoyara en él para llegar a la sala y después al dormitorio. Jane volvió a acostarse sobre la alfombra.
– Busca a alguien que me ayude -le suplicó.
El frunció el entrecejo, sin saber bien qué era lo que debía hacer. Tenía un aspecto muy juvenil y era sumamente encantador.
– ¿Dónde está Jean-Pierre? -preguntó.
– Se fue a Khawak. Necesito a Rabia.
– Sí -contestó él-. Enviaré a mi esposa.
– Antes de irte…
– ¿Sí?
– Por favor, dame un poco de agua.
El quedó estupefacto y desorientado. No existían antecedentes de que un hombre sirviera a una mujer, ni siquiera un simple vaso de agua.
– De esa jarra especial -agregó Jane.
Tenía siempre a mano una jarra de agua filtrada y hervida para beber: era la única manera de evitar los innumerables par sitos intestinales que atormentaban durante toda la vida a la gente del pueblo.
Mohammed decidió pasar por alto las convenciones.
– Por supuesto -contestó.
Se dirigió a la habitación contigua y a los pocos instantes regresó con un vaso de agua. Jane se lo agradeció y lo bebió.
– Enviaré a Halima a buscar a la partera -dijo él.
Halima era su esposa.
– Gracias -contestó Jane-. Dile que se apresure.
Mohammed salió. Fue una suerte que el que llegó fuese él y no uno de los otros hombres. Los demás se habrían negado a tocar a una mujer enferma, pero Mohammed era distinto. Era uno de los guerrilleros más importantes y en la práctica, el representante local de Masud, el líder rebelde. Mohammed no tenía más que veinticuatro años, pero en ese país eso no era ser demasiado joven para convertirse en líder guerrillero ni para tener un hijo de nueve. Había cursado sus estudios en Kabul, hablaba un poco de francés y sabía que las costumbres del valle no eran las únicas formas de comportamiento del mundo. Su principal responsabilidad consistía en organizar las caravanas que iban y volvían de Pakistán con sus vitales abastecimientos de armas y municiones para los rebeldes. En una de esas caravanas llegaron Jane y Jean-Pierre al valle.
Mientras esperaba la siguiente contracción, Jane recordó ese espantoso viaje. Ella creía ser una persona razonable, activa y fuerte, capaz de caminar todo el día; pero no entraba en sus cálculos la falta de alimentos, las empinadas escaladas, los senderos rocosos y la diarrea que tanto debilitaba. Durante parte del viaje pudieron moverse sólo durante la noche, por temor a los helicópteros rusos. En algunos pueblos también tuvieron que enfrentarse con gente hostil: temerosos de que la caravana provocara un ataque de los rusos, los habitantes del pueblo se negaban a vender alimentos a los guerrilleros, o se ocultaban detrás de puertas cerradas, o dirigían a los viajeros hacia praderas o huertos a pocos kilómetros de distancia, que describían como el lugar ideal para acampar, y esos lugares no existían.
Debido a los ataques rusos, Mohammed cambiaba constantemente de rutas. En París Jean-Pierre se había agenciado mapas norteamericanos de Afganistán, que eran mucho mejores de los que poseían los rebeldes, así que a menudo Mohammed venía a su casa para estudiarlos antes de enviar un nuevo convoy.
En realidad Mohammed los visitaba más a menudo de lo que era necesario. Además, hablaba con Jane más de lo que generalmente hablaban los afganos con las mujeres, la miraba demasiado a los ojos y observaba demasiado su cuerpo. Jane sospechaba que él estaba enamorado de ella, por lo menos así lo creyó hasta que su embarazo se hizo visible.
Ella, a su vez, se había sentido atraída por él, especialmente en la época en que se sentía infeliz con Jean-Pierre. Mohammed era delgado, moreno, fuerte y poderoso, y por primera vez en su vida Jane se sintió atraída por un macho chauvinista.
Pudo haber tenido una aventura con él. A pesar de ser un devoto musulmán, lo mismo que todos los guerrilleros, ella dudaba de que eso hubiese constituido alguna diferencia. Creía en lo que su padre decía siempre: Las convicciones religiosas pueden frenar un deseo tímido, pero nada puede impedir una pasión genuina. Esa frase en particular, enfurecía a su madre. No, había tantos adúlteros en esa a comunidad puritana de campesinos como en cualquier otra parte. Jane comprobaba esto escuchando los chismes de las mujeres en el río, cuando iban a buscar agua o a bañarse. Jane también sabía cómo lo hacían. Mohammed se lo había comentado.
– Al anochecer se pueden ver los peces saltando fuera del agua debajo de la cascada detrás del último molino -le dijo un día-. Algunas noches yo voy allí para pescarlos.
Al anochecer las mujeres se encontraban todas cocinando y los hombres se sentaban en el patio de la mezquita, conversando o fumando; los amantes no serían descubiertos a tanta distancia del pueblo y nadie hubiese echado de menos a Jane o a Mohammed.
La idea de hacer el amor junto a una cascada con este apuesto y primitivo hombre de tribu tentaba a Jane, pero entonces quedó embarazada y al confesarle Jean-Pierre el miedo que sentía de perderla, ella decidió dedicar todas sus energías a la tarea de lograr que su matrimonio saliera a flote, sucediera lo que sucediese. Así que nunca fue a la cascada, y cuando comenzó a notarse su embarazo Mohammed dejó de mirar su cuerpo, tal vez fue la latente intimidad que existía entre ellos lo que animó a Mohammed a entrar en su casa y ayudarla, cuando otros hombres se hubiesen negado y tal vez se hubiesen marchado sin entrar siquiera en la casa. O quizá fuese por lo sucedido con Mousa. Mohammed tenía un solo hijo -y tres hijas- y posiblemente se sintiera tremendamente en deuda con Jane. Hoy he logrado hacerme un amigo y un enemigo, pensó ella: Mohammed y Abdullah.
El dolor recomenzó y ella se dio cuenta de que había gozado de un descanso más largo que lo normal ¿Las contracciones estarían volviéndose irregulares? ¿Por qué? Jean-Pierre no le había dicho nada acerca de eso. Pero su marido había olvidado gran parte de sus anteriores estudios de ginecología.
Esa contracción fue la peor hasta el momento, y la dejó temblorosa y marcada ¿Qué sucedía con la partera? Mohammed debía haber enviado a su mujer a buscarla: él no iba a olvidarse ni a cambiar de idea. Pero ella, ¿obedecería a su marido? Por supuesto, las afganas siempre obedecían a sus maridos. Pero tal vez caminara lentamente, intercambiando chismes en el camino y hasta era probable que se detuviera en alguna casa a beber una taza de té. Si en el Valle de los Cinco Leones existía el adulterio, también debían de existir los celos, y Halima sin duda sabía, o por lo menos adivinaba, cuáles eran los sentimientos que abrigaba su marido hacia Jane: las esposas siempre lo sabían. Y en ese momento podía provocarle resentimiento que le pidiera que se apresurara en busca de auxilio para su rival, la exótica extranjera, educada y de piel blanca que tanto fascinaba a su marido. De repente Jane se sintió furiosa con Mohammed y también con Halima. No he hecho nada malo -pensó-. ¿Por qué me han abandonado todos? ¿Por qué no está aquí, conmigo, mi marido?
Cuando empezó a tener otra contracción, rompió a llorar. Era demasiado.
– ¡No aguanto más! -exclamó en voz alta. Temblaba incontroladamente. Quería morir antes de que el dolor empeorara-. ¡Mamá! ¡Ayúdame, mamá! -sollozó.
De repente sintió que un brazo fuerte le rodeaba los hombros y que una voz de mujer le hablaba al oído, murmurando palabras incomprensibles pero tranquilizadoras en dari. Sin abrir los ojos se aferró a la mujer, sollozando y llorando a medida que las contracciones se volvían intensas. Por fin empezaron a ceder, demasiado lentamente, pero con una sensación definitiva, como si cada una pudiera ser la última, o por lo menos la última dolorosa.
Levantó la mirada y vio los serenos ojos pardos y las mejillas de Rabia, la partera.
– Que Dios sea contigo, Jane Debout.
Jane se sintió aliviada, como si le hubieran sacado de encima un peso insoportable.
– Y contigo, Rabia Gul -susurró agradecida.
– ¿Los dolores son muy fuertes?
– Cada minuto o dos.
– El bebé llega antes de tiempo -comentó otra voz de mujer. Jane volvió la cabeza y vio a Zahara Gul, la nuera de Rabia, una muchacha voluptuosa de su misma edad, con el pelo negro ondulado y una boca ancha y risueña. Entre las mujeres del pueblo, Zahara era con la que Jane se sentía más unida.
– Me alegro de que hayas venido -aseguró.
– Has apresurado el parto por trepar la montaña llevando en brazos a Mousa -explicó Rabia.
– ¿Eso es todo? -preguntó Jane.
– Es bastante.
Así que no están enteradas de la pelea que tuve con Abdullah -pensó Jane-. El mullah ha decidido no hablar del asunto.
– ¿Quieres que lo prepare todo para la llegada del bebé? -preguntó Rabia.
– Sí, por favor.
Sólo Dios sabe la clase de ginecología primitiva que me espera -pensó Jane-. Pero no puedo hacerlo yo sola. Simplemente no puedo.
– ¿Te gustaría que Zahara preparara un poco de té? -preguntó Rabia.
– Sí, por favor.
Por lo menos en aquello no había nada de supersticioso.
Las dos mujeres pusieron manos a la obra. El solo hecho de que estuvieran allí hizo que Jane se sintiera mejor. Le pareció agradable que Rabia hubiera pedido permiso para ayudarla: cualquier médico occidental habría entrado como Pedro por su casa y se hubiera posesionado en seguida del caso. Siguiendo el ritual, Rabia se lavó las manos mientras invocaba a los profetas para que le enrojecieran el rostro -lo cual significaba pedir que tuviera éxito-, y después se las volvió a lavar a fondo, con jabón y agua abundante. Zahara entró con un ramo de ruda salvaje y Rabia le prendió fuego. Jane recordó que se creía que los malos espíritus se asustaban ante el olor de la ruda quemada. Se consoló pensando que el humo acre ahuyentaría las moscas.
Rabia era algo más que una simple partera. Ayudar a dar a luz era su tarea, pero también conocía hierbas y tratamientos mágicos principalmente para aumentar la fertilidad de las mujeres que tenían dificultad en quedar embarazadas. También conocía métodos para prevenir la concepción y para producir abortos; aunque ésos tenían mucha menor demanda: las mujeres afganas por lo general deseaban tener cantidad de hijos. A Rabia también se la consultaba sobre cualquier enfermedad de tipo femenino. Y por lo general también le pedían que lavara a los muertos, una tarea que, lo mismo que la de partera, se consideraba impura.
Jane la observó moviéndose por la habitación. Con sus sesenta años, posiblemente fuera la mujer más anciana del pueblo. Era de baja estatura -no debía de medir mucho más de un metro cincuenta- y sumamente delgada, como casi todos los integrantes del pueblo. Su rostro arrugado y de tez oscura estaba rodeado de pelo blanco. Se movía en silencio, pero sus viejas y huesudas manos eran precisas y eficaces.
La relación entre ella y Jane había comenzado en medio de la desconfianza y la hostilidad. Cuando Jane le preguntó a quién recurría cuando se le presentaba un parto difícil, Rabia le contestó de mal modo:
– ¡Que el demonio sea sordo y no la oiga! ¡Nunca he asistido a un parto difícil y jamás he perdido a una madre o a su hijo!
Pero después, cuando las mujeres del pueblo empezaron a acudir a Jane con problemas menstruales de poca importancia o con embarazos de rutina, Jane se los enviaba a Rabia en lugar de prescribirles remedios innecesarios, y ése fue el principio de una relación profesional entre ambas. Rabia consultó a Jane sobre una madre reciente que sufría de una infección vaginal. Jane le regaló a Rabia una serie de dosis de penicilina y le explicó la manera de administrarla. El prestigio de Rabia creció inmensamente cuando se supo que se le habían confiado medicamentos occidentales; y Jane pudo decir, sin ofender a nadie, que posiblemente Rabia misma pudo haber causado la infección por su costumbre de lubricar manualmente el canal de nacimiento durante el parto.
A partir de ese momento Rabia empezó a aparecer por la clínica una o dos veces por semana para conversar con Jane y observarla trabajar. Jane aprovechó esas oportunidades para explicarle, con aire de indiferencia, el motivo por el cual se lavaba las manos tan a menudo, por qué hacía hervir todo su instrumental después de usarlo, y por qué insistía en que los bebés con diarrea debían tomar muchos líquidos.
A su vez, Rabia confió a Jane algunos de sus secretos. A Jane le interesaba saber lo que contenían algunas de las pociones que Rabia preparaba y alcanzaba a adivinar por qué daban resultado: los remedios destinados a producir embarazos contenían cerebro de conejos o bazo de gatos, elementos que podían proporcionar hormonas de las que carecía el metabolismo de la paciente; y la menta y la calaminta probablemente ayudaran a curar infecciones que impedían la concepción. Rabia también tenía una poción para que las esposas administraran a sus maridos impotentes, y no existía la menor duda acerca de la forma de actuar de ese remedio: contenía opio.
La desconfianza había cedido su lugar al respeto mutuo, pero Jane no consultó a Rabia con respecto a su propio embarazo. Una cosa era permitir que la mezcla de folklore y brujerías les hiciera efecto a las mujeres afganas, y otra muy distinta, someterse personalmente a ellas.
Además, Jane esperaba que Jean-Pierre actuara como partero cuando ella diera a luz a su hijo. Así que cuando Rabia le preguntó acerca de la posición del bebé y le prescribió una dieta de comida a base de vegetales, augurando que tendría una niña, Jane le explicó con toda claridad que su embarazo iba a ser tratado a la manera occidental. Rabia no pudo evitar una expresión de dolor, pero aceptó la decisión con dignidad. Y ahora Jean-Pierre estaba en Khawak y Rabia a su lado, y Jane se alegraba de poder contar con la ayuda de una anciana que había traído al mundo a cientos de bebés y que personalmente había tenido once hijos.
Hacía un rato que no sentía dolores, pero durante los últimos minutos, mientras observaba a Rabia moverse en silencio por la habitación, Jane empezó a sentir nuevas sensaciones en su abdomen: una clara presión, acompañada por una creciente necesidad de empujar. Esa necesidad se le hizo irresistible y empujó, lanzó un quejido, no porque sintiera dolor sino por el simple esfuerzo de empujar.
Oyó la voz de Rabia como si se encontrara a gran distancia.
– Ya empieza. Eso es bueno.
Después de un rato, su necesidad de empujar desapareció. Zahara le sirvió una taza de té verde. Jane se sentó muy erguida y lo bebió con agradecimiento. Estaba caliente y muy dulce. Zahara tiene mi misma edad -pensó Jane-, y ya ha tenido cuatro hijos, sin contar los abortos y las criaturas que nacieron muertas. Pero parecía una de esas mujeres llenas de vitalidad, como una joven leona saludable. Probablemente tendría varios hijos más. Desde el principio recibió a Jane con abierta curiosidad, cuando las demás mujeres se mostraban con ella hostiles y llenas de sospechas; y Jane descubrió que a Zahara la impacientaban las costumbres y tradiciones más tontas del valle y que estaba ansiosa por aprender todo lo posible acerca de las ideas extranjeras sobre salud, cuidado de los niños y nutrición. En consecuencia, Zahara se convirtió, no sólo en la mejor amiga de Jane, sino en la cabecilla de su programa de educación sanitaria.
En ese momento, sin embargo, Jane estaba aprendiendo los métodos afganos. Observó que Rabia extendía una sábana de plástico en el suelo (¿qué harían en la época en que no existían todos esos desperdicios de plástico por todas partes?) y la cubría con una capa de tierra arenosa que Zahara trajo del exterior en un cubo. Rabia había colocado objetos sobre una mesa baja y a Jane le agradó ver entre varios de ellos trapos limpios de algodón y una cuchilla de afeitar nueva que todavía conservaba su estuche original.
Volvió a sentir necesidad de empujar y cerró los ojos para concentrarse. No le dolía exactamente; era más bien como si padeciera un estreñimiento increíble. Descubrió que lanzar quejidos mientras hacía fuerza le ayudaba y quiso explicarle a Rabia que no se quejaba porque le doliera, pero estaba demasiado ocupada empujando para poder hablar.
En la pausa siguiente, Rabia se arrodilló a su lado, deshizo el nudo de la cinta que hacía las veces de cinturón de Jane y le quitó los pantalones.
– ¿Quieres orinar antes de que te lave? -preguntó.
– Sí.
Ayudó a Jane a levantarse y a caminar hasta detrás del biombo y la sostuvo por los hombros mientras permanecía sentada en el orinal. Zahara llegó con un recipiente de agua caliente y se llevó el orinal. Rabia lavó el vientre, los muslos y las partes íntimas de Jane, y mientras lo hacía asumió por primera vez un aire enérgico. Entonces Jane se acostó de nuevo. Rabia se volvió a lavar las manos y las secó. Mostró a Jane un pequeño recipiente con polvo azul. Sulfato de cobre, supuso Jane.
– Este color asusta a los malos espíritus -aseguró.
– ¿Y qué quieres hacer?
– Ponerte un poquito sobre la frente.
– Muy bien -aceptó Jane. Y en seguida agregó-: Gracias.
Rabia extendió un poco de polvo sobre la frente de su paciente. No me importa la magia cuando es inofensiva -pensó Jane-, pero ¿qué hará esta pobre mujer si se le llega a presentar algún verdadero problema médico? ¿Y exactamente hasta qué punto será prematuro este bebé?
Mientras estaba pensando en ello la sorprendió la contracción siguiente, y al no encontrarse preparada le resultó sumamente dolorosa. No debo preocuparme -pensó-, es necesario que me mantenga relajada.