Me Llamo Rojo - Pamuk Orhan 11 стр.


– ¿A cuánto se venden? -preguntó el Maestro Osman.

– Se dice que nada menos que el gran Sadiki Bey ha llegado a ilustrar un Criaturas maravillosas para un caballero uzbeco sólo por cuarenta piezas de oro. En la tienda de un bajá bastante grosero que regresaba a Erzurum de la campaña en el este, vi un álbum lleno de ilustraciones obscenas, algunas de las cuales habían salido de manos del mismísimo Maestro Siyavus. Algunos maestros incapaces de abandonar la pintura hacen escenas sueltas sin que formen parte de un libro o una historia y las venden. Mirando esas ilustraciones sueltas no te preguntas qué escena de qué historia es, simplemente la miras por sí misma, por el puro placer de verla, por ejemplo, te dices «¡Es exactamente un caballo! ¡Qué bonito!» y por eso es por lo que le pagas al pintor. Las imágenes de batallas y de coitos están muy solicitadas. Pero una gran escena de una batalla ha caído hasta los trescientos ásperos y no parece que se encuentren compradores. Algunos, sólo para que resulte barato y encontrar quien se las compre, hacen pinturas en blanco y negro, sin color, en papel basto y sin pulir.

– Yo tenía un iluminador feliz y hábil como el que más -dijo el Maestro Osman-. Trabajaba de una manera tan elegante que le llamábamos Maese Donoso. Pero también él nos dejó y se fue. Lleva seis días sin aparecer. Se ha desvanecido.

– ¿Cómo puede uno dejar este taller, esta dichosa casa paterna, y marcharse? -pregunté.

– Cuatro de los jóvenes maestros que formé desde aprendices, Mariposa, Aceituna, Cigüeña y Donoso, trabajan ahora en sus casas por voluntad del Sultán -me contestó el Maestro Osman.

Aparentemente la causa había sido para que pudieran trabajar más cómodamente en el Libro de las festividades que tenía ocupado a todo el taller. En esta ocasión el Sultán no había preparado un pabellón especial en el patio de palacio para que los maestros ilustradores pudieran trabajar en un libro concreto, sino que les había ordenado que trabajaran en sus casas. Me di cuenta de que aquella orden debía de haber sido dada para el libro de mi Tío, pero guardé silencio. ¿Hasta qué punto quería sugerir algo el Maestro Osman?

– Nuri Efendi -llamó a un ilustrador pálido y jorobado-. ¡Hazle al señor Negro un estadillo!

El «estadillo» era una ceremonia que se realizaba durante cada una de las visitas que el Sultán efectuaba cada dos meses al taller para seguir de cerca lo que allí ocurría en aquellos tiempos tumultuosos. A Nuestro Sultán, acompañado por el Gran Canciller Hazim, el Cronista Imperial Lokman y el Gran Ilustrador Osman, se le informaba de lo que hacía cada uno de los maestros de los talleres, en qué páginas de qué libro se trabajaba, quién estaba dorando qué, quién coloreaba qué pintura, y de qué se encargaba exactamente cada uno de aquellos iluminadores, delineadores y doradores capaces de hacer cualquier cosa con infinito talento.

Me entristeció que en lugar de aquella ceremonia que ya no se realizaba se me ofreciera una imitación sólo porque el Cronista Imperial Lokman, autor de la mayoría de los libros que se iluminaban, estaba inútil por la edad y ya no podía salir de su casa, porque el Gran Ilustrador Osman estaba permanentemente perdido en una bruma de ira y resentimiento, porque los cuatro maestros llamados Mariposa, Aceituna, Cigüeña y Donoso trabajaban en sus casas y porque a Nuestro Sultán el taller ya no le excitaba como a un niño. Nuri Efendi, como muchos de los ilustradores, había envejecido sin vivir la vida y sin dominar su arte pero no se había quedado jorobado a fuerza de inclinarse sobre su atril en vano: siempre había seguido con cuidado todo lo que ocurría en los talleres y quién hacía qué hermosa página.

Así fue como por primera vez contemplé excitado las legendarias páginas del Libro de las festividades en las que se describían las ceremonias de las circuncisiones de los herederos de Nuestro Sultán. La historia de aquella celebración, que había durado cincuenta y dos días y en la que había participado todo Estambul con gente de todas las profesiones y gremios, había sido oída hasta en Persia, y yo había sabido del libro cuando todavía se estaba preparando.

En la primera pintura que me mostraron, Nuestro Sultán, Escudo del Mundo, sentado en el balcón del difunto Ibrahim Bajá, contemplaba con una mirada tolerante las festividades que se desarrollaban abajo, en el Hipódromo. Su rostro, aunque no tan detallado como para poder distinguirlo de los demás, había sido dibujado adecuadamente y con respeto. A la derecha de la doble página a cuya izquierda se encontraba Nuestro Sultán, se veía a los visires y a los embajadores persas, tártaros, francos y venecianos en ventanas y arcos. Todos tenían los ojos, dibujados aprisa y descuidadamente de manera que no enfocaran el objeto de sus miradas puesto que no eran el Sultán, fijos en el movimiento de la plaza. Luego vi que en otras pinturas se repetía la misma colocación y composición aunque la decoración de los muros, los árboles y las tejas variaran en diseño y color. Cuando los calígrafos terminaran de escribir el texto, se terminara con las ilustraciones y se encuadernara el libro, el lector, al pasar las páginas, vería en el Hipódromo un movimiento distinto en diferentes colores bajo la misma mirada atenta del Sultán y sus invitados, siempre en la misma postura.

Yo también lo vi: hombres peleándose por conseguir alguno de los cientos de cuencos de arroz que habían dejado allí, en el Hipódromo, y a otros asustados por los conejos y pájaros que habían surgido del interior del buey asado que se disponían a devorar. Vi al gremio de maestros artesanos del cobre montados en un carro pasando ante el Sultán golpeando el metal en un yunque cuadrado colocado sobre el pecho desnudo de uno de ellos, que yacía en el suelo del carro sin que sus martillos le golpearan. Vi vidrieros que pasaban ante Nuestro Sultán en su carro mientras decoraban el cristal con claveles y cipreses, a confiteros que llevaban camellos cargados con sacos de azúcar y loros de azúcar en sus jaulas y que recitaban dulces poesías al desfilar y ancianos cerrajeros que exponían en su carro todo tipo de cerraduras, pestillos, cerrojos y fallebas y que se quejaban de las desdichas de los nuevos tiempos y de las nuevas puertas. Tanto Mariposa como Cigüeña como Aceituna habían sido parte de los maestros que pintaron la página en la que se mostraba a los prestidigitadores: uno de ellos llevaba un huevo sobre un palo sin que se le cayera, como si lo llevara sobre una losa de mármol, al son de una pandereta que tocaba otro. En una pintura vi tal cual cómo el Gran Almirante Kiliç Ali Bajá había ordenado que los infieles que había capturado y hecho prisioneros en los mares construyeran una «montaña de los infieles», los había montado a todos en un carro y, justo cuando pasaban ante el Sultán, había hecho estallar la pólvora que había en el interior de la montaña para demostrar cómo sus cañones habían provocado lágrimas amargas en el país de los infieles. Vi cómo carniceros lampiños de cara de mujer vestidos con ropas a rayas rosa y berenjena sonreían a los rosados corderos desollados que llevaban colgando de los ganchos que sostenían en la mano. Los espectadores habían aplaudido a los domadores de leones que habían llevado un león encadenado ante el Sultán y lo habían enfurecido burlándose de él hasta que los ojos se le inyectaron en sangre y en la página siguiente, el león, que simbolizaba el Islam, perseguía a un cerdo pintado en gris y rosa que simbolizaba al cerdo infiel. Después de mirar largamente la pintura que mostraba a un barbero colgando cabeza abajo del techo de la barbería que había montado en el carro que pasaba ante el Sultán afeitando a su cliente mientras su aprendiz, vestido de rojo, esperaba una propina mientras sostenía un espejo y una jabonera de plata con jabón perfumado, pregunté quién era aquel magnífico ilustrador.

– Lo importante es que la pintura, con su belleza, remita a la riqueza de la vida humana y al amor, al respeto a los colores del mundo creado por Dios, a la meditación y a la piedad. La identidad del ilustrador no es importante.

¿Se comportaba de manera tan prudente Nuri el ilustrador, mucho más astuto de lo que había supuesto, porque había entendido que mi Tío me había enviado para investigar o simplemente repetía las palabras del Gran Ilustrador el Maestro Osman?

– ¿Todos estos dorados los hizo Maese Donoso? -le pregunté-. ¿Quién se encarga de los dorados ahora en su lugar?

Por el hueco de la puerta abierta que daba al patio interior comenzaron a llegar gritos y lamentos de niños. Abajo, uno de los jefes de sección debía de estar dándoles en la planta de los pies a algunos aprendices a los que hubieran atrapado con polvo de tinta roja en los bolsillos o una hoja de pan de oro disimulada en un papel, muy probablemente a aquellos dos que poco antes esperaban temblando de frío. Los ilustradores más jóvenes, que no dejaban escapar una ocasión para burlarse del prójimo, corrieron a la puerta para contemplar la escena.

– Si Dios quiere, antes de que los aprendices acaben de pintar de rosa el suelo de la plaza en esta pintura, tal y como ha ordenado nuestro Maestro Osman -me contestó precavidamente Nuri Efendi-, nuestro hermano Maese Donoso habrá regresado del lugar al que ha ido y terminará el dorado de estas dos páginas. Nuestro Maestro Osman le había pedido a Maese Donoso que cada vez pintara de un color diferente el suelo de tierra del Hipódromo. Rosa como la flor, verde de la India, amarillo azafrán o verde amarillento. Cualquiera que mire la primera pintura comprende que eso es una plaza y tiene que ser del color de la tierra, pero en la segunda o en la tercera pinturas pide otros colores que le alegren la vista. La iluminación se hace precisamente para alegrar la página.

En un rincón vimos una hoja de papel ilustrada que algún asistente había dejado allí. Trabajaba en una pintura de una sola página que mostraba a la flota partiendo a la guerra para algún Libro de las victorias , pero estaba claro que al oír los chillidos de sus compañeros, a los que les estaban destrozando a palos las plantas de los pies, había salido corriendo a mirar. La flota, que había dibujado con barcos todos iguales siguiendo un modelo, ni siquiera parecía flotar en el mar, pero aquella ausencia de naturalidad, aquella falta de viento en las velas, no provenía del modelo, sino de la falta de habilidad del joven ilustrador. Vi con tristeza que el modelo había sido arrancado salvajemente de un libro antiguo que no pude identificar, quizá un álbum. Estaba claro que al Maestro Osman nada le importaba mucho ya.

Cuando le llegó el turno a su propia mesa, Nuri Efendi me dijo orgulloso que acababa de terminar la iluminación del sello de un decreto imperial en el que había estado trabajando desde hacía tres semanas. El sello había sido dibujado en un papel en blanco para que no se supiera a quién iba a ser enviado ni con qué intención. Observé respetuosamente la iluminación. Sabía que en el este muchos bajas de mal carácter habían abandonado la idea de rebelarse al ver aquella belleza tan noble y llena de fuerza del sello del Sultán.

Luego vimos las últimas maravillas terminadas por el calígrafo Cemal, pero pasamos rápidamente por ellas para no darles la razón a aquellos enemigos del color y las ilustraciones que dicen que el auténtico arte es la caligrafía y que la pintura es sólo una excusa para que resalte.

El pautador Nasir estaba estropeando en lugar de repararla una pintura de un Cinco poemas de Nizami de la época de los hijos de Tamerlán en la que se mostraba cómo Hüsrev veía desnuda a Sirin mientras ella se bañaba.

Un anciano maestro de noventa y dos años, medio ciego y que no tenía otra historia que contar sino que hacía sesenta años había besado en Tabriz la mano del Maestro Behzat y que el legendario maestro estaba ciego y borracho por aquel entonces, nos mostró con sus propias manos temblorosas la decoración del estuche que estaba preparando como regalo de las fiestas para Nuestro Sultán en cuanto lo terminara tres meses más tarde.

Un silencio envolvió todo el taller donde cerca de ochenta ilustradores, estudiantes y aprendices trabajaban en las estrechas celdas del piso bajo. El silencio que seguía a las palizas, del cual había escuchado tantos otros parecidos; un silencio roto a veces por una carcajada o una broma irritantes, a veces por un par de hipidos o por un sollozo ahogado previo al llanto que recuerdan a los maestros calígrafos las palizas que se llevaron en sus tiempos de aprendices. Pero por un momento el maestro medio ciego de noventa y dos años me hizo sentir algo más profundo, la sensación de que allí, lejos de todas las guerras y todos los tumultos, todo estaba llegando a su fin. Justo antes del Juicio Final se produciría un silencio parecido.

La pintura es silencio para la mente y música para los ojos.

Mientras le besaba la mano para despedirme no sólo sentía un enorme respeto por el Maestro Osman, sino también algo distinto que trastornaba mi alma: una pena mezclada con admiración del tipo de la que podemos sentir por un santo; un extraño sentimiento de culpabilidad. Quizá porque mi Tío, que pretendía que se imitara el estilo de los maestros francos abiertamente o en secreto, era su rival.

Al mismo tiempo decidí que aquélla era la última vez que veía vivo al gran maestro y le hice una pregunta deseoso de gustarle y alegrarle:

– Gran maestro, señor, ¿qué es lo que diferencia a un ilustrador auténtico de uno cualquiera?

Creía que el Gran Ilustrador, acostumbrado a ese tipo de preguntas un tanto aduladoras, me daría una respuesta evasiva si es que no se había olvidado ya por completo de mí.

– No hay un criterio único que permita diferenciar al auténtico ilustrador de aquel que no tiene habilidad ni fe -respondió muy serio-. Cambia según la época. No obstante, son importantes la destreza y la moralidad con las que se enfrentará a los malvados designios que amenazan nuestro arte. Para comprender hoy hasta qué punto es auténtico un joven ilustrador, yo le preguntaría tres cosas.

– ¿Cuáles?

– Influido por los chinos y los francos, ¿insiste en tener unas maneras personales, un estilo propio, según las nuevas costumbres? Como ilustrador, ¿pretende tener unas formas que le distingan de los demás, un talante particular y además intenta demostrarlo firmando en algún lugar de su obra como hacen los maestros francos? Para comprenderlo, primero le preguntaría sobre el estilo y las firmas.

– ¿Y después? -le pregunté respetuosamente.

– Después me gustaría saber qué siente ese ilustrador cuando los shas y sultanes que nos han encargado los libros mueren y los volúmenes cambian de manos, son hechos pedazos y las escenas que hemos pintado se usan en otros libros y en otros tiempos. Es algo tan sutil que precisa una respuesta más allá del simple alegrarse o entristecerse. Así pues, le preguntaría sobre el tiempo. Sobre el tiempo de la pintura y el tiempo de Dios. ¿Me entiendes, hijo?

No. Pero no se lo dije y en su lugar le pregunté:

– ¿Y tercero?

– ¡Lo tercero es la ceguera! -me contestó el Gran Maestro y Gran Ilustrador Osman, y guardó silencio, como si lo que acababa de decir fuera algo tan evidente que no necesitaba el menor comentario.

– ¿Qué tiene que ver la ceguera? -le pregunté avergonzado.

– La ceguera es el silencio. Si unes las dos preguntas que acabo de hacer surge la ceguera. Es lo más profundo de la pintura, es ver lo que aparece en la oscuridad de Dios.

Guardé silencio y salí de allí. Bajé las escaleras heladas sin darme prisa. Sabía que les preguntaría a Mariposa, Aceituna y Cigüeña las tres grandes preguntas de aquel gran maestro, no sólo para iniciar la conversación, sino para intentar comprender mejor a aquellos hombres de mi edad que eran leyendas en vida.

Pero no me dirigí de inmediato a las casas de los maestros ilustradores. Me encontré con Ester en un lugar cercano al barrio judío, en un mercado en una colina desde la que se divisaba el punto en el que el Cuerno de Oro se abre al Bósforo. Ester estaba exultante sumergida entre la multitud de esclavas que iban a la compra, las mujeres que vestían el descolorido y amplio caftán de los barrios pobres, las zanahorias, los membrillos y los manojos de cebollas y nabos, con el vestido rosa que las judías estaban obligadas a llevar en público, con su enorme cuerpo en movimiento, sin cerrar la boca y enviándome señales moviendo vertiginosamente los ojos y las cejas.

Se metió en los zaragüelles la carta que le entregué con unos gestos tan misteriosos y tan expertos que parecía que el mercado entero nos estuviera observando. Me dijo que Seküre pensaba en mí. Aceptó su propina y cuando le dije «Por Dios, date prisa. Llévasela directamente», me señaló su atadillo como explicando que tenía muchas más cosas que hacer y me contestó que sólo podría llevarle la carta a Seküre poco antes de mediodía. Le pedí que le dijera que había ido a ver a los tres grandes y jóvenes maestros.

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