Me Llamo Rojo - Pamuk Orhan 33 стр.


33. Me llamo Negro

Cuando mi viuda, huérfana y triste Seküre se alejó con pasos ligeros como plumas, me quedé rodeado por el silencio de la casa del Judío Ahorcado con el perfume de almendras y los sueños de matrimonio que me había dejado. Mi mente estaba absolutamente confusa pero funcionaba a una velocidad que casi me provocaba dolor. Yo también regresé corriendo a mi casa sin ni siquiera poder lamentar lo suficiente la muerte de mi Tío. Por un lado me corroía el gusano de la sospecha de que Seküre me estaba engañando y utilizándome como parte de una enorme conspiración, y por otro los sueños de un matrimonio feliz no desaparecían de mi vista.

Después de darle un poco de conversación a la dueña de mi casa, que me esperaba en el umbral con la intención de someterme a un interrogatorio para descubrir adonde había ido y de dónde venía a aquellas horas de la mañana, saqué veintidós monedas de oro venecianas que tenía en el forro del fajín que había escondido en el colchón y me los metí en la faltriquera con dedos temblorosos. Al salir de nuevo a la calle comprendí que los ojos húmedos, tristes y negros de Seküre no se me irían de la cabeza en todo el día.

Primero cambié cinco de aquellos leones venecianos en un cambista judío siempre sonriente. Luego regresé sumido en mis pensamientos al barrio donde estaba la calle de la casa en la que me esperaban mi Tío muerto y Seküre con sus niños y cuyo nombre no os he mencionado hasta ahora porque no me gusta (ahora lo digo: Yakutlar). Mientras caminaba por las calles como si corriera, un alto plátano me miró con desprecio por ir contento como unas campanillas forjando sueños y proyectos maravillosos de matrimonio el mismo día en que mi Tío había muerto. En eso, la fuente del barrio, que funcionaba lanzando silbidos porque el hielo se estaba derritiendo, me dijo: «No hagas caso, arregla tus asuntos e intenta ser feliz». «Muy bien, pero -me arañó la mente un gato negro de mal agüero que se estaba lamiendo en un rincón- todo el mundo, incluido tú, sospecha que has tenido algo que ver en la muerte del Tío».

El gato dejó de lamerse y por un instante su mirada mágica se cruzó con la mía. Ya sabéis lo insolente que puede ser un gato de Estambul porque la gente los malcría.

Encontré al señor Imán, que siempre parecía somnoliento porque tenía caídos los párpados de sus enormes ojos negros, no en su casa, sino en el patio de la mezquita del barrio, le dirigí una pregunta legal bastante corriente, cuándo era obligatorio y cuándo optativo testificar en un tribunal, y escuché la respuesta que me dio con un tono bastante presuntuoso elevando las cejas como si la oyera por primera vez. El señor Imán me explicó que, si en un caso existen otros testigos, el testimonio es opcional pero, si sólo hay uno, testificar es una orden de Dios.

– Pues precisamente ése es mi problema -dije entrando directamente al asunto. En una situación en la que todo el mundo estaba al tanto, los testigos se escudaban en esa excusa de que el testimonio es voluntario, se hacían de rogar, no acudían al tribunal y por esa razón los asuntos de ciertas personas a las que yo quería ayudar no se atendían con la necesaria rapidez.

– Bueno -me respondió el señor Imán-, abre un poco tu bolsa.

La abrí y le mostré las monedas venecianas de oro que había en su interior. A todos nos iluminó el brillo del oro, incluidos el amplio patio de la mezquita y el rostro del imán. Me preguntó cuál era el problema.

Le expliqué quién era yo y añadí:

– El señor Tío está enfermo. Antes de morir quiere que su hija sea declarada oficialmente viuda y que se le otorgue una pensión.

Ni siquiera hizo falta que mencionara al cadí suplente de Üsküdar. El señor Imán lo comprendía todo perfectamente, de hecho ya hacía tiempo que el barrio entero sufría por la desdichada señora Seküre y en realidad debería haberse hecho algo bastante antes. En lugar de tener que buscar el segundo testigo necesario para la separación legal en la puerta del cadí de Üsküdar, el señor Imán llevaría a su propio hermano. Si ahora le daba una moneda de oro para su hermano, que vivía en el barrio y que estaba al tanto de los problemas de Seküre y sus encantadores huérfanos, habría hecho una obra de caridad con él. Le mostré al señor Imán dos piezas de oro para él, y, en cuanto al segundo testigo, me ofrecía una buena rebaja, así que enseguida nos entendimos. El señor Imán fue a buscar a su hermano.

El resto del día se pareció en parte a esas historias de persecuciones que había visto narrar y representar a los cuentistas ambulantes en los cafés de Alepo. Ni siquiera los que se hacen escribir esas historias en pareados se las toman demasiado en serio aunque estén escritas con hermosa caligrafía porque contienen demasiadas aventuras y demasiadas trampas y jamás se las hacen ilustrar. En cuanto a mí, reuní las aventuras de aquel día en cuatro escenas en las páginas de mi mente y las ilustré.

EN LA PRIMERA ESCENA el ilustrador debería pintarnos en la barca roja de cuatro remos a la que nos habíamos subido en Unkapani y con la que íbamos a Üsküdar, en medio de las aguas del Bósforo y entre los remeros de enormes bigotes y fuertes brazos. Mientras el imán y su flaco hermano de rostro sombrío se mostraban felices por el imprevisto paseo y bromeaban con los remeros, yo, pobre de mí, desde la proa de la barca, ante mí el sueño de un matrimonio feliz y eterno, observaba temeroso el fondo de las corrientes aguas del Bósforo, que parecían más transparentes de lo habitual en aquella soleada mañana de invierno, en busca de alguna ominosa señal, por ejemplo un barco pirata hundido. Así pues, por alegres que fueran los colores que el ilustrador empleara al pintar el mar y las nubes, debería colocar en el fondo del Bósforo algo oscuro que equivaliera a mis temores, tan violentos como mis sueños de felicidad, por ejemplo, un pez espantoso, de manera que el lector de mis aventuras no se creyera que en ese momento todo era de color de rosa.

NUESTRA SEGUNDA ilustración debería incluir detalles dignos de Behzat como esas pinturas tan minuciosas y bien compuestas que muestran los palacios de los sultanes, las reuniones del Consejo, las recepciones a los embajadores francos o los multitudinarios interiores de las casas, o sea, la pintura debería tener en cuenta la ironía y la bufonada. Es decir, en la pintura debería verse en un rincón cómo el señor Cadí hace un gesto abriendo la mano como para que me detenga implicando que nunca jamás aceptará mi soborno mientras con la otra mano se mete en el bolsillo mis monedas venecianas con gesto tímido y al mismo tiempo debería estar representado en la pintura el resultado de dicho soborno: el señor Sahap, el sustituto shafií del cadí de Üsküdar sentado en su lugar. Sólo la habilidad de un ilustrador inteligente a la hora de componer la página permitiría mostrar simultáneamente hechos que se sucedieron en el tiempo. Y así, la mirada que primero viera, por ejemplo, cómo entregaba el soborno, al ver en otro lugar de la pintura al sustituto del cadí sentado en un almohadón, comprendería de inmediato, aunque no hubiera leído nuestra historia, que el señor Cadí se había echado al bolsillo las dos monedas venecianas y le había cedido su lugar a su sustituto shafií para que divorciara a Seküre.

LA TERCERA ilustración debería mostrar la misma escena pero en esta ocasión deberían usarse adornos al estilo chino al decorar las paredes, con ramas retorcidas que no dejaran el menor hueco, y habría que colorearlas con tonos más oscuros y habría que colocar sobre el juez sustituto nubes de color para que se supiera que en la historia había algún tipo de enredo. El imán y su hermano, que aunque se presentaron ante el cadí sustituto de uno en uno tendrían que ser representados al mismo tiempo en la pintura, explicaron de tal manera que el marido de la triste Seküre llevaba cuatro años sin regresar de la guerra, que Seküre se hallaba sumida en la pobreza porque su marido no había cuidado de ella, que sus dos hijos huérfanos se encontraban llorosos y hambrientos, que como todavía se la consideraba casada no había surgido ningún pretendiente que pudiera asumir la labor de padre de aquellos huérfanos y que además, como todavía estaba casada, Seküre ni siquiera podía pedir dinero prestado sin el permiso de su marido, que incluso los sordos muros la habrían divorciado de inmediato entre lágrimas, pero aquello no afectó a ese sustituto sin corazón que preguntó quién era el tutor de Seküre. Tras un momento de indecisión intervine diciendo que su venerable padre, que había sido mensajero y embajador de Nuestro Sultán, seguía vivo.

– ¡Sin que él venga al tribunal jamás podré divorciarla!

Nervioso, le expliqué que el señor Tío se encontraba agonizante en su cama, que su última petición a Dios había sido ver divorciada a su hija y que había delegado en mí para que le representara.

– ¡Y para qué lo del divorcio! -dijo el sustituto-. Para qué insiste tanto un hombre en el lecho de muerte en que su hija se divorcie de su marido, que de hecho hace ya mucho que ha desaparecido en la guerra. Mira, si hubiera un pretendiente de confianza que se casara con su hija y le proporcionara un buen futuro, entonces lo entendería porque su deseo no se quedaría sin cumplir.

– Lo hay, señor cadí.

– ¿Quién?

– ¡Yo!

– ¿Cómo es posible? Pero si eres el representante del padre -dijo el cadí sustituto-. ¿A qué te dedicas?

– He sido secretario, encargado de correspondencia y ayudante de tesorero de diversos bajas en las provincias del este. Acabo de terminar un libro sobre las guerras con los persas que voy a presentar a Nuestro Sultán. Entiendo de pintura e ilustraciones. Llevo veinte años consumiéndome de amor por esta muchacha.

– ¿Eres pariente suyo?

Me sentí tan avergonzado de haber llegado al punto de tener que implorar, en un momento en el que no me lo esperaba, a un cadí sustituto, de tener que exponer mi vida como un objeto sin secreto ni misterio alguno que se arroja sobre la mesa, que guardé silencio.

– Respóndeme en lugar de ponerte rojo como un rábano. Si no, no le concederé el divorcio.

– Es la hija de mi tía materna.

– Hmmm, entiendo. ¿Podrás hacerla feliz?

Mientras me lo preguntaba hizo un gesto vulgar con la mano. Mejor será que el ilustrador no pinte semejante vulgaridad. Basta con que muestre lo que me ruboricé.

– Me las apaño.

– Como soy de la escuela shafií, no veo nada contrario al Libro o a la fe en divorciar a esta desdichada Seküre, cuyo marido lleva cuatro años sin regresar de la guerra -dijo el cadí sustituto-. Queda divorciada. A partir de ahora, aunque su marido vuelva de la guerra no podrá reclamar ningún derecho sobre ella.

La ilustración siguiente, o sea, LA CUARTA, debería mostrar cómo el cadí sustituto registraba el divorcio en el libro poniendo en marcha un obediente ejército de letras en tinta negra y cómo después sellaba y me entregaba un documento que certificaba que mi Seküre era oficialmente viuda a partir de ese instante y que no existía la menor objeción en que volviera a casarse de inmediato. El refulgir de la felicidad que sentí en ese momento en mi corazón no podría expresarse ni pintando las paredes del juzgado de rojo ni colocando la ilustración en recuadros rojo sangre. Tomé el camino de vuelta corriendo entre la multitud de hombres, acompañados por los correspondientes testigos falsos, que se había reunido a toda prisa a la puerta del cadí para conseguir el divorcio de sus hermanas o sus hijas.

Cruzamos el Bósforo y, mientras subíamos directamente hacia el barrio de Yakutlar, me deshice del solícito señor Imán, que se ofrecía también a casarnos, y de su hermano. Fui a todo correr hasta la calle de mi Seküre porque me daba cuenta de que todos aquellos que veía andaban enredando a mis espaldas envidiosos de la increíble felicidad que había alcanzado. ¿Cómo habrían podido comprender esas cornejas agoreras que en la casa había un muerto para andar dando saltitos tan tranquilas por las tejas? Me dolía el corazón por no ser capaz de lamentar lo suficiente la muerte de mi Tío y no haber vertido siquiera una lágrima por él, pero me di cuenta de inmediato de que todo iba bien por la puerta y los postigos fuertemente cerrados, por el silencio, incluso por el granado.

Supongo que os habréis dado cuenta de que actuaba instintivamente a toda velocidad. Lancé a la puerta del patio una piedra que había recogido del suelo, ¡pero fallé! Lancé otra piedra a la casa y acerté en el tejado. Furioso, sometí la casa a una lluvia de pedradas. En eso se abrió una ventana. Era la misma ventana del segundo piso en la que había visto por primera vez a Seküre por entre las ramas del granado hacía cuatro días, el miércoles. Apareció Orhan y por los huecos de los postigos pude oír que Seküre le reñía, luego la vi a ella misma. Por un momento nos miramos esperanzados. Qué encantadora, qué hermosa. Me hizo un gesto que podía significar que esperara y cerró la ventana.

Aún quedaba mucho para el anochecer; la aguardé en el jardín vacío lleno de esperanza admirando la belleza del mundo, de los árboles y de la calle fangosa. Sin que pasara mucho llegó Hayriye, vestida y cubierta, no como una esclava, sino como una señora. Nos retiramos tras las higueras sin acercarnos demasiado el uno al otro.

– Todo va bien -le dije, y le mostré el documento que me había entregado el cadí-. Seküre está divorciada. Si ahora hay un imán de algún otro barrio -iba a decir que pueda encontrar, pero de repente cambié de opinión-. Hay un imán que viene de camino. Que Seküre esté preparada.

– La señora Seküre quiere que, por poco que sea, la boda se celebre, que la gente del barrio venga a la casa y que haya una procesión nupcial. Hemos hecho arroz a la cazuela con almendras y orejones.

Estaba entusiasmada y quizá hubiera seguido contándome lo que habían cocinado, pero la interrumpí:

– Si se le da tanto bombo a la boda, Hasan y sus hombres se enterarán, atacarán la casa durante la boda, armarán un escándalo, anularán el matrimonio y no podremos hacer nada. Habremos metido bien la pata. Y no sólo debemos tener cuidado con ese Hasan y su suegro, sino también con el demonio que asesinó al señor Tío. ¿O es que no tenéis miedo?

– ¿Cómo no vamos a tenerlo? -y empezó a llorar.

– No le diréis nada a nadie -continué-. Coged el cadáver del Tío, ponedle el camisón, haced la cama y acostadlo, no como si estuviera muerto, sino como si estuviera enfermo, colocad a su cabecera vasos y jarabes y cerrad los postigos. Que no haya ninguna lámpara encendida en su habitación de manera que en la boda el padrino de Seküre pueda ser su padre enfermo. La boda no se celebrará, en el último momento llamaréis a cuatro o cinco vecinos, eso es todo. Y cuando los llaméis les diréis que ése es el último deseo del señor Tío… Esta no va a ser una boda feliz, sino bañada en lágrimas. Si no somos capaces de conseguirlo, nos separarán y a ti te castigarán, ¿lo entiendes?

Asintió con la cabeza, llorando. Le dije que iba a montar mi caballo blanco, a recoger a los testigos y que estaría de vuelta sin que pasara mucho, que Seküre estuviera lista, que a partir de ahora yo sería el señor de la casa y que ahora iba al barbero. No tenía nada de aquello planeado de antemano. Todo se me venía a la cabeza según lo decía y creía, tal y como había sentido en varias batallas, que era un siervo de Dios amado y favorecido por Él, que Él me protegía y que por eso todo iría bien. Una vez que sientes una confianza así en tu interior, haces lo primero que se te ocurre y lo que te dicta tu corazón y todo sale bien.

Salí del barrio de Yakutlar, caminé cuatro calles en dirección al Cuerno de Oro y en el barrio vecino me encontré al imán de la mezquita de Yasin Bajá, un hombre de barba negra y rostro iluminado, persiguiendo con el palo de una escoba a unos perros desvergonzados por el fangoso patio. Le expliqué mi problema, que por la voluntad de Dios el último deseo del padre moribundo de la hija de mi tía era que yo me casara con ella y le hice saber que hoy mismo la muchacha se había divorciado de su marido, que nunca había vuelto de la guerra, por decisión del cadí de Üsküdar. A la objeción del imán de que según la ley la mujer casada debe esperar un mes después de divorciarse antes de volverse a casar, le respondí diciéndole que no había la menor posibilidad de que su antiguo marido hubiera dejado embarazada a Seküre puesto que llevaba cuatro años ausente y añadí, mostrándole el documento que me había entregado, que, de hecho, el cadí de Üsküdar la había divorciado esa mañana con ese objeto. El señor Imán puede estar seguro de que no existe el menor impedimento para esta boda, le dije. Sí, era pariente consanguíneo de la novia, pero el que fuera hija de mi tía no era un obstáculo para la boda; su matrimonio anterior había sido anulado por completo; entre nosotros no había diferencias ni de religión, ni de clase, ni de fortuna. Si aceptaba las monedas de oro que le ofrecía y celebraba nuestra boda abiertamente ante el barrio entero habría hecho además una obra de caridad con los huérfanos de una viuda. ¿Le gustaba al señor Imán el arroz con almendras y orejones?

Sí que le gustaba, pero seguía con la mirada fija en los perros del patio. Aceptó las monedas de oro. Se pondría la ropa indicada para la boda, se arreglaría la barba, el pelo y el turbante y vendría para celebrar el matrimonio. Me preguntó por la casa y yo le indiqué la dirección.

Por muy apresurada que sea la boda con la que se lleva doce años soñando, ¿qué hay más natural que el hecho de que el novio olvide todas sus inquietudes y preocupaciones y se entregue a las amables manos y a la dulce charla de un barbero para el afeitado de bodas? El barbero al que me llevaron mis pasos estaba en Aksaray, por la parte del mercado, en la calle de la casa destartalada que mis difuntos tíos y la hermosa Seküre habían abandonado años después de que pasara nuestra infancia. Era el mismo barbero con el que había cruzado una mirada el primer día de mi regreso tras años de ausencia, cinco días atrás, y ahora me abrazó al entrar y, como haría un auténtico barbero de Estambul, en lugar de preguntarme por dónde había andado perdido aquellos doce años, llevó la conversación a los últimos chismorreos del barrio y a la conclusión última que señala el lugar al que todos llegaremos al final de ese viaje tan lleno de sentido al que llamamos vida.

No voy a decir que parecía que había estado ausente doce días en lugar de doce años. Nuestro maestro barbero había envejecido, por el baile tembloroso sobre mis mejillas de la navaja que sostenía en las manos cubiertas de manchas se veía que se había dado en exceso a la bebida y además había tomado un aprendiz de tez rosada, bellos labios y ojos verdes que observaba con admiración a su maestro. El establecimiento estaba más limpio y ordenado con respecto a doce años atrás. Después de hervir agua y llenar con ella el bidón que colgaba del techo con una cadena nueva, me lavó la cara y el pelo usando el grifo que había en el fondo del bidón. Las amplias y viejas palanganas estaban bien estañadas, el brasero estaba limpio y sin rastro de óxido y las navajas de mango de ágata, bien afiladas. Llevaba a la cintura un paño limpísimo de seda, algo a lo que se habría negado doce años antes. Pensé que al tomar aquel delicado aprendiz de cuerpo grácil y bastante alto para su edad, el dueño había logrado darle a su establecimiento y a su propia vida un cierto orden e inevitablemente me sumí en ensoñaciones de que el matrimonio da al hombre soltero una nueva vitalidad y una prosperidad que no sólo se refleja en su casa, sino también en el lugar de trabajo y en el trabajo mismo, y me entregué a los placeres jabonosos, de agua caliente y de aroma de rosas, de ser afeitado.

No sé cuánto tiempo pasó; fundido en el calor del brasero que calentaba agradablemente el pequeño establecimiento y en las diestras manos del barbero, parecía que la vida, después de tantos tormentos, hoy de repente hubiera decidido ofrecerme el mayor regalo sin esperar nada a cambio, así que le di las gracias a Dios Nuestro Señor y ya me disponía a ponerme en marcha sintiendo una profunda curiosidad por saber de qué extraño equilibrio, de qué misteriosa balanza habría surgido el mundo que Él había creado, y sintiendo también pena y dolor por mi Tío, que yacía muerto en una cama en la casa de la cual me disponía a ser señor poco después, cuando hubo una agitación en la puerta que el barbero tenía permanentemente abierta; me volví a mirar: ¡Era Sevket!

Me alargaba un papel con un gesto nervioso, pero seguro de sí mismo. Lo leí sin poder decirle nada, esperando lo peor, con el corazón estremecido por vientos helados:

Si no hay procesión nupcial no me caso. Seküre.

Agarré a la fuerza del brazo a Sevket y lo senté en mi regazo. Me habría gustado escribirle a mi Seküre: «¡A tus órdenes, amor mío!». Pero ¿cómo iba a haber recado de escribir en el establecimiento de un barbero analfabeto? Así pues, con una prudencia calculadora le susurré a Sevket al oído que le dijera a su madre que estaba de acuerdo. Todavía susurrando le pregunté cómo estaba su abuelo.

– Está dormido.

Ahora me doy cuenta de que tanto Sevket como vosotros sospechabais de mí a causa de la muerte de mi Tío (por supuesto, Sevket sospechaba otras cosas también). ¡Qué lástima! Le besé a la fuerza. Sevket se fue sin que yo le gustara lo más mínimo. Y durante la boda estuvo todo el rato mirándome hostil de lejos embutido en su ropa de fiesta.

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