Me Llamo Rojo - Pamuk Orhan 40 стр.


– Si se registran los hogares y los lugares de trabajo de esos maestros ilustradores y la página perdida aparece en alguno de ellos, se sabrá enseguida que Negro tenía razón -dije-. Pero si siguen siendo mis hijos queridos, mis ilustradores de manos milagrosas, a quienes conozco desde que eran aprendices, ninguno de ellos sería capaz de hacer daño a nadie.

– Registraremos palmo a palmo, hasta el fondo, las casas, los lugares de trabajo, las tiendas, si es que las tienen, todo lo que pertenezca a Aceituna, a Cigüeña y a Mariposa -dijo el Comandante de la Guardia usando de manera burlona los sobrenombres que yo les había dado con tanto amor-. Y los de Negro… -luego adoptó una expresión de desesperación-. Gracias a Dios hemos conseguido permiso del señor Cadí para recurrir a la tortura en esta difícil situación. Ha dicho que la tortura es acorde a la ley teniendo en cuenta que ha sido asesinada una segunda persona relacionada de cerca con los ilustradores, lo cual hace que estén todos bajo sospecha, del aprendiz al maestro.

Medité en silencio: 1. Si decía que la tortura era acorde a la ley, era porque Nuestro Sultán no les había dado permiso personalmente. 2. Si el cadí consideraba que todos los ilustradores estaban bajo sospecha, y si tenemos en cuenta que yo, como jefe de los talleres, había sido incapaz de descubrir y entregar al culpable, eso significaba que se sospechaba de mí también. 3. Comprendía que me pedían mi aprobación, expresa o tácita, antes de torturar a los miembros del taller del cual era jefe, a mis queridos Mariposa, Aceituna, Cigüeña y a los demás, quienes, por otra parte, me habían estado traicionando en los últimos años.

– Como Nuestro Sultán quiere que se terminen como es debido no sólo el Libro de las festividades sino también este otro que ahora sabemos que aún está a medias -dijo el Tesorero Imperial-, nos preocupa que la tortura pueda afectar a las manos, a los ojos o al talento de los maestros -se volvió hacia mí-. ¿Es así?

– Se produjo una situación similar hace relativamente poco -dijo con rudeza el Comandante de la Guardia-. Uno de los orfebres y joyeros que se encargan de las reparaciones atendió a las tentaciones del Diablo, se encaprichó como un niño de una taza de café con el asa de rubí de Necmiye Sultán, la hermana de Nuestro Soberano, y la robó. Como el hurto, que sumió en la tristeza a la hermana del Sultán, a quien le gustaba mucho la taza, se produjo en el palacio de Üsküdar, Nuestro Señor me encargó del asunto. Me di cuenta de que tanto Nuestro Sultán como Necmiye Sultán estaban sumamente preocupados por el talento, los ojos y los dedos de los maestros joyeros y orfebres. De inmediato ordené que desnudaran a los maestros joyeros y que los arrojaran entre los hielos y las ranas del congelado estanque de Palacio. De vez en cuando los sacaba y los azotaba con violencia pero teniendo cuidado de que no se les tocaran la cara ni las manos. Poco después el joyero que había sucumbido a la tentación confesó su culpa y aceptó su castigo. Pero ni los ojos ni los dedos de los demás maestros joyeros, a pesar del agua helada, del frío y de los azotes, sufrieron el menor daño porque tenían el corazón puro. Incluso el sultán me dijo que su hermana estaba muy contenta y que los joyeros trabajaban con más alegría ahora que se había arrancado la mala hierba de entre ellos.

Estaba seguro de que el Comandante de la Guardia se portaría con mayor dureza con mis maestros ilustradores que con los joyeros. Por mucho respeto que sintiera por el entusiasmo de Nuestro Sultán por los libros, pensaba que el único arte respetable era la caligrafía y, como muchos otros, despreciaba la ilustración y la pintura en general como algo que se movía en las fronteras de la herejía, como algo innecesario que debía ser castigado, incluso como algo digno de mujeres.

– Mientras usted sigue al mando, todavía en plenitud de sus fuerzas, sus queridos ilustradores ya han empezado a enredar para ver quién será gran ilustrador después de su muerte -dijo para provocarme.

¿Había un nuevo rumor, un nuevo enredo que desconocía? Me contuve y guardé silencio. El Tesorero Imperial se daba cuenta de sobra de la furia que sentía hacia él por haberle encargado el libro a mis espaldas a aquel difunto medio imbécil y hacia mis compañeros ilustradores, unos desagradecidos que se habían prestado a pintar en secreto para aquel libro con el objeto de conseguir su favor y cuatro o cinco ásperos de más.

En cierto momento me descubrí imaginándome qué tipo de torturas se les podría infligir a mis ilustradores. En las torturas de un interrogatorio no arrancan la piel porque eso no tiene vuelta atrás, ni empalan, como se hace con los rebeldes, porque eso es más bien una manera de matar para dar ejemplo; tampoco era posible que a los ilustradores les rompieran en pedazos brazos, piernas y dedos. Por lo que había podido entender por los tuertos que había comenzado a ver menudear por las calles de Estambul, eso era algo que se hacía mucho en los últimos tiempos, pero, por supuesto, tampoco era lo más adecuado para maestros ilustradores. Así pues comencé a imaginarme a mis queridos ilustradores tiritando entre los nenúfares en un estanque frío como el hielo en algún recóndito rincón de los Jardines Privados mirándose unos a otros con odio y de repente me apeteció echarme a reír. Pero se me encogió el corazón al imaginar cómo aullaría Aceituna cuando le marcaran las carnes con un hierro al rojo y cómo empalidecería la piel de mi querido Mariposa encadenado en una mazmorra. Ni siquiera fui capaz de pensar que le dieran bastinado como a un vulgar aprendiz de ladrón a mi querido Mariposa, cuyo talento y amor por la pintura hacían que a veces se me saltaran las lágrimas, y me quedé petrificado.

Por un momento mi anciana mente se calló hechizada por el profundo silencio que había en su interior. En tiempos pintábamos juntos con amor olvidados de todo.

– Son los mejores maestros ilustradores de Nuestro Sultán -les dije-No se ensañen con ellos.

El Tesorero Imperial se levantó complacido de su asiento, cogió una pila de papeles de un atril que había en el otro extremo de la habitación, los puso ante mí y, como si la habitación estuviera a oscuras, colocó a mi lado dos grandes candelabros con velas gruesas cuyas llamas ondeaban. Eran las famosas ilustraciones.

¿Cómo podría explicaros lo que vi mientras pasaba mis lentes sobre ellas? Me apetecía reírme, pero no porque fueran cómicas. Me sentía furioso, pero no porque fueran algo que hubiera que tomar en serio. Era como si el señor Tío les hubiera dicho a mis maestros ilustradores que pintaran no como si fueran ellos, sino como si fuesen otros. Como si les hubiera forzado a recordar cosas que nunca hubieran poseído, a que soñaran un futuro que nunca hubieran querido vivir. Y lo más increíble era que se estaban matando por aquellas ridiculeces.

– ¿Podría decirnos observando estas ilustraciones cuáles pertenecen al pincel de qué ilustrador? -me preguntó el Tesorero Imperial.

– Sí -le repuse furioso-. ¿Dónde han encontrado estas pinturas?

– Las trajo el propio Negro y me las entregó. Intenta limpiar su nombre y el de su difunto Tío.

– Tortúrenlo cuando lo interroguen -le dije-. Veamos qué otros secretos ocultaba su difunto Tío.

– Hemos enviado un hombre para que lo traiga -dijo entusiasmado el Comandante de la Guardia-. Registraremos la casa entera del recién casado a sus espaldas.

Luego en los rostros de ambos apareció una extraña luz, un rayo de miedo y admiración, y se pusieron en pie de un salto.

Sin necesidad de darme la vuelta comprendí que había entrado Su Majestad Nuestro Sultán, Escudo del Mundo.

39. Me llamo Ester

¡Qué bonito es llorar todas juntas! Durante el funeral del padre de mi pobre Seküre se reunieron en su casa familia, parientes, comadres y amigas, y mientras ellas lloraban yo también estuve largo rato golpeándome el pecho y derramando lágrimas. A veces me apoyaba en la hermosa muchacha que tenía a mi lado y lloraba balanceándome dulcemente con ella y a veces cambiaba de tono y derramaba lágrimas suspirando por mi vida miserable y por mis propios problemas. Si pudiera llorar así una vez por semana me olvidaría de que tengo que pasarme el día andando por las calles para ganarme el pan, de las burlas que me dedican por ser gorda y judía y me convertiría en una Ester todavía más parlanchína de lo habitual.

También me gustan las ceremonias, tanto porque puedo olvidarme de que soy una oveja negra en medio de la multitud, como porque puedo comer hasta hartarme. Me encantan el baklava , la pasta de menta, el pan con dulce de almendras y los frutos secos de los días de fiesta; el arroz con carne y los hojaldres de las circuncisiones; tomar zumo de cerezas en los desfiles de Nuestro Sultán en el Hipódromo; picotear el turrón de sésamo, miel y almizcle que envían los vecinos después de los entierros.

Salí en silencio hasta la antesala, me puse los zapatos y bajé al piso inferior. Antes de volver a la cocina oí un ruido extraño por la puerta medio abierta de la habitación que había junto al establo, di un par de pasos, miré dentro y vi que Sevket y Orhan habían atado con cuerdas al hijo de una de las mujeres que lloraban en el piso de arriba y que le estaban pintando la cara con uno de los viejos pinceles del difunto. «Si intentas escapar, te pegaremos así», dijo Sevket dándole una bofetada al niño.

– Hijo mío, ¿no podríais jugar tranquilitos sin haceros daño? -le dije con mi voz más aterciopelada y falsa.

– ¡Tú no te metas! -me gritó Sevket.

Junto a ellos vi a la hermana del chico al que estaban zurrando, una niña rubia, pequeña y asustada, y por alguna extraña razón me sentí completamente identificada con ella. ¡Olvídate de todo, Ester!

En la cocina Hayriye me miró de arriba abajo suspicaz.

– Estoy seca de tanto llorar, Hayriye -le dije-. Dame un vaso de agua, por el amor de Dios.

Me lo dio en silencio. Antes de beber la miré a los ojos, hinchados por el llanto.

– Pobre señor Tío, dicen que en realidad ya estaba muerto antes de la boda de Seküre -comenté-. No hay quien le cierre la boca a la gente. Incluso dicen que no ha muerto de muerte natural.

Por un momento se miró de una manera bastante llamativa la punta de los pies. Luego levantó la cabeza y sin mirarme dijo:

– Que Dios nos proteja de las calumnias.

Su primer gesto significaba que lo que yo había dicho era cierto y el tono de sus palabras dejaba notar que las decía obligada.

– ¿Qué es lo que pasa? -le pregunté de repente susurrando como si fuera su confidente.

Por supuesto, la indecisa Hayriye ya había podido comprobar que no le quedaba ninguna esperanza de dominar a Seküre después del fallecimiento del señor Tío. Poco antes era ella la que lloraba de forma mas sincera en el piso de arriba.

– ¿Qué va a ser de mí ahora? -dijo.

– Seküre te quiere mucho -repliqué con la voz de quien está acostumbrada a dar noticias. Levantando las tapaderas de las cazuelas alineadas entre el tarro de jalea y el de pepinillos, metiendo el dedo en algunas para tomar un trocito de un lado para probarlo o simplemente acercando la nariz y oliendo otras, le pregunté quién había enviado cada uno de los platos de dulce.

Hayriye me lo estaba explicando, «Éste de Kasim Efendi de Kayseri, éste del asistente del taller de ilustradores que vive dos calles más allá, éste de la familia de Hamdi el Zurdo, el cerrajero, éste de la recién casada de Edirne», cuando Seküre la interrumpió.

– Kalbiye, la mujer del difunto Maese Donoso, ni ha venido a darnos el pésame, ni ha enviado recado, ¡ni dulce!

Cruzó la puerta de la cocina en dirección al zaguán que daba a las escaleras. Comprendí que quería hablar conmigo lejos de Hayriye y la seguí.

– Maese Donoso no tenía ninguna enemistad con mi padre. El día de su entierro hicimos dulce y se lo enviamos. Quiero saber qué pasa -me dijo Seküre.

– Ahora mismo voy, se lo preguntaré y me enteraré -contesté comprendiendo lo que se le estaba pasando por la cabeza a Seküre.

Me besó por no hacerle perder el tiempo. Estuvimos un rato abrazadas mientras el frío del patio nos calaba hasta los huesos. Luego le acaricié el pelo a mi hermosa Seküre.

– Ester, tengo miedo -me dijo.

– No tengas miedo, preciosa mía. No hay mal que por bien no venga. Mira, por fin te has casado.

– Pero no sé si he hecho bien -contestó-. Y como no lo sé, no he dejado que se me acerque. Me he pasado la noche junto a mi pobre padre.

Abrió enormemente los ojos mirándome a los míos como si dijera «¿Me entiendes?».

– Hasan dice que vuestra boda no tiene ningún valor ante el cadí. Te envía esto.

Por mucho que dijera «Se acabó», Seküre abrió de inmediato la pequeña nota y la leyó, pero esta vez no me dijo qué era lo que había leído.

Tenía razón, porque no estábamos en absoluto solas en aquel patio en el que permanecíamos abrazadas: arriba, un carpintero pegajoso que estaba colocando el postigo de la ventana de la antesala, que por alguna razón desconocida se había roto aquella mañana y se había caído al patio, nos estaba observando tanto a nosotras como a las mujeres que lloraban dentro, mientras, al mismo tiempo, Hayriye salía de la casa a la carrera para abrir la puerta al hijo de un vecino leal, que estaba gritando «¡Traigo dulce!».

– Debe hacer bastante que lo han enterrado -dijo Seküre-. Ahora el alma de mi pobre padre se habrá separado de su cuerpo por última vez para no volver nunca más y se estará elevando hacia el cielo, puedo sentirlo.

Se apartó de mis brazos y rezó largo rato mirando al cielo radiante.

De repente me sentí tan alejada de ella y tan extraña que no me habría sorprendido ser la nube que Seküre miraba en el cielo. En cuanto terminó su oración, la hermosa Seküre me besó cariñosa los ojos.

– Ester, mientras el asesino de mi padre siga vivo ni mis hijos ni yo tendremos paz en este mundo.

Me agradó que ni siquiera mencionara a su marido.

– Ve a casa de Maese Donoso, tírale de la lengua a su mujer y entérate de por qué no nos han enviado dulce. Házmelo saber enseguida.

– ¿Tienes algo que decirle a Hasan?

Sentí vergüenza no por haberlo preguntado, sino porque no me atreví a mirarla a la cara mientras lo preguntaba. Para que no se me notara, detuve a Hayriye y levanté la tapadera de la cazuela.

– Oh, dulce de sémola con pistachos -dije echándome un poco a la boca-. Y le han puesto también toronjas.

Me hizo sentirme feliz ver que por un momento Seküre me sonreía dulcemente como si todo fuera bien.

Recogí mi atadillo, me marché de allí y todavía no había dado un par de pasos cuando vi a Negro en el otro extremo de la calle. Podía darme cuenta por su sonrisa presuntuosa que el recién casado, cuyo suegro acababan de enterrar, estaba muy satisfecho de la vida. Para no aguarle la fiesta me aparté del camino, me introduje en el bosque y crucé el jardín de la casa del hermano ahorcado de la amante del famoso médico judío Mose Hamon. Cada vez que paso por ese jardín que huele a muerte me da tanta tristeza que se me olvida que tengo que encontrar un cliente que compre la casa.

Ese mismo olor a muerte lo había también en casa de Maese Donoso pero no había ninguna tristeza en absoluto. Yo, Ester, que he entrado en miles de casas y he conocido a miles de viudas, sé que las mujeres que pierden antes de tiempo a sus maridos son poseídas o por la derrota y la tristeza o por la furia y la rebelión (mi Seküre se había llevado un poco de todo). La señora Kalbiye había bebido el veneno de la rabia y pude ver que aquello facilitaría mi trabajo.

Como todas las mujeres orgullosas con quienes la vida se ha portado cruelmente, la señora Kalbiye sospechaba acertadamente que todos los que llamaban a su puerta en días aciagos lo hacían para compadecerse de ella o, lo que era aún peor, para regocijarse secretamente de su situación viendo el miserable estado en que se encontraba y, por lo tanto, no intentaba entablar una agradable conversación e iba al grano directamente sin dejarse llevar por debilidades como querer ganarse al prójimo ni dedicarse a charlar sólo por el gusto de hablar. ¿Por qué había llamado Ester a su puerta aquella tarde mientras Kalbiye dormía la siesta a solas con su pena? Como sabía que no le interesarían las nuevas sedas del barco recién llegado de China ni los pañuelos de Bursa, ni siquiera aparenté querer abrir mi atado, no me anduve con rodeos y le conté lo que le preocupaba a mi llorosa Seküre.

– A la pobre Seküre la entristece pensar que ha podido ofender sin darse cuenta a la señora Kalbiye, con quien comparte la misma pena.

La señora Kalbiye confirmó con un tono orgulloso que, en efecto, no había enviado recado a Seküre ni había preguntado por ella, que no había ido a darle el pésame ni a compartir su luto y que ni siquiera había podido soportar la idea de preparar dulce y enviárselo. Por supuesto, detrás de toda aquella jactancia había un júbilo que no podía ocultar: que Seküre se hubiera dado cuenta de que la había ofendido. Y a partir de ese punto débil fue desde donde vuestra astuta Ester intentó enterarse de la razón de su enfado y de lo que ocurría en realidad.

Kalbiye no tardó mucho en explicarme que estaba furiosa con el difunto señor Tío a causa del libro que estaba preparando. Me dijo que su difunto marido había aceptado el trabajo no para ganarse unos cuantos ásperos de más, sino porque el señor Tío le había convencido de que la preparación del libro obedecía a una orden del sultán. Pero su difunto marido le había explicado que se había sentido intranquilo cuando comenzó a ver que aquellas páginas que el señor Tío le había hecho iluminar tantas veces dejaban lentamente de ser páginas ilustradas para convertirse directamente en pinturas y que aquellas pinturas incluían señales de impiedad, de herejía e incluso de blasfemia, y que había comenzado a tener dudas sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Como ella era una mujer mucho más cuerda y cuidadosa que Maese Donoso, añadió prudentemente que todas aquellas dudas no habían surgido de repente sino poco a poco y que había logrado calmar al pobre difunto Maese Donoso diciéndole que sus preocupaciones eran infundadas ya que nunca se había encontrado con una blasfemia evidente. De hecho el difunto Maese Donoso nunca se perdía los sermones de Nusret, el predicador de Erzurum, y se sentía sinceramente incómodo si no rezaba a su hora. De la misma manera que sabía que ciertos infames del taller se reían de él por aquella devota fe suya, era consciente de que aquellas desvergonzadas burlas se debían a la envidia que sentían por su talento y su arte.

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