Me Llamo Rojo - Pamuk Orhan 42 стр.


41. Yo, el Maestro Osman

El Comandante de la Guardia y el Tesorero Imperial nos repitieron las órdenes del Sultán y se marcharon y nosotros dos nos quedamos a solas en la habitación. Por supuesto, Negro estaba agotado y triste por el truco de la tortura, el miedo y las lágrimas. Estaba callado como un niño. Comprendí que me caería bien y lo dejé tranquilo.

Tenía tres días para examinar las páginas que los hombres del Comandante de la Guardia habían requisado en las casas de calígrafos e ilustradores y determinar a quién pertenecía cada una de ellas. Ya sabéis lo asqueado que me sentí la primera vez que vi las pinturas hechas para el libro del señor Tío y que Negro había entregado a Hazim Agá, el Tesorero Imperial, para lavar su buen nombre. Tengo que admitir que en aquellas páginas, que eran capaces de provocar un asco y un odio tan profundos en un ilustrador como yo que había dedicado su vida a ese trabajo, claramente había algo que impedía apartar la mirada. Porque el arte que es simplemente malo ni siquiera es capaz de provocarnos repugnancia. Con esa curiosidad comencé a observar de nuevo las páginas que el estúpido difunto había encargado hacer a los ilustradores que iban de noche a su casa.

En un papel en blanco, en un marco y un dorado hechos por el pobre Donoso como los demás, vi un árbol. Intenté imaginar a qué escena de qué historia pertenecería. Si yo les hubiera dicho a mis ilustradores, al querido Mariposa, al inteligente Cigüeña o al astuto Aceituna, que dibujaran un árbol, primero lo habrían imaginado como parte de una historia para Poder dibujarlo sin la menor inquietud. Si examinaba cuidadosamente el árbol podría deducir por sus ramas y sus hojas cuál era la historia que había imaginado el ilustrador. Pero aquél era un árbol miserable y solitario; tras él había una línea del horizonte bastante elevada que recordaba el estilo de los más antiguos maestros de Shiraz y que lo mostraba aún más solitario. Pero en el vacío que quedaba al descubierto al estar tan alta la línea del horizonte no había ninguna otra cosa. Así pues, el deseo de pintar un árbol sólo porque era un árbol, como hacían los maestros francos, se había mezclado con el de los maestros persas de ver el mundo desde arriba dando como resultado una triste pintura que no podía ser ni franca ni persa. Estuve a punto de decirme que algo así debía de ser un árbol que hubiera allá donde se acaba el mundo. Pero al intentar mezclar ambos estilos, mis ilustradores y aquel difunto cretino habían hecho algo privado de todo ingenio y talento. Lo que me enfurecía no era que la pintura se inspirara en dos mundos, sino precisamente esa falta de talento.

Sentí lo mismo mirando las otras pinturas, un caballo perfecto que parecía surgido de un sueño y una mujer con el cuello graciosamente inclinado. También me enfurecía la elección de los temas, ya fueran dos derviches errantes o el Diablo. Sin duda, mis ilustradores habían sido obligados a incluir esas pinturas en el libro de Nuestro Sultán. Volví a sentirme admirado por la Providencia Divina, que se había llevado al señor Tío antes de que acabara el libro. No me apetecía en absoluto tener que terminarlo.

¿Cómo podía no irritarme con aquella pintura de un perro dibujado desde arriba pero que nos miraba desde justo debajo de nuestras narices como si fuera hermano nuestro? Porque, si por un lado me sentía admirado por la naturalidad de su postura, por la hermosura de la mirada amenazadora que lanzaba de reojo mientras acercaba la cabeza al suelo, por la violencia de la blancura de sus dientes, en suma, por el talento del ilustrador que lo había pintado (estaba a punto de adivinar qué maestro había trabajado en ella), por otra parte era incapaz de perdonar que ese talento hubiera sido usado al servicio de la lógica absurda de una voluntad incomprensible. Ni siquiera el deseo de imitar a los maestros francos o el hecho de que Nuestro Sultán hubiera ordenado que las ilustraciones del libro que pretendía regalar al Dux se hicieran en un estilo que los venecianos pudieran comprender me permitían que excusara lo pretencioso de aquellas pinturas.

El rojo de una escena de una multitud, en la cual, me di cuenta enseguida, cada uno de mis ilustradores había trabajado en un rincón diferente, me estremeció por su pasión. La mano de alguien que no pude identificar había aplicado a la pintura un extraño rojo siguiendo una lógica oculta sumergiendo lentamente en rojo el mundo que aparecía en la ilustración. Durante un rato le mostré a Negro quién había dibujado en aquella escena multitudinaria el plátano (Cigüeña), los barcos y las casas (Aceituna) y las cometas y las flores (Mariposa).

– Alguien como usted, que lleva años dirigiendo la sección de ilustradores y que él mismo es un gran maestro, por supuesto es capaz de reconocer y diferenciar el talento, la personalidad del cálamo y el temperamento del pincel de cada uno de los ilustradores -dijo Negro-. Pero ¿cómo puede estar tan seguro de reconocerlos y de saber quién ha pintado qué cuando un extraño amante de los libros como mi Tío les ha obligado a pintar usando estilos nuevos y desconocidos?

Decidí contestarle contándole una historia:

– Hace mucho tiempo había un sultán amante de los libros y las ilustraciones que vivía solo en la fortaleza que domina Isfahán. Era un sultán fuerte y poderoso, inteligente pero cruel. Sólo amaba los libros que encargaba y hacía ilustrar y a su hija. La pasión que sentía por su hija era tan desmedida que no se podía decir que les faltara la razón a sus enemigos cuando murmuraban que estaba enamorado de ella. Porque era tan orgulloso y celoso como para declararles la guerra a los príncipes y shas vecinos que le enviaban embajadores para pedirle su mano. Por supuesto, no encontraba ningún marido digno de ella y la mantenía encerrada tras cuarenta puertas con cuarenta cerrojos. Porque, según una creencia bastante extendida en Isfahán, creía que la belleza de su hija se marchitaría si otros hombres ponían sus ojos en ella. Un día, una vez terminado un volumen de Hüsrev y Sirin que había encargado escribir e iluminar al estilo de Herat, se extendió un rumor por Isfahán: la pálida belleza que se veía en una escena de multitudes que había entre las páginas del libro, ¡era la mismísima hija del celoso sultán! El sultán, que ya antes de haber oído los rumores había sentido sospechas de aquella misteriosa pintura, cuando ahora abrió con manos temblorosas las páginas del libro se dio cuenta entre lágrimas de que la hermosura de su hija había sido pintada. Según cuentan, no era la misma hija del sultán, encerrada tras cuarenta cerrojos, sino su belleza, que una noche salió de sus estancias, como un fantasma abrumado por el aburrimiento, se reflejó por los espejos y se deslizó por debajo de las puertas y por los ojos de las cerraduras hasta alcanzar como si fuera un rayo de luz o una bruma invisible la mirada de un ilustrador que trabajaba de noche. El joven maestro, incapaz de apartar la mirada de aquella increíble belleza, no pudo refrenarse y la pintó en un rincón de la ilustración que estaba haciendo en ese preciso instante. Esa ilustración mostraba el momento en que Sirin pasea por el campo y se enamora de Hüsrev viendo su imagen.

– Maestro, señor, qué enorme coincidencia -dijo Negro-. A mí también me gusta muchísimo esa escena de esa leyenda.

– Esto no son leyendas, sino hechos que ocurrieron realmente -repliqué-. Escucha: el ilustrador no dibujó a la hija del sultán como si fuera la hermosa Sirin, sino como una de las damas que la ayudaban, tocaban el laúd o ponían la mesa, porque era esa dama lo que estaba pintando en ese momento. Y así fue como la hermosura de Sirin quedó empalidecida por la belleza maravillosa de la dama que había a un lado y la pintura perdió todo su equilibrio. Al ver la imagen de su hija, el sultán quiso encontrar al diestro ilustrador que la había pintado. Pero como el inteligente ilustrador temía la ira del sultán, no había pintado a la dama e hija del sultán usando su propio estilo sino uno nuevo para que no pudiera saberse quién era. Porque el pincel y el talento de muchos otros ilustradores habían trabajado en esa pintura.

– Bien, ¿y cómo encontró el sultán quién había sido el ilustrador que había pintado a su hija?

– ¡Mirándole las orejas!

– ¿Las orejas de quién? ¿Las de su hija o las de la pintura de su hija?

– En realidad de ninguna de ambas. Primero, siguiendo una intuición, extendió ante él todos los libros, páginas y pinturas que habían hecho sus ilustradores y observó las orejas. Entonces volvió a ver algo que ya sabía desde hacía años: tuvieran el talento que tuviesen, cada uno de los ilustradores dibujaba las orejas a su manera. No importaba que la cara que dibujaban fuera la de un sultán, la de un niño, la de un guerrero, o incluso la cara oculta tras un velo de Nuestro Glorioso Profeta, que Dios guarde, o la del Diablo, del que Dios nos guarde. Cada ilustrador, en cada caso, pintaba siempre igual las orejas, como si se tratara de una firma secreta.

– ¿Por qué?

– Cuando los maestros dibujan un rostro, atienden sobre todo a aproximarse en lo posible a su sublime belleza y a permanecer fieles a los modelos antiguos y en que se parezca o no al real. Pero en lo que respecta a las orejas, ni se las roban a otros ilustradores, ni imitan un modelo antiguo, ni se fijan en una oreja real. Porque cuando pintan una oreja no piensan, no intentan demostrar nada, ni siquiera se detienen a reflexionar sobre lo que están haciendo. Hacen que el cálamo se mueva automáticamente según los dictados de su memoria.

– Pero ¿acaso los grandes maestros no pintan de memoria todas sus maravillas sin mirar a los árboles, a los caballos y a las personas reales? -preguntó Negro.

– Cierto -le respondí-. Pero es una memoria que han llegado a poseer tras años de reflexión, deteniéndose en las cosas, trabajando y haciendo funcionar el cerebro. Como a lo largo de sus vidas han visto suficientes caballos y pinturas de caballos, saben perfectamente que el animal que tienen frente a ellos en carne y hueso puede perjudicar el ideal perfecto de caballo que tienen en la mente. Por fin el pincel del maestro ilustrador, que ha pintado decenas de miles de caballos a lo largo de su vida, se acerca bastante a la imagen del Caballo que Dios ha creado y el pintor lo sabe en su alma y gracias a su experiencia. El caballo que su mano dibuja de memoria en un instante ha sido dibujado en realidad gracias a su talento, sus sufrimientos y su sabiduría y es un caballo cercano al de Dios. Pero la oreja que dibuja la mano sin reunir suficientes conocimientos, sin saber ni pensar lo que hace y sin prestar atención a la oreja de la hija del sultán, será siempre imperfecta. Y como es imperfecta, en cada ilustrador es distinta. O sea, una especie de firma.

Hubo movimiento y un alboroto. Los hombres del Comandante de la Guardia estaban trayendo las páginas que habían confiscado en las casas de calígrafos e ilustradores y las estaban dejando en la antigua sala de pintura.

– En realidad las orejas son una imperfección del ser humano -le dije a Negro pretendiendo que sonriera-. Cada uno las tiene diferentes pero son la misma cosa: algo realmente feo.

– ¿Qué le sucedió al ilustrador al que descubrieron por la firma de la oreja?

– Lo dejaron ciego -no dije eso para no entristecer más aún a Negro y, en cambio, le dije-: Se casó con la hija del sultán. Desde ese día esta forma de identificar a los ilustradores es conocida por muchos janes, shas y sultanes como «el método de la dama» y se mantiene en secreto, de forma que aunque un ilustrador haga una pintura, una diminuta ilustración, y luego lo niegue, enseguida pueda saberse quién ha sido el culpable. El truco de todo el asunto está en encontrar los detalles que, aunque no ocupan un lugar en el corazón de la pintura y no se les presta importancia y se dibujan a toda prisa, siempre se repiten. Pueden ser orejas, manos, hierbas, hojas o incluso las crines o las patas o los cascos de los caballos. Pero, cuidado, el pintor no debe saber que esa particularidad se ha convertido en su firma secreta. Un bigote nunca podrá serlo, por ejemplo, porque la mayoría de los ilustradores son conscientes de que dibujan los bigotes a su propia manera y saben que los bigotes son una especie de firma medio expresa. Pero sí pueden serlo las cejas porque nadie les presta atención. Ahora ven, vamos a ver cuáles fueron los pinceles y los cálamos de qué jóvenes maestros los que trabajaron en las pinturas del difunto señor Tío.

Así pues, pusimos unas junto a otras las páginas de aquellos dos libros que se estaban preparando, el uno en secreto y el otro abiertamente, que contaban historias y trataban temas distintos, y que estaban ilustrados con estilos diferentes, el libro del difunto señor Tío y el Libro de las festividades describía las ceremonias de la circuncisión de Nuestro Príncipe, que se estaba pintando bajo mi supervisión, y Negro y yo observamos con atención los lugares por los que pasaba mi lente.

1. Primero observamos la boca abierta de la piel de zorro que un peletero vestido con un caftán rojo y un fajín morado llevaba en brazos durante el desfile de los artesanos peleteros mientras pasaban ante el Sultán, que los contemplaba desde un quiosco hecho especialmente para la ocasión. Los dientes del zorro, que se podían distinguir individualmente, y los dientes de aquella malhadada criatura medio demonio, medio gigante, y que yo creía que venía de la mismísima Samarcanda, que aparecía en la pintura del Diablo del Tío, habían surgido de la misma mano, del pincel de Aceituna.

2. En un día especialmente animado de las fiestas de la circuncisión se veía un destacamento de empobrecidos veteranos de la frontera, todos vestidos con harapos, al pie de la ventana desde la que Nuestro Sultán contemplaba el Hipódromo. Uno de ellos decía: «Sultán nuestro, nosotros, heroicos soldados tuyos, caímos prisioneros mientras luchábamos por la fe contra los infieles y sólo nos pusieron en libertad para que encontráramos el dinero de nuestro rescate después de que dejáramos como rehenes a algún pariente o algún hermano, pero al regresar a Estambul nos encontramos con que todo estaba tan caro que ahora no podemos reunir el dinero necesario para liberar a nuestros familiares, que siguen como rehenes en manos del infiel, y necesitamos tu ayuda; danos oro o danos prisioneros para que podamos intercambiarlos por nuestros hermanos rehenes y podamos salvarlos». Las uñas del perro perezoso que desde un rincón observaba con su único ojo abierto a Nuestro Sultán, a los pobres veteranos empobrecidos y a los embajadores tártaros y persas que estaban en el Hipódromo eran claramente las mismas uñas que las del perro que, en el libro del tío, llenaba un rincón en una escena donde se mostraban las aventuras del áspero y debían de haber salido del mismo pincel, de las manos de Cigüeña.

3. Los dedos de uno de los titiriteros que daban vueltas de campana y sostenían huevos en palos, uno calvo, con un chaleco morado, con las piernas desnudas y que tocaba una pandereta en cuclillas sobre una alfombra roja que había a un lado, coincidían exactamente con los de la mujer que sostenía una bandeja en la pintura roja del libro del Tío (Aceituna).

4. Los adoquines azules del suelo rosado sobre el que pasaban ante Nuestro Sultán los maestros cocineros llevando sus cazuelas y un carro que avanzaban a empujones, en cuyo interior habían colocado un hogar sobre el que había una enorme marmita en la que los miembros de la sección de cocineros preparaban hojas de col rellenas de carne y cebolla, habían salido de la misma mano que los guijarros rojos del suelo azul marino sobre el que caminaba sin pisarlo aquella cosa medio fantasmal que se veía en la pintura que el Tío llamaba de la muerte (Mariposa).

5- El ostentoso palacio del embajador persa, que no hacía sino lisonjear a Nuestro Sultán, el Escudo del Mundo, y que le decía continuamente que el sha de los persas era su amigo y que sólo alimentaba sentimientos fraternales hacia él, era derribado en un instante cuando mensajeros tártaros trajeron noticias de que el ejército persa había iniciado preparativos para una nueva campaña contra los otomanos, y los porteadores de agua corrían para sofocar la nube de polvo que se había levantado en el Hipódromo mientras otros hombres llevaban pellejos llenos de aceite de linaza para verterlo sobre la multitud que se disponía a atacar al embajador con la intención de calmarla. La forma que tenían de levantar los pies cuando corrían los porteadores de agua y los hombres que llevaban los pellejos llenos de aceite de linaza y la forma que tenían de levantar los pies los soldados que corrían en la página pintada en rojo debían de haber salido de la misma mano (Mariposa).

Este último descubrimiento no fue mío, aunque fuera yo quien dirigiera aquella caza de pistas moviendo la lente a izquierda y derecha y llevándola de una pintura a otra, sino de Negro, que mantenía los ojos enormemente abiertos tanto por el miedo a la tortura como por la esperanza de volver a ver a su esposa, que le esperaba en casa. Nos llevó toda la tarde investigar las nueve ilustraciones que teníamos del difunto Tío siguiendo el método de la dama para averiguar qué ilustrador había trabajado en cada una de ellas y luego evaluar la información.

El difunto Tío de Negro no había dejado ninguna página al talento y los pinceles de un solo ilustrador y los tres maestros habían trabajado en la mayoría de ellas. Eso nos demostraba que las ilustraciones habían ido de casa en casa y que tales idas y venidas habían sido frecuentes. Comenzaba a enfurecerme pensando que el asqueroso asesino además era un incompetente al notar las inexpertas pinceladas de una quinta mano que se había unido al trabajo de los ilustradores que ya conocía cuando Negro identificó la labor de su Tío por la prudente forma de extender la pintura y así nos libramos de seguir una pista falsa. Si dejábamos a un lado al pobre Maese Donoso, que había hecho prácticamente el mismo dorado para el libro del Tío y para nuestro Libro de las festividades (sí, claro que me partía el corazón) y que me daba la impresión que de vez en cuando había tocado con su pincel las paredes, las hojas y las nubes, quedaba absolutamente claro que sólo los tres maestros más brillantes de toda la sección de ilustradores habían trabajado en aquellas pinturas. Eran los hijos que yo había criado con amor desde que eran aprendices, mis tres queridos talentos: Aceituna, Mariposa, Cigüeña…

Hablar sobre el talento, la maestría y el carácter de cada uno de ellos con la esperanza de que nos ayudara a encontrar lo que buscábamos no sólo era hablar sobre ellos sino también sobre mi propia vida:

Los atributos de Aceituna

Su nombre verdadero es Velican e ignoro si tiene algún otro sobrenombre aparte del que yo le di porque nunca he visto su firma. Cuando era aprendiz venía a casa a recogerle los martes. Es muy orgulloso; y esto quiere decir que si alguna vez se hubiera rebajado a firmar su trabajo habría querido que la firma se viera y se reconociera, por lo que no la habría ocultado. Dios le concedió facultades de sobra. Todo le resulta fácil, desde dorar hasta trazar líneas, y todo lo hace bien. Él es el artista más brillante de los talleres en lo que respecta a pintar árboles, animales y rostros humanos. El padre de Velican, que lo trajo a Estambul cuando tenía diez años, creo, había sido formado por Siyavus, el famoso pintor de rostros, en los talleres de Tabriz del sha safaví, y la genealogía de sus maestros llegaba hasta los mismísimos mongoles. Como trae consigo la influencia chinomongola, pinta a los jóvenes amantes como lo hacían los ancianos maestros que se instalaron en Samarcanda, Bujara y Herat hace ciento cincuenta años, con cara de luna, a la manera de los chinos. Ni de aprendiz ni de maestro pude quitarle aquella terca manía suya. Quise que se apartara del estilo y de los modelos de los maestros mongoles, chinos y de Herat que guardaba en las profundidades de su alma e incluso, si era necesario, que los olvidara. Cuando se lo decía me respondía que, como casi todos los ilustradores que cambian de taller y de país, de hecho ya los había olvidado y que en realidad jamás había aprendido aquellos modelos. La mayoría de los ilustradores son inestimables precisamente por esos modelos maravillosos que guardan en la memoria, pero si Velican los hubiera olvidado habría sido aún más grande. No obstante, el que guardara en el fondo de su alma lo que había aprendido de sus maestros, como si fueran pecados irrenunciables, le servía para dos cosas, aunque él mismo no fuera consciente: 1. Aquello le daba un sentimiento de culpabilidad y de ser ajeno a los otros que permitiría que un ilustrador con tanto talento como él tenía llegara a su madurez. 2. En los momentos difíciles recordaba lo que decía haber olvidado y podía salir con bien de cualquier historia o tema nuevos, de cualquier escena desacostumbrada, recurriendo a alguno de los viejos modelos de Herat. Como tenía buen ojo, sabía adaptar armónicamente a la nueva pintura lo que había aprendido de los viejos modelos, de los antiguos maestros del sha Tahmasp. Guiadas por su mano, la pintura de Herat y la ilustración de Estambul se mezclaban de una manera armónica.

En cierta ocasión, como hacía con todos mis ilustradores, me presenté en su casa sin avisar. Al contrario de lo que ocurre conmigo y con la mayoría de los ilustradores, el rincón donde se sentaba a trabajar era un revoltijo impresionante, con las pinturas, los pinceles, los pulidores de conchas marinas y el atril todo revuelto y lleno de suciedad. Para mi aquello era un enigma: pero él ni siquiera se avergonzó. Además, no hacía trabajos para fuera con la intención de ganarse un puñado de ásperos de más. Cuando se lo conté, Negro me dijo que era Aceituna quien mayor entusiasmo sentía por el estilo de los maestros francos de su difunto Tío y quien mejor se adaptaba a él. Comprendí que para el difunto imbécil aquello era un elogio. Y también un diagnóstico erróneo. No sé si en secreto Aceituna permanecería aún más vinculado de lo que parecía al estilo de Herat, que había pasado a él a través de Siyavus, el maestro de su padre, y de Muzaffer, el maestro de éste, y a la época en la que vivió Behzat y a los antiguos maestros, pero siempre me ha hecho pensar si no habría en él otras cosas ocultas. De todos mis ilustradores, él es el más silencioso, el más sensible, el más culpable, el más traidor y el más retorcido (dije todo aquello tal y como lo sentía). Cuando el Comandante de la Guardia mencionó la tortura él fue quien primero se me vino a la cabeza (quería tanto que lo torturaran como que no lo hicieran). Tiene unos ojos vivísimos: todo lo ve, de todo se da cuenta, incluso de mis defectos; pero raras veces, con la prudencia de un desterrado capaz de adaptarse a todo, abre la boca para señalar nuestros errores. Es retorcido, sí, pero no creo que sea un asesino (eso no fui capaz de decírselo a Negro). Porque no cree en nada. Ni siquiera cree en el dinero, aunque lo acumule como un cobarde. En cambio, al contrario de lo que se piensa, los asesinos no surgen de entre los descreídos, sino de entre los que creen demasiado. La ilustración es una puerta que conduce a la pintura y la pintura, Dios nos libre, lleva a desafiar a Dios; eso lo sabe todo el mundo. Aceituna es un auténtico pintor a causa precisamente de la falta de fe entendida así. Pero ahora pienso que sus aptitudes son inferiores a las de Mariposa e incluso a las de Cigüeña. Me habría gustado que fuera mi hijo. Diciendo esto último quise provocar los celos de Negro, pero se limitó a abrir sus ojos oscuros y a lanzarme una mirada infantil. Entonces le dije que Aceituna era maravilloso cuando trabajaba con tinta negra dibujando para álbumes guerreros solitarios, escenas de caza, paisajes con cigüeñas y garzas como los chinos, apuestos muchachos que tocaban el laúd y recitaban poesías al pie de un árbol, pintando la tristeza de amantes legendarios, la ira de un sha armado con su espada, o el temor en el rostro del héroe al esquivar el ataque de un dragón.

Назад Дальше