Empezó a pasear por la granja en diversos estados de desnudez. Ahora, por ejemplo, era como si no llevara nada, aunque, según su criterio, la cantidad de ropa que la cubría era más que suficiente, y esto consistía en un pequeño triángulo de algodón al final de las piernas, donde la camisa dejaba al descubierto las bragas. Por lo general, aún era peor. Él estaba preparando café en la cocina y ella entraba en ropa interior y empezaba a tostar panecillos, o se estaba afeitando y Carol-Ann aparecía en el lavabo en bragas, pero sin sujetador, y se lavaba los dientes tal que así, o irrumpía desnuda en el dormitorio, trayéndole el desayuno en una bandeja. Se preguntó si sería una «ninfómana». Había oído esa palabra en boca de otra gente. De todos modos, le gustaba que ella fuera así. Le gustaba mucho. Nunca había ni soñado que poseería a una hermosa mujer que pasearía por su casa desnuda. Pensaba que era muy afortunado.
Vivir con ella durante un año le cambió. Se había vuelto tan desinhibido que iba desnudo desde el dormitorio al cuarto de baño. A veces, ni siquiera se ponía el pijama para irse a dormir, y en una ocasión la poseyó en la sala de estar, justo en ese sofá.
Seguía preguntándose si ese tipo de comportamiento era el síntoma de alguna anormalidad psicológica, pero había decidido que daba igual: Carol-Ann y él podían hacer lo que les diera la gana. Cuando aceptó este planteamiento, se sintió como un pájaro escapado de una jaula. Era increíble; era maravilloso; era como vivir en el cielo.
Se sentó a su lado sin decir nada, disfrutando de su compañía, oliendo la suave brisa que entraba por las ventanas, procedente del bosque. Tenía preparada la maleta y dentro de unos minutos saldría hacia Port Washington. Carol-Ann había dejado la Pan American (no podía vivir en Maine y trabajar en Nueva York) y trabajaba en una tienda de Bangor.
Eddie quería hablar con ella sobre ese tema antes de marcharse.
– ¿Qué? -preguntó CarolAnn, levantando la vista del Life
– No he dicho nada.
– Pero ibas a hacerlo, ¿verdad?
– ¿Cómo lo sabes? -sonrió él.
– Eddie, ya sabes que oigo tu cerebro cuando está en funcionamiento. ¿Qué pasa?
Él colocó su mano ruda y grande sobre el estómago de su mujer y palpó su leve hinchazón.
– Quiero que dejes tu trabajo.
– Es demasiado pronto…
– No hay problema. Nos lo podemos permitir. Y quiero que te cuides de verdad.
– Ya me cuidaré. Dejaré el trabajo cuando lo necesite. Eddie se sintió herido.
– Creí que te gustaría la idea. ¿Por qué quieres continuar?
– Porque necesitamos el dinero y yo necesito hacer algo.
– Ya te he dicho que nos lo podemos permitir.
– Me aburriría.
– La mayoría de las mujeres casadas no trabajan.
– Eddie, ¿por qué intentas tenerme amarrada? Carol-Ann había alzado el tono de voz.
Él no intentaba tenerla amarrada, y la sugerencia le enfureció.
– ¿Por qué estás tan decidida a llevarme la contraria?
– ¡No te llevo la contraria! ¡No quiero quedarme sentada aquí como el ayudante de un estibador!
– ¿No tienes cosas que hacer?
– ¿Como qué?
– Tejer ropa de bebé, hacer conservas, echar siestas…
Ella se mostró desdeñosa.
– Oh, por el amor de Dios…
– ¿Qué hay de malo en eso, cojones? -se irritó Eddie.
– Habrá mucho tiempo para eso cuando nazca el niño. Me gustaría pasar bien mis últimas semanas de libertad. Eddie se sintió humillado, pero no estaba seguro de cómo había ocurrido. Quería marcharse. Consultó su reloj.
– He de coger el tren.
Carol-Ann parecía entristecida.
– No te enfades -dijo en tono conciliador.
Pero Eddie estaba enfadado.
– Creo que no te comprendo -contestó, irritado.
– Detesto que me coaccionen.
– Sólo trataba de ser amable.
Eddie se levantó y se dirigió a la cocina, donde la chaqueta del uniforme colgaba de una percha. Se sentía estúpido e incomprendido. Se había propuesto un acto de generosidad y ella lo consideraba una imposición.
Carol-Ann trajo la maleta del dormitorio y se la dio en cuanto Eddie acabó de ponerse la chaqueta. Levantó la cara y él le dio un beso rápido.
– No te vayas enfadado conmigo -dijo Carol-Ann. Su deseo no se cumplió.
Y ahora, Eddie se hallaba en un jardín de un país extranjero, a miles de kilómetros de ella, con el corazón encogido, preguntándose si volvería a ver alguna vez a Carol-Ann.
5
Por primera vez en su vida, Nancy Lenehan estaba engordando.
De pie en la suite del hotel Adelphi de Liverpool, junto a una montaña de maletas que esperaban ser embarcadas en el SS Orania , se miró en el espejo, horrorizada.
No era bonita ni fea, pero tenía facciones regulares (nariz recta, pelo oscuro, barbilla bien dibujada) y parecía atractiva cuando se vestía con acierto, lo que ocurría casi siempre. Hoy llevaba un vestido de franela muy ajustado, confeccionado por Paquin en color cereza, y una blusa de seda gris. La chaqueta, siguiendo la moda, se ceñía a la cintura, y por eso había descubierto que estaba engordando. Cuando se abrochó los botones de la chaqueta, apareció una arruga, leve pero muy reveladora, y los botones inferiores ejercieron presión contra los ojales.
Sólo existía una explicación. La cintura de la chaqueta era más breve que la cintura de la señora Lenehan.
Debía ser el resultado de haber comido y bebido durante todo agosto en los mejores restaurantes de París. Suspiró. Seguiría una dieta durante toda la travesía transatlántica. Al llegar a Nueva York, habría recobrado la figura.
Jamás se había plegado a una dieta. La perspectiva no la inquietaba; aunque le gustaba comer, no era glotona. Lo que en realidad la inquietaba era sospechar que se trataba de un síntoma de la edad.
Hoy cumplía cuarenta años.
Siempre había sido esbelta, y los vestidos caros a medida le sentaban bien. Había detestado la indumentaria suelta de los años veinte, y se alegró cuando las cinturas volvieron a ponerse de moda. Derrochaba mucho tiempo y dinero en ir de compras, una actividad que le encantaba. A veces, esgrimía la excusa de que necesitaba exhibir un buen aspecto porque trabajaba en el mundo de la moda, pero la verdad era que lo hacía por puro placer.
Su padre había fundado una fábrica de zapatos en Brockton, Massachusetts, en las afueras de Boston, en 1899, el año que Nancy nació. Le enviaban desde Londres zapatos de la mejor calidad y realizaba copias baratas; sus ventas crecieron gracias a estos plagios. Sus anuncios mostraban un zapato londinense de 29 dólares junto a una copia Black de 10, y preguntaban: «¿Distingue usted la diferencia?». Trabajaba bien y con denuedo, y durante la Gran Guerra se hizo con el primero de los contratos militares, que aún constituían el negocio más rentable.
Durante los años veinte estableció una cadena de tiendas, sobre todo en Nueva Inglaterra, que sólo vendían sus zapatos. Cuando llegó la Depresión, redujo el número de modelos de mil a cincuenta y fijó un precio de 6,60 dólares por cada par, independientemente del modelo. Su audacia fue recompensada y, mientras todos los demás negocios quebraban, los beneficios de Black aumentaron.
Solía decir que costaba lo mismo fabricar malos zapatos que buenos, y que era absurdo que la clase obrera fuera mal calzada. Cuando los pobres compraban zapatos de suela de cartón que se estropeaban al cabo de pocos días, las botas de Black eran baratas y resistentes. Papá estaba orgulloso de ello, al igual que Nancy. Según ella, las excelentes botas de la familia justificaban la gran mansión de Back Bay donde vivían, el enorme Packard con chófer, sus fiestas, sus ropas bonitas y sus criados. Ella no era como otros jóvenes adinerados, que se conformaban con heredar la riqueza.
Ojalá pudiera decir lo mismo de su hermano.
Peter tenía treinta y ocho años. Cuando papá murió, cinco años antes, dejó a Peter y a Nancy un número igual de acciones de la empresa, el cuarenta por ciento cada uno. La hermana de papá, tía Tilly, recibió el diez por ciento, y el diez restante fue a parar a Danny Riley, el desacreditado abogado de papá.
Nancy siempre había dado por sentado que ella tomaría el timón cuando papá muriera. Papá siempre la había preferido a Peter. No era normal que una mujer dirigiera una empresa, pero ya había sucedido otras veces en la industria textil.
Papá tenía un ayudante, Nat Ridgeway, un lugarteniente muy capacitado, que había expresado con gran claridad su convicción de que era el hombre adecuado para presidir «Black’s Boots».
Cosa que Peter también deseaba, y además era el hijo. Nancy siempre se había sentido culpable por ser la favorita de papá. Si Peter no heredaba el imperio de su padre, quedaría humillado y decepcionado. Nancy no fue capaz de asestarle un golpe semejante. Se mostró de acuerdo en que Peter se pusiera al frente del negocio. Entre ella y su hermano controlaban el ochenta por ciento de las acciones. Una vez establecido el acuerdo, cada uno siguió su camino.
Nat Ridgeway dimitió y fue a trabajar a la «General Textiles» de Nueva York. Fue una pérdida para el negocio, pero también fue una pérdida para Nancy. Justo antes de que papá muriera, Nat y Nancy habían empezado a salir.
Nancy no había salido con nadie desde la muerte de Sean. No quería, pero Nat había elegido el momento a la perfección, porque después de cinco años, Nancy empezaba a darse cuenta de que el trabajo ocupaba toda su vida, sin dejar espacio a la diversión. Estaba preparada para emprender un pequeño romance. Habían disfrutado de unas cuantas cenas tranquilas, uno o dos obras de teatro, y ella le había besado, a modo de despedida, con notable pasión; y en ese punto se hallaban cuando la crisis estalló, y el romance terminó cuando Nat abandonó la empresa. Nancy se sintió engañada.
Desde entonces, Nat había progresado espectacularmente en la «General Textiles», y ya era presidente de la empresa. También se había casado con una hermosa rubia diez años menor que Nancy.
En contraste, a Peter le había ido fatal. De hecho, no estaba capacitado para el trabajo. El negocio había ido cuesta abajo durante los cinco años de su mandato. Las tiendas ya no rendían beneficios; se mantenían, y poco más. Peter había abierto una suntuosa zapatería en la Quinta Avenida de Nueva York, en la que se vendían zapatos caros de mujer, objetivo que absorbía todo su tiempo y atención…, pero perdía dinero.
Sólo la fábrica, bajo la dirección de Nancy, daba dinero. A mediados de los años treinta, cuando Estados Unidos salió de la Depresión, había impulsado la fabricación de sandalias para mujeres con los dedos de los pies al aire, que alcanzaron una enorme popularidad. Estaba convencida de que el futuro de los zapatos femeninos residía en productos ligeros y alegres, lo bastante baratos para tirarlos cuando hiciera falta.
Hubiera podido vender el doble de los zapatos que se fabricaban, pero las pérdidas de Peter absorbían sus beneficios, y no se podía invertir en la expansión.
Nancy sabía lo que era necesario hacer para salvar el negocio.
A fin de obtener capital, era preciso vender la cadena de tiendas, tal vez a sus gerentes. El dinero de la venta se emplearía en modernizar la fábrica y adoptar el método de producción basado en las cintas transportadoras que se estaban introduciendo en todas las fábricas de zapatos más adelantadas. Peter debería cederle las riendas y limitarse a dirigir su tienda de Nueva York, bajo un severo control de gastos.
Deseaba que su hermano conservara el cargo de presidente y el prestigio inherente, y continuaría subvencionando su tienda con los beneficios de la fábrica, dentro de ciertos límites. A cambio, debería renunciar a todo poder real.
Había puesto por escrito estas propuestas en un informe confidencial dirigido a Peter. Él le había prometido que lo pensaría. Nancy le había dicho, con la mayor delicadeza posible, que no se podía permitir la decadencia de la empresa, y que si él no accedía a su plan, debería pedir su cabeza a la junta de accionistas, con el resultado de que Peter sería despedido y a ella la nombrarían presidente. Deseaba con todo su corazón que lo comprendiera. Si pretendía provocar una crisis, ésta se saldaría con una derrota humillante para él y un conflicto familiar que tal vez no se pudiera solucionar jamás.
Hasta el momento, Peter no se había ofendido. Parecía tranquilo y pensativo, pero continuaba mostrándose cordial.
Decidieron viajar a París juntos. Peter compró zapatos de moda para su tienda, y Nancy adquirió prendas de alta costura para su uso exclusivo, vigilando los gastos de Peter. Nancy adoraba Europa, sobre todo París, y tenía muchas ganas de conocer Londres. Entonces, se declaró la guerra.
Decidieron regresar de inmediato a Estados Unidos, pero todo el mundo pensó lo mismo, por supuesto, y tuvieron muchos problemas para encontrar pasaje. Por fin, Nancy consiguió billetes para un barco que zarpaba de Liverpool. Después de un largo viaje desde París en tren y transbordador, habían llegado ayer a la ciudad inglesa, para embarcar el día de hoy.
Los preparativos para la guerra la ponían nerviosa. El día anterior, por la tarde, un botones había ido a su habitación para instalar una complicada pantalla a prueba de luz sobre la ventana. Todas las ventanas debían estar completamente oscurecidas durante la noche, para que la ciudad no fuera visible desde el aire. Tiras de cinta adhesiva cruzadas se pegaban sobre los cristales de las ventanas, para que las astillas de vidrio no saltaran cuando la ciudad fuera bombardeada. La parte delantera del hotel estaba protegida con sacos de arena, y se había habilitado un refugio antiaéreo en la parte posterior.
Lo que más temía Nancy era que los Estados Unidos entraran en guerra y sus hijos Liam y Hugh fueran reclutados. Recordó que papá decía, cuando Hitler accedió al poder, que los nazis impedirían la caída de Alemania en las garras del comunismo; ésa fue la última vez que pensó en Hitler. Estaba demasiado ocupada para preocuparse por Europa. No le interesaba la política internacional, el equilibrio del poder ni el auge del fascismo; eran abstracciones ridículas, comparadas con las vidas de sus hijos. Que los polacos, austriacos, judíos y eslavos se cuidaran de sí mismos. Su deber era cuidar de Liam y Hugh.
Aunque no necesitaban muchos cuidados. Nancy se había casado joven y había tenido hijos enseguida, de modo que los chicos eran ya mayores. Liam estaba casado y vivía en Houston, y Hugh cursaba el último año de carrera en Yale. Hugh no estudiaba tanto como debería, y le preocupó saber que se había comprado un veloz coche deportivo, pero ya había superado la edad de escuchar los consejos de su madre. Por lo tanto, considerando que no podía arrebatarles al ejército, no tenía grandes motivos para volver.
Sabía que la guerra favorecía los negocios. En Estados Unidos se produciría un gran auge económico, y la gente ganaría más dinero para comprar zapatos. Tanto si Estados Unidos entraba en guerra como si no, el potencial militar experimentaría una expansión, lo cual significaba más pedidos de los ya acordados en sus contratos con el gobierno. En conjunto, calculaba que sus ventas se duplicarían o triplicarían en el curso de los dos o tres años siguientes: otra razón para modernizar la fábrica.
Sin embargo, todo esto se reducía a la insignificancia ante la espantosa y evidente posibilidad de que sus hijos fueran reclutados, para luchar, ser heridos y, tal vez, morir entre horribles dolores en un campo de batalla.
Un mozo de cuerda vino a buscar sus maletas, interrumpiendo sus lúgubres pensamientos. Preguntó al hombre si Peter ya había entregado su equipaje. El mozo, con un fuerte acento local que Nancy casi no pudo entender, le dijo que Peter había enviado sus maletas al barco la noche anterior.
Nancy se dirigió a la habitación de Peter para comprobar si ya estaba preparado para marcharse. Cuando llamó, una camarera abrió la puerta, comunicándole con el mismo acento gutural que su hermano se había ido ayer.
Nancy se quedó perpleja. Los dos se habían registrado en el hotel juntos ayer por la noche. Nancy decidió cenar en su habitación y acostarse pronto; Peter dijo que iba a hacer lo mismo. Si había cambiado de idea, ¿a dónde había ido? ¿Dónde había pasado la noche? ¿Dónde estaba ahora?
Bajó al vestíbulo para telefonear, pero no sabía a quién llamar. Ni ella ni Peter conocían a nadie en Inglaterra. Dublin se hallaba justo enfrente de Liverpool, al otro lado del estrecho. ¿Habría viajado Peter a Irlanda, para conocer el país del que procedía la familia Black? Era lo que habían pensado en un principio, pero Peter sabía que no podría llegar a tiempo de coger el barco.
Guiada por un impulso, pidió a la operadora que marcara el número de tía Tilly.
Llamar a Estados Unidos desde Europa era cuestión de suerte. No había suficientes líneas, y a veces era preciso esperar mucho rato. Si había suerte, se podía obtener la llamada en pocos minutos. El sonido solía ser malo, y había que gritar.
Eran las siete de la mañana menos unos quince minutos en Boston, pero tía Tilly ya estaría levantada. Dormía poco y se despertaba temprano, como muchos ancianos. Era una persona muy activa.
Las líneas no estaban ocupadas en aquel momento, tal vez porque era demasiado pronto para que los hombres de negocios de Estados Unidos estuvieran sentados en su despacho, y el teléfono de la cabina sonó al cabo de cinco minutos. Se imaginó a tía Tilly en su bata de seda y zapatillas de piel, saliendo de su reluciente cocina para coger el teléfono negro del pasillo.
– ¿Diga?
– Soy Nancy, tía Tilly.
– Santo Dios, pequeña, ¿estás bien?
– Muy bien. Han declarado la guerra, pero el tiroteo aún no ha empezado, al menos en Inglaterra. ¿Sabes algo de los chicos?
– Están bien. Liam me envió una postal desde Palm Beach. Dice que Jacqueline aún está más bonita bronceada. Hugh me llevó a dar un paseo en su coche nuevo, que es muy bonito.
– ¿Conduce muy rápido?
– Me pareció muy prudente, y hasta se negó a tomar una copa, diciendo que la gente no debería conducir automóviles potentes después de beber.
– Me siento más tranquila.
– ¡Feliz cumpleaños, querida! ¿Qué estás haciendo en Inglaterra?
– Estoy en Liverpool, a punto de tomar un barco para Nueva York, pero he perdido a Peter. No sabrás nada de él, ¿verdad?
– Pues claro que sí, querida. Ha convocado una junta de accionistas para pasado mañana, a primera hora. Nancy se quedó petrificada.
– ¿Quieres decir el viernes por la mañana?
– Sí, querida; pasado mañana es viernes.
Tilly pronunció estas palabras en tono ofendido, como diciendo: «No soy tan vieja como para no saber el día de la semana que es».
Nancy no salía de su asombro. ¿Cuál era el sentido de convocar una junta de accionistas, si ni ella ni Peter estarían presentes? Los directores restantes eran Tilly y Danny Riley, y nunca decidirían nada por su cuenta.
Esto olía a conspiración. ¿Tramaría algo Peter?
– ¿Cuál es el orden del día, tía?
– Ahora lo estaba repasando. -Tía Tilly leyó en voz alta-. «Aprobar la venta de ‘Black’s Boots’ a ‘General Textiles’, bajo las condiciones negociadas por el presidente.»
– ¡Dios mío!
Nancy se sintió desfallecer. ¡Peter estaba vendiendo la empresa a sus espaldas!
Por un momento, la estupefacción le impidió hablar.
– ¿Te importaría leerlo otra vez, tía? -dijo, tras un gran esfuerzo, con voz temblorosa.
Tía Tilly lo repitió.
Un escalofrío recorrió a Nancy de pies a cabeza. ¿Como había conseguido Peter traicionarla ante sus propios ojos? ¿Cuándo había negociado el acuerdo? Lo habría empezado a planear en cuanto recibió el informe confidencial de su hermana. Mientras fingía meditar en sus propuestas, conspiraba contra ella.
Siempre había sabido que Peter era débil, pero jamás le habría sospechado autor de una traición tan vergonzosa.
– ¿Sigues ahí, Nancy?
Nancy tragó saliva.
– Sí, sigo aquí, pero atónita. Peter no me lo había dicho.
– ¿De veras? Eso no es justo, ¿verdad?
– Es obvio que desea la aprobación de la venta estando yo ausente…, pero él tampoco llegará a tiempo a la junta. Hoy cogeremos el barco… El viaje dura cinco días.
Y sin embargo, pensó, Peter ha desaparecido…
– ¿No hay un avión ahora?
– ¡El clipper ! -recordó Nancy. Había salido en todos los periódicos. Se podía cruzar el Atlántico en un día. ¿Era eso lo que Peter iba a hacer?
– Exacto, el clipper -dijo Tilly-. Danny Riley me ha dicho que Peter regresa en el clipper , y que llegará a tiempo de asistir a la junta de accionistas.
A Nancy le costaba muchísimo asimilar las vergonzosas mentiras de su hermano. Había viajado hasta Liverpool con ella, para convencerla de que iba a coger el barco. Debió marcharse en cuanto se separaron en el pasillo del hotel, trasladándose en coche hasta Southampton para llegar a tiempo de subir al avión. ¿Cómo era posible que hubiera pasado todo el viaje con ella, hablando y comiendo juntos, comentando el inminente viaje, mientras al mismo tiempo planeaba su ruina?
– ¿Por qué no vienes en el clipper , tú también? -preguntó Tilly.
¿Sería demasiado tarde? Peter lo habría planeado con todo cuidado. Habría anticipado que Nancy haría algunas averiguaciones al descubrir su desaparición, asegurándose de que su hermana no podría cazarle. Sin embargo, el sentido del tiempo no era el punto fuerte de Peter, y cabía la posibilidad de que hubiera incurrido en algún error.