Noche Sobre Las Aguas - Follett Ken 13 стр.


– Estaba bajo arresto domiciliario, pero me permitían continuar mis trabajos científicos.

– ¿Y después?

– Me escapé -dijo, sin más explicaciones. Presentó al hombre sentado a su lado-. ¿Conoce a mi amigo, el barón Gabon?

Margaret había oído hablar de él. Philippe Gabon era un banquero francés que utilizaba su inmensa fortuna para apoyar causas judías, como el sionismo, lo cual le había granjeado la antipatía del gobierno británico. Pasaba casi todo el tiempo viajando por el mundo, tratando de convencer a las naciones de que aceptaran a los judíos huidos del nazismo, Era un hombre bajo, regordete, de pulcra barba, ataviado cor un elegante traje negro, chaleco gris y corbata blanca. Margaret supuso que él era quien pagaba el billete de Hartmann. Estrechó su mano y continuó charlando con Hartmann.

– Los periódicos no han informado de su huida -señaló.

– Nuestra intención es mantener el secreto hasta que Carl haya abandonado Europa sano y salvo -dijo el barón Gabon.

Ominosas palabras, pensó Margaret; da la impresión de que los nazis aún le persiguen.

– ¿Qué va a hacer en Estados Unidos? -preguntó.

– Trabajaré en el departamento de Física de Princeton -contestó Hartmann. Una amarga expresión cubrió su rostro-. No quería abandonar mi país, pero si me hubiera quedado, mi trabajo habría contribuido a la victoria nazi.

Margaret no sabía nada acerca de su trabajo, sólo que era científico. Lo que le interesaba de verdad eran sus opiniones políticas.

– Su valentía ha ejercido gran influencia en mucha gente -dijo.

Pensaba en Ian, que había traducido los discursos de Hartmann, cuando a Hartmann le permitían pronunciar discursos.

Sus alabanzas parecieron incomodarle.

– Ojalá hubiera continuado. Lamento haberme rendido.

– No te has rendido, Carl -intervino el barón Gabon-. No te acuses sin motivo. Hiciste lo único que podías.

Hartmann cabeceó. Su razón le decía que Gabon estaba en lo cierto, pero en el fondo de su corazón creía haber traicionado a su país. Margaret lo comprendió así, y habría querido confortarle, pero no supo cómo. La aparición del acompañante de la Pan American solucionó su dilema.

– La comida está preparada en el siguiente vagón. Vayan acomodándose, por favor.

– Ha sido un honor conocerle -dijo Margaret, poniéndose en pie-. Espero que tendremos más oportunidades de seguir conversando.

– Estoy seguro -dijo Hartmann, sonriendo por primera vez Viajaremos juntos durante cuatro mil ochocientos kilómetros.

Margaret entró en el vagón restaurante y se sentó con su familia. Mamá y papá estaban sentados a un lado de la mesa, y los tres hijos se apretujaban en la otra, con Percy entre Margaret y Elizabeth. Margaret miró de reojo a Elizabeth. ¿Cuándo soltaría la bomba?

El camarero sirvió agua y papá ordenó una botella de vino del Rin. Elizabeth guardaba silencio y miraba por la ventanilla. Margaret esperaba, intrigada.

– ¿Qué os pasa, niñas? -preguntó mamá, notando la tensión.

Margaret no dijo nada.

– Tengo algo importante que deciros -habló por fin Elizabeth.

El camarero vino con una crema de champiñones y Elizabeth aguardó a que les sirviera. Su madre pidió una ensalada.

– ¿Qué es, querida? -preguntó, cuando el camarero se hubo marchado.

Margaret contuvo el aliento.

– He decidido no ir a Estados Unidos -dijo Elizabeth.

– ¿De qué demonios hablas? -estalló su padre-. Claro que irás… ¡Ya estamos en camino!

– No, no volaré con vosotros -insistió Elizabeth con calma. Margaret la observó con atención. Elizabeth hablaba sin alzar la voz, pero su largo rostro, no muy atractivo, estaba pálido de tensión. Margaret se sintió solidaria con ella, pese a todo.

– No digas tonterías, Elizabeth. Papá te ha comprado el billete -dijo su madre.

– A lo mejor nos devuelven el importe -intervino Percy.

– Cállate, idiota -le conminó su padre.

– Si intentáis obligarme -prosiguió Elizabeth-, me negaré a subir al avión. No creo que la compañía aérea os permita llevarme a bordo chillando y pataleando.

Elizabeth había sido muy lista, pensó Margaret. Había sorprendido a papá en un momento vulnerable. No podía subirla a bordo por la fuerza, y no podía quedarse en tierra para buscar una solución al problema porque las autoridades le detendrían por fascista.

Pero su padre aún no estaba derrotado. Había comprendido la gravedad de la situación. Bajó su cuchara.

– ¿Qué piensas hacer si te quedas aquí? -preguntó con sarcasmo-. ¿Alistarte en el ejército, como pretendía la retrasada mental de tu hermana?

Margaret enrojeció de ira ante el insulto, pero se mordió la lengua y no dijo nada, esperando que Elizabeth le aplastara.

– Iré a Alemania -dijo Elizabeth.

Su padre enmudeció por un momento.

– Querida, ¿no crees que estás llevando las cosas demasiado lejos? -tanteó su madre.

Percy habló, imitando perfectamente a su padre.

– Este es el resultado de permitir a las chicas hablar de política -dijo en tono pomposo-. La culpa es de Marie Stopes…

– Cierra el pico, Percy -dijo Margaret, hundiéndole los dedos entre las costillas.

Se quedaron en silencio hasta que el camarero se llevó la sopa intacta. Lo ha hecho, pensó Margaret; ha tenido las agallas de decirlo. ¿Se saldrá con la suya?

Margaret observó que su padre estaba desconcertado. Le había resultado fácil mofarse de Margaret por querer quedarse a luchar contra los fascistas, pero era más difícil escarnecer a Elizabeth, porque estaba de su parte.

Sin embargo, una pequeña duda moral nunca le preocupaba durante mucho rato.

– Te lo prohíbo absolutamente -dijo, en cuanto el camarero se alejó, en tono concluyente, como dando por finalizada la discusión.

Margaret miró a Elizabeth. ¿Cuál sería su reacción? Su padre ni siquiera se dignaba discutir con ella.

– Temo que no me lo puedes prohibir, querido papá -respondió Elizabeth, con sorprendente suavidad-Tengo veintiún años y puedo hacer lo que me dé la gana.

– Mientras dependas de mí, no.

– En ese caso, me las tendré que arreglar sin tu apoyo. Cuento con un pequeño capital.

Papá bebió un veloz trago de vino.

– No lo permitiré y punto.

Parecía una amenaza vana. Margaret empezó a creer que Elizabeth iba a lograrlo. No sabía si sentirse contenta por la previsible derrota de papá, o enfurecida porque Elizabeth iba a unirse a los nazis.

Les sirvieron lenguado de Dover. Sólo Percy comió. Elizabeth estaba pálida de miedo, pero fruncía la boca con determinación. Margaret no tuvo otro remedio que admirar su fuerza de voluntad, aunque despreciaba su propósito.

– Si no vas a venir a Estados Unidos, ¿por qué has subido al tren? -preguntó Percy.

– He encargado pasaje en un barco que zarpa de Southampton.

– No puedes ir en barco a Alemania desde este país -dijo su padre, triunfante.

Margaret se sintió consternada. Claro que no. ¿Se habría equivocado Elizabeth? ¿Fracasaría todo su plan por este simple detalle?

Elizabeth no se inmutó.

– El barco va a Lisboa -explicó con calma-. He enviado un giro postal a un banco de allí y reservado hotel.

– ¡Maldita trampa! -gritó su padre. Un hombre de la mesa vecina les miró.

Elizabeth continuó como si no le hubiera oído.

– Una vez en Lisboa, encontraré un barco que me lleve a Alemania.

– ¿Y después? -preguntó su madre.

– Tengo amigos en Berlín, mamá. Ya lo sabes.

Su madre suspiró.

– Sí, querida.

Parecía muy triste. Margaret comprendió que había aceptado la inevitabilidad de la situación.

– Yo también tengo amigos en Berlín -gritó su padre.

Varias personas de las mesas contiguas levantaron la vista.

– Baja la voz, querido -dijo mamá-. Te oímos muy bien.

– Tengo amigos en Berlín que te enviarán de vuelta en cuanto llegues -siguió su padre, en voz más queda.

Margaret se llevó la mano a la boca. Su padre podía conseguir que los alemanes expulsaran a Elizabeth, por supuesto; el gobierno podía hacer cualquier cosa en un país fascista. ¿Terminaría la huida de Elizabeth ante un despreciable burócrata, que examinaría su pasaporte, menearía la cabeza y le denegaría el permiso de entrada?

– No lo harán -replicó Elizabeth.

– Ya lo veremos -dijo papá, con escasa seguridad, en opinión de Margaret.

– Me recibirán con los brazos abiertos, papá -afirmó Elizabeth, y la nota de cansancio en su voz dotó de más convencimiento a sus palabras-. Convocarán una rueda de prensa para anunciar al mundo que he escapado de Inglaterra para unirme a su causa, al igual que los miserables periódicos ingleses publicaron la deserción de judíos alemanes importantes.

– Espero que no descubran lo de la abuela Fishbein -declaró Percy.

Elizabeth se había preparado contra los ataques de su padre, pero el cruel humor de Percy atravesó sus defensas.

– ¡Cierra el pico! ¡Eres un chico horrible! -gritó, y se puso a llorar.

El camarero se llevó de nuevo sus platos intactos. El siguiente consistía en costillas de cordero con guarnición de verduras. El camarero sirvió vino. Mamá tomó un sorbo, señal de que estaba afligida.

Papá empezó a comer, atacando la carne con el cuchillo y el tenedor y masticando con furia. Margaret estudió su rostro colérico, y se quedó sorprendida al detectar una huella de perplejidad tras la máscara de rabia. Pocas veces se le veía agitado; su arrogancia solía sortear todas las crisis. Mientras examinaba su expresión, comprendió que todo el mundo de su padre se estaba viniendo abajo. Esta guerra era el fin de sus esperanzas. Había querido que los ingleses abrazaran el fascismo bajo su liderazgo, pero en lugar de ello habían declarado la guerra al fascismo y le exiliaban.

La verdad era que le habían rechazado a mediados de los años treinta, pero hasta ahora había hecho la vista gorda, fingiendo que un día acudirían a él cuando fuera necesario. Supuso que por esa razón estaba tan irritado: vivía una mentira. Su celo de cruzado había degenerado en una manía obsesiva, su confianza en fanfarronadas, y al fracasar en su intento de convertirse en el dictador de Inglaterra sólo le había quedado la opción de tiranizar a sus hijos. Ahora, sin embargo, ya no podía ignorar la verdad. Abandonaba su país y, como comprendió Margaret de repente, nunca le permitirían regresar.

Y para colmo, en el momento en que sus esperanzas políticas se reducían a la nada, sus hijos también se rebelaban. Percy fingía ser judío, Margaret había intentado escapar, y Elizabeth, el único seguidor que le quedaba, le estaba desafiando.

Margaret pensaba que agradecería la aparición de una brecha en su armadura, pero se sentía incómoda. El firme despotismo de papá había sido una constante en su vida, y el hecho de que pudiera desmoronarse la desconcertaba. Se sintió repentinamente insegura, como una nación oprimida que encarase la perspectiva de una revolución.

Intentó comer algo, pero apenas podía tragar. Mamá jugueteó con un tomate durante unos momentos, y luego dejó caer su tenedor.

– ¿Hay algún chico de Berlín que te guste, Elizabeth? -preguntó de súbito.

– No -contestó Elizabeth.

Margaret le creyó, pero la pregunta de mamá, en cualquier caso, había sido muy perspicaz. Margaret sabía que Alemania no sólo atraía a Elizabeth desde un punto de vista ideológico. Había algo en los altos y rubios soldados, en sus uniformes inmaculados y botas centelleantes, que estremecía profundamente a Elizabeth. Mientras la sociedad londinense consideraba a Elizabeth una chica más bien fea y vulgar, procedente de una familia excéntrica, en Berlín era algo especial: una aristócrata inglesa, la hija de un pionero del fascismo, una extranjera que admiraba a la Alemania nazi. Su deserción nada más estallar la guerra le granjearía una gran popularidad; la agasajarían como a una celebridad. Se enamoraría de algún oficial joven, o de un relevante miembro del partido, se casarían y tendrían hijos rubios que hablarían alemán.

– Lo que vas a hacer es muy peligroso, querida -dijo mamá-. Papá y yo estamos preocupados por tu seguridad.

Margaret se preguntó si a papá le preocupaba en realidad la seguridad de Elizabeth. A madre sí, seguro, pero lo que más irritaba a papá era la desobediencia. Tal vez, oculto bajo su furia, existía un vestigio de ternura. No siempre había sido intratable. Margaret recordaba momentos cariñosos, incluso divertidos, tiempo atrás. El recuerdo la entristeció hasta límites insospechados.

– Sé que es peligroso, mamá -contestó Elizabeth-, pero mi futuro se juega en esta guerra. No quiero vivir en un mundo dominado por financieros judíos y mugrientos sindicalistas manipulados por el partido Comunista.

– ¡Qué disparate! -exclamó Margaret, pero nadie la escuchó.

– Entonces, ven con nosotros -dijo mamá-. Estados Unidos es un lugar estupendo.

– Los judíos controlan Wall Street…

– Creo que exageras -dijo mamá con firmeza, evitando mirar a papá-. Es cierto que hay demasiados judíos y otros personajes desagradables en el mundo de las finanzas norteamericanas, pero la gente decente les sobrepasa en número. Recuerda que tu abuelo era banquero.

– Es increíble que hayamos pasado de afiladores a banqueros en sólo dos generaciones -dijo Percy.

– Estoy de acuerdo con tus ideas, querida -continuó mamá-, ya lo sabes, pero creo que no hace falta morir por ellas. Ninguna causa lo merece.

Margaret se quedó estupefacta. Mamá estaba diciendo que no valía la pena morir por la causa del fascismo, lo cual suponía casi una blasfemia a los ojos de papá. Nunca había visto a su madre rebelarse contra él de esta forma. Margaret también se dio cuenta de que Elizabeth estaba sorprendida. Las dos miraron a papá, que enrojeció un poco y gruñó, expresando su desaprobación, pero no se produjo la explosión que todos esperaban. Y esto fue lo más sorprendente de todo.

Sirvieron el café y Margaret vio que habían llegado a las afueras de Southampton. El tren se detendría dentro de pocos minutos en la estación. ¿Iba Elizabeth a conseguirlo?

El tren redujo la velocidad.

– Me bajo del tren en la estación central -dijo Elizabeth al camarero-. ¿Quiere traer mi equipaje del vagón contiguo, por favor? Es una bolsa roja de piel, y me llamo lady Elizabeth Oxenford.

– Desde luego, señorita.

Casas suburbanas de ladrillo rojo pasaron ante las ventanillas del vagón como filas de soldados. Margaret observaba a papá. No decía nada, pero su rostro, a causa de la rabia contenida, estaba hinchado como un globo. Mamá apoyó una mano en su rodilla.

– No hagas una escena, querido, por favor -dijo.

Papá no contestó.

El tren se detuvo en la estación.

Elizabeth estaba sentada junto a la ventanilla. Miró a Margaret. Ésta y Percy se levantaron para dejarla pasar, y después se volvieron a sentar.

Papá se puso en pie.

Los demás pasajeros presintieron la tensión y contemplaron la escena: Elizabeth y papá plantándose cara en el pasillo, mientras el tren se detenía.

La idea de que Elizabeth había elegido el momento perfecto volvió a llamar la atención de Margaret. A papá le resultaría difícil emplear la fuerza en estas circunstancias; los demás pasajeros podrían impedírselo. Sin embargo, el miedo la atenazó.

El rostro de papá se había teñido de púrpura, y sus ojos casi se le salían de las órbitas. Respiraba con violencia. Elizabeth temblaba, pero su boca reflejaba firmeza.

– Si bajas del tren ahora, no quiero volver a verte nunca más -dijo papá.

– ¡No digas eso! -gritó Margaret, pero ya era demasiado tarde. Nadie podía borrar aquellas palabras.

Mamá se puso a llorar.

– Adiós -se limitó a contestar Elizabeth.

Margaret se levantó y le echó los brazos al cuello.

– ¡Buena suerte! -susurró.

– Lo mismo digo -replicó Elizabeth, abrazándola.

Besó la mejilla de Percy, se inclinó con torpeza sobre la mesa y besó el rostro de mamá, anegado en lágrimas. Por fin, miró a papá de nuevo.

– ¿Nos estrechamos las manos? -preguntó con voz tensa y dolorosa.

El rostro de papá era una máscara de odio.

– Mi hija ha muerto -replicó.

Mamá emitió un sollozo de pesar.

El silencio reinaba en el vagón, como si todo el mundo fuera consciente de que un drama familiar estaba llegando a su conclusión.

Elizabeth dio media vuelta y se marchó.

Margaret deseó aferrar a su padre y agitarle hasta que sus dientes castañetearan. Su insensata obstinación la estremecía. ¿Por qué no podía darse por vencido una sola vez? Elizabeth era una persona adulta; ¡no estaba obligada a obedecer a sus padres el resto de su vida! Papá no tenía derecho a proscribirla. Impulsado por la ira, había destruido la familia, absurda y vengativamente. Margaret le odió en aquel momento. Al contemplar su semblante furioso y beligerante, quiso decirle que era mezquino, injusto y estúpido, pero se mordió los labios y calló, como siempre hacía con su padre.

Elizabeth pasó frente a la ventanilla del vagón, cargada con su maleta roja. Les miró a todos, sonrió entre lágrimas y agitó su mano libre, casi con timidez. Mamá se puso a llorar en silencio. Percy y Margaret le devolvieron el saludo. Papá apartó la vista. Después, Elizabeth se perdió de vista.

Papá se sentó y mamá le imitó.

Se oyó un silbato y el tren se movió.

Volvieron a ver a Elizabeth, esperando en la cola de salida. Levantó la vista cuando pasó su vagón. Esta vez no sonrió ni saludó; su aspecto era triste y taciturno.

El tren aceleró y pronto dejaron de ver a Elizabeth.

– La familia es algo maravilloso -comentó Percy, y aunque se expresó con sarcasmo, su voz estaba desprovista de humor, aunque henchida de amargura.

Margaret se preguntó si volvería a ver a su hermana.

Mamá se secó los ojos con un pequeño pañuelo de hilo, pero no paraba de llorar. No solía perder la compostura. Margaret no recordaba la última vez que la había visto llorar. Percy parecía conmovido. La fidelidad de Elizabeth a una causa tan vil deprimía a Margaret, pero no podía reprimir cierta sensación de júbilo. Elizabeth lo había conseguido: ¡había desafiado a papá y ganado! Se había mostrado a su altura, le había derrotado, había escapado de sus garras.

Si Elizabeth podía hacerlo, Margaret también.

Captó el olor del mar. El tren entró en los muelles. Corría paralelo a la orilla del agua, dejando atrás poco a poco cobertizos, grúas y transatlánticos. A pesar de la pena que la embargaba por la partida de su hermana, Margaret experimentó un escalofrío de anticipación.

El tren se detuvo tras un edificio designado como «terminal de Imperial». Era una estructura ultramoderna que recordaba un poco una tienda. Las esquinas eran redondeadas y el piso superior tenía un amplio mirador similar a una plataforma, con una barandilla a lo largo de todo el perímetro.

Los Oxenford, al igual que los demás viajeros, recogieron su equipaje y bajaron del tren. Mientras comprobaban que las maletas eran trasladadas del tren al avión, acudieron a la terminal de Imperial Airlines para completar las formalidades de salida.

Margaret se sentía mareada. El mundo que la rodeaba estaba cambiando a demasiada velocidad. Había abandonado su hogar, su país estaba en guerra, había perdido a su hermana y faltaban pocos minutos para que volara en dirección a Estados Unidos. Deseó detener un rato el reloj y tratar de asumirlo todo.

Papá explicó a un empleado de la Pan American que Elizabeth no vendría con ellos.

– No hay problema -contestó el hombre-. Hay alguien que espera comprar un billete. Yo me ocuparé de todo.

Margaret reparó en que el profesor Hartmann, que fumaba un cigarrillo en un rincón, dirigía nerviosas y preocupadas miradas a su alrededor. Parecía nervioso e impaciente. Gente como mi hermana le ha convertido en lo que es ahora, pensó Margaret; los fascistas le han perseguido hasta transformarle en un manojo de nervios. No me extraña que tenga tanta prisa por abandonar Europa.

Desde la sala de espera no podían ver el avión, de modo que Percy fue a buscar un lugar más a propósito. Volvió con cantidad de información.

– El despegue tendrá lugar a las dos en punto, tal como estaba previsto -anunció. Margaret experimentó una punzada de aprehensión-. Tardaremos una hora y media en llegar a nuestra primera escala, que es Foynes. En Irlanda es verano, al igual que en Inglaterra, así que llegaremos a las tres y media. Esperaremos una hora, mientras lo reaprovisionan de combustible y deciden la ruta de vuelo definitivo. Volveremos a despegar a las cuatro y media.

Margaret vio caras nuevas, gente que no había viajado en el tren. Algunos pasajeros habrían acudido directamente a Southampton por la mañana, o habrían permanecido en algún hotel. Mientras pensaba en esto, una mujer increíblemente hermosa llegó en taxi. Era rubia, tendría unos treinta años y llevaba un vestido magnífico, de color crema con lunares rojos. La acompañaba un hombre sonriente, de aspecto vulgar, vestido con una chaqueta de cachemira. Todo el mundo les miró; parecían muy felices, y su aspecto era atractivo.

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