Noche Sobre Las Aguas - Follett Ken 17 стр.


La mujer sonrió y meneó la cabeza, como diciendo «no me puedes engañar».

– Necesito ir en coche a Dublín.

La mujer, considerando más sensatas estas palabras, habló por fin.

Por lo visto, pensaba que apariciones como Nancy sólo podían proceder de una gran ciudad.

El hecho de que utilizara el inglés tranquilizó a Nancy; había temido que la mujer sólo hablara gaélico.

– ¿Está muy lejos?

– Con un buen caballo, llegaría en una hora y media -dijo la mujer, con una cadencia musical.

Horrible perspectiva. El clipper despegaría dentro de dos horas de Foynes, al otro lado del país.

– ¿Alguien del pueblo tiene coche?

– No.

– Maldita sea.

– Pero el herrero tiene una moto.

– ¡Será suficiente!

En Dublín podría conseguir un coche que la llevara a Foynes. No sabía si Foynes estaba muy lejos, o cuanto tiempo se tardaba en llegar, pero pensó que debía intentarlo.

– ¿Dónde está el herrero?

– Yo la acompañaré.

La mujer hundió su pala en la tierra.

Nancy la siguió. Nancy vio con horror que la carretera era un simple sendero embarrado: una moto no podría correr más que un caballo sobre esta superficie.

Pensó en otra dificultad mientras caminaba por la aldea. Una moto sólo aceptaba un pasajero. Había planeado volver al avión y recoger a Lovesey, en caso de conseguir un coche, pero sólo uno de ellos podría montarse en la moto…, a menos que el propietario se la vendiera. Entonces, Lovesey conduciría y Nancy iría de paquete. Y después, pensó excitada, se dirigirían a Foynes.

Anduvieron hacia la última casa y se acercaron a un taller de una sola vertiente, situado a un lado… y las últimas esperanzas de Nancy se desvanecieron al instante: las piezas de la moto estaban desparramadas por tierra y el herrero trabajaba con ellas.

– Mierda -dijo Nancy.

La mujer habló en gaélico con el herrero. Éste miró a Nancy con una pizca de diversión. Era muy joven, de cabello negro y ojos azules, a la manera irlandesa, y exhibía un poblado bigote. Asintió con la cabeza, como dando a entender que comprendía la situación.

– ¿Dónde está su aeroplano? -preguntó a Nancy.

– A un kilómetro de distancia, más o menos.

– Tal vez debería echarle un vistazo.

– ¿Sabe algo de aviones? -preguntó ella con escepticismo.

El joven se encogió de hombros.

– Los motores son motores.

Ella imaginó que si podía desmontar una moto, también podría reparar un motor de avión.

– Sin embargo, yo diría que quizá sea demasiado tarde -añadió el herrero.

Nancy frunció el ceño, y entonces oyó lo que él ya había percibido: el sonido de un aeroplano. ¿Sería el Tiger Moth? Corrió afuera y escudriñó el cielo. El pequeño avión amarillo volaba a baja altura sobre la aldea.

Lovesey lo había arreglado… ¡y había despegado sin esperarla!

Miró hacia arriba, incrédula. ¿Cómo podía hacerle esto? ¡También se llevaba su maletín!

El avión pasó rozando la aldea, como para burlarse de ella. Nancy agitó el puño en dirección al aparato. Lovesey la saludó y se alejó.

El avión empezó a disminuir de tamaño. El herrero y la campesina estaban de pie detrás de ella.

– Se marcha sin usted -comentó el joven.

– Es un monstruo sin entrañas.

– ¿Es su marido?

– ¡Por supuesto que no!

– Supongo que, para el caso, es lo mismo.

Nancy se sintió desfallecer. Hoy la habían traicionado dos hombres. ¿Había algo en ella que no funcionaba?, se preguntó.

Pensó que lo mejor sería rendirse. Ya no podría alcanzar el clipper . Peter vendería la empresa a Nat Ridgeway, y ése sería el final.

El avión se inclinó y giró. Lovesey ponía rumbo hacia Foynes, supuso ella. Alcanzaría a su esposa fugitiva. Nancy deseó que se negara a volver con él.

Inesperadamente, el avión continuó girando. Cuando apuntó hacia la aldea, se enderezó. ¿Qué estaba haciendo ese hombre?

Seguía la carretera embarrada, perdiendo altura. ¿Por qué regresaba? A medida que el avión se aproximaba, Nancy se empezó a preguntar si iba a aterrizar. ¿Fallaba de nuevo el motor?

El pequeño avión tocó la carretera embarrada y avanzó rebotando hacía las tres personas que se hallaban frente a la casa del herrero.

Nancy casi se desmayó de alivió. ¡Regresaba a buscarla! El avión frenó delante de ella. Mervyn gritó algo que Nancy no entendió.

– ¿Qué? -chilló ella.

Lovesey, impaciente, le indicó por señas que se acercara. Nancy corrió hacia el avión.

– ¿A qué está esperando? -gritó Lovesey, inclinándose hacia ella-. ¡Suba!

Nancy consultó el reloj. Eran las tres menos cuarto. Todavía podían llegar a Foynes a tiempo. El optimismo volvió a invadirla. ¡Aún no estoy acabada!, pensó.

El joven herrero se acercó. Le brillaban los ojos.

– Permítame ayudarla -gritó.

Hizo un asiento con las manos enlazadas. Nancy apoyó su pie desnudo, cubierto de barro, y él la izó. Se dejó caer en el asiento.

El avión se elevó al instante.

Pocos segundos después estaban en el aire.

9

La esposa de Mervyn Lovesey era muy feliz.

Diana tuvo miedo cuando el clipper despegó, pero ahora sólo sentía júbilo.

Nunca había volado. Mervyn jamás la había invitado a compartir su pequeño aeroplano, aunque ella había dedicado días a pintarlo de amarillo para él. Había descubierto que, en cuanto se dominaba el nerviosismo, era terriblemente excitante elevarse en el aire en algo parecido a un hotel de lujo con alas, y contemplar desde lo alto los pastos y trigales, carreteras y vías férreas, casas, iglesias y fábricas de Inglaterra. Se sentía libre. Era libre. Había dejado a Mervyn y huido con Mark.

La víspera, en el hotel SouthWestern de Southampton, se habían registrado como señores Alder y pasado la primera noche entera juntos. Habían hecho el amor antes de dormir y al amanecer, nada más despertarse. Parecía un lujo, después de tres meses de tardes breves y besos robados.

Volar en el clipper era como vivir en una película. El decorado era soberbio, la gente elegantísima, los dos camareros muy eficientes; todo ocurría como por capricho de un guión, y se veían caras famosas por todas partes. Estaba el barón Gabon, el rico sionista, siempre enfrascado en apasionadas discusiones con su demacrado acompañante. El marqués de Oxenford, el famoso fascista, iba a bordo con su bella esposa. La princesa Lavinia Bazarov, uno de los pilares de la sociedad parisina, iba en el compartimento de Diana, y ocupaba el asiento de ventanilla de la otomana de Diana.

Frente a la princesa, en el otro asiento de ventanilla de su lado, estaba Lulu Bell, la estrella de cine. Diana la había visto en muchas películas: Mi primo Jake , Tormento , La vida secreta , Elena de Troya y muchas otras que se habían proyectado en el cine Paramount de la calle Oxford de Manchester. Sin embargo, lo más sorprendente fue que Mark la conocía. Mientras se acomodaban en sus asientos, una estridente voz norteamericana se puso a gritar.

– ¡Mark! ¡Mark Alder! ¿De veras eres tú?

Diana se volvió y vio que una rubia menuda, parecida a un canario, se precipitaba sobre él.

Resultó que habían trabajado juntos unos años atrás en un programa radiofónico de Chicago, antes de que Lulu convirtiera en una gran estrella. Mark le presentó a Diana y Lulu se mostró muy cordial, alabando la belleza de Diana y la suerte de Mark por haberla encontrado. Por supuesto se hallaba mucho más interesada en Mark, y los dos se pusieron a hablar desde el momento del despegue, recordando los viejos tiempos, cuando eran jóvenes y pobres, vivían el hoteles de mala muerte y bebían licor destilado clandestinamente.

Diana no se había dado cuenta de que Lulu era tan bajita. Parecía más alta en sus películas. Y también más joven. Al natural, resultaba obvio que su cabello rubio no era autentico, como el de Diana, sino teñido. No obstante, poseía la personalidad vivaz y agresiva que exhibía en todas sus películas. Incluso en este momento, atraía la atención general. Aunque estaba hablando con Mark, todo el mundo la miraba: la princesa Lavinia, Diana y los dos hombres que se sentaban al otro lado del pasillo.

Estaba narrando una anécdota referida a un programa de radio; uno de los actores se había marchado a mitad de la retransmisión, creyendo que su intervención había terminado, cuando en realidad le quedaba una línea de diálogo al final.

Total, que yo leí mi línea, que era «¿Quién se ha comido la mona de Pascua?», y todo el mundo miró a su alrededor…, ¡pero George había desaparecido! Y se produjo un largo silencio.

Hizo una pausa para dotar de énfasis dramático a la situación. Diana sonrió. ¿Qué coño hacía la gente cuando algo se torcía durante un programa de radio? Escuchaba mucho la radio, pero no recordaba ningún incidente similar. Lulu reanudó su explicación.

– Volví a repetir mi línea, «¿Quién se ha comido la mona de Pascua?». Y me inventé la continuación. -Bajó la barbilla y habló con una áspera voz masculina muy convincente-. Creo que ha sido el gato.

Todos rieron.

– Y así terminó el programa -concluyó,

Diana recordó un programa en que el locutor, sobresaltado por algo, había exclamado ¡Hostia!».

– Una vez oí a un locutor blasfemar -dijo. Iba a contar la anécdota, pero Mark la interrumpió.

– Bueno, es muy normal. -Se volvió hacia Lulu-. ¿Te acuerdas cuando Max Gifford dijo que Babe Ruth tocaba las pelotas con mucha limpieza, y no pudo parar de reír?

Mark y Lulu estallaron en carcajadas. Diana sonrió, pero empezaba a sentirse un poco desplazada. Pensó que era un poco injusta. Durante tres meses, mientras Mark había estado solo en una ciudad desconocida, ella había acaparado toda su atención. No siempre iba a ser así. Tendría que acostumbrarse a compartirle con más gente a partir de ahora. Sin embargo, no le apetecía interpretar el papel de público. Se volvió hacia la princesa Lavinia, que estaba sentada a su derecha.

– ¿Escucha usted la radio, princesa? -preguntó. La vieja rusa inclinó su delgada y ganchuda nariz.

– La encuentro algo vulgar -contestó.

Diana ya había conocido a otras viejas altivas, y no la intimidaban.

– Me sorprende -contraatacó-. Sin ir más lejos, anoche sintonizamos unos quintetos de Beethoven.

– La música alemana es muy mecánica -replicó la princesa.

No había forma de complacerla, pensó Diana. Había pertenecido a la clase más perezosa y privilegiada de la historia, y quería que todo el mundo lo supiera, por lo cual fingía que nada era comparable a lo que había poseído en otros tiempos. Iba a ser un auténtico latazo.

El mozo destinado a la parte posterior del avión vino para tomar nota de los combinados. Se llamaba Davy. Era un joven pulcro, bajo y agradable, de cabello rubio, y caminaba por el pasillo alfombrado dando ligeros saltitos. Diana pidió un martini seco. No sabía lo que era, pero sabía por las películas que en Estados Unidos era una bebida muy elegante.

Examinó a los dos hombres que se hallaban al otro lado del compartimento. Los dos miraban por la ventana. El más cercano era un joven atractivo, vestido con un traje algo llamativo. Era ancho de espaldas, como un atleta, y se adornaba con varios anillos. Su piel morena hizo pensar a Diana que tal vez era sudamericano. El hombre sentado frente a él no encajaba en el ambiente. Su traje le venía demasiado grande y tenía el cuello de la camisa bastante gastado. No tenía aspecto de poder costearse el precio del pasaje en el clipper. También era calvo como una bombilla. Los dos hombres ni se hablaban ni se miraban, pero Diana, a pesar de todo, estaba segura de que viajaban juntos.

Se preguntó qué estaría haciendo Mervyn en estos momentos. Ya habría leído su nota, casi con toda certeza. Tal vez estaría llorando, pensó con cierto sentimiento de culpabilidad. No, no era propio de él. Lo más probable es que estuviera enfurecido. Pero ¿sobre quién descargaría su furia? Sobre sus pobres empleados, quizá. Ojalá su nota hubiera sido más cálida, o más esclarecedora, pero su aturdimiento no le permitió pergeñar algo mejor. Supuso que habría llamado a su hermana Thea, pensando que conocería su paradero. Bien, pues no lo sabía. Su sorpresa habría sido mayúscula. ¿Qué le diría a las gemelas? La idea deprimió a Diana. Iba a perder a sus sobrinitas.

Davy volvió con las bebidas. Mark brindó con Lulu, y después con Diana…, casi como por compromiso, pensó Diana con amargura. Probó el martini y estuvo a punto de escupirlo.

– ¡Ugh! -exclamó-. ¡Sabe a ginebra pura!

Todo el mundo se rió de su comentario.

– Es casi pura ginebra, cariño -dijo Mark-. ¿Nunca habías tomado un martini?

Diana se sintió humillada. No sabía lo que había pedido, como una quinceañera en un bar. Todos estos personajes cosmopolitas ya sabían que era una provinciana ignorante.

– Permítame que le traiga otra cosa, señora -dijo Davy.

– Una copa de champán -pidió, malhumorada. -Al instante.

Diana habló a Mark, algo enfadada.

– Jamás había tomado un martini. Se me ocurrió probarlo. No tiene nada de malo, ¿verdad?

– Claro que no, cariño -contestó él, palmeándole la rodilla.

– Este coñac es impresentable, joven -dijo la princesa Lavinia-. Haga el favor de traerme un poco de té.

– Enseguida, señora.

Diana decidió ir al lavabo de señoras.

– Con permiso -dijo, levantándose y saliendo por la puerta en forma de arco que conducía a la parte posterior.

Pasó por otro compartimento de pasajeros igual al que había dejado y llegó a la cola del avión. A un lado había un pequeño compartimento, ocupado por sólo dos personas, y al otro una puerta con el letrero «Tocador de señoras». Entró.

El tocador levantó sus ánimos. Era muy bonito. Había una mesa con dos taburetes tapizados en piel azul turquesa, y las paredes estaban cubiertas de tela beige. Diana se sentó frente al espejo para retocarse el maquillaje. Mark llamaba a esta actividad reescribirse la cara. Frente a ella tenía pañuelos de papel y crema para el cutis.

Al mirarse, vio a una mujer desdichada. Lulu Bell había irrumpido como una nube que oculta el sol. Había monopolizado la atención de Mark, consiguiendo que éste tratara a Diana como una pequeña molestia. Claro que Lulu era, más o menos, de la misma edad que Mark; él tenía treinta y nueve y ella debía rebasar los cuarenta. Diana sólo tenía treinta y cuatro. ¿Se daba cuenta Mark de lo mayor que era Lulu? Los hombres demostraban una gran estupidez en estos asuntos.

El auténtico problema era que Mark y Lulu tenían mucho en común: los dos trabajaban en el negocio del espectáculo, los dos eran norteamericanos, los dos habían vivido los primeros tiempos de la radio. Diana no compartía nada de todo esto. Exagerando un poco, se podía decir que no había hecho nada, excepto pertenecer a la alta sociedad de una ciudad provinciana.

¿Sería lo mismo con Mark? Diana se dirigía al país de él. A partir de ahora, él lo sabría todo, pero ella se desenvolvería en un mundo extraño por completo. Se relacionarían con los amigos de él, porque Diana no tenía ninguno en Estados Unidos. ¿Cuántas veces más se reirían de ella por desconocer lo que todo el mundo sabía, como el hecho de que un martini seco supiera a ginebra fría?

Se preguntó si echaría mucho de menos el mundo cómodo y predecible que dejaba a su espalda, el mundo de bailes de caridad y cenas de los masones en hoteles de Manchester, donde conocía a todo el mundo, todas las bebidas y todos los platos. Era aburrido, pero seguro.

Meneó la cabeza, agitando su cabello. No iba a seguir pensando de aquella manera. Estaba harta de aquel mundo, pensó; anhelaba aventuras y emociones; y ahora que las tengo, voy a disfrutarlas.

Tomó la resolución de llevar a cabo un esfuerzo decidido por recobrar la atención de Mark. ¿Qué podía hacer? No quería entablar una confrontación directa y echarle en cara su comportamiento. Sería propio de una persona débil. Tal vez un trago de su propia medicina resultaría eficaz. Ella podía hablar con otra persona, igual que él hablaba con Lulu. Quizá esa táctica le abriría los ojos. ¿A quién elegiría? El atractivo muchacho sentado al otro lado del pasillo iría de perlas. Era más joven que Mark, y de mayor envergadura. Mark se pondría muy celoso.

Se aplicó perfume detrás de las orejas y entre los pechos, y salió del tocador. Movió las caderas más de lo necesario mientras caminaba por el avión, complacida por las miradas lujuriosas de los hombres y las envidiosas o admirativas de las mujeres. Soy la mujer más hermosa del avión, y Lulu Bell lo sabe, pensó.

Cuando llegó al compartimento no se sentó en su asiento, sino que se dirigió a la parte izquierda y miró por la ventana, inclinándose sobre el hombro del joven vestido con el traje a rayas. Él le dedicó una sonrisa de bienvenida.

Ella le devolvió la sonrisa.

– ¿A que es maravilloso? -dijo.

– Ni más ni menos -contestó el joven.

Diana reparó en que el joven dirigía una mirada de preocupación al hombre sentado frente a él, como si esperase una reprimenda. Casi parecía que fuera su carabina.

– ¿Viajan juntos ustedes dos? -preguntó Diana.

– Se podría decir que somos socios -respondió cortésmente el hombre calvo. Extendió su mano, como si hubiera recordado de repente sus buenos modales-. Ollis Field.

– Diana Lovesey.

Le estrechó la mano con cierta repugnancia. El hombre llevaba sucias las uñas. Se volvió hacia el joven.

– Frank Gordon -dijo él.

Los dos eran norteamericanos, pero su parecido terminaba allí. Frank Gordon iba bien vestido, con un alfiler de cuello de camisa y un pañuelo de seda en el bolsillo superior de la chaqueta. Olía a colonia y utilizaba un poco de brillantina en el cabello rizado.

– ¿Qué estamos sobrevolando? ¿Todavía es Inglaterra?

Diana se inclinó sobre él y miró por la ventana, dejando que el joven aspirara su perfume.

– Creo que debe ser Devon -dijo, aunque no tenía ni idea.

– ¿De dónde es usted? -preguntó Gordon.

Diana se sentó a su lado.

– De Manchester -contestó. Miró a Mark, captó su expresión de estupor y devolvió su atención a Frank-. Está en el noroeste.

Ollis Field encendió un cigarrillo con aire de censura. Diana cruzó las piernas.

– Mi familia procede de Italia -explicó Frank. El gobierno italiano era fascista.

– ¿Cree que Italia entrará en guerra? -preguntó.

Frank denegó con la cabeza.

– Los italianos no quieren la guerra.

– Supongo que nadie quiere la guerra.

– Entonces, ¿por qué la hay?

Diana pensó que era un hombre intrigante. Tenía dinero, eso estaba claro, pero parecía inculto. La mayoría de los hombres se mostraban ansiosos por explicarle cosas, por exhibir ante ella sus conocimientos, tanto si lo deseaba como si no, pero éste no se comportaba igual.

– ¿Qué opina usted, señor Field? -preguntó a su acompañante.

– No opino -contestó con hosquedad.

Diana se volvió hacia el joven.

– Quizá los líderes fascistas sólo puedan controlar a la gente mediante la guerra.

Miró a Mark y observó con desagrado que continuaba hablando animadamente con Lulu; estaban riendo como colegiales. Se sintió deprimida. ¿Qué le pasaba a su amante? A estas alturas, Mervyn ya le habría roto la nariz a Frank.

Pensó en decirle «Hábleme de usted», pero se sintió incapaz de soportar el aburrimiento de su respuesta, y se reprimió. En este momento, Davy, el mozo, le trajo su champán y un plato de tostadas cubiertas de caviar. Aprovechó la oportunidad para regresar a su asiento, abatida.

Escuchó la conversación de Mark y Lulu durante un rato, y después se abismó en sus pensamientos. Era una tontería enfadarse por culpa de Lulu. Mark estaba comprometido con ella, Diana. Lo único que pasaba era que le gustaba hablar de los viejos tiempos. Diana no debía preocuparse por Estados Unidos: había tomado una decisión, la suerte estaba echada y Mervyn ya habría leído su nota. Era estúpido recelar de una rubia teñida de cuarenta y cinco años como Lulu. Pronto aprendería las costumbres norteamericanas, y se familiarizaría con sus bebidas, programas de radio y manías. No tardaría en tener más amigos que Mark; atraía a la gente, no podía remediarlo.

Empezó a pensar en el largo vuelo sobre el Atlántico. Cuando leyó las noticias sobre el clipper en el Manchester Guardian , consideró que era el viaje más romántico del mundo. Entre Irlanda y Terranova mediaba una distancia de tres mil kilómetros, y el recorrido duraba una eternidad, algo así como diecisiete horas. Había tiempo de cenar, acostarse, dormir toda la noche y levantarse otra vez antes de que el avión aterrizara. La idea de ponerse camisones que había utilizado con Mervyn le parecía espantosa, pero no había tenido ocasión de comprarse ropa nueva para el viaje. Por suerte, tenía una preciosa bata de color café con leche y un pijama rosa salmón que nunca había usado. No había camas de matrimonio, ni siquiera en la suite matrimonial (Mark lo había comprobado), pero la litera de Mark estaría sobre la suya. Era emocionante y aterrador al mismo tiempo pensar en acostarse sobre el océano y en pleno vuelo, hora tras hora, a cientos de kilómetros de altura. Se preguntó si podría dormir. Los motores funcionarían tanto si dormía como si no, pero, en cualquier caso, temería constantemente que se parasen mientras dormía.

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