Margaret amaba las picardías de su hermano. Era el único rayo de sol que iluminaba las tinieblas de su vida. Deseaba a menudo burlarse de papá como Percy lo hacía, y reírse a sus espaldas, pero se enfurecía demasiado para bromear sobre ello.
Al llegar a casa, se quedaron estupefactos al ver a una camarera descalza que regaba las flores del vestíbulo. Papá no la reconoció.
– ¿Quién es usted? -preguntó con brusquedad.
– Se llama Jenkins y ha empezado esta semana -dijo mamá, con su suave acento norteamericano.
La muchacha hizo una reverencia.
– ¿Y dónde demonios están sus zapatos? -preguntó papá. Una expresión de suspicacia cruzó el rostro de la chica, que lanzó una mirada acusadora a Percy.
– Su señoría, por favor, fue el joven lord Isley. -El título de Percy era conde de Isley-. Me dijo que las camareras deben ir descalzas los domingos para santificar la fiesta.
Mamá suspiró y papá emitió un gruñido de exasperación. Margaret no pudo reprimir una sonrisa. Era la broma favorita de Percy: dar instrucciones imaginarias a los nuevos criados. Podía decir lo más ridículos del mundo con el rostro imperturbable, y como la familia tenía fama de ser excéntrica, la gente se creía cualquier cosa.
Percy hacía reír con frecuencia a Margaret, pero ésta sentía pena en estos momentos por la pobre camarera, descalza en el vestíbulo y sintiéndose como una idiota.
– Vaya a ponerse los zapatos -dijo mamá.
– Y no crea nunca lo que diga lord Isley -añadió Margaret.
Se quitaron los sombreros y entraron en la sala de estar.
– Lo que has hecho ha sido vergonzoso -siseó Margaret, tirando del pelo a Percy. Percy se limitó a sonreír: era incorregible. En una ocasión le había dicho al vicario que su padre había muerto de un ataque al corazón durante la noche, y todo el pueblo inició el duelo antes de descubrir que no era cierto.
Papá conectó la radio y fue entonces cuando supieron la noticia: Inglaterra había declarado la guerra a Alemania.
Margaret sintió que un salvaje regocijo crecía en su pecho, como la excitación de conducir a excesiva velocidad o de subir a la copa de un árbol alto. Se habían disipado las incógnitas: habría tragedia y aflicción, dolor y pena, pero ya era inevitable. La suerte estaba echada y lo único que se podía era combatir. La idea aceleró su corazón. Todo sería diferente. Se abandonarían las convenciones sociales, las mujeres participarían en la contienda, las diferencias de clase desaparecerían, todo el mundo trabajaría codo con codo. Casi podía palpar la atmósfera de libertad. Y entrarían en guerra contra los fascistas, los mismos que habían asesinado al pobre Ian y a otros miles de jóvenes excelentes. Margaret no creía ser vengativa, pero se sentía así cuando pensaba en luchar contra los nazis. Era una sensación desconocida, aterradora y escalofriante.
Papá estaba furioso. Ya se le veía hinchado y rubicundo, y cuando se enfadaba siempre parecía que estaba a punto de estallar.
– ¡Maldito Chamberlain! -exclamó-. ¡Maldito sea ese canalla!
– Por favor, Algernon -dijo mamá, reprochándole su lenguaje destemplado.
Papá había sido uno de los fundadores de la Unión Británica de Fascistas. A partir de ese momento, cambió; no sólo rejuveneció, sino que adelgazó, ganó en apostura y mitigó sus nervios. Había cautivado a la gente y logrado su lealtad. Había escrito un libro controvertido llamado Los mestizos: la amenaza de la contaminación racial , sobre el declive de la civilización desde que la raza blanca empezó a mezclarse con judíos, asiáticos, orientales e incluso negros. Se había carteado con Adolf Hitler, al que consideraba el estadista más grande desde Napoleón. En la casa se celebraban grandes recepciones cada fin de semana, a las que acudían políticos, a veces hombres de estado extranjeros y, en una inolvidable ocasión, el rey. Las discusiones se prolongaban hasta bien entrada la noche; el mayordomo subía más coñac de la bodega, en tanto los criados bostezaban en el vestíbulo. Durante la depresión económica, papá había esperado que el país le llamara a rescatarle en su hora de crujir y rechinar de dientes, pidiéndole que fuera primer ministro de un gobierno de reconstrucción nacional. Pero la llamada nunca se produjo. Las recepciones de los fines de semana fueron espaciándose y perdiendo participantes; los invitados más distinguidos buscaron y encontraron formas de desligarse públicamente de la Unión Británica de Fascistas; y papá se convirtió en un hombre amargado y decepcionado. Su encanto desapareció junto con su confianza. El resentimiento, el aburrimiento y la bebida dieron al traste con su apostura. Su intelecto nunca había sido auténtico. Margaret había leído su libro, y se asombró al descubrir que no sólo era desacertado, sino grotesco.
En los últimos años, su programa se había reducido a una idea obsesiva: Inglaterra y Alemania debían unirse contra la Unión Soviética. Lo había defendido en artículos de revistas y cartas a los periódicos, y en las cada vez menos frecuentes ocasiones en que era invitado a hablar en actos políticos y conferencias universitarias. Se aferró a la idea con ahínco, si bien los acontecimientos que sacudían Europa ponían de manifiesto día tras día lo absurdo de su política. Sus esperanzas quedaron reducidas a cenizas con la declaración de guerra entre Inglaterra y Alemania. Margaret descubrió en su corazón una pizca de piedad por él, junto con las demás emociones tumultuosas.
– ¡Inglaterra y Alemania se borrarán mutuamente del mapa y permitirán que Europa sea dominada por el comunismo ateo! -dijo.
La referencia al ateísmo recordó a Margaret que la habían obligado a ir a la iglesia.
– No me importa, yo soy atea -replicó.
– Es imposible, querida, eres de la iglesia anglicana -dijo mamá.
Margaret no pudo reprimir una carcajada.
– ¿Cómo te atreves a reír? -preguntó Elizabeht, que estaba al borde del llanto-. ¡Es una tragedia!
Elizabeth era una gran admiradora de los nazis. Hablaba alemán (lo hablaban las dos, de hecho, gracias a una institutriz alemana que había durado más que la mayoría), había ido a Berlín varias veces y cenado en dos ocasiones con el propio Führer. Margaret sospechaba que los nazis eran unos presuntuosos que se complacían en la aprobación de la aristocracia inglesa.
– Ya es hora de que nos enfrentemos a esos criminales -dijo Margaret, volviéndose hacia Elizabeth.
– No son criminales -repuso Elizabeth, indignada-. Son orgullosos, fuertes, arios de pura cepa, y es una tragedia que nuestro país les haya declarado la guerra. Papá tiene razón: la raza blanca se autoinmolará y el mundo quedará en manos de los mestizos y los judíos.
Estas tonterías acababan con la paciencia de Margaret.
– ¡No tiene nada de malo ser judío! -contestó con vehemencia.
Papá levantó un dedo en el aire.
– No tiene nada de malo ser judío… en el lugar adecuado.
– Lo que significa bajo el tacón de la bota en tu…, tu sistema fascista.
Había estado a punto de decir «en tu asqueroso sistema», pero se asustó de repente y reprimió el insulto. Era peligroso irritar en exceso a papá.
– ¡Y en tu sistema bolchevique son los judíos quienes cortan el bacalao! -dijo Elizabeth.
– Yo no soy bolchevique, soy socialista.
– Es imposible, querida -intervino Percy, imitando el acento de mamá-, eres de la iglesia anglicana.
Margaret rió, pese a todo; sus carcajadas volvieron a enfurecer a su hermana.
– Lo único que quieres es destruir cuanto es bello y puro, para reírte después -dijo Elizabeth con amargura.
Apenas era una respuesta, pero no impidió que Margaret insistiera en sus trece.
– Bien, en cualquier caso, estoy de acuerdo contigo en lo referente a Neville Chamberlain -dijo, dirigiéndose a su padre-. Ha empeorado mucho más nuestra posición militar permitiendo que los fascistas se apoderasen de España. Ahora, el enemigo nos acecha por el este y por el oeste.
– Chamberlain no permitió que los fascistas se apoderasen de España -la corrigió papá. Inglaterra firmó un acuerdo de no intervención con Alemania, Italia y Francia. Lo único que hicimos fue cumplir nuestra palabra.
Era una hipocresía absoluta, y él también lo sabía. Margaret enrojeció de indignación.
– ¡Cumplimos nuestra palabra mientras los italianos y los alemanes quebrantaban la suya! -protestó-. Los fascistas consiguieron cañones y los demócratas nada…, excepto héroes.
Se produjo un momento de embarazoso silencio.
– Lamento mucho que Ian muriera, querida -dijo mamá-, pero era una mala influencia para ti.
De pronto, Margaret tuvo ganas de llorar.
Ian Rochdale era lo mejor que le había ocurrido en su vida, y el dolor de su muerte todavía la dejaba sin aliento.
Margaret había bailado durante años en los bailes de cacería con frívolos jóvenes de la clase terrateniente, chicos con sólo un par de ideas en la cabeza: beber y cazar. Casi había desesperado de encontrar un chico de su edad que la interesara. Ian había irrumpido en su vida como la luz de la razón; desde su muerte, ella vivía en la oscuridad.
Ian cursaba su último año en Oxford. A Margaret le hubiera encantado ir a la universidad, pero era imposible: jamás había ido a la escuela. Sin embargo, leía muchísimo (!no había otra cosa que hacer!) y ansiaba con todas sus fuerzas encontrar alguien parecido a ella, a quien le gustara hablar sobre las ideas. Él era el único hombre que le explicaba cosas sin aires de superioridad. Ian era la persona más lúcida que había conocido. Su paciencia durante las discusiones era infinita, y carecía de vanidad intelectual; nunca fingía comprender algo si no era así. Ella le adoró desde el primer momento.
Paso mucho tiempo antes de que ella pensara en el amor, pero Ian se le declaró un día, con torpeza y enorme turbación, esforzándose por primera vez en elegir las palabras adecuadas.
– Creo que me he enamorado de ti -dijo-. ¿Va a resentirse nuestra relación?
Y entonces ella comprendió, llena de alegría, que también le amaba.
Ian cambió su vida. Era como si se hubiera trasladado a otro país, en el que todo era diferente: el paisaje, el clima, la gente, la comida. Todo le gustaba. Las coacciones y molestias de vivir con sus padres se hicieron más llevaderas.
Incluso cuando Ian se enroló en las Brigadas Internacionales y fue a España para luchar en defensa del gobierno progresista electo contra los fascistas rebeldes, continuó iluminando su vida. Estaba orgullosa de él, porque poseía la valentía de sus convicciones, y estaba dispuesto a arriesgar su vida por la causa en la que creía. A veces, recibía una carta de él. En una ocasión, le envió un poema. Después, llegó la nota que anunciaba su muerte, destrozado por una granada. Margaret experimentó la sensación de que su vida había terminado.
– Una mala influencia -repitió con amargura-. Sí. Me enseñó a poner en duda los dogmas, a no creer en las mentiras, a odiar la ignorancia y a despreciar la hipocresía. Como resultado, encajo mal en la sociedad civilizada.
Papá, mamá y Elizabeth se pusieron a hablar a la vez, y luego se callaron, porque no había forma de que ninguno fuera escuchado. Percy aprovechó el repentino silencio para hablar.
– Hablando de judíos -dijo-, encontré en el sótano una fotografía muy curiosa, en una de aquellas maletas viejas de Stamford (Connecticut) era el lugar donde había vivido la familia de mamá. Percy sacó del bolsillo de la camisa una foto arrugada y virada a sepia-. Tuve una bisabuela llamada Ruth Glencarry, ¿verdad?
– Sí contestó mamá-. Era la madre de mi madre. ¿Por qué, querido? ¿Qué has descubierto?
Percy entregó la fotografía a papá y todos se congregaron a su alrededor para verla. Mostraba una escena callejera de una ciudad norteamericana, seguramente Nueva York, unos setenta años antes. En primer plano aparecía un judío de unos treinta años, de negra barba, vestido con toscas ropas de obrero y un sombrero. Se erguía junto a una carretilla de mano que llevaba una rueda de afilar. Una inscripción en el carrito rezaba «Reuben Fishbein, Afilador». Una niña de unos diez años, ataviada con un vestido de algodón andrajoso y botas pesadas estaba de pie al lado del hombre.
– ¿Qué significa esto, Percy? -preguntó papá-. ¿Quiénes son estos desgraciados?
– Mira el dorso -le dijo Percy.
Papá volvió la fotografía. En el reverso estaba escrito: «Ruthie Glencarry, nacida Fishbein, a la edad de 10 años». Margaret miró a papá. Estaba horrorizado.
– Es muy peculiar que el abuelo de mamá se casara con la hija de un afilador ambulante judío, pero dicen que Norteamérica es así -dijo Percy.
– ¡Es imposible! -dijo papá, pero su voz temblaba, y Margaret adivinó que, en el fondo, lo consideraba muy posible.
– Como la condición de judío -prosiguió Percy, en tono despreocupado-, se trasmite por vía femenina, y como la madre de mi madre era judía, eso me convierte en judío.
Papá había palidecido como un muerto. Mamá parecía perpleja, y fruncía levemente el entrecejo.
– Confío en que los alemanes no ganen esta guerra -dijo Percy-. No me dejarán ir al cine, y mamá tendrá que coser estrellas amarillas en todos sus vestidos de baile.
Parecía demasiado redondo para ser cierto. Margaret examinó con atención las palabras escritas en el reverso de la foto y comprendió la verdad.
– ¡Percy! -exclamó con alegría-. ¡Si es tu letra!
– No, no lo es -se defendió Percy.
Pero todo el mundo vio que sí lo era. Margaret rió de buena gana. Percy había encontrado en algún sitio la foto de la niña judía y falsificado la inscripción del reverso para tornar el pelo a papá. Éste había picado el anzuelo, y no era de extrañar: la peor pesadilla de cualquier racista debía ser descubrir que sus antepasados eran mestizos. Bien merecido.
– ¡Bah! -dijo papá, y tiró la foto sobre una mesa.
– Percy, eres incorregible -se quejó mamá. Las críticas habrían proseguido, pero en aquel momento se abrió la puerta y apareció Bates, el colérico mayordomo.
– La comida está servida, su señoría -anunció.
Salieron de la sala de estar, cruzaron el vestíbulo y entraron en el pequeño comedor. Había rosbif demasiado hecho, como todos los domingos. Mamá tomaría ensalada. Nunca comía alimentos cocinados, pues creía que el calor destruía su calidad.
Papá bendijo la mesa y se sentaron. Bates ofreció a mamá el salmón ahumado. Según su teoría, los alimentos ahumados, en salmuera o conservados de maneras similares sí podían consumirse.
– Está claro que sólo podemos hacer una cosa -dijo mamá, mientras se servía el salmón. Hablaba en tono distendido de quien se limita a llamar la atención sobre lo obvio-. Hemos de marcharnos a vivir a Estados Unidos hasta que esta estúpida guerra termine.
Se produjo un momento de perplejo silencio.
– ¡No! -estalló Margaret, horrorizada.
– Creo que ya hemos discutido bastante por hoy -dijo mamá-. Comamos en paz y tranquilidad, por favor.
– ¡No! -repitió Margaret. La indignación casi le impedía hablar-. Vosotros… Vosotros no podéis hacer esto, es…, es… -Deseaba colmarles de insultos, acusarles de traición y cobardía, manifestarles en voz alta su desprecio y repudio, pero las palabras no le salían, y lo único que pudo decir fue-: ¡No es justo!
Incluso eso fue excesivo.
– Si no puedes contener tus exabruptos, lo mejor será que te marches -dijo papá.
Margaret se llevó la servilleta a la boca para ahogar un sollozo. Empujó la silla hacia atrás, se puso en pie y salió corriendo del comedor.
Lo habían planeado desde hacía meses, claro.
Percy acudió a la habitación de Margaret después de comer y le explicó los detalles. Iban a clausurar la casa, cubrir los muebles con sábanas protectoras y despedir a los criados. Los bienes quedarían en manos del administrador de los negocios de papá, que cobraría los alquileres. El dinero sería ingresado en el banco; no podría ser enviado a Estados Unidos a causa de las normas sobre el control de las divisas que regían en tiempos de guerra. Los caballos serían vendidos, las mantas protegidas con bolas de naftalina, y las vajillas de plata encerradas bajo llave.
Elizabeth, Margaret y Percy deberían preparar una sola maleta por cabeza; el resto de sus pertenencias sería recogida por una empresa de mudanzas. Papá había reservado billetes para todos en el clipper de la Pan Am, y se irían el miércoles.
Percy estaba loco de alegría. Ya había volado una o dos veces, pero el clipper era diferente. Un avión enorme, y muy lujoso: todos los periódicos habían hablado del acontecimiento cuando se inauguró el servicio unas semanas antes. El vuelo a Nueva York duraba veintinueve horas, y todo el mundo se acostaba para pasar la noche sobre el océano Atlántico.
Era repugnantemente apropiado, pensó Margaret, que se marcharan rodeados de lujos, dejando a su país sumido en las privaciones, las penurias y la guerra.
Percy se fue a preparar su maleta y Margaret se quedó tendida en la cama, mirando el techo, amargamente decepcionada, presa de cólera, llorando de frustración, impotente para modificar su destino.
Permaneció en la cama hasta la hora de irse a dormir.
Por la mañana, cuando aún seguía acostada, mamá entró en su habitación. Margaret se incorporó y le dirigió una mirada hostil. Mamá se sentó ante el tocador y miró al reflejo de Margaret en el espejo.
– No discutas con tu padre sobre esto, por favor -dijo.
Margaret se dio cuenta de que su madre estaba nerviosa. En otras circunstancias, el detalle habría bastado para suavizar su tono, pero estaba demasiado furiosa para contenerse.
– ¡Es una cobardía! -estalló.
Mamá palideció.
– No nos comportamos como cobardes.
– ¡Pero huís de vuestro país cuando empieza la guerra!
– No tenemos otra alternativa. Hemos de irnos. Margaret estaba perpleja.
– ¿Por qué?
Mamá se volvió y la miró de frente.
– Porque de lo contrario meterán a tu padre en la cárcel. La sorpresa paralizó a Margaret.
– ¿Cómo? Ser fascista no es ningún crimen.
– Se han decretado medidas de emergencia. ¿Qué más da? Un simpatizante del ministerio del Interior nos ha avisado. Papá será detenido si aún sigue en Inglaterra a fines de semana.
Margaret apenas podía creer que quisieran encarcelar a su padre como si fuera un ladrón. Se sintió como una idiota; no había pensado en las diferencias que la guerra impondría a la vida cotidiana.
– No nos permitirán llevarnos dinero -siguió su madre con amargura-. Bien por el concepto británico del juego limpio.
El dinero era lo último que a Margaret le importaba en estos momentos. Toda su vida estaba en la cuerda floja. Experimentó un súbito arrebato de valentía, y tomó la decisión de decirle la verdad a su madre. Antes de que pudiera amilanarse, contuvo el aliento y dijo:
– No quiero ir con vosotros, mamá.
Mamá no expresó la menor sorpresa. Hasta era posible que esperase algo por el estilo.
– Has de venir, querida -respondió, en el tono suave y vago que utilizaba cuando intentaba evitar una discusión.
– A mí no me van a meter en la cárcel. Puedo vivir con tía Martha, o incluso con la prima Catherine. ¿Se lo dirás a papá?
De súbito, mamá habló con un ardor muy poco habitual en ella.
– Te di a luz con dolor y sufrimientos, y no permitiré que arriesgues tu vida mientras pueda evitarlo.
Por un momento, aquella demostración de sentimientos pilló por sorpresa a Margaret. Después, protestó.
– Me parece que tengo derecho a expresar mi opinión: ¡es mi vida!
Mamá suspiró y adoptó de nuevo sus lánguidos modales habituales.
– Lo que tú y yo pensemos da igual. Tu padre no quiere que nos quedemos, digamos lo que digamos.
La pasividad de mamá irritó a Margaret, que decidió entrar en acción.
– Se lo pediré directamente.
– Yo que tú no lo haría -dijo su madre, con un timbre suplicante en la voz-. Todo esto es muy duro para él. Bien sabes que ama a Inglaterra. En cualquier otra circunstancia, ya habría telefoneado al ministerio de la Guerra para solicitar algún trabajo. Se le está partiendo el corazón.
– Y el mío, ¿qué?
– Para ti no es lo mismo. Eres joven, tienes toda la vida por delante. Para él es el final de todas sus esperanzas.
– No tengo la culpa de que sea fascista -replicó con aspereza Margaret.
Mamá se puso en pie.
– Esperaba que fueras más comprensiva -dijo en voz baja, y se marchó.
Margaret se sintió culpable e indignada al mismo tiempo. ¡Era tan injusto! Papá había menospreciado sus opiniones desde que tuvo uso de razón, y ahora que los acontecimientos demostraban su equivocación, pedían a Margaret que sintiera compasión por él.
Suspiró. Su madre era hermosa, excéntrica y caótica. Había nacido rica y decidida. Sus excentricidades eran el resultado de una voluntad fuerte a la que no guiaba ninguna educación: se aferraba a ideas absurdas porque no tenía forma de diferenciar lo sensato de lo insensato. El caos era el método que utilizaba una mujer fuerte para paliar la dominación masculina. Como no le estaba permitido enfrentarse a su marido, la única manera de escapar a su control era fingir que no le entendía. Margaret quería a su madre, y contemplaba sus peculiaridades con afectuosa tolerancia, pero estaba resuelta a no ser como ella, a pesar de su parecido físico. Si los demás se negaban a educarla, ella sería su propia maestra, y prefería llegar a ser una vieja solterona que casarse con algún cerdo convencido de tener derecho a darle órdenes como a una camarera.