Noche Sobre Las Aguas - Follett Ken 24 стр.


– ¿Y el capitán? -preguntó Tom Luther con ansiedad-¿Toma pastillas para mantenerse despierto?

– Duerme cuando le es posible -dijo Eddie-. Creo que se tomará un buen descanso cuando rebasemos el punto de no retorno.

– ¿Quiere decir que volaremos por el cielo mientras el capitán duerme? -preguntó Luther, en un tono de voz excesivamente agudo.

– Claro -sonrió Eddie.

Luther parecía aterrorizado. Harry intentó apaciguar los ánimos.

– ¿Cuál es el punto de no retorno?

– Controlamos nuestras reservas de combustible incesantemente. Cuando no nos queda el suficiente para regresar Foynes, significa que hemos rebasado el punto de no retorno. Eddie hablaba con contundencia, y Harry comprendió, si el menor asomo de duda que pretendía asustar a Tom Luther.

El navegante intervino en la conversación, con ánimo conciliatorio.

– En este momento, nos queda el combustible suficiente para llegar a nuestro destino o volver a Inglaterra.

– ¿Y si no queda el suficiente para llegar a uno u otro punto? -se interesó Luther.

Eddie se inclinó hacia adelante dibujó una sonrisa desprovista por completo de humor.

– Confíe en mí, señor Luther -dijo.

– Una circunstancia imposible -se apresuró a afirmar el navegante-. Regresaríamos a Foynes antes de que ocurriera. Para mayor seguridad, basamos todos nuestros cálculo en tres motores, en lugar de cuatro, por si acaso uno se avería.

Jack intentaba que Luther recuperara la confianza, pero hablar de motores averiados sólo sirvió para que el hombre se asustara más. Intentó sorber un poco de sopa, pero su mano tembló y el líquido se derramó sobre su corbata.

Eddie, satisfecho en apariencia, se sumió en el silencio. Jack trató de mantener viva la conversación, y Harry procuró echarle una mano, pero se respiraba un ambiente extraño. Harry se preguntó qué coño ocurría entre Eddie y Luther.

El comedor no tardó en llenarse. La hermosa mujer del vestido a topos se sentó en la mesa de al lado, con su acompañante de la chaqueta azul. Harry había averiguado que eran Diana Lovesey y Mark Adler. Margaret debería vestirse como la señora Lovesey, pensó Harry; su aspecto mejoraría aún más. Sin embargo, la señora Lovesey no parecía feliz; de hecho, parecía desdichada en grado sumo.

El servicio era rápido y la comida buena. El plato principal consistía en filet mignon con espárragos a la holandesa y puré de patatas. El filete era el doble de grande que en cualquier restaurante inglés. Harry no lo terminó, y rechazó otra copa de vino. Quería estar en forma. Iba a robar el conjunto Delhi. La idea le excitaba, pero también le atemorizaba. Sería el mayor golpe de su vida, y podía ser el último, si así lo decidía. Podría comprarse aquella casa de campo cubierta de hiedra con pista de tenis.

Después del filete sirvieron una ensalada, lo cual sorprendió a Harry. En los restaurantes elegantes de Londres no solían servir ensalada, y mucho menos después del plato fuerte.

Melocotones melba, café y repostería variada llegaron en rápida sucesión. Eddie, al darse cuenta de que su comportamiento dejaba mucho que desear, hizo un esfuerzo por entablar conversación.

– ¿Puedo preguntarle cuál es el objeto de su viaje, señor Vandenpost?

– Yo diría que prefiero mantenerme bien lejos de Hitler -respondió-. Al menos, hasta que Estados Unidos entre en guerra.

– ¿Cree que eso ocurrirá? -preguntó Eddie, escéptico.

– Ya pasó la última vez.

– No tenemos nada contra los nazis -intervino Tom Luther-. Están en contra de los comunistas, también.

Jack asintió en silencio.

Harry se quedó estupefacto. En Inglaterra, todo el mundo pensaba que Estados Unidos entraría en guerra, pero no sucedía lo mismo en esta mesa. Quizá los ingleses se estaban engañando, pensó con pesimismo, Quizá no se iba a recibir ninguna ayuda de Estados Unidos. Malas noticias para mamá, que se había quedado en Londres.

– Creo que deberíamos plantar cara a los nazis -dijo Eddie, con cierta agresividad-. Son como gángsteres -añadió mirando a Luther-. A gente de esa calaña hay que exterminarla, como a ratas.

Jack se levantó con brusquedad. Su semblante expresaba preocupación.

– Si hemos terminado, Eddie, sería mejor que descansáramos un poco -dijo.

Eddie aparentó sorpresa ante esta repentina declaración pero al cabo de un momento asintió, y los dos tripulantes se marcharon.

– Ese ingeniero es un poco rudo -dijo Harry.

– ¿De veras? -contestó Luther-. No me he dado cuenta.

Mentiroso de mierda, pensó Harry.!Te ha llamado gangster en la cara!

Luther pidió un coñac. Harry se preguntó si, en realidad, era un gángster. Los que Harry conocía en Londres eran mucho más ostentosos, cargados de anillos abrigos de pieles zapatos de dos colores. Luther parecía un hombre de negocios millonario, dedicado a envasar carne, construir barcos algo así.

– ¿Cómo te ganas la vida, Tom? -preguntó Harry, obedeciendo a un impulso.

– Tengo negocios en Rhode lsland.

Como la respuesta no era muy alentadora, Harry se levantó al cabo de unos momentos, se despidió y salió.

Cuando entró en su compartimento, lord Oxenford. le preguntó con brusquedad:

– ¿Está buena la cena?

Harry la había encontrado excelente, pero la gente de la alta sociedad jamás ensalzaba la comida.

– No está mal -dijo, sin comprometerse-, hay un vino del Rin muy aceptable.

Oxenford gruñó y se sumergió de nuevo en lectura de su periódico. Nadie es más grosero que un noble grosero, pensó Harry.

Margaret sonrió, contenta de volver verle.

– ¿Qué te ha parecido, en realidad? -preguntó, murmurando en tono conspirador.

– Deliciosa -respondió él, y ambos rieron.

Margaret cambiaba cuando reía. Sus mejillas se teñían de un tono rosáceo y abría la boca, exhibiendo dos filas de dientes impecables. Su cabello se agitaba, y Harry consideraba erótica la nota gutural de sus carcajadas. Deseó acariciarla, estaba a punto de hacerlo, pero divisó por el rabillo del ojo a Clive Membury, sentado frente a él, y refrenó el pulso, sin saber bien por qué.

– Hay una tempestad sobre el Atlántico -dijo.

– ¿Significa eso que lo vamos a pasar mal.?

– Sí. Intentarán bordearla, pero aún así será un viaje agitado.

Era difícil hablar con ella porque los camareros no cesaban de pasar por el medio, llevando platos al comedor y volviendo con la vajilla utilizada. El hecho de que tan sólo dos hombres se encargaran de cocinar y servir tantas cosas impresionó a Harry.

Cogió un ejemplar de Life que Margaret ya había terminado de leer y pasó las páginas, mientras esperaba con impaciencia a que los Oxenford fueran a cenar. No había traído libros ni revistas; la lectura no le apasionaba. Le gustaba ojear por encima un periódico, pero sus distracciones favoritas eran la radio y el cine.

Por fin: avisaron a los Oxenford de que era su turno de cenar, y Harry se quedó a solas con Clive Membury. El hombre había pasado la primera etapa del viaje en el salón, jugando a las cartas, pero ahora que el salón se había transformado en comedor no se movía de su asiento, En algún momento irá al lavabo, pensó Harry.

Se preguntó una vez más si Membury era policía y, de ser así, qué hacía a bordo del clipper . Si seguía a un sospechoso, el delito debía ser muy grave para que la policía inglesa desembolsara el importe del billete. De todos modos, tal vez era una de esas personas que ahorraban durante años para realizar el viaje de sus sueños, un crucero por el Nilo o la ruta del Orient Express. Tal vez era un fanático de la aviación que tan sólo aspiraba a experimentar el gran vuelo transatlántico. En este caso, confío en que lo disfrute, pensó Harry. Noventa machacantes es mucho dinero para un poli.

La paciencia no era el punto fuerte de Harry. Después de que transcurriera media hora sin que Membury se moviere, de su sitio, decidió tomar medidas.

– ¿Ha visto la cubierta de vuelo, señor Membury?

– No.

– Por lo visto, es impresionante. Dicen que es tan grande como el interior de un Douglas DC-3, que es un avión de medidas muy respetables.

– Vaya, vaya.

A Membury le traía sin cuidado. Por lo tanto, no era un fanático de la aviación.

– Deberíamos echarle un vistazo.

Harry detuvo a Nicky, que pasaba con una sopera llena de sopa de tortuga.

– ¿Se puede visitar la cubierta de vuelo?

– ¡Sí, señor, desde luego!

– ¿Va bien ahora?

– Estupendamente, señor Vandenpost. No vamos a despegar ni aterrizar, la tripulación no está cambiando de turno y el tiempo se mantiene sereno. No podría haber elegido un momento mejor.

Harry confiaba en que la respuesta sería ésa. Se levantó y miró con aire expectante a Membury.

– ¿Vamos?

Dio la impresión de que Membury iba a negarse. No era un tipo fácil de persuadir. Por otra parte, parecía grosero negarse a visitar la cubierta de vuelo; tal vez Membury no desearía mostrarse desagradable. Al cabo de unos momentos, se puso en pie.

– Desde luego -dijo.

Harry abrió la marcha. Pasó frente a la cocina y el lavabo de caballeros, giró a la derecha y subió por la escalera de caracol. Emergió en la cubierta de vuelo, seguido de Membury.

Harry miró a su alrededor. No se parecía en nada a la imagen que se había formado de la carlinga de un avión. Limpia, silenciosa y cómoda, recordaba más una oficina de cualquier edificio moderno. Los compañeros de mesa de Harry, el mecánico y el navegante, no estaban presentes, por supuesto, puesto que disfrutaban de su período de descanso, pero sí el capitán, sentado a una pequeña mesa situada en la parte posterior de la cabina. Levantó la vista, sonrió complacido y saludó.

– Buenas noches, caballeros. ¿Les apetece echar un vistazo?

– Ya lo creo -contestó Harry-, pero me he dejado la cámara. ¿Se pueden hacer fotografías?

– Sin el menor problema.

– Vuelvo enseguida.

Bajó las escaleras corriendo, complacido consigo mismo pero tenso. Se había desembarazado de Membury por un rato, pero tendría que proceder al registro con gran velocidad.

Volvió al compartimento. Había un camarero en la cocina y otro en el comedor. Le habría gustado esperar a que los dos estuvieran ocupados sirviendo las mesas, sin pasar por el compartimento, pero no tenía tiempo. Debería correr el riesgo de que le interrumpieran.

Sacó la bolsa de lady Oxenford de debajo del asiento. Era demasiado grande y pesada para utilizarla como bolsa de mano, pero alguien la cargaría por ella. La colocó sobre el asiento y la abrió. No estaba cerrada con llave. Una mala señal, pues la mujer no era tan inocente como para dejar joyas de valor incalculable en una bolsa tan vulnerable.

De todos modos, la registró a toda prisa, vigilando por el rabillo del ojo la irrupción de alguien. Encontró perfumes y maquillajes, un conjunto de cepillo y peine de plata, una bata de color castaño, un camisón, unas zapatillas de exquisita confección, ropa interior de seda color melocotón, medias, una bolsa de aseo que contenía un cepillo de dientes y los consabidos artículos de tocador y un libro de poemas de Blake…, pero ninguna joya.

Harry maldijo en silencio. Había pensado que éste era el escondite más probable. Ahora, empezaba a desconfiar de toda su teoría.

El registro había durado unos escasos veinte segundo Cerró la bolsa a toda prisa y la deslizó debajo del asiento. Se preguntó si la mujer habría pedido a su marido quellevara las joyas.

Miró la bolsa guardada bajo el asiento de lord Oxenford. Los camareros seguían ocupados. Decidió probar suerte.

Tiró de la bolsa, parecida a una maleta, pero de piel. La parte superior se abría mediante una cremallera, provista de un pequeño candado. Harry siempre llevaba encima una navaja para casos como éste. La utilizó para soltar el candado y descorrió la cremallera.

Mientras registraba el contenido, Davy, el camarero bajo salió de la cocina, cargado con una bandeja de bebidas. Harry levantó la vista y sonrió. Davy miró la bolsa. Harry contuvo el aliento y sostuvo su sonrisa petrificada. El camarero entró en el comedor. Había dado por supuesto que la bolsa era de Harry.

Harry respiró de nuevo. Era un experto en apaciguarla sospechas, pero cada vez que lo hacía se moría de miedo.

La bolsa de Oxenford contenía el equivalente masculino de lo que su mujer llevaba: útiles de afeitado, brillantina, u pijama a rayas, ropa interior de franela y una biografía de Napoleón. Harry cerró la cremallera y aseguró el candado. Oxenford descubriría que estaba roto y se preguntaría que había ocurrido. Si sospechaba, comprobaría si faltaba algo, al ver que todo seguía en su sitio, imaginaría que el candado, era defectuoso.

Harry devolvió la bolsa a su lugar.

Lo había conseguido, pero estaba tan cerca como antes del conjunto Delhi.

No parecía probable que los hijos transportaran las joyas, pero, a regañadientes, decidió registrar su equipaje.

Si lord Oxenford había decidido emplear la astucia, escondiendo las joyas en el equipaje de sus hijos, habría elegido a Percy, quien se habría sentido encantado de participar en la estratagema, antes que a Margaret, más propensa a llevar la contraria a su padre.

Las cosas de Percy estaban guardadas con tal cuidado que sólo un criado podía ser el responsable. Ningún crío normal de quince años doblaba sus pijamas y los envolvía con papel de seda. Su bolsa de aseo contenía un cepillo de dientes nuevo y un tubo de pasta dentífrica sin estrenar. Había un juego de ajedrez en miniatura, unos cuantos tebeos y un paquete de galletas de chocolate, detalle de una cocinera o criada que le apreciaba, imaginó Harry. Examinó el interior del juego de ajedrez, los tebeos y abrió el paquete de galletas, sin encontrar las joyas.

Mientras colocaba la bolsa en su sitio, un pasajero pasó en dirección al lavabo de caballeros. Harry no le hizo caso.

Se negaba a creer que lady Oxenford hubiera dejado el conjunto Delhi en un país que corría el peligro de ser invadido y conquistado dentro de escasas semanas. Sin embargo, hasta el momento no tenía pruebas de que lo llevara con ella. Si no estaba en la bolsa de Margaret, tenía que hallarse en el equipaje consignado. Sería difícil comprobarlo. ¿Era posible introducirse en una bodega mientras el avión volaba? La otra alternativa consistía en seguir a los Oxenford hasta su hotel de Nueva York…

El capitán y Clive Membury se estarían preguntando por qué tardaba tanto en volver con la cámara.

Cogió la bolsa de Margaret. Parecía un regalo de cumpleaños. Se trataba de un maletín de esquinas redondeadas, hecho de suave piel color crema y provisto de hermosos adornos metálicos. Cuando lo abrió, captó su perfume, «Tosca». Encontró un camisón de algodón con florecillas bordadas, y trató de imaginarla cubierta con él. Demasiado infantil para Margaret. Su ropa interior era de algodón. Se preguntó si aún sería virgen. Había una pequeña foto enmarcada de un chico de unos veintiún años, de largo cabello oscuro y cejas negras, vestido con una toga y una muceta. El chico muerto en España, probablemente. ¿Se habría acostado con él? Harry se inclinaba por esta posibilidad, pese a las bragas de colegiala. Estaba leyendo una novela de D.H. Lawrence. Apuesto a que su madre no lo sabe, pensó Harry. Había un montoncito de pañuelos de hilo con las iniciales «M. O.» bordadas. Olían a Tosca.

Las joyas no estaban aquí. Maldición.

Harry decidió quedarse con un pañuelo perfumado como recuerdo. Justo cuando lo cogía, Davy apareció con una bandeja cargada de cuencos para sopa.

Miró a Harry y se detuvo, frunciendo el ceño. La bolsa de Margaret era muy diferente de la perteneciente a Lord Oxenford, por supuesto. Estaba claro que Harry no podía ser el dueño de ambas bolsas; por lo tanto, estaba registrando las pertenencias de otras personas.

Davy le miró por un momento, sospechando de él, pero temeroso al mismo tiempo de acusar a un pasajero.

– ¿Es ésa su maleta, señor? -tartamudeó por fin. Harry le enseñó el pañuelo.

– ¿Cree que me puedo sonar con esto?

Cerró la maleta y la puso en su sitio.

La expresión de Davy continuaba mostrando preocupación.

– La señorita me pidió que viniera a buscarlo -explicó Harry-. Las cosas que hacemos…

La expresión de Davy cambió a una de embarazo.

– Lo siento, señor, pero espero que comprenda…

– Me alegro de que sea tan observador -dijo Harry- Continúe así.

Palmeó el hombro de Davy. Ahora, tendría que devolverle el maldito pañuelo a Margaret, para dar crédito a su historia. Entró en el comedor.

Estaba sentada a una mesa con sus padres y su hermano. Harry le, tendió el pañuelo.

– Se te ha caído esto -dijo.

Margaret se quedó sorprendida.

– ¿De veras? ¡Gracias!

– De nada.

Se marchó a toda prisa. ¿Verificaría Davy su historia, preguntando a Margaret si había pedido a Harry que le trajera un pañuelo limpio? No era probable.

Volvió a su compartimento, pasó frente a la cocina, donde Davy estaba amontonando los platos sucios, y subió la escalera. ¿cómo demonios iba a introducirse en la bodega del equipaje? Ni siquiera sabía dónde estaba; no había visto cómo subían las maletas. Pero tenía que existir alguna forma.

El capitán Baker estaba explicando a Clive Membury cómo navegaban sobre aquel océano monótonamente igual.

– Durante la mayor parte de la travesía estamos fuera del alcance de los radiofaros, de modo que las estrellas son nuestra mejor guía…, cuando las podemos ver.

Membury miró a Harry.

– ¿Y la cámara? -preguntó con brusquedad. Definitivamente un poli, pensó Harry.

– Me olvidé de ponerle carrete. Qué tonto, ¿no? -miró a su alrededor-. ¿Cómo pueden verse las estrellas desde aquí?

– Oh, el navegante sale de vez en cuando al exterior -contestó el capitán, impertérrito. Después, sonrió-. Era una broma. Hay un observatorio. Se lo enseñaré.

Abrió una puerta en el extremo posterior de la cubierta de vuelo y salió. Harry le siguió y se encontró en un angosto pasadizo. El capitán apuntó con su dedo hacia arriba.

– Esta es la cúpula de observación -dijo.

Harry miró sin demasiado interés; su mente seguía centrada en las joyas de lady Oxenford. Había una burbuja de vidrio en el techo, y a un lado colgaba de un gancho una escalerilla plegada.

– Se sube ahí con el octante cada vez que se abre una brecha en las nubes -explicó el capitán-. También sirve como compuerta de carga del equipaje.

La atención de Harry se despertó de repente.

– ¿El equipaje entra por el techo? -preguntó.

– Claro. Justo por ahí.

– ¿Y adónde va a parar?

El capitán señaló las dos puertas que se abrían a cada extremo del estrecho pasadizo.

– A las bodegas del equipaje.

Harry apenas daba crédito a su suerte.

– ¿Y todas las maletas están guardadas detrás de esas dos puertas?

– Sí, señor.

Harry probó una de las puertas. No estaba cerrada con llave. Miró en el interior. Las maletas y baúles de los pasajeros estaban cuidadosamente apilados y atados con cuerdas a los puntales, para que no se movieran durante el vuelo.

En algún lugar le aguardaba el conjunto Delhi, y una vida llena de lujos,

Clive Membury miró por encima del hombro de Harry. -Fascinante -murmuró.

– Ya lo puede decir -comentó Harry.

14

Margaret estaba muy animada. Ya se había olvidado de que no quería ir a Estados Unidos. ¡Apenas podía creer que había trabado amistad con un verdadero ladrón! En circunstancias normales, si alguien le hubiera dicho «Soy un ladrón» no le habría creído, pero, en el caso de Harry, sabía que era cierto, porque le había conocido en una comisaría de policía: y había visto cómo le acusaban.

Siempre la había fascinado la gente que vivía al margen del orden establecido: delincuentes, bohemios, anarquistas prostitutas y vagabundos. Parecían tan libres… Claro que su libertad no les permitía pedir champán, viajar en avión a Nueva York o enviar a sus hijos a la universidad; no era tan ingenua como para desconocer las desventajas de ser un paria. Sin embargo, la gente como Harry nunca se plegaba a las órdenes de nadie, y eso le parecía maravilloso. Soñaba con ser una guerrillera, vivir en las colinas, ponerse pantalones, llevar un rifle, robar comida, dormir al raso y no planchar nunca la ropa.

Nunca había conocido gente de ésa, o bien no la reconocía cuando se topaba con ella. ¿Acaso no se había sentado en un portal de «la calle más depravada de Londres», sin dar se cuenta de que la iban a tomar por una prostituta? Parecía un acontecimiento lejanísimo, aunque había tenido lugar anoche.

Conocer a Harry era lo más interesante que le había pasado desde hacía tiempo inmemorial. Representaba toda aquello que Margaret siempre había deseado. ¡Podía hacer lo que le daba la gana! Por la mañana había decidido ir a Estados Unidos y por la tarde ya estaba de camino. Si le apetecía bailar toda la noche y dormir todo el día, lo hacía. Comía y bebía cuanto quería, cuando tenía ganas, en el Ritz, en una taberna o a bordo del clipper de la Pan American. Ingresaba en el partido Comunista y se marchaba sin dar explicaciones a nadie. Cuando necesitaba dinero, se lo quitaba a gente que poseía más del que merecía. ¡Era un alma libre por completo!

Назад Дальше