Noche Sobre Las Aguas - Follett Ken 28 стр.


Diana recordó que había pensado en Field como la carabina de Gordon.

– ¿Qué ha hecho ese tal Frank?

– Es un gángster. Mató a un tío, y violó a una chica y prendió fuego a un club nocturno.

A Diana le costaba creerlo. ¡Ella misma había conversado con aquel hombre! No era muy refinado, ciertamente, pero era guapo y vestía bien, y había flirteado con ella sin pasarse. Era fácil imaginarlo como un timador, un evasor de impuestos, o mezclado en juegos ilegales, pero le parecía imposible que hubiera matado gente a sangre fría. Lulu era una persona excitable, capaz de creerse cualquier cosa.

– Resulta difícil de creer -dijo Mark.

– Me rindo -dijo Lulu, con un ademán desdeñoso-. No tenéis sentido de la aventura. -Se puso en pie-. Me voy la cama. Si empieza a violar gente, despertadme.

Trepó por la escalerilla y se deslizó en la litera de arriba. Corrió las cortinas, se asomó y habló a Diana.

– Cariño, comprendo por qué te enfadaste conmigo en Irlanda. Lo he estado pensando, y me parece que recibí mi merecido. Sólo fui amable con Mark. Una tontería, supongo. Estoy dispuesto a olvidarlo en cuanto tú lo hagas. Buenas noches.

Era lo más parecido a una disculpa, y Diana carecía de ánimos para rechazarla.

– Buenas noches, Lulu -dijo.

Lulu cerró la cortina.

– Fue culpa mía tanto como suya -dijo Mark-. Lo siento, nena.

Diana, a modo de respuesta, le besó.

De pronto, se sintió a gusto con él otra vez. Todo su cuerpo se relajó. Se dejó caer sobre el asiento, sin dejar de besarle. Era consciente de que el pecho de Mark se apretaba contra su pecho derecho. Era fantástico volver a experimentar deseo físico hacia él. La punta de la lengua de Mark tocó sus labios, y ella los abrió para dejarla entrar. La respiración del hombre se aceleró. Nos estamos pasando, pensó Diana. Abrió los ojos… y vio a Mervyn.

Atravesaba el compartimento en dirección a la parte delantera, y tal vez no se habría fijado en ella, pero se volvió, miró hacia atrás y se quedó petrificado, como paralizado en mitad de un movimiento. Su rostro palideció.

Diana le conocía tan bien que leyó sus pensamientos. Aunque le había dicho que estaba enamorada de Mark, era demasiado tozudo para aceptarlo, y le había sentado como una patada en el estómago verla besando a otro, casi igual que si no le hubiera avisado.

Su frente se arrugó y frunció el ceño de ira. Por una fracción de segundo, Diana pensó que iba a iniciar una pelea. Después, se dio la vuelta y continuó andando.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Mark. No había visto a Mervyn… Estaba demasiado ocupado besando a Diana. Ella decidió no contárselo.

– Alguien nos puede ver -murmuró.

Mark se apartó, a regañadientes.

Diana experimentó cierto alivio, pero enseguida se enfureció. Mervyn no tenía derecho a seguirla por todo el mundo y fruncir el ceño cada vez que ella besaba a Mark. El matrimonio no equivalía a esclavitud. Ella le había dejado, y él debía aceptarlo. Mark encendió un cigarrillo. Diana sentía la necesidad de enfrentarse con Mervyn. Quería decirle que desapareciera de su vida.

Se puso en pie.

– Voy a ver qué pasa en el salón -dijo-. Quédate a fumar. Se marchó sin esperar la respuesta.

Había comprobado que Mervyn no se sentaba en la parte de atrás, así que siguió adelante. Las turbulencias se habían suavizado lo bastante para caminar sin agarrarse a algo. Mervyn no estaba en el compartimento número 3. Los jugadores de cartas se hallaban enfrascados en una larga partida en el salón principal, con los cinturones de seguridad abrochados. Nubes de humo flotaban a su alrededor y botellas de whisky llenaban las mesas. Entró en el número 2. La familia Oxenford ocupaba todo el lado del compartimento. Todos los que viajaban en el avión sabían que lord Oxenford había insultado a Carl Hartmann, el científico, y que Mervyn Lovesey había saltado en su defensa. Mervyn tenía sus cualidades; Diana nunca lo había negado.

Llegó a la cocina. Nicky, el camarero gordo, estaba lavando platos a una velocidad tremenda, mientras su colega hacía las camas. El lavabo de los hombres estaba frente a la cocina. A continuación venía la escalera que subía a la cubierta de vuelo, y al otro lado, en el morro del avión, el compartimento número 1. Supuso que Mervyn estaba allí, pero comprobó que lo ocupaban los tripulantes que descansaban.

Subió por la escalera hasta la cubierta de vuelo. Era tan lujosa como la cubierta de pasajeros. Sin embargo, la tripulación estaba muy ocupada.

– Nos encantaría recibirla como se merece en cualquier otro momento, señora -dijo un tripulante-, pero mientras dure la tempestad tendremos que pedirle que permanezca en su asiento y se abroche el cinturón de seguridad.

Por lo tanto, Mervyn tenía que estar en el lavabo de caballeros, pensó mientras bajaba la escalera. Aún no había averiguado dónde se sentaba.

Cuando llegó al pie de la escalera se topó con Mark. Diana le dirigió una mirada de culpabilidad.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella.

– Lo mismo te pregunto -replicó Mark, con una nota desagradable en su tono de voz.

– Estaba echando un vistazo.

– ¿Buscabas a Mervyn?

– Mark, ¿por qué estás enfadado conmigo?

– Porque te has escapado para verle.

Nicky les interrumpió.

– ¿Quieren volver a sus asientos, por favor? De momento, el vuelo no es muy agradable, pero no durará mucho,

Regresaron al compartimento. Diana se sentía como una estúpida. Había seguido a Mervyn, y Mark la había seguido a ella. Qué tontería.

Se sentaron. Antes de que pudieran continuar su conversación, Ollis Field y Frank Gordon entraron. Frank llevaba una bata de seda amarilla con un dragón en la espalda, y Field, una vieja bata de lana. Frank se quitó la bata, dejando al descubierto un pijama rojo de cinturón blanco. Se quitó las zapatillas y trepó a la litera superior.

Entonces, ante el horror de Diana, Field sacó un par de esposas plateadas del bolsillo de su bata marrón. Dijo algo a Frank en voz baja. Diana no escuchó la respuesta, pero estaba segura de que Frank protestaba. Field, no obstante, insistió, y Frank le ofreció por fin una muñeca. Field le ciñó una esposa y aseguró la otra al marco de la litera. Después, corrió la cortina y fijó los pernos.

Así pues, era cierto: Frank era un prisionero.

– Mierda -dijo Mark,

– Aún no creo que sea un asesino -susurró Diana.

– ¡Espero que no! -exclamó Mark-. ¡Viajaríamos con más seguridad si hubiéramos pagado cincuenta pavos y viajáramos en el entrepuente de un carguero!

– Ojalá no le hubiera puesto las esposas. No sé cómo va a dormir ese chico encadenado a la cama. ¡Ni siquiera podrá darse la vuelta!

– Qué buena eres -dijo Mark, abrazándola-. Es probable que ese hombre sea un violador, y tú sientes pena por él porque no podrá dormir.

Diana apoyó la mano sobre su hombro. Mark le acarició el pelo. Se había enfadado con ellas apenas dos minutos antes, pero ya se le había pasado.

– Mark -dijo Diana-, ¿crees que caben dos personas en una litera?

– ¿Estás asustada, cariño?

– No.

Mark la miró, confuso, pero después comprendió y sonrió.

– Me parece que sí caben…, aunque al lado, no.

– ¿Al lado no?

– Parece muy estrecha.

– Bueno… -Diana bajó la voz-. Uno de los dos tendrá que ponerse encima.

– ¿Prefieres ponerte tú encima? -le susurró al oído Mark. Diana rió por lo bajo.

– Creo que no me costaría mucho.

– Tendré que pensarlo -respondió Mark con voz ronca-. ¿Cuánto pesas?

– Cincuenta y un kilos y dos tetas.

– ¿Nos cambiamos?

Ella se quitó el sombrero y lo dejó sobre el asiento, a su lado. Mark sacó sus maletas de debajo del asiento. La suya era una Gladstone muy usada, de color rojo oscuro, y la de ella un maletín de piel, provisto de bordes duros, con sus iniciales grabadas en letras doradas.

Diana se irguió.

– Rápido -dijo Mark, besándola.

Ella le abrazó, notando su erección.

– Dios mío -susurró-. ¿Podrás conservarla hasta que vuelvas?

– No creo, a menos que mee por la ventana. -Diana rió-. Te enseñaré un truco rápido para que se ponga dura otra vez.

– No puedo esperar -susurró Diana.

Mark cogió su maleta y salió, dirigiéndose al lavabo de caballeros, Mientras salía del compartimento, se cruzó con Mervyn. Intercambiaron una mirada, como gatos desde lados opuestos de una verja, pero no hablaron.

Diana se sorprendió al ver a Mervyn ataviado con un camisón de franela gruesa a rayas marrones.

– ¿De dónde demonios has sacado eso? -preguntó, sin dar crédito a sus ojos.

– Ríe, ríe -replicó él-. Es lo único que pude encontrar en Foynes. La tienda del pueblo jamás había oído hablar de pijamas de seda. No sabían si yo era maricón o un capullo.

– Bueno, a tu amiga la señora Lenehan no le vas a gustar con ese disfraz.

¿Por qué he dicho esto?, se preguntó Diana.

– Creo que no le gusto de ninguna manera -contestó Mervyn, malhumorado, y salió del compartimento.

El mozo entró.

– Davy, ¿quieres hacernos las camas, por favor?

– Ahora mismo, señora.

– Gracias.

Diana cogió su maleta y salió.

Mientras atravesaba el compartimento número 5, se preguntó dónde dormiría Mervyn. No habían preparado aún ninguna litera, ni tampoco el número 6. Sin embargo, había desaparecido. Diana pensó de repente que debía estar en la suite nupcial. Un momento después, se dio cuenta de que no había visto sentada a la señora Lenehan en ningún sitio, después de haber recorrido el avión de punta a punta. Se quedó ante el lavabo de señoras, con el maletín en la mano, paralizada por la sorpresa. Era inaudito ¡Mervyn y la señora Lenehan tenían que compartir la suite nupcial!

Las líneas aéreas no lo permitirían, por descontado, quizá la señora Lenehan ya se había acostado, oculta tras la cortina de alguna litera.

Tenía que averiguarlo.

Se detuvo ante la puerta de la suite nupcial y vaciló un momento.

Después, aferró el tirador y abrió la puerta.

La suite tenía el mismo tamaño de un compartimento normal, con una alfombra de color terracota, paredes beige y el tapizado azul con el mismo dibujo formado por estrellas que había en el salón principal. Al final de la habitación había un par de literas, con un sofá y una mesilla de café a un lado, y un taburete, un tocador y un espejo al otro. Había una ventana a cada lado.

Mervyn se hallaba de pie en el centro de la habitación, sorprendido por su aparición. La señora Lenehan no se veía por parte alguna, pero su chaqueta de cachemira gris estaba tirada sobre el sofá.

Diana cerró la puerta de golpe a su espalda.

– ¿Cómo puedes hacerme esto? -preguntó.

– ¿Hacerte qué?

Una buena pregunta, pensó Diana. ¿Por qué estaba tan furiosa?

– ¡Todo el mundo se enterará de que has pasado la noche con ella!

– No me quedó otra elección -protestó Mervyn-. No había otra plaza.

– ¿No te das cuenta de que la gente se reirá de nosotros? ¡Ya es bastante horrible que me hayas seguido!

– ¿Qué más me da? Todo el mundo se ríe de un tío cuya esposa se larga con otro individuo.

– ¡Pero lo estás empeorando! Tendrías que haber aceptado la situación tal como era.

– A estas alturas, ya deberías conocerme.

– Y te conozco… Por eso intenté evitar que me siguieras.

Mervyn se encogió de hombros.

– Bien, pues fracasaste. No eres lo bastante lista como para engañarme.

– y tú no eres lo bastante listo como para rendirte con elegancia!

– Nunca he pretendido ser elegante.

– ¿Qué clase de puta es esa tía? Está casada… ¡He visto su anillo!

– Es viuda. En cualquier caso, ¿con qué derecho te das esos aires de superioridad? Tú sí que estás casada, y vas a pasar la noche con tu querido,

– Al menos, dormiremos en literas separadas en un compartimento público, mientras que tú te pegas el lote en una suite nupcial -contestó Diana, reprimiendo una punzada de culpabilidad al recordar lo que iba a hacer con Mark en la litera.

– Pero yo no mantengo relaciones con la señora Lenehan -replicó Mervyn, en tono exasperado-. En cambio, tú no has parado de follar con ese playboy durante todo el verano, ¿verdad?

– No seas tan vulgar -siseó Diana, aun a sabiendas de que tenía razón. Eso era exactamente lo que había hecho: follar con Mark en cuanto tenía la menor ocasión. Mervyn tenía razón,

– Es vulgar decirlo, pero mucho peor hacerlo -dijo él.

– Al menos, yo fui discreta… No me dediqué a exhibirme para humillarte.

– No estoy tan seguro. No creo que tarde mucho en averiguar que era la única persona de todo Manchester que ignoraba tus manejos. Los adúlteros no son tan discretos como suelen pensar.

– ¡No me insultes! -protestó Diana. La palabra la avergonzaba.

– No te insulto, te defino.

– Suena despreciable -dijo Diana, apartando la vista.

– Da gracias a que ya no se lapide a los adúlteros, como en los tiempos de la Biblia.

– Es una palabra horrible.

– Tendrías que avergonzarte de los hechos, no de la palabra.

– Eres tan justo… Nunca has hecho nada malo, verdad?

– ¡Contigo siempre me he portado bien!

La exasperación de Diana alcanzó su punto álgido.

– Dos esposas han huido de ti, pero tú siempre has sido la parte inocente. ¿Nunca se te ha ocurrido preguntarte en qué te habías equivocado?

Sus palabras le hirieron. Mervyn la sujetó sacudiéndola.

– Te di cuanto querías -gritó, irritado.

– Pero hiciste caso omiso de mis sentimientos -chilló Diana-. Siempre en todo momento Por eso te dejé. Apoyó las manos en el pecho de Mervyn para apartarle…

y la puerta se abrió en aquel momento, dando paso a Mark. Se quedó inmóvil, contemplándoles, vestido con el pijama

– ¿Qué coño está pasando, Diana? -preguntó-. ¿Piensas pasar la noche en la suite nupcial?

Diana empujó a Mervyn, y éste la soltó.

– No, claro que no -dijo ella a Mark-. Este es el alojamiento de la señora Lenehan… Mervyn lo comparte con ella. Mark lanzó una carcajada desdeñosa.

– Fantástico! ¡Algún día lo utilizaré para un guion!

– ¡No es divertido! -protestó Diana.

– ¡Pues claro que sí! ¡Este tipo persigue a su mujer como un lunático, ¿y qué hace después? ¡Liarse con la primera chica que se encuentra en su camino!

Su actitud dolió a Diana, que tampoco deseaba defender a Mervyn.

– No se han liado -puntualizó, impaciente-. Eran las únicas plazas que quedaban.

– Deberías estar contenta -dijo Mark-. Si se enamora de ella, tal vez deje de perseguirte.

– ¿No comprendes que estoy abatida?

– Por supuesto, pero no entiendo por qué. Ya no quieres a Mervyn. A veces, hablas como si le odiaras. Le has abandonado. ¿Qué te importa con quién se acuesta?

– ¡No lo sé, pero me importa! ¡Me siento humillada!

Mark estaba demasiado enfadado para mostrarse comprensivo.

– Hace pocas horas decidiste volver con Mervyn. Después, te enfadaste con él y cambiaste de idea. Ahora, la idea de que pueda acostarse con otra te vuelve loca.

– No me acuesto con ella -puntualizó Mervyn.

Mark no le hizo caso.

– ¿Estás segura de no seguir enamorada de Mervyn -preguntó a Diana, en tono irritado.

– ¡Lo que acabas de decirme es horrible!

– Lo sé, pero ¿no es verdad?

– No, no es verdad, y te odio por pensar que sí. Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas.

– Entonces, demuéstramelo. Olvídate de él y de dónde duerme.

– ¡Las demostraciones nunca han sido mi fuerte! -grito Diana-. ¡Deja de ser tan lógico! ¡Esto no es el Congreso!

– ¡No, desde luego que no! -dijo una voz nueva. Los tres se volvieron y vieron a Nancy Lenehan en la puerta. Una bata de seda azul resaltaba su atractivo-. De hecho, creo que ésta es mi suite. ¿Qué demonios está pasando?

17

Margaret Oxenford estaba enfadada y avergonzada. Tenía la certeza de que los demás pasajeros la miraban y pensaban en la espantosa escena del comedor, dando por sentado que compartía las horribles ideas de su padre. Tenía miedo de mirarles a la cara.

Harry Marks había rescatado los restos de su dignidad. Se había comportado con inteligencia y comprensión al entrar, apartarle la silla y ofrecerle el brazo al salir; un gesto insignificante, casi tonto, pero para ella había representado un mundo de diferencia.

De todos modos, sólo le quedaba un vestigio de autoestima, y hervía de resentimiento hacia su padre, por ponerla en una situación tan vergonzosa.

Un frío silencio reinaba en el compartimento dos horas después de la cena. Cuando el tiempo empeoró, mamá y papá se retiraron para cambiarse.

– Vamos a disculparnos -dijo Percy, sorprendiéndola. Su primer pensamiento fue que sólo serviría para aumentar su embarazo y humillación.

– Creo que me falta valor -contestó.

– Bastará con acercarnos al barón Gabon y al profesor Hartmann y decirles que sentimos mucho la grosería de papá.

La idea de mitigar en parte la ofensa de su padre era muy tentadora. Después, se sentiría mejor.

– Papá se enfurecerá -dijo.

– No tiene por qué saberlo, pero no me importa si se enfada. Creo que se ha pasado. Ya no le tengo miedo.

Margaret se preguntó si era sincero. Percy, cuando era pequeño, siempre decía que no tenía miedo, cuando en realidad estaba aterrorizado. Pero ya no era un niño pequeño.

La idea de que Percy hubiera escapado al control de su padre la preocupaba un poco. Sólo papá podía refrenar a Percy. Sin nadie que reprimiera sus travesuras, ¿qué haría?

– Vamos -la animó Percy-. Hagámoslo ahora. Están en el compartimento número 3. Lo he verificado.

Margaret continuaba vacilando. Pensar en acercarse al hombre que papá había insultado de aquella manera le ponía los pelos de punta. Podía herirles todavía más. Tal vez prefirieran olvidar el incidente lo antes posible, pero quizá se estuvieran preguntando cuánta gente estaba de acuerdo en secreto con papá. Era más importante oponerse a los prejuicios raciales, ¿no?

Margaret decidió acceder. Solía dar muestras de su carácter pusilánime, y siempre se arrepentía. Se levantó, cogiéndose el brazo del asiento para mantener el equilibrio, pues el avión no paraba de sacudirse.

– Muy bien -dijo-. Vamos a disculparnos.

Temblaba un poco de temor, pero la inestabilidad del avión disimulaba sus estremecimientos. Cruzó el salón principal y entró en el compartimento número 3.

Gabon y Hartmann estaban en el lado de babor frente a frente. Hartman se hallaba absorto en un libro, con su largo y delgado cuerpo curvado, la cabeza inclinada y la nariz ganchuda apuntando a una página llena de cálculos matemáticos. Gabon, aburrido en apariencia, no hacía nada, y fue el primero en verles. Cuando Margaret se detuvo a su lado, aferrándose al respaldo del asiento para no caer, se puso rígido y les miró con hostilidad.

– Hemos venido a disculparnos -se apresuró a explicar Margaret.

– Su valentía me sorprende -dijo Gabon. Hablaba un inglés perfecto, con un acento francés casi inexistente.

No era la reacción que Margaret había esperado, pero no por ello se desanimó.

– Lamento muchísimo lo sucedido, y mi hermano también. Admiro mucho al profesor Hartmann, como dije antes.

Hartmann levantó la cabeza del libro y asintió. Gabon continuaba airado.

– Es demasiado fácil para gente como ustedes pedir disculpas -dijo. Margaret miró al suelo, deseando no haber venido-. Alemania está llena de gente rica y educada que «lamenta muchísimo» lo que está sucediendo allí, pero ¿qué hacen? ¿Qué hacen ustedes?

Margaret enrojeció. No sabía qué decir o hacer.

– Basta, Philippe -intervino Hartmann. ¿No ves que son jóvenes?

– Miró a Margaret-. Acepto sus disculpas, y le doy las gracias.

– Oh, Dios mío -exclamó ella-. ¿He hecho algo que no debía?

– En absoluto -contestó Hartmann-. Ha mejorado un poco las cosas, y se lo agradezco. Mi amigo el barón está terriblemente disgustado, pero creo que al final adoptará también mi punto de vista.

– Será mejor que nos vayamos -dijo Margaret, abatida. Hartmann asintió con la cabeza.

Margaret se dio la vuelta.

– Lo siento muchísimo -dijo Percy, siguiendo a su hermana.

Regresaron a su compartimento. Davy, el mozo, estaba preparando las literas. Harry había desaparecido, seguramente en el lavabo de caballeros. Margaret decidió acostarse. Cogió la bolsa y se dirigió al lavabo de señoras para cambiarse. Mamá salía en aquel momento, espléndida con su bata color castaño.

– Buenas noches, querida -dijo.

Margaret pasó por su lado sin hablar.

El lavabo estaba abarrotado. Margaret se puso a toda prisa el camisón de algodón y el albornoz. Su indumentaria parecía poco elegante entre las sedas de colores brillantes y las cachemiras de las demás mujeres, pero no le importó. Disculparse, a fin de cuentas, no la había tranquilizado, porque los comentarios del barón Gabon eran muy ciertos. Era demasiado fácil pedir perdón y no hacer nada acerca del problema.

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