– Hay un cartel al otro lado. Estuve antes fisgoneando. Ven a ver.
Rodearon la casa. La puerta y los postigos estaban cerrados, y no pudieron ver las habitaciones, pero su aspecto era espléndido desde fuera. Tenía una amplia terraza con una hamaca, una pista de tenis en el jardín y un pequeño edificio sin ventanas al otro lado. Nancy supuso que en él guardaban la barca.
– Podrías comprarte una barca -dijo. A Peter siempre le había gustado navegar.
Una puerta lateral del cobertizo estaba abierta. Peter entró. Nancy le oyó exclamar:
– ¡Santo Dios!
Nancy cruzó el umbral y escudriñó la oscuridad.
– ¿Qué pasa? -preguntó, nerviosa-. Peter, ¿estás bien?
Peter apareció por detrás y le agarró el brazo. Una repulsiva sonrisa de triunfo se dibujó por una fracción de segundo en su cara, y Nancy supo que había cometido una terrible equivocación. Él le retorció el brazo con violencia, obligándola a adentrarse en el cobertizo. Tropezó, gritó, dejó caer los zapatos y el bolso, y se derrumbó sobre el polvoriento suelo.
– ¡Peter! -gritó furiosa. Escuchó tres rápidos pasos, el ruido de la puerta al cerrarse, y se hizo la oscuridad más absoluta-. ¿Peter? -gritó, asustada. Se puso en pie. La puerta recibió un golpe, como si la estuvieran atrancando-. ¡Peter! -chilló-. ¡Di algo!
No hubo respuesta.
Un terror histérico estranguló su garganta y quiso gritar de miedo. Se llevó la mano a la boca y se mordió el nudillo del pulgar. Al cabo de unos instantes, el pánico empezó a desaparecer.
De pie en la oscuridad, ciega y desorientada, comprendió que Peter lo había planeado todo desde el principio: había descubierto la casa vacía, con su providencial cobertizo para la barca, la había atraído con engaños hacia ella, encerrándola en el interior, a fin de que perdiera el avión y no llegara a tiempo de votar en la junta de accionistas. Su arrepentimiento, sus disculpas, su decisión de abandonar los negocios, su dolorosa sinceridad, todo había sido falso de principio a fin. Había evocado cínicamente su niñez para ablandarla. Nancy había confiado en él una vez más; él la había traicionado una vez más. Era más que suficiente para provocar su llanto.
Se mordió el labio y consideró la situación. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra distinguió una línea de luz por debajo de la puerta. Se acercó, extendiendo las manos hacia adelante. Llegó a la puerta, palpó la pared a ambos lados y encontró un interruptor. Lo conectó y la luz iluminó el cobertizo. Asió el tirador e intentó abrirla, sin la menor esperanza. Ni siquiera se movió: Peter la había atrancado bien. Aplicó el hombro a la hoja y empujó con todas sus fuerzas, pero la puerta resistió.
Los codos y las rodillas le dolían a causa de la caída, y se había roto las medias.
– Cerdo -masculló al ausente Peter.
Se puso los zapatos, recogió el bolso y miró a su alrededor. Un gran velero acomodado sobre una plataforma provista de ruedas ocupaba casi todo el espacio. El mástil estaba sujeto a un gancho del techo, y las velas se veían dobladas pulcramente sobre la cubierta. Había una amplia puerta en la parte delantera del cobertizo. Nancy la examinó y descubrió, como sospechaba, que estaba bien cerrada.
La casa se hallaba algo apartada de la playa, pero cabía la posibilidad de que los pasajeros del clipper , u otra persona, pasaran por delante. Nancy respiró hondo y gritó con toda la potencia de su voz «¡SOCORRO! ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!». Decidió pedir auxilio a intervalos de un minuto, para no enronquecer.
Tanto la puerta principal como la lateral eran sólidas y estaban bien encajadas en el marco, pero tal vez pudiera forzarlas con una palanca o algo por el estilo. Paseó la vista en torno suyo. El propietario era un hombre ordenado: no guardaba útiles de jardinería en el cobertizo de la barca. No había palas ni rastrillos.
Volvió a pedir auxilio, y después trepó a la cubierta del velero, buscando alguna herramienta. Localizó varios armarios, todos cerrados con llave por el celoso propietario. Escrutó el cobertizo desde la cubierta, pero no descubrió nada nuevo.
– ;Mierda, mierda, mierda! -exclamó.
Se sentó en el puente y meditó, desalentada. Hacía mucho frío en el cobertizo, y se alegró de llevar la chaqueta de cachemira. Continuó pidiendo ayuda cada minuto, pero, a medida que transcurría el tiempo, sus esperanzas disminuían. Los pasajeros ya estarían a bordo del clipper. El aparato no tardaría en despegar, abandonándola a su suerte.
Se sorprendió al comprender que perder la empresa era la última de sus preocupaciones. ¿Y si nadie se acercaba al cobertizo en una semana? Podía morir aquí. El pánico se apoderó de ella y empezó a chillar sin cesar. Captó una nota de histeria en su voz, lo cual la asustó todavía más.
Se cansó al cabo de un rato, y el agotamiento la serenó. Peter era malvado, pero no un criminal; no dejaría que muriera. Lo más probable era que telefoneara anónimamente al departamento de policía de Shediac para que la liberaran. Pero no hasta después de la junta de accionistas, por supuesto. Nancy se dijo que estaba a salvo, pero su inquietud era extrema. ¿Y si Peter era peor de lo que pensaba? ¿Y si se olvidaba? ¿Qué ocurriría si caía enfermo o sufría un accidente? ¿Quién la salvaría, en ese caso?
Oyó el rugido de los potentes motores del clipper atronando la bahía. El pánico dejó paso a una desesperación total. La habían traicionado y derrotado, y también había perdido a Mervyn, que ahora se encontraría a bordo del avión, esperando el momento del despegue. Tal vez se preguntara, distraído, qué le había pasado, pero como la última palabra que Nancy le había dirigido era «idiota», se imaginaría que había terminado con él.
Se había comportado de forma arrogante al dar por sentado que le seguiría a Inglaterra, pero, siendo realista, cualquier hombre supondría lo mismo, y ella se lo había tomado a la tremenda. Se habían separado con malos modos y nunca volvería a verle. Y la muerte la rondaba.
El ruido de los lejanos motores aumentó de intensidad. El clipper estaba despegando. El estruendo persistió durante uno o dos minutos, y después empezó a disminuir cuando, pensó Nancy, el avión ganó altura. Ya está, concluyó: he perdido mi negocio y he perdido a Mervyn, y es probable que muera de hambre en este cobertizo. No, no moriría de hambre, sino de sed, sometida a una espantosa agonía…
Notó que una lágrima se deslizaba por su mejilla y la secó con el puño de la chaqueta. Tenía que serenarse. Ha de existir una forma de salir de aquí. Se preguntó si podría utilizar el mástil a modo de ariete. Subió al barco. No, el mástil era demasiado pesado para que una sola persona lo manejara. ¿Podría practicar un agujero en la puerta? Recordó historias acerca de prisioneros encerrados en mazmorras medievales que arañaban las piedras con sus uñas año tras año, en un vano intento de escapar. A ella no le quedaban años, y necesitaba algo más fuerte que las uñas. Rebuscó en su bolso. Tenía un pequeño peine de marfil, una barra de carmín rojo brillante casi gastada, una polvera barata que los chicos le habían regalado cuando cumplió treinta años, un pañuelo bordado, el talonario, un billete de cinco libras, varios de cincuenta dólares y una pluma de oro: nada útil. Pensó en sus ropas. Llevaba un cinturón de piel de cocodrilo con una hebilla chapada en oro. La punta de la hebilla quizá sirviera para rascar la madera que rodeaba la cerradura. Sería un trabajo largo, pero tenía todo el tiempo del mundo.
Bajó del barco y localizó la cerradura de la gran puerta principal. La madera era sólida, pero tal vez no sería preciso practicar un agujero de parte a parte; cabía la posibilidad de que se partiera si hacía una hendidura bastante profunda. Volvió a gritar pidiendo ayuda. Nadie respondió.
Se quitó el cinturón. Como la falda no iba a sostenerse, se la quitó, la dobló y la dejó sobre la regala del velero. Aunque nadie podía verla, se alegraba de llevar unas bonitas bragas adornadas con encaje y unas ligas a juego.
Practicó una marca cuadrada alrededor de la cerradura, y después empezó a ahondarla. El metal de la hebilla no era muy fuerte, y la punta se dobló al cabo de un rato. No obstante, prosiguió su tarea, parando a cada minuto, más o menos, para gritar. Poco a poco, la marca se transformó en una hendidura. El suelo quedó sembrado de astillas.
La madera de la puerta era suave, quizá a causa de la humedad. Aumentó el ritmo y pensó que no tardaría en poder salir.
Cuando más esperanzada se sentía, la punta se rompió.
La recogió del suelo e intentó continuar, pero la punta separada de la hebilla resultaba difícil de manejar. Si hacía el agujero más profundo resbalaría de sus dedos, y si raspaba con suavidad la hendidura no prosperaría. Después de que se le cayera cinco o seis veces, derramó lágrimas de rabia y golpeó inútilmente la puerta con los puños.
– ¿Quién está ahí? -gritó una voz.
Nancy calló y dejó de golpear la puerta. ¿Había oído bien?
– ¡Hola! ¡Socorro! -chilló.
– Nancy, ¿eres tú?
Su corazón dio un vuelco. La voz tenía acento inglés, y ella la reconoció.
– ¡Mervyn! ¡Gracias a Dios!
– Te estaba buscando. ¿Qué demonios te ha pasado?
– Déjame salir, ¿quieres?
La puerta se sacudió.
– Está cerrada.
– Ve por el lado.
– Enseguida.
Nancy cruzó el cobertizo y se acercó a la puerta lateral.
– Está atrancada -oyó que decía Mervyn-. Espera un momento.
Se dio cuenta de que iba en medias y bragas, y cubrió su desnudez con la chaqueta. La puerta se abrió al cabo de un momento, y Nancy se lanzó a los brazos de Mervyn.
– ¡Pensé que iba a morir aquí! -exclamó, y se puso a llorar sin poder evitarlo.
Él la abrazó y le acarició el pelo.
– Ya pasó, ya pasó.
– Peter me encerró -sollozó.
– Imaginé que había hecho una de las suyas. Ese hermano tuyo es un auténtico hijo de puta, si quieres que te dé mi opinión.
A Nancy le traía sin cuidado Peter, porque estaba muy dichosa de ver a Mervyn. Le miró a los ojos a través de un velo de lágrimas y le besó toda la cara: los ojos, las mejillas, la nariz y, por fin, los labios. De repente, experimentó una brutal excitación. Abrió la boca y le besó con pasión. Él la rodeó con sus brazos y la apretó contra sí. Nancy se restregó contra él, hambrienta del contacto de su cuerpo. Mervyn deslizó la mano por debajo de la chaqueta, recorrió su espalda y se detuvo, sorprendido, al palpar las bragas. Retrocedió y la contempló. La chaqueta se había abierto.
– ¿Qué le ha pasado a tu falda?
Nancy rió.
– Intenté perforar la puerta con la punta de la hebilla del cinturón, y mi falda no se sostenía sin el cinturón, de modo que me la quité…
– Qué agradable sorpresa -dijo Mervyn con voz ronca. Le acarició el culo y los muslos desnudos. Nancy notó el pene erecto contra su estómago. Bajó la mano y lo acarició.
Un furioso deseo se apoderó de ambos en un instante. Ella deseaba hacer el amor de inmediato, y sabía que Mervyn sentía lo mismo. Este se apoderó de sus pequeños pechos y Nancy jadeó. Desabrochó los botones de su bragueta e introdujo la mano. Todo el rato, en el fondo de su mente, pensaba: «Podía haber muerto, podía haber muerto», y la idea azuzaba sus desesperadas ansias de satisfacción. Encontró el pene, cerró la mano sobre él y lo sacó. Ambos jadeaban como corredores de fondo. Nancy dio un paso atrás y contempló la gran verga, presa de su pequeña mano blanca. Obedeciendo a un impulso irresistible, se inclinó y la introdujo en su boca.
Tuvo la sensación de que la llenaba por completo. Captó un olor semejante al del musgo y notó en la boca un sabor salado. Gruñó de éxtasis; había olvidado cuánto le gustaba hacer esto. Hubiera continuado chupándola horas y horas, pero Mervyn levantó la cabeza y gimió:
– Basta, antes de que estalle.
Se arrodilló frente a ella y le bajó poco a poco las bragas. Nancy se sintió avergonzada y enardecida al mismo tiempo. Mervyn le besó el vello púbico. Le bajó las bragas hasta los tobillos y Nancy acabó de quitárselas.
Mervyn se irguió y la abrazó de nuevo, y su mano se cerró por fin sobre el sexo de Nancy. Un instante después, Nancy notó que un dedo la penetraba con suma facilidad. No cesaban de besarse, lenguas y labios trabados en una frenética lucha, y sólo paraban para recuperar el aliento. Pasado un rato, Nancy se apartó y miró a su alrededor.
– ¿Dónde? -preguntó.
– Pásame los brazos alrededor del cuello.
Ella obedeció. Mervyn colocó las manos debajo de sus muslos y la alzó del suelo sin el menor esfuerzo. La chaqueta de Nancy colgaba detrás de ella. Mientras Mervyn la bajaba, Nancy guió su pene hasta sus entrañas, y luego pasó las piernas alrededor de su cintura.
Se quedaron inmóviles un instante, y Nancy saboreó la sensación ausente durante tanto tiempo, la confortadora sensación de total intimidad resultante de tener a un hombre dentro de ella y fundir los dos cuerpos en uno. Era la mejor sensación del mundo, y pensó que debía estar loca por haberla relegado al olvido durante diez años.
Después, Nancy empezó a moverse, apretándose contra él y luego apartándose. Oía que Mervyn emitía sonidos guturales: pensar en el placer que le estaba proporcionando todavía la enardeció más. No sentía la menor vergüenza por estar haciendo el amor en esta postura extravagante con un hombre al que apenas conocía. Al principio, se preguntó si podría sostener su peso, pero ella era menuda y él muy grande. Mervyn aferró las nalgas de Nancy y comenzó a moverla, arriba y abajo. Nancy cerró los ojos y saboreó la sensación del pene entrando y saliendo de su interior, y del clítoris apretado contra el vientre de su amante. Se olvidó de preocuparse por su fuerza y se concentró en las sensaciones que estremecían su entrepierna.
Abrió los ojos al cabo de un rato y le miró. Deseaba decirle que le quería, pero algún centinela de su sentido común le advirtió que todavía no. En cualquier caso, así lo sentía.
– Te tengo mucho cariño -susurró.
Su mirada reveló a Nancy que él la había entendido. Mervyn murmuró su nombre y empezó a moverse con más rapidez.
Nancy volvió a cerrar los ojos y sólo pensó en las oleadas de placer que brotaban del lugar donde sus cuerpos se unían. Oyó su propia voz, como desde una gran distancia, lanzando grititos de placer cada vez que él la excavaba. Respiraba con fuerza, pero sostenía su peso sin la menor señal de cansancio. Nancy notó que él se contenía, esperándola. Pensó en la presión que se concentraba en el interior de Mervyn cada vez que ella subía y bajaba las caderas, y esa imagen la arrastró al orgasmo. Todo su cuerpo se estremeció de placer. Gritó. Nancy notó que llegaba el momento de Mervyn y le cabalgó como a un caballo salvaje hasta que ambos alcanzaron el clímax. El placer se serenó por fin, Mervyn se quedó quieto y ella se derrumbó sobre su pecho.
– Caramba -dijo él, abrazándola con fuerza-, ¿siempre te lo tomas así?
Nancy soltó una carcajada, sin aliento. Le gustaban los hombres que la hacían reír.
Por fin, Mervyn la depositó en el suelo. Ella se quedó en pie, temblorosa, apoyándose en él, durante unos minutos. Después, de mala gana, se vistió.
Se sonrieron durante mucho rato sin hablar. Después, salieron a la pálida luz del sol y caminaron lentamente por la playa en dirección al malecón.
Nancy iba preguntándose si tal vez sería su destino vivir en Inglaterra y casarse con Mervyn. Había perdido la batalla por el control de la empresa. Ya no llegaría a tiempo de participar en la Junta de accionistas. Peter ganaría la votación, derrotando a Danny Riley y a tía Tilly, y se llevaría el gato al agua. Pensó en sus hijos: ya eran independientes, no era preciso que viviera en función de sus necesidades. Además, había descubierto que Mervyn era el amante perfecto que ella necesitaba. Aún se sentía aturdida y un poco débil después del coito. ¿Y qué voy a hacer en Inglaterra?, pensó. No puedo ser un ama de casa.
Llegaron al malecón y contemplaron la bahía. Nancy se preguntó con cuánta frecuencia salían trenes del pueblo. Iba a proponer que hicieran pesquisas cuando reparó en que Mervyn miraba con insistencia algo en la distancia
– ¿Que miras?
– Un Grumann Goose -respondió el, en tono pensativo.
– No veo ningún ganso.
– Aquel pequeño hidroavión se llama Grumann Goose -dijo Mervyn, señalando con el dedo-. Es muy nuevo… Los fabrican desde hace sólo dos años. Son muy veloces, más veloces que el clipper …
Nancy contempló el hidroavión. Era un monoplano de dos motores y aspecto moderno, provisto de una cabina cerrada. Comprendió lo que él estaba pensando. En un hidroavión podrían llegar a Boston a tiempo para la junta de accionistas.
– ¿Podríamos alquilarlo? -preguntó, vacilante, sin atreverse a confiar.
– Eso es justo lo que estaba pensando.
– ¡Vamos a preguntarlo!
Nancy se puso a correr por el malecón hacia el edificio de la línea aérea y Mervyn la siguió, alcanzándola sin dificultad gracias a sus largas zancadas. El corazón de Nancy latía violentamente. Aún podía salvar su empresa, pero reprimía su júbilo: siempre podían aparecer problemas.
Entraron en el edificio y un joven con el uniforme de la Pan American les interpeló.
– ¡Oigan, han perdido el avión!
– ¿Sabe a quién pertenece este pequeño hidroavión: -preguntó Nancy, sin mas preámbulos.
– ¿El Ganso? Claro que sí. Al propietario de una fábrica textil llamado Alfred Southborne.
– ¿Lo alquila?
– Sí, siempre que puede. ¿Quieren alquilarlo?
El corazón de Nancy dio un vuelco.
– ¡Sí!
– Uno de los pilotos anda por aquí… Vino a echar un vistazo al clipper. -Retrocedió y entró en una habitación contigua-. Oye, Ned, alguien quiere alquilar tu Ganso.
Ned salió. Era un hombre risueño de unos treinta años, que llevaba una camisa con hombreras. Les saludó con un movimiento de cabeza.
– Me gustaría ayudarles, pero mi copiloto no está aquí, y el Ganso necesita dos tripulantes.
Las esperanzas de Nancy se desvanecieron.
– Yo soy piloto -dijo Mervyn.
Ned le miró con escepticismo.
– ¿Ha pilotado alguna vez un hidroavión?
Nancy contuvo el aliento.
– Sí, el Supermarine -contestó Mervyn.
Nancy nunca había oído hablar del Supermarine, pero debía ser un aparato de carreras, porque Ned se quedó impresionado.
– ¿Corre usted?
– Cuando era joven. Ahora sólo vuelo por placer. Tengo un Tiger Moth.
– Bueno, si ha pilotado un Supermarine no tendrá ningún problema en ser copiloto del Ganso. Y el señor Southborne estará ausente hasta mañana. ¿A dónde quiere ir.
– A Boston.
– Le costará mil dólares.
– ¡No hay problema! -saltó Nancy, excitada-. Pero necesitamos marcharnos ahora mismo.
El hombre la miró con cierta sorpresa; había pensado que era el hombre quien llevaba la voz cantante.
– Saldremos dentro de pocos minutos, señora. ¿Cómo va a pagar?
– Puede elegir entre un talón nominal o pasar la factura a mi empresa en Boston, «Black’s Boots».
– ¿Usted trabaja en «Black's Boots»?
– Soy la propietaria.
– ¡Oiga, yo gasto sus zapatos!
Nancy bajó la vista. El hombre calzaba el Oxford acabado en punta de 6,95 dólares, color negro, talla 9.
– ¿Cómo le van? -preguntó automáticamente.
– De perlas. Son unos buenos zapatos, pero supongo que usted ya lo sabe.
– Sí -sonrió Nancy-. Son unos buenos zapatos.