El champán elegido era bueno, pero no acababa de sentirse a gusto consigo mismo aquella noche, y supuso que el problema residía en Rebecca. No paraba de pensar en lo agradable que sería traer a una chica hermosa a un lugar como éste. Siempre salía con chicas carentes de atractivo: chicas feas, chicas gordas, chicas cubiertas de granos, chicas idiotas. Era sencillo relacionarse con ellas y, en cuanto se entusiasmaban con él, lo aceptaban tal como era, negándose a dudar de él por temor a perderle. Como estrategia para introducirse en casa de los ricos eran inmejorables. La pega es que se pasaba la vida con chicas que no le gustaban. Algún día, a lo mejor…
Rebecca estaba de mal humor esta noche. Algo la tenía descontenta. Quizá, después de salir con Harry durante tres semanas, se estaba preguntando por qué no había intentado «propasarse», lo que ella traducía por tocarle las tetas. La verdad residía en que Harry era incapaz de fingir deseo hacia ella. Podía fascinarla, galantearla, hacerla reír, despertar amor en ella, pero no podía desearla. En una penosa ocasión, se había encontrado en un pajar con una muchacha flacucha y deprimida dispuesta a perder la virginidad, y había intentado forzarse a sí mismo, pero su cuerpo se había negado a cooperar, y todavía se estremecía de desagrado al pensar en ello.
La mayoría de sus experiencias sexuales habían tenido como objeto muchachas de su clase, pero ninguna de aquellas relaciones había durado mucho. Sólo recordaba una relación amorosa satisfactoria. A la edad de dieciocho años había sido seducido con total premeditación en Bond Street por una mujer mayor, la aburrida esposa de un abogado muy ocupado, y habían sido amantes durante dos años. Ella le había enseñado muchas cosas: sobre hacer el amor, asignatura que le enseñaba con entusiasmo, sobre las costumbres de la clase alta, que él asimilaba subrepticiamente, y sobre poesía, que leían y discutían juntos en la cama. Harry le había tomado mucho cariño. La mujer concluyó instantánea y brutalmente su relación cuando el marido supo que ella tenía un amante (aunque Harry nunca supo cómo). Desde entonces, Harry les había visto a los dos varias veces. La mujer siempre aparentaba mirarle como si no existiera. Harry consideró cruel esta conducta. Ella había significado mucho para él, y se había sentido querido por su amante. ¿Era obstinada o despiadada? Jamás lo sabría.
El, champán y la buena comida no mejoró el humor de Harry, ni tampoco el de Rebecca. Empezó a sentirse inquieto. Había pensado en no volver a verla después de esta noche, pero de repente no pudo soportar la idea de pasar con ella ni el resto de la velada. Le desagradó incluso la perspectiva de gastarse en ella el dinero de la cena. Contempló su rostro huraño, desprovisto de maquillaje y encogido bajo un estúpido sombrerito con pluma, y empezó a odiarla.
Después de terminar los postres, pidió café y fue al lavabo. El guardarropa estaba junto al lavabo de caballeros, cerca de la salida, y no se veía desde la mesa. Un impulso irresistible se apoderó de Harry. Cogió el sombrero, dio una propina a la encargada del guardarropa y salió del restaurante.
Hacía una noche muy agradable, sumida en la impenetrable oscuridad del apagón general, pero Harry conocía bien el West End, y podía guiarse por los semáforos, sin contar con el tenue resplandor de las luces laterales de los vehículos. Se sintió como un colegial recién salido del colegio. Se había desembarazado de Rebecca, ahorrado siete u ocho libras y concedido una noche libre, todo a la vez.
El gobierno había cerrado los teatros, cines y salas de baile «hasta que se haya juzgado la amplitud del ataque alemán contra Inglaterra», según decían. Sin embargo, los clubs nocturnos siempre funcionaban en los límites de la ley, y había muchos abiertos, si se sabía dónde buscar. Harry se instaló confortablemente al cabo de poco rato en un sótano del Soho, bebiendo whisky y escuchando una banda de jazz norteamericana de primera fila, mientras sopesaba la idea de gastarle una broma a la cigarrera.
Seguía pensando en ello cuando el hermano de Rebecca entró en el local.
A la mañana siguiente estaba sentado en una celda situada bajo el palacio de justicia, deprimido y compungido, esperando que le llevaran ante los magistrados. Tenía graves problemas.
Largarse del restaurante de aquella manera había sido una completa estupidez. Rebecca no era de las que se tragaban el orgullo y pagaba la cuenta sin armar alboroto. Montó un número, el dueño llamó a la policía, la familia se vio mezclada… El tipo de escándalo que Harry siempre procuraba evitar. Aun así, habría salido incólume, de no ser por la increíble mala suerte de toparse con el hermano de Rebecca dos horas más tarde.
Se encontraba en una celda grande, acompañado de otros quince o veinte prisioneros que serían llevados ante la justicia esta mañana. No había ventanas, y el humo de los cigarrillos llenaba la celda. Harry no sería juzgado hoy: se celebraría una audiencia preliminar.
Acabarían condenándole, por supuesto. Las pruebas en su contra eran abrumadoras. El jefe de los camareros confirmaría la acusación de Rebecca, y sir Simon Monkford identificaría como suyos los gemelos.
Y aún era peor. Un inspector del Departamento de Investigación Criminal había interrogado a Harry. El hombre vestía el uniforme de detective, compuesto de traje de sarga, camisa blanca, corbata negra, chaleco sin cadena de reloj y botas gastadas y brillantes. Era un policía experimentado, de mente aguda y carácter cauteloso.
– Desde hace dos o tres años -dijo-, recibimos curiosos informes, procedentes de familias acaudaladas, acerca de joyas extraviadas. No robadas, por supuesto. Simplemente extraviadas. Brazaletes, pendientes, colgantes, botones de camisa… Los propietarios están muy seguros de que los objetos no han sido robados, porque la única gente que ha tenido la oportunidad de llevárselos eran sus invitados. El único motivo por el que han presentado la denuncia es para reclamarlos si aparecen en algún sitio.
Harry mantuvo la boca cerrada durante todo el interrogatorio, pero se sentía fatal por dentro. Hasta hoy, había estado completamente seguro de que sus actividades habían pasado inadvertidas. Se quedo sorprendido al averiguar lo contrario: le pisaban los talones desde hacía tiempo.
El detective abrió un grueso expediente.
– El conde de Dorset, una bombonera de plata georgiana y una caja de rapé lacada, también georgiana. La señora de Harry Jaspers, un brazalete de perlas con cierre de rubíes, obra de Tiffany’s. La contessa di Malvoli, un colgante de diamantes art décco con cadena de plata. Este hombre tiene buen gusto.
El detective miró con expresión significativa los botones de diamante que adornaban la camisa de Harry.
Harry comprendió que el expediente contenía detalles de docenas de delitos cometidos por él. También sabía que acabaría siendo acusado de, como mínimo, algunos de los robos. Este astuto detective relacionaría algunos hechos básicos; no le costaría nada encontrar testigos que ubicaran a Harry en cada lugar y momento en que se habían cometido los hurtos. Tarde o temprano, registrarían sus habitaciones y la casa de su madre. Había vendido la mayoría de las piezas, pero se había quedado unas cuantas; los botones de su camisa que el detective había examinado los había robado a un borracho dormido durante un baile en la plaza Grosvenor, y su madre poseía un broche que Harry había arrebatado con gran destreza a una condesa en el curso de una fiesta de boda celebrada en un jardín de Surrey. ¿Qué respondería cuando le preguntaran de qué vivía?
Le aguardaba una larga estancia en la cárcel. Al salir, le reclutarían forzosamente para el ejército, que era más o menos lo mismo. El pensamiento le heló la sangre en las venas.
Se rehusó con firmeza a hablar, incluso cuando el detective le agarró por las solapas de su chaqueta de etiqueta y le tiró contra la pared, pero el silencio no iba a salvarle. La ley tenía todo el tiempo de su parte.
A Harry sólo le quedaba una oportunidad de salir libre. Tendría que convencer al juez de concederle libertad bajo fianza; después, desaparecería. De pronto, anheló la libertad, como si hubiera pasado años en la cárcel, en lugar de horas.
Desaparecer no sería tan sencillo, pero la alternativa le produjo escalofríos.
Se había acostumbrado a su estilo de vida robando a los ricos. Se levantaba tarde, tomaba el café en una taza de porcelana, vestía ropas bonitas y comía en restaurantes caros. Aún le gustaba retornar a sus raíces, beber en la taberna con los viejos amigos y llevar a su madre al Odeon. Sin embargo, la idea de ir a la cárcel se le antojaba insoportable: las ropas sucias, la comida horrible, la falta total de intimidad y, para colmo, el espantoso aburrimiento de una existencia falta de sentido.
Estremecido, concentró su mente en el problema de lograr la libertad bajo fianza.
La policía se opondría, por supuesto, pero serían los jueces quienes tomaran la decisión. Harry nunca había sido llevado ante los tribunales pero, en las calles de las que provenía, la gente sabía de estas cosas, como sabía quién saldría elegido en las elecciones municipales y la manera de limpiar chimeneas. La libertad bajo fianza sólo se denegaba automáticamente en los juicios por asesinato. En caso contrario, quedaba en manos de los magistrados. Solían hacer lo que la policía solicitaba, pero no siempre. A veces, un abogado inteligente o un defensor que presentaba una historia lacrimógena acerca de un niño enfermo lograban convencerles. A veces, si el fiscal era demasiado arrogante, concedían la libertad bajo fianza para afirmar su independencia. Debería entregar cierta cantidad de dinero, unas veinticinco o cincuenta libras. Esto no representaba ningún problema. Tenía mucho dinero. Le habían permitido telefonear una vez, y había llamado a la agencia de noticias situada en la esquina de la calle donde vivía su madre, pidiéndole a Bernie, el propietario, que enviara a uno de sus empleados a buscar a su madre para que se pusiera al teléfono. Cuando lo hizo, Harry le dijo dónde encontraría su dinero.
– Me darán la libertad bajo fianza, mamá -dijo Harry.
– Lo sé, hijo -contestó su madre-. Siempre has tenido suerte.
Si no era así…
He salido en otras ocasiones de situaciones complicadas, se dijo para animarse.
Pero no tan complicadas.
– ¡Marks! -chilló un guardián.
Harry se levantó. No había preparado lo que iba a decir: actuaría guiado por la inspiración del momento. Por una vez, deseó haber pensado en algo. Acabemos de una vez, pensó. Se abrochó la chaqueta, se ajustó el nudo de la corbata y enderezó el cuadrado de hilo blanco que sobresalía del bolsillo superior. Se acarició el mentón y deseó que le hubieran permitido afeitarse. El germen de una historia apareció en el último momento en su mente. Se quitó los gemelos de la camisa y los guardó en el bolsillo.
La puerta se abrió y salió al exterior.
Subió una escalera de hormigón y desembocó en el banquillo de los acusados, en el centro de la sala. Frente a él se hallaban los asientos de los abogados, vacíos; el secretario de los magistrados, un abogado cualificado, detrás de su mesa; y el tribunal, compuesto de tres magistrados no profesionales.
Hostia, pensó Harry, confío en que esos bastardos me dejen salir.
En la galería de la prensa, a un lado, estaba un joven periodista con un cuaderno de notas. Harry se dio la vuelta y dirigió la mirada hacia la parte posterior de la sala. Localizó a su madre en los asientos reservados al público, ataviada con su mejor chaqueta y un sombrero nuevo. Dio unos significativos golpecitos sobre su bolsillo; Harry dedujo que traía el dinero de la fianza. Observó con horror que llevaba el broche robado a la condesa de Eyer.
Miró al frente y aferró la barandilla, para evitar que sus manos temblaran.
– Sus señorías, el número tres de la lista -anunció el fiscal, un inspector de policía calvo de enorme nariz-. Robo de veinte libras en metálico y un par de gemelos de oro valorados en quince guineas, propiedad de sir Simon Monkford, así como obtención de provecho económico mediante estafa al restaurante Saint Raphael de Piccadilly. La policía solicita que continúe detenido el sospechoso, porque estamos investigando otros delitos que entrañan grandes cantidades de dinero.
Harry examinó con disimulo a los magistrados. En un extremo había un viejo carcamal, de largas patillas y cuello rígido, y en el otro, un tipo de aspecto similar, que llevaba la corbata de un regimiento; ambos bajaron sus narices hacia él. Harry pensó que debían creer culpable a todo aquel que comparecía ante su presencia. Sus esperanzas flaquearon. Después, se dijo que no costaba mucho convertir los prejuicios estúpidos en incredulidad igualmente imbécil. Ojalá no fueran muy inteligentes, si quería engañarles como a niños. El presidente, en medio, era el único que contaba. Era un hombre de edad madura, bigote y traje grises, y su aspecto aburrido insinuaba que había escuchado más historias inverosímiles y excusas plausibles de las que deseaba recordar. Debería vigilarle con atención, se dijo Harry, nervioso.
– ¿Solicita usted la libertad bajo fianza? -preguntó a Harry el presidente.
Harry fingió confusión.
– ¡Oh! ¡Santo Dios, creo que sí! Sí, sí. Desde luego.
Los tres jueces se incorporaron al reparar en su acento de clase alta. Harry disfrutó del efecto ejercido. Estaba orgulloso de su habilidad para confundir las expectativas sociales de la gente. La reacción del tribunal le dio ánimos. Puedo engañarles, pensó. Apuesto a que sí.
– Bien, ¿qué puede decir en su defensa? -preguntó el presidente.
Harry escuchó con gran atención el acento del presidente, intentando delimitar con toda precisión su clase social. Decidió que el hombre pertenecía a la clase media culta; tal vez un farmacéutico, o un director de banco. Sería astuto, pero estaría acostumbrado a tratar con deferencia a la clase alta.
Harry adoptó una expresión de embarazo, así como el tono de un colegial dirigiéndose a un maestro.
– Mucho me temo que se ha producido la más espantosa de las confusiones, señor -empezó. El interés de los jueces aumentó otro ápice. Se removieron en sus asientos y se inclinaron hacia adelante, interesados. Comprendieron que no se trataba de un caso corriente, y agradecieron sacudirse el tedio habitual-. A decir verdad, algunas personas bebieron demasiado oporto ayer en el club Carlton, y ésa es la auténtica causa.
Hizo una pausa, como si fuera lo único que tenía que decir, y miró al tribunal con aire expectante.
– ¡El club Carlton! -exclamó el juez militar. Su expresión indicaba que los miembros de un club tan augusto no solían comparecer ante un tribunal.
Harry se preguntó si había ido demasiado lejos. Quizá se negarían a creerle miembro del club.
– Es horriblemente embarazoso -se apresuró a continuar-, pero volveré y me disculparé de inmediato con todos los implicados, solucionando el problema sin más demora… -Fingió recordar de repente que iba vestido de etiqueta-. En cuanto me haya cambiado, quiero decir.
– ¿Está diciendo que no tenía la intención de robar veinte libras y un par de gemelos? -preguntó el viejo carcamal.
Su tono era de incredulidad, pero el que hicieran preguntas resultaba alentador. Significaba que no desechaban su historia de buenas a primeras. Si no hubieran creído una palabra de lo que había dicho, no se habrían molestado en solicitar detalles. Su corazón se inflamó: ¡podría salir libre!
– Tomé prestados los gemelos. Había salido sin los míos.
Levantó los brazos y mostró los puños sueltos de su camisa, sobresaliendo de las mangas de la chaqueta. Guardaba los gemelos en el bolsillo.
– ¿Y las veinte libras? -preguntó el viejo carcamal.
Harry se dio cuenta, nervioso, de que era una pregunta más difícil. No se le ocurrió ninguna excusa plausible. Es posible olvidarse los gemelos y coger prestados los de otra persona, pero coger dinero sin permiso equivalía a robar. Se encontraba al borde del pánico, cuando la inspiración acudió de nuevo en su rescate.
– Pienso que sir Simon se equivocó acerca del contenido auténtico de su cartera. -Harry bajó la voz, como comunicando algo a los jueces que la gente vulgar de la sala no debía oír-. Es espantosamente rico, señor.
– No se hizo rico olvidando el dinero que tenía -indicó el presidente. Una oleada de carcajadas se elevó del público. El sentido del humor tendría que ser una señal alentadora, pero el presidente ni tan sólo insinuó una sonrisa: no había tenido la intención de mostrarse gracioso. Es director de un banco, pensó Harry. Considera que el dinero no es cosa de broma-. ¿Por qué no pagó la cuenta del restaurante?- continuó el juez.
– Ya he dicho que lo lamento muchísimo. Tuve una discusión horrible con…, con mi compañera de cena.
Harry ocultó de manera ostensible la identidad de su acompañante. Los chicos de los colegios privados opinaban que era de mal gusto proclamar el nombre de una mujer, y los magistrados lo sabían.
– Me temo que salí hecho una furia -dijo-, olvidándome por completo de pagar la cuenta.
El presidente le dirigió una dura mirada por encima de sus gafas. Harry experimentó la sensación de haberse equivocado en algo. Le dio un vuelco el corazón. ¿Qué había dicho? Se le ocurrió que tal vez se había mostrado excesivamente indiferente respecto a una deuda. Era normal en la clase alta, pero un pecado mortal para un director de banco. El pánico se apoderó de él y pensó que lo iba a perder todo por un pequeño error de discernimiento.
– Soy un irresponsable, señor -dijo a toda prisa-, y regresaré al restaurante a la hora de comer para saldar mi deuda. Si ustedes me lo permiten, quiero decir.
No estaba seguro de haber apaciguado al presidente.
– ¿Está diciendo que los cargos contra usted serán retirados después de escuchar sus explicaciones?
Harry decidió que debía evitar la impresión de tener una respuesta apropiada para cada pregunta. Bajó la cabeza y adoptó una expresión de confusión.
– Supongo que no me servirá de nada si la gente se negara a retirar los cargos.
– Muy probable -dijo el presidente con severidad.
Viejo presuntuoso, pensó Harry, aunque sabía que este tipo de cosas, por humillantes que fueran, beneficiaban a su caso. Cuanto más le reprendieran, menos posibilidades existían de que le enviaran a la cárcel.
– ¿Desea añadir algo más? -preguntó el presidente.
– Sólo que estoy terriblemente avergonzado de mí mismo, señor -contestó Harry en voz baja.
– Ummm -gruñó con escepticismo el presidente, pero el militar cabeceó indicando su aprobación.
Los tres jueces conferenciaron entre murmullos durante un rato. Pasados unos instantes, Harry se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y se obligó a exhalarlo. Era insoportable saber que todo su futuro estaba en manos de estos tres incompetentes. Deseó que se apresurasen y tomasen una decisión. Luego, cuando los tres cabecearon al unísono, deseó que aquel horrible momento se postergara.
El presidente levantó la vista.
– Confío en que una noche entre rejas le haya enseñado la lección -dijo.
Oh, Dios mío, creo que me van a dejar en libertad, pensó Harry.
– Desde luego, señor. No me gustaría repetir la experiencia nunca más.
– Tome las medidas pertinentes.
Se produjo otra pausa; después, el presidente apartó la vista de Harry y se dirigió a la sala.
– No voy a afirmar que creamos todo cuanto hemos oído, pero no consideramos que el acusado deba continuar detenido.
Una oleada de alivio invadió a Harry, y sus piernas flaquearon.
– Se le condena a siete días de prisión. Se le impone una fianza de cincuenta libras.
Harry estaba libre.
Harry vio las calles con nuevos ojos, como si hubiera pasado un año en la cárcel, en lugar de unas pocas horas. Londres se estaba preparando para la guerra. Docenas de inmensos globos plateados flotaban en el cielo, con el fin de obstaculizar a los aviones alemanes. Sacos de arena rodeaban las tiendas y los edificios públicos para protegerlos de los bombardeos. Se habían abierto nuevos refugios antiaéreos en los parques, y todo el mundo llevaba una máscara antigás. La gente tenía la sensación de que podía morir en cualquier momento, y esto la impulsaba a abandonar su reserva y a conversar cordialmente con los extraños.
Harry no se acordaba de la Gran Guerra; tenía dos años cuando terminó. De pequeño, pensaba que «la guerra» era un lugar, porque todo el mundo le decía: «A tu padre le mataron en la guerra», de la misma manera que decían: «Ve a jugar al parque, no te caigas al río, mamá se va a la taberna». Más tarde, cuando fue lo bastante mayor para comprender lo que había perdido, cualquier mención de la guerra le resultaba muy dolorosa. Con Marjorie, la esposa del abogado que había sido su amante durante dos años, había leído la poesía de la Gran Guerra, y durante un tiempo se había considerado pacifista. Después, vio a los Camisas Negras desfilando por Londres y los rostros asustados de los judíos viejos que les contemplaban, y había decidido que valía la pena combatir en algunas guerras. En los últimos años había comprobado con disgusto que el gobierno británico hacía caso omiso de lo que ocurría en Alemania, porque confiaba en que Hitler destruyera a la Unión Soviética. Ahora, la guerra había estallado, y sólo podía pensar en los niños que, como él, vivirían con el hueco dejado por sus padres.